04 noviembre 2006

Tentaciones

A mí me gustan las mujeres. Me gustan mucho. Para hablar con ellas, para trabajar, para tenerlas a mí alrededor, para mirarlas, para tocarlas. A mí me gustan mucho las mujeres. Y siempre he estado rodeado de ellas. Todos hemos salido del vientre de una mujer. Me crié con mi madre y mi hermana, sin padre alguno por casa. A veces mi abuela. A mi padre y mi abuelo los veía los fines de semana, la mañana de los sábados, dos o tres horas. Siempre he tenido muchas amigas, de hecho muchos de mis confesores son mujeres. No sé, me gustan las mujeres, estoy cómodo con ellas. No tengo que demostrar que soy más que nadie, sólo ser, y eso me gusta. Y puedo decir lo que se me pasa por la cabeza sin preocuparme demasiado de que sea más o menos sentimental. Uno habla, y a las mujeres les gusta que las hablen. Dios, que algo sabía de esto, es el verbo, y es en la palabra donde llega su mensaje, mientras que el Diablo crea imágenes, alucinaciones engañosas, para que el hombre actúe mal. En la imagen está la mentira, en la palabra la verdad. Lo divino se transmite por la palabra.
No creo que sea casual que Julián Rodríguez termine el prólogo de este libro, las Palabras preliminares, hablando de la fe. De la palabra, “fe”. Y que ofrezca el curioso dato de que Corominas haya demostrado que, desde 1140 la palabra nunca haya cambiado, que haya perdurado casi mil años del mismo modo, inmutable. Parece ser que significaba confianza, promesa y crédito. A mí son tres palabras que me vienen asociadas a la mujer, no sé por qué, pero me sucede. Y con las otras dos que él cita: vida y dignidad. Hay un algo en la mujer que la hace ser siempre digna. Uno se imagina a un hombre haciendo actos indignos, pero le cuesta más imaginarse a una mujer. Los hombres nos matamos más, y hay más hombres en las cárceles, y aunque eso sea sólo una verdad estadística –y por eso mismo seguramente será falsa- no puede uno evitar ver en eso una evidencia.
Julián Rodríguez ha escrito un libro de amor a las mujeres, pero no el que habría escrito un galán, un donjuán clorótico y enfebrecido de lecturas como el Neruda desesperado y enamoradizo. No, este es un libro en el que se trasluce el respeto, el cariño, la admiración por ellas. Y la fascinación, la del secreto, la del que sabe que nunca sabrá por entero como son. Posiblemente es un libro que una mujer nunca habría podido escribir, porque para hacerlo es necesario ese misterio, ese deseo de saber que Rodríguez tiene, y que para una mujer, posiblemente, sea lo más básico e insustancial del producto. Casi parece que uno pueda escucharla: “Ah, así que es eso lo que le ves a esa chica”, en el caso de que uno, ingenuo, contestase a esa pregunta retórica del “No sé qué le veis”.
Y para escribir esta carta de amor que no espera contestación, toda carta de amor verdadera no se escribe esperando contestación, y tal vez por eso todas las cartas de amor sean ridículas, ha reunido un grupo heterogéneo de vidas, de sufrimientos, que cuenta con el mismo afán alusivo y elíptico de toda su obra, transido de poesía y de silencio, y que se amalgaman en torno a poesías, a pequeñas prosas líricas, a relatos esbozados en los que siempre es una mujer la que nos habla, la que nos cuenta, la que se refleja en el narrador que escribe la historia. Y lo fascinante de este texto, como casi todos los de su autor, es la capacidad de contarlo todo en dos, tres detalles. A veces, como en el texto llamado Chejov en dos recuerdos y una tarde gris, otras, como en Nombres, contando toda una vida desde el modo de nombrar a una persona. Como es corto, lo copio:

Fue Eliza durante unas pocas semanas, cuando era niña. Eliza, Lily. Pronto lo cambió a Lil.

Más tarde fue Miss Steward en la carnicería. Y también mi amor, querida, madre.

Enviudó a los treinta. Volvió a trabajar como Mrs. Hand. Su hija creció, se casó y dio a luz un niño.

Ahora ella era Nanna. Todo el mundo me llama Nanna, solía decir a las visitas. Y eso hacían ellos. Incluso los dependientes y el médico.

En el geriátrico usaban los nombres cristianos de los pacientes. Lil, les dijimos nosotros. O Nanna. Pero aquello no constó en su expediente, y durante las desconcertantes últimas semanas fue Eliza una vez más.

¿Quiénes somos realmente? ¿Cuantás vidas vivimos? Muchas vidas, o muy pocas. Tal vez todas se parezcan. Al menos en lo importante. Y Rodríguez ha sabido apuntar hacia esa cosas que parece que no, pero realmente sí, son importantes.
Porque, haciendo arqueo final, no hay que olvidar que éste es un libro escrito por un hombre, y habla de mujeres, de ahí que posiblemente se trate de comprender que uno no es más que una parte, y que buscamos restaurar la unidad que se escindió con nuestro nacimiento.
Terminaré con una cita del Eclesiastés que incluye el propio autor en las Palabras finales: “Si dos duermen juntos se calientan, pero el que está solo ¿cómo se calentará?”

Julián Rodríguez Mujeres, manzanas Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2000