11 noviembre 2006

El cuento del fin de semana (21)

Venir ahora a decirle a nadie quién es Medardo Fraile da un poco de vergüenza. Hace unos años tenía un pase que la gente no lo conociera. Su obra era difícil de encontrar y el hecho de residir en Glasgow lo había alejado un poco de los manuales de literatura -ya saben, si no chateas de vez en cuando con los editores, los críticos y los catedráticos parece que no eres nadie, pero basta con tomarse un par de cañas en su compañía para que se note que son ellos los que son poca cosa- y hasta había muchos que se permitían andar por ahí diciendo que el cuento en España era sólo cosa de Aldecoa y, un poco detrás, García Hortelano. El tiempo -ese tipo tan majo contra el que casi siempre se pierde- ha puesto las cosas en su sitio. Fraile es hoy, de modo casi indiscutible, reconocido en círculos de entendidos como el gran cuestista español del siglo XX. El público, que siempre es más reacio a buscar la mercancía por sí mismo, y eso en el caso de las librerías se reduce a acercarse a los estantes y no coger el primer libro que está sobre las mesas de novedades o, peor todavía, hacerse con uno de esos que ponen a montones en el camino -si uno se encuentra en una zapatería una montaña de zapatos sabe a ciencia cierta que son los desparejados, los malos, los que tienen poco valor, pero en las librerías la gente coge esos bodrios, misterios sin resolver-, lo va descubriendo poco a poco. Hay pocos libros de Medardo a la venta en las librerías de viejo, y eso quiere decir que la gente es reacia a deshacerse de ellos. A buen entendedor...
Pero, por encima de eso, a mí me gusta Medardo -no sé yo si no me gusta más él que sus libros- porque es honesto, está vivo y echarse unos vinos con él es divertido. Es, en el sentido que le daban los griegos primitivos, un joven, un kouros, alguien con la fuerza suficiente para enfrentarse al mundo y cambiarlo. Y eso no se encuentra muy a menudo.

El álbum

Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.–¿Qué van a tomar?–Café con leche. ¿Y tú?–Lo mismo.En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio –él lo recordaba– habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello le fuera su felicidad, el sí o el no.–No: hoy “Las Mariposas”, no –decía ella con tremendo gozo–. Hemos visto ya “Los Grandes Inventos”.Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de “Las Mariposas”, ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él –el novio– tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de “Las Aves Domésticas” proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: “Mejor, blanco”, insinuaba él. “No, tiene que ser naranja”, decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En “Las Aves Exóticas” pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y “confetti”. En “Flores para Regalo” él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a “Animales Prehistóricos”, tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo “Los Animales Prehistóricos”, pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de “Las Piedras Preciosas”. Ante “Las Piedras Preciosas” él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En “Las Algas” enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con “La Evolución del Automóvil” lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con “Las Fieras” se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con “La Fauna del Mar” cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a “Las Frutas”, ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara cono Adán.Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días –sobre todo el último– a que él dijera: “El álbum para ti, te lo regalo.” Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella –que se había enamorado de aquel álbum– le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.

Medardo Fraile