Cuando yo era más pequeño -porque con los años no he conseguido despegarme mucho del suelo, la verdad- hacíamos concursos de christmas en el colegio. Apenas habíamos vuelto de ese prólogo invernal que es el puente de la Constitución y nos lanzábamos a emborronar folios doblados por la mitad con las imágenes más variadas, pero, siempre, una misma temática: la Navidad. Cada año uno de los alumnos de la clase era el vencedor del premio al mejor christmas. El jurado, que solía estar compuesto por las tres profesoras de cada curso -en mi colegio fuimos siempre tres clases, desde párvulos, entonces se decía párvulos y no preescolar, hasta octavo: el A, el B y el C- junto con el director o el jefe de estudios del centro, se paseaba por las distintas clases, en cuyas paredes grapábamos nuestras pequeñas obras de arte haciendo gala de un horror vacui que todavía hoy me aterra. Elegía uno de cada grupo como el mejor del año. Sus decisiones eran, al menos para nosotros, pobres niños, icomprensibles. Mi amigo Rodri, que desde bien renacuajo era un hacha con el dibujo, y ha terminado licenciándose en Bellas Artes y ganando premios de pintura, dibujo y grabado, nunca se llevó el premio, jamás, en los nueve años que estuvo allí. Y yo, que siempre he recibido las más crueles burlas por mi capacidad de hacer monigotes jugando al Pictionary, gané en 1º de EGB el premio al mejor christmas. Me dieron una caja de rotuladores Carioca de seis colores como premio, mucho más práctica que la de 36 que me regaló mi abuela y que me costaba horrores utilizar por mi daltonismo. Mi imagen, mi premiada imagen, qué demonios, consistía en cuatro figuras, vagamente caracterizadas como los tres Reyes magos y Papá Noel, dándose la mano. Ahora me da por pensar que los profesores debieron premiar mi capacidad de integración de culturas, mi oda a la amistad, o sencillamente la calidad conceptual de unos monigotes que no habrían llamado la atención en mitad de una exposición de Saura.
También recuerdo la enorme cantidad de felicitaciones que se agolpaban en mi casa. O las que se amontonaban en la mesa de entrada de la oficina de mi padre -que me resultaban siempre muy curiosas: felicitaciones de marcas de carburantes, de fabricantes de vehículos pesados, de neumáticos, de mayoristas de viajes, los mismos que se promocionaban en muchas de las carteras que gasté en mi infancia. E incluso unas cartas que llegaban todos los inviernos, con unos cuantos christmas y un calendario hecho por pintores minusválidos, que te enviaban a casa con la intención de que les hicieras un ingreso desde un banco a una cuenta que te indicaban. Hasta las felicitaciones con tarjetas de Unicef que te vendían en el banco. Y luego, a medida que pasaba la Navidad iban llegando varias cartas con felicitaciones iguales o muy parecidas a las que habías rellenado el fin de semana anterior a las fiestas -aunque yo rellenaba pocas porque mi letra era un infierno, lo decían los profesores, mi familia y demás, y la de mi hermana era clara como el agua de un arroyo- y que se amontonaban a la entrada de casa. Y allí se juntaban la familia, sobre todo la que no veíamos nunca pero con los que nos cruzábamos felicitaciones cada año; los amigos del último campamento, que no escribían desde hacía un par de meses y que con el christmas daban por cerrado el intercambio de correspondencia; y la familia verdaderamente cercana que disfrutaba encontrándose su tarjeta cuando venían a comer un poco de turrón.
Ahora no me llega ninguna de esas tarjetas. La gente dice que la tecnología ha arruinado a la Kodak, pero yo creo que los que peor lo están pasando son los niños de Unicef. Este año he recibido algunas llamadas, algunos mensajes de móviles -aprovecho para felicitar al que se le ocurrió el mensaje del miembro viril o la memoria a elegir y el posible olvido de la felicitación, el que lo ha léido lo reconoce ya seguro, porque me han llegado varios- y algunos correos electrónicos muy simpáticos. Me quedo, en el número 1, con el de Hipólito G. Navarro, y la sorprendente noticia de que su relación con las bañeras sigue lozana -lean El pez volador-, que me desea buenos percances -y con que sean igual de buenos que sus libros a mí me basta-, el de Libros del Ateriode -por recordarme las mil y una horas que pasé con mis clicks de Famobil- y el de Lengua de Trapo, por la idea de aparecer el personal como Matrioschkas, aunque sean papanoelinas y la sorpresa de ver que Pote es ya el único hombre de la editorial -¿donde están Xavi y Cuqui?.
En fin, y, para terminar, me gustaría que la entrada de hoy sirviera como felicitación para todos. Ya me he puesto tierno, leñe, y luego la gente me lo recrimina.