Leo en La Vanguardia de hoy -no incluyo enlace porque en el grupo Godó, haciendo gala de los tópicos nacionalistas, no dan nada gratis- una entrevista a Gianni Vattimo -tampoco las busquen en los diarios con sede en Madrid, se conoce que nadie puede desplazarse hasta el CCCB para hablar con uno de los pensadores de referencia de Europa- donde habla de su último libro, Ecce Comu.
En el libro se plantea una cuestión muy sencilla: la vuelta al comunismo. Pero un nuevo comunismo, no el que se ha demonizado desde los medios de comunicación controlados por las grandes corporaciones neoliberales, sino un comunismo de nuevo cuño como el que se está poniendo en práctica en algunos países iberoamericanos.
Vattimo lo dice con una sencillez aplastante, irrebatible: Prefiere a Chávez, conociendo sus defectos, antes que a Berlusconi, y eso es algo que cualquiera con dos dedos de frente suscribiría. Pese a las más que evidentes pegas que pueden ponérsele a la política de la Revolución bolivariana, no es menos evidente que el progresivo triunfo de una política que se la juega en la apelación al gobiero común pone nerviosos a los dirigente de las empresas ultracapitalistas de la vieja Europa.
Vattimo señala una realidad incontestable: el ultraliberalismo propugna una libertad de movimientos sin frenos para las mercancías pero niega dicha movilidad a las personas. ¿Por qué? Porque eso supondría poner en práctica una globalización de las decisiones.
Que las políticas chavistas y de gobernantes próximos ponen nerviosos a los ideólogos del capitalismo tiene un botón de muestra en el artículo de Fukuyama -sí, el listo del Fin de la Historia- en el Washington Post: La dictadura posmoderna de Hugo Chávez. El mero hecho de llamar dictador a alguien que ha vencido en las urnas indica hasta que punto las semillas de Kissinger han florecido en el pensamiento norteamericano.
Tal vez la única pega de las ideas del pensador italiano resida en la postura fácil que muchos intelectuales siguen a pie juntillas: la revolución muy bien, pero en América. Vattimo dice que eso es porque en Europa no hay ni ganas ni fuerza para ponerla en marcha, pero resulta irónico que se afirme eso cuando cualquiera puede ver las numerosas intervenciones que se realizan en el Viejo continente.
Porque ahí es donde radica, en buena medida, el punto débil de la mayoría de los "ideólogos", "pensadores" de la nueva izquierda en Europa. No tienen la más leve intención de perder su estasus de intelectuales con todas las prebendas que eso pueda conllevar. Y lo primero que hace falta para hacer la revolución, si uno cree en ella, es mojarse, es participar en ella.
Hay demasiado revolucionario de salón, de mesa de café. Y hay pocos dispuestos a salir a la calle. Ahí radica el problema.
La verdad es que, al final se ve uno obligado a tener que decir que, sin ser perfectos, uno también tiene que preferir a Vattimo antes que a Fukuyama.