El otro día mi compañero del trabajo me sorprendió trayendo a la oficina un libro que encontró en una librería de viejo barcelonesa. Se trata de la segunda edición del libro Madrid de Juan Antonio Cabezas. Es, para el que no lo conozca, un libro que editó Destino en 1954 dentro de la colección Guías de España, y que es una descripción de Madrid, de sus costumbres y gentes, que se ha convertido en un libro casi mítico porque las fotografías que ilustran el texto son de Francisco Català-Roca. Lamentaba mi amigo, no sin razón, que se notaba que las fotos eran una maravilla, pero que la mala reproducción de las mismas evidenciaba la calidad del trabajo del fotógrafo y los escasos medios materiales de la edición española de aquellos años.
Le prometí traer a la oficina al día siguiente una joyita: el catálogo de la exposición que Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello comisariaron en el Centro de Arte Reina Sofía hace un par de años, y que se llamó Català-Roca Barcelona/ Madrid. Años cincuenta. Recogía una amplia selección de las fotografías hechas para el libro mencionado y para otro llamado Barcelona que publicó la editorial Barna en el mismo año 1954. Pues bien, esa misma tarde, al llegar a casa y buscar el volumen, que no había hojeado desde dicha exposición, me dediqué a perder la tarde - y fueron casi tres horas- a ver una fotografía detrás de otra, porque me encontré con que estaba totalmente emocionado al presenciar esas fotos. Estaban reproducidas magníficamente, y los textos de Vila-Matas y Trapiello, sobre la Barcelona y el Madrid -respectivamente- de Català-Roca eran mejor que buenos, y tenía uno una alegría como tonta de estar en este mundo con ese libro entre las manos.
Se ha hablado ya mucho del Síndrome de Stendhal al hilo de esos momentos en que uno llega a sentirse mal, verdaderamente enfermo, ante la contemplación de la belleza, que no es sino celebración de la vida, de esa vida que se nos aparece de pronto al doblar una esquina y nos arrebata de la muerte cotidiana en la que nos hundimos. Yo aquella tarde me sentí muy vivo, enormemente vivo, y por eso al día siguiente le traje el libro a mi compañero para que los disfrutara.
No sé porque esos momentos de comunión con un libro, con una imagen, los tiene uno a solas, parece que la presencia de la gente nos incomoda, como cuando va uno al cine y le sorprende una escena emotiva que le lleva a las lágrimas -porque, como Cortázar tiene uno un gusto pésimo con esto del arte y lloraría en el cine como una magdalena de no ser porque se contiene, que en público no se llora, ni se mea, ni se pierden los papeles.
Pues bien, hoy he reencontrado el libro debajo de una pila de ellos en la mesa supletoria de mi mesa de trabajo, donde los libros parecen desaparecer durante meses tras haber despertado el más vivo de los intereses, y he vuelto a hojearlo. Y he vuelto a emocionarme. Estaba a solas, claro.
Por eso me he animado a registrar este sentimiento antes de que vuelva a irse volando. Porque no creo que ya me separe mucho de ese catálogo, y porque tengo la sensación de que, cada vez que me sienta un poco solo, podré echar un ojo a sus reproducciones y sentirme un poco más viv gracias a Català-Roca.