Todos somos perdedores, porque el triunfo no es, desde luego, un objetivo especialmente deseable. Triunfar supone estar condicionado, presionado, por el entorno. El fracasado tiene la ventaja de que nadie espera nada de él, y puede ser por tanto libre para ser él mismo. La sociedad en la que vivimos, una sociedad de mercado que nos impone un precio, desprecia al fracasado, al perdedor, porque piensa que no es un producto vendible, que no es deseable. Pero no es así, la realidad es que la sociedad ha establecido un canon –para ello ha usado a los especialistas en mercadotecnia y publicidad- que nos venden a diestro y siniestro. Por ejemplo, yo recuerdo que a finales de los ochenta, incluso hasta mediados de los noventa, los únicos que llevaban teléfono movil eran ejecutivos, altos cargos de empresas que tenían que estar siempre localizables, y se veían obligados a cargar con pesadísimos aparatos que pagaba la empresa para que no tuvieran un momento de relax. Pero la sociedad, o el mercado, mejor dicho, pronto convirtió esos aparatos en una necesidad y todo el mundo los usa. Ahora somos todos unos triunfadores, porque todos tenemos móvil.
Yo, la verdad, prefiero ser un fracasado, y tengo móvil, sí, pero una de las razones es que vivo de alquiler y no tengo fijo. Ser fracasado es mejor para el cuerpo y para el alma. No estresa, y te deja equivocarte tantas veces como quieras.
He estado viendo una película maravillosa, se llama Little Miss Sunshine, y es una película de perdedores. De maravillosos perdedores que por serlo tienen el mundo a sus pies. A lo largo del metraje de la cinta vemos los sucesivos fracasos de cada uno de sus personajes, como caen reincidentemente en ellos, pero en realidad estamos viendo un film sobre la liberación, sobre el camino que debemos seguir para ser nosotros mismos.
No es casual que sea una road-movie –la más atípica road-movie que uno ha visto, por cierto- ni que esté impregnada en todo momento de un humor catárquico, que nos permite reírnos de nosotros mismos al vernos reflejados en los protagonistas.
Y, sobre todo, es una película sobre la importancia de la palabra, sobre cómo las palabras se nos quedan prendidas en el alma, las buenas y las malas, el modo en que estas nos duelen y nos sanan, y sobre una realidad que muchas veces olvidamos –porque el mercado de la sociedad, no me he equivocado, prefiere imágenes que carecen de alma, y el alma está en la palabra- y que no es otra que sólo mediante la comunicación, mediante lo que nos decimos los unos a los otros, existimos.
Marx –ese filósofo que algunos han querido olvidar para abrazarse a pensadores de todo a cien- dijo que la realidad no es independiente de las palabras que usamos para describirla, por eso hoy, un momento en que ese invento de la sociedad de la información se nos hace patente en la continua perversión que desde los medios se ejerce contra el lenguaje, Little Miss Sunshine es una perla a perseguir y disfrutar porque ataca esa perversión, ataca el mundo de la imagen y de las palabras carentes de sentido con que quieren anestesiarnos. Cuando uno sale de la sala de cine uno se siente muy vivo, y lleno de ganas de meter la pata. En un mundo tan aséptico como el que nos están construyendo ser un perdedor es la mejor manera de dinamitar el sistema.
Seamos todos terroristas, seamos todos fracasados.