22 marzo 2007

Lecciones de periodismo y ética, en estos tiempos tan necesitados de ellas

Uno de los topoi de la narrativa, y de la crítica más vanguardista, es el de la faction. Consiste en esos textos que están a medio camino entre los hechos reales, históricos, facts, y la ficción, fiction. Un diario, unas memorias, las cartas, son posibilidades que están siempre en la frontera de dichas posibilidades, puesto que tan sólo la actitud más o menos explícita del autor, o la mayor o menor ingenuidad del lector, adscribirán el texto a uno u otro campo genérico.
Pero, sin duda, el género por antonomasia de la faction es el reportaje, que si es largo y está escrito por un autor de renombre, pasa a ser una novel en la tradición británica o una novela de hechos reales en la hispana. El producto más famoso de esta tendencia es A sangre fría, de Truman Capote, libro al que las dos películas sobre su autor y la nueva traducción de Jaime Zulaika han puesto de nuevo de actualidad.
Lo que normalmente se ignora, o se quiere ignorar, es que en la tradición hispanoamericana ha habido cultivadores del género tanto o más brillantes que el propio Capote y más tempraneros. En 1957, ocho años antes de la aparición del libro de Capote, se escribió y publicó Operación masacre, un reportaje que realizó el por entonces jovencísimo Walsh –apenas tenía treinta años- sobre unos oscuros hechos sucedidos en la noche del 9 de junio de 1956.
Como el propio Walsh relata en su libro, oyó hablar por primera vez de los fusilamientos que se produjeron aquella noche a finales del año cincuenta y seis. Pronto comenzó a investigar los hechos, y las notas en las que iba dando cuenta de sus averiguaciones aparecieron a lo largo del año siguiente en el diario Mayoría y poco después como libro. Aún así continuó recopilando información con la que amplió las posteriores ediciones del año 1964 y la que resultó definitiva, editada en 1969.
El libro, cuya narración de los hechos abarca ciento ochenta páginas –en la edición definitiva, que viene acompañada de unos interesantísimos apéndices, entre los que se cuenta su famosísima Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que fue el último texto que firmó un día antes de pasar a engrosar las listas de los desaparecidos de la dictadura de Videla y Massera, tiene doscientas treinta páginas en total-, se lee de un modo trepidante, con el corazón encogido. La historia es sencilla -como todas las desgracias-: un grupo de civiles son detenidos de un modo un tanto arbitrario –la investigación de Walsh demuestra que muchos de los inculpados no tenían nada que ver con aquello de los que se les acusaba-, y se les fusiló antes de que fuera dictada la ley marcial que se aplicó por el levantamiento de los generales Tanco y Valle, por lo que su crimen cayó dentro de la ilegalidad más flagrante. Además de la salvajada que es, de por sí, la pena de muerte, la pusieron en práctica sin escudo legal alguno.
Como los demagogos superficiales se encargan de recordar cada poco tiempo, lo importante no es tanto que las atrocidades sean legales o no, sino que sean atrocidades, pero se olvidan de decir que por las atrocidades ilegales, al menos, la sociedad puede pedir cuentas.
Y eso es lo que hace Walsh en esta intensísima investigación. En ella singulariza a cada una de las víctimas, explica lo sucedido esa noche, las continuas violaciones de la ley que se permitieron las fuerzas policiales y militares –un bello eufemismo las unifica como “fuerzas de seguridad del estado”, porque si las llamara fuerzas de seguridad de la nación deberían defendernos a todos y no al aparato del poder-, su labor chapucera –por fortuna para lo detenidos no supieron realizar bien su trabajo y algunos escaparon con vida-, y los posteriores intentos de silenciar lo ocurrido por parte de las autoridades.
Los acontecimientos que se vivieron en la segunda mitad de las década de los cincuenta en Argentina prefiguraron el posterior horror de la de los setenta. El gobierno populista de Juan Domingo Perón, que se alzó en el poder con la aclamación de la mayoría popular y fue convirtiéndose poco a poco en un régimen dictatorial, enfrentado al pueblo y la cultura, cayó en septiembre de 1955 mediante un estallido popular. Lo peor del asunto es que dicho gobierno de facto no estaba tampoco demasiado interesado en el pueblo, y menos de un año después algunos generales se levantaron contra dicho gobierno. La revuelta no tuvo éxito, y a lo largo de esa noche un grupo de civiles inocentes fue fusilado, y ni tan siquiera la denuncia de los hechos a través de los artículos de Walsh y la posterior edición en libro consiguieron que nadie del gobierno reconociera, pese a que el texto lo prueba, la ilegalidad de las detenciones y del posterior ajusticiamiento.
Pero lo más importante es que, a lo largo de los años siguientes, lejos de evitar repetir dichas acciones, los sucesivos gobiernos continuaran ejerciendo su política de exterminio de opositores. En el epílogo a la edición del año sesenta y nueve, dice el propio Walsh:
Era inútil en 1957 pedir justicia para las víctimas de la “Operación Masacre”, como resultó inútil en 1958 pedir que se castigara al general Cuaranta por el asesinato de Satanowsky, como es inútil en 1968 reclamar que se sancione a los asesinos de Blajaquis y Zalazar, amparados por el gobierno. Dentro del sistema, no hay justicia.
Otros autores vienen trazando una imagen cada vez más afinada de esa oligarquía, dominante frente a los argentinos, y dominada frene al extranjero. Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.
Pensar que apenas siete años después llegaría el golpe de la Junta Militar, y los sucesos tristemente famosos en todo el mundo que conllevaron, confiere a este texto una capacidad de prefigurar el futuro escalofriante.
Walsh fue un autor limpio, honesto, que siempre supo donde estaba su lugar –junto al pueblo y frente a la injusticia- y nos legó textos que nos explican nuestro pasado y deberían concienciarnos de cómo construir nuestro futuro. En el caso de Operación masacre hay que agradecer las sencillez, el estilo directo y claro que en todo momento permite al lector conocer todo lo que ocurrió y las causas y motivos que llevaron hasta allí los hechos. Pero más importante es todavía que se nos recuerde que los poderosos vulneran las leyes y que deben ser castigados también por ello. Los asesinos de los fusilamientos del 10 de junio no lo fueron, pero la Historia tal vez convierta a esos héroes del ejército argentino en lo que son: simples y vulgares asesinos.
Asesinos como los que "desaparecieron" –horroroso eufemismo hoy tan tristemente famoso- a Walsh el 25 de marzo de 1977, un día después de que enviara a las redacciones de los diarios locales y las corresponsalías de los extranjeros su Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar, donde hacía balance de las atrocidades cometidas y la violación de los derechos humanos a lo largo del año transcurrido desde que los militares derrocaran a un gobierno infame en el que ya ejercieron una insólita política represora bajo el nombre de la Triple A.
La obra de Walsh, más allá de su fuste narrativo, es una constante lección de ética que debe ser conocida por todo.