Con esto del Congreso de la Lengua se están haciendo, y diciendo, muchas tonterías. Pero es lo normal, porque los escritores, los críticos y los lingüístas son seres solitarios, acostumbrados a hablar como mucho con el hombre que va con ellos, y basta con ponerles un micrófono cerca o subirles a un estrado para que se pongan espléndidos, como el coñac. Una de las más interesantes ha sido la encuesta que realizó la revista colombiana Semana para seleccionar las mejores 100 novelas en lengua española de los últimos veinticinco años, de cuya existencia me enteré ayer leyendo el blog del amigo Miguel Ángel Muñoz.
Si uno lee la lista, la verdad, se troncha. No porque esté mal hecha, que seguramente lo está, sino porque le sucede a uno lo mismo que cuando le echa un vistazo a la lista de los premios Nobel de literatura: a medida que va uno yendo hacia atrás en el tiempo los autores premiados no es que no los hayamos leído, es que ni nos suenan remotamente. Estos reconocimientos es lo que tienen, que están hechos por integradísimos que le dan palmaditas en la espalda a otros integraditos, pero donde desde luego importa poco la verdadera calidad de los textos o la influencia que puedan dejar en el futuro.
Por ejemplo, colocar una novela como El paraíso en la otra esquina dentro de la lista es de risa. La novela es malísima, con personajes de cartón piedra y un modo de presentar la biografía de Gauguin y su abuela Flora Tristán más cercana a un trabajo de un alumno aplicado de secundaria que de un autor de prestigio internacional, y la única razón de su situación en la lista se debe a que su autor es una de esas figuras a quien no le tose nadie. Y pongo ese ejemplo porque es verdaderamente sangrante.
Así que se fue uno anoche a la cama con el alma enturbiada -no sé todavía por qué dejo que estas cosas me afecten- y pensando en cómo va uno a conseguir que cambien los modos de acercarse a la literatura. Siempre mercado, siempre intereses editoriales, en Madrid, en Medellín o en Cochabamba.
Pero, por suerte, esta mañana estaba limpio de esa sensación, como si la lluvia que cae incansable en mi ciudad me hubiese duchado y quitado pesares estúpidos de la cabeza. Me acordaba, sí, de la lista, pero me daba completamente igual.
Así que ha salido uno a la calle camino del trabajo contento, paraguas en mano, dispuesto a surcar el proceloso callejero que separa mi palacio del lugar donde malgasto las mañanas. Y en el apenas cuarto de hora que me lleva el trayecto he podido comprobar que los madrileños no saben manejarse con los trastos –que diría el torero- de la lluvia. Tiene uno que ir esquivando los paraguas de los transeúntes que se le cruzan, y aunque esté atento siempre alguno le golpea, o bien al paraguas o a uno mismo.
Los madrileños no saben usar paraguas. Va uno a París y la gente camina por los bulevares y las estrechas calles que hay entre ellos con su paraguas como si no lo llevaran encima. Como les llueve casi todos los días están hechos al aparato, Y lo manejan como parte de su cuerpo, y van hablando por la calle sin fijarse, pero no ves a nadie que choque contra otro, o que le meta una varilla del paraguas en el ojo al vecino.
Pero aquí sale la gente a la calle con sombrillas de playa, enormes y con publicidad de refrescos, de marcas de coches o de inmobiliarias, que le dan a la Gran Vía un aire de playa normanda extrañamente poblada por turistas levantinos. Aunque el tamaño exagerado de los paraguas no es lo peor, sino el modo de portarlos. La mayoría de la gente se los embute como si fuera un casco, y esconden la cabeza dentro de la cúpula del paraguas. Y así no hay manera de ver qué tiene uno delante, claro. O están los que, demasiado cansados para sostener el paraguas en la mano se lo encajan entre el hombro y el cuello, como un hatillo, y convertidos en setas andantes obligan a uno a apartarse si no quiere tener un enganchón con las varillas del paraguas.
Y sumido en esos pensamientos he llegado a la oficina, con la mente enturbiada como me acosté anoche. Algunos dicen que en este blog parece uno siempre cabreado, y a lo mejor es cierto, porque cuando está uno contento con los amigos en un bar no se lanza al ordenador a contarlo. He decidido, de todos modos, que me parece más preocupante lo de los paraguas, la lista de novelas no sale a la calle a sacarle a uno un ojo, basta con ignorarla, como a muchas de las novelas que están incluidas en ella.
«La ética es la estética del futuro.»
Lenin
«La verdad es siempre revolucionaria.»
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«Y es que el público es un examinador, pero sin duda uno distraído.»
W. Benjamin