09 marzo 2007

Moneda de cambio

La publicación de la nueva novela de Ricardo Menéndez Salmón ha servido, más que para brindarnos una novela memorable –que debería ser el fin, o al menos el objetivo de todo narrador que se enfrente al género- para evidenciar los turbios mecanismos de la crítica mercenaria en este país.
En este blog se ha hablado ya tanto mal –por su libro de relatos Los caballos azules- como bien –por su relato Gritar- de Menéndez Salmón como escritor, y se ha hablado –porque se ha hecho merecedor de ello al comportarse como un caballero- siempre bien de él como persona. Lo apunto porque me parece importante dejar clara cuál es la posición de cada uno a la hora de enfrentarse a la obra de un autor, ya que en un mundo ideal seríamos justos e imparciales al extremo, pero en este, de momento, tenemos muchos problemas para serlo.
Yo creo que en esta novela se mezclan los dos autores que lleva dentro Menéndez Salmón. Por un lado el autor excesivamente retórico y estático, que se regodea a veces en el uso de circunloquios y énfasis que le hacen pocos favores a las historias que quiere narrar –en un momento de esta narración el autor se refiere al protagonista, que ha perdido su capacidad de sentir, como emasculado, lo que no deja de ser un exceso evidente-, que se deja llevar en exceso al palabrerío que no aporta en sí nada ni a los hechos ni a la plasmación de los sentimientos y que deja un regusto a redicho, a un decir empalagoso que cansa rápido. Pero también comparece en el texto el autor que se deja de retóricas para enumerar de un modo exacto, directo y eficaz los hechos que quiere narrar, sin olvidar matizar siempre esos hechos para hacerlos más verosímiles y humanos.
O sea, que La ofensa sirve como tarjeta de presentación del narrador que Menéndez Salmón es, con todas sus virtudes y todos sus defectos. Uno cree que, dependiendo de la visión que cada uno tenga de lo que debe ser la literatura, unos reivindicarán con fervor y otros denostarán esta novela. A mí, personalmente, no me ha gustado, porque entiendo que el escritor sobreactuado abunda más que el preciso, y porque me parece que no ha logrado plasmar ni esa mutilación sentimental del protagonista ni ha sabido resolver la trama de un modo coherente y acorde al ritmo narrativo que ha planteado. Tal vez haya influido a ese estilo vacilante –u oscilante- del texto el largo arco de tiempo que, a tenor de las fechas que cierran el libro, parece haber llevado su escritura. Tres años para ciento cuarenta y dos páginas de generosa tipografía parece sin lugar a dudas mucho tiempo, y esos cambios en la visión de la obra y en la evolución de la trama parecen haber dejado su huella en esos cambios de criterio y vacíos argumentales –costurones los llamaba Cela- en que cae la novela. Y, como botón de muestra, indicaré que, mientras las cuarenta primeras páginas de la novela las leí en un momento, la finalización de la misma se demoró una semana por la sencilla razón de que toda excusa era buena para coger otro libro o hacer otra cosa.
Ahora bien, lo más curioso de la publicación de este libro ha venido de la respuesta que ha obtenido dentro de los suplementos culturales de los diarios nacionales. Rafael Conte, en una prosa abigarrada y ardua, en la que el lector debe poner el orden que la edad o la enfermedad no le han dejado poner a él, se reivindica como el descubridor del autor –lo que no deja de ser otro hecho curioso, porque uno piensa que es el editor que se la jugó con la obra de un autor joven y desconocido el que debería ponerse esa medalla- para pasar a continuación a defender a su protegido –no digo que lo sea en la realidad, pero leyendo el artículo de Conte se desprende que él lo siente como tal- de los ataques recibidos, de tal modo que uno sospecha si no es su propio estatus de crítico decano el que quiere mantener.
Y para ello no se corta ni un pelo en bendecir –así son estos críticos canónicos- con su visto bueno la crítica favorable que hiciera Pozuelo Yvancos en ABC del libro de Menéndez Salmón y en despreciar la de Senabre en El Mundo, que no era tan benévola con la novela, y que no ha sabido apreciar el final “sorprendente”, pero tanto da porque lo que sucede es que no está capacitado para ello. Y a uno, que no está en este mundo para juzgar a la gente por sus opiniones le parece bien que a unos les guste y a otros no la novela –yo ya he dicho más arriba lo que pienso de ella- pero sí que me preocupa la caradura que se puede llegar a tener para defender la visión propia sobre todo cuando se dicen –se escriben en este caso- verdaderas tonterías, que finalmente le hacen un flaco favor al autor del que se quiere hablar bien, porque, y esa es una verdad afilada pero irrebatible, no hay peor crítica que el halago de un necio.
“¿Demasiado “estática” o demasiado “estética”? Pues bien, quizá las dos a la vez, según corresponde a la “ética” literaria de Ricardo Menéndez Salmón…” Este es el inicio de la reseña de Conte. No termina uno de entender la adversativa o disyuntiva con que se abre el texto, porque no entiende uno que sean aspectos contrapuestos. Se puede, perfectamente, ser estético y estático, sin que lo uno signifique mengua de lo otro, pero lo que no entiende uno es que eso, que es cuestión de estilo, tenga que ver con la ética del autor. Se deduce por tanto que el señor Conte está siendo, sencillamente retórico y vacuo, como acostumbra, y como demostrará a lo largo de su crítica.
Tras la autoimposición de medallas y el repaso al ISBN y las búsquedas del Google, y tras repartir parabienes e indultos a sus jóvenes compañeros en las lizas críticas, el ínclito reseñista descarga su batería pesada, lo importante del texto, la valoración que supondrá la salvación o la condena de la obra.
La ofensa es una novela corta y deslumbrante, llevada de mano rápida por un estilo extraordinario, barroco y preciso, que encierra una fábula universal y fulgurante, aunque quizá más estático de lo debido, pues el contenido prevalece sobre la excesiva forma.”
Sobra decir que ningún editor colocará esta cita en una faja promocional, porque la lectura y desentrañamiento de la oscura sintaxis de Conte le alejaría del libro más que incitarle a comprarlo. Lo de “llevada de mano rápida” es bueno, pero que sea capaz de decir que el estilo es preciso y barroco suena a cachondeo, pero que diga que es estático porque el contenido prevalece sobre la forma me lo tiene que explicar algún docto ingeniero que sea capaz de tender puentes sobre el parrafito.
Yo, tras leer la reseña hagiográfica llegué a la conclusión de que el libro de Salmón es maravilloso porque es barroco pese a que el contenido prevalece sobre la forma, y que es preciso pese a que es más estático de lo debido, aunque, pese a su estatismo, narra de un modo fulgurante una fábula –por cierto, no se explicita si es una fábula tal y como la entienden los formalistas rusos, si lo es por el uso de figuras míticas o si lo es por la personificación de animales- universal.
O sea, que escribiera lo que escribiera Menéndez Salmón, Conte lo iba a poner bien, porque en defender a su “descubrimiento” se la jugaba.
Lo dicho, yo creo que en toda esta historia el que recibe el más flaco favor es el propio autor de la novela, que pierde la oportunidad de ver una crítica sólida y razonada de su obra –fuera esta objeto de una valoración positiva o negativa- en favor de ser objeto de mercadeo sobre el prestigio de un crítico u otro. Y sirva como ejemplo la alusión a la cita de Brodkey que el autor coloca al frente de su novela, en la que Conte se “olvida” de citar a la muerte como agente de esa agresión de lo real frente a la fantasía, haciendo perder todo sentido a la cita.
Ricardo Menéndez Salmón La ofensa Seix-Barral, Barcelona, 2007