Cuando, en la prehistoria de la impresión, o sea, no hace más de diez años, se imprimía lo que fuese -un periódico, un libro, un libelo, era condición indispensable que pasase por las manos de un corrector ortotipográfico que se encargaba de eliminar los errores que el autor o el cajista habían descuidado o introducido en el texto. Y los libros salían, siempre, con alguna errata, pero era ese error humano, comprensible, que se espera en cualquier trabajo.
Hoy, que la tecnología permite que los propios ordenadores corrijan los textos, que se pueden hacer tantas impresiones como se quiera para corregir antes de dar por buena una versión, ahora que podemos corregir un error casi hasta el último momento antes de que se pongan en marcha las máquinas, salen las publicaciones llenas de erratas. Algunas son comprensibles: una letra bailada, algún olvido. Pero otras son fascinantes: signos ortotipográficos que se han quedado en el camino, como las aperturas de interrogación, por ejemplo, o erratas que sobreviven a las sucesivas ediciones de un libro y al paso de esta a la edición de bolsillo -mira que yo le tengo cariño a sus libros, señor Herralde, pero hay que hacer algo más que coger siempre los mismos fotolitos para las reediciones-, o como el caso de A paso de cangrejo, de Günter Grass, que es una novela de apenas ciento cincuenta páginas con una letra de catorce o dieciséis puntos y que se publicó con unas doce erratas de bulto.
¿Es todo tan efímero que no es necesario corregir los textos? ¿Tan poco importa ya la calidad, el acabado de un mensaje?
Creo que ya lo he dicho todo, a buen entendedor pocas erratas bastan.