Una de las cosas más maravillosas que se puede encontrar uno al abrir el buzón es el sobre de un amigo. Normalmente el buzón está lleno de propaganda, de facturas y a veces hasta de la porquería que echan los niños de los vecinos. Por eso es maravilloso encontrarse con la carta de un amigo, uno de los de verdad, que guarda algo de su tiempo para escribir en un papel unas líneas, acompañarlas con alguna foto o un compacto -la era digital tiene estas cosas- e ir a un buzón a echar la carta.
Hoy no, hoy con un SMS o un e-mail tiene que tener uno suficiente.
Pero no puedo evitar volverme loco de alegría cada vez que llega una de esas cartas. Normalmente suelen ser de amigos que, como seres humanos, son algo esquinados. Y no tienen teléfono móvil, y las más de las veces echan pestes de los ordenadores, y no les convences de lo maravillosa que es la tecnología ni cuando han bajado la guardia con algunas cervezas.
Es maravilloso encontrarse con gente así de vez en cuando, y una manera de encontrarlos es que te llegue una carta suya al buzón.
La pena es que, últimamente, cada vez me llegan menos cartas de esas, qué se le va a hacer, y que si escribo todo esto no es porque me haya llegado alguna, sino porque hace mucho que no llegan y me he puesto algo triste al pensar en ellas.