Cuando llega el día de los Inocentes, ese día en el que los jefes de redacción más simpáticos de los periódicos o de la radio -en la radio siempre hacen alguna, son muchos segundos a rellenar de programación-, incluso de la televisión, se dedican a asustarnos, o a ilusionarnos con alguna noticia falsa. También es un día de correos electrónicos extraños que el antivurus deja pasar aunque cuando los abres simulan el ataque de uno de esos programas parásitos que te van a destrozar el ordenador, y cuando ya estás a punto de soltar el cable de la conexión a internet y el enchufe, resulta que no, que era una graciosa broma que te recuerda lo inocente que eres. Y al cabo de unos días te llega un mensaje del mismo tipejo que te hizo llegar el otro preguntándote si estás enfadado, que tampoco era para tomárselo así, hombre. Y uno se lo toma como quiera, digo yo, si uno puede elegir como quiere el café también puede digerir las bromas como le salga del...
Y con todo, no son las inocentadas lo peor del día, a fin de cuentas el hecho de que te las hagan indica que, a pesar de cómo van las cosas, la gente todavía tiene ganas de bromear, de reírse, aunque sea de otros, claro. No, lo peor del 28 de diciembre -o el primero de abril en los países anglosajones- es que uno está todo el día con la mosca detrás de la oreja, y apenas entra uno por la mañana en un bar a tomarse el café vislumbra en la sonrisa irónica del camarero que le van a hacer alguna, y mira con detenimiento el sobre de café antes de abrirlo, y prueba con el corazón en un puño el café. Y así a lo largo de todo el día.
Aunque lo peor no es que a uno le gasten una broma, no, lo peor es cómo tomártelo. Si uno monta en cólera va a ser el borde para toda la vida; si, en cambio, actúa uno de un modo indiferente, como si uno tuviese cientos de trajes en el armario y no le importase que un listo le eche un chorro de tinta, es casi peor, porque entonces uno adquiere fama de estúpido, de altanero, y al año siguiente, si no antes, le van a estar esperando con alguna peor.
Y el día se va deslizando rápido hacia su final, sin saber si hay que sospechar hasta de la madre de uno, o si conviene dejarse mecer por el día, sin darle demasiada importancia a casi nada. Como si fuera un día festivo y pudiera uno irse a tomar el sol en algún banco, ignorando a esa lluvia de palomas -ese montón de graciosos esperando jugársela a uno- y esperando que las palomas le ignoren a uno.