08 mayo 2007

Artificio crítico

Una de las primeras cosas que me enseñó un viejo amigo y maestro –que otros que creen serlo no han aprendido todavía- es que uno debe ser modesto como para reconocer cuando no está preparado para la lectura de un libro. La mayoría afirma, engreídos, que el libro es malo, pero en realidad puede suceder que uno no esté a la altura del libro. Curiosamente, los que desacreditan un libro por no entenderlo, nunca se plantean que la incapacidad esté en su mano, que se trate de que en el acto de comunicación fallido hayan sido ellos los que no han sabido decodificar el mensaje.
La lectura de este libro de José Emilio Burucúa me ha dejado esa sospecha en la cabeza. Lo fácil, lo sencillo, sería decir que es un libro que se centra en el estudio de una parcela muy pequeña y especializada de la Historia del arte, el momento en que se comenzó a representar la risa en las artes figurativas de la edad Moderna. Y, partiendo de una premisa tan estrecha, de unos objetivos tan determinados, es difícil que a alguien no demasiado interesado en el asunto le vaya a atraer el libro. Eso hay que decir que, de salida, es todo cierto. Es difícil que alguien no enterado, no asiduo ya de este campo de investigación, se acerque al libro. Pero no debería ser así, o no debería ser así en un texto, como este, que no pretende ser un libro universitario, restringido su uso a las bibliotecas académicas o a las bibliografías escolares.
Al menos uno cree que no, que la intención era otra. Tal vez el lector suspicaz se esté planteando en este momento el por qué de esa creencia. Explicaré para ese lector que La imagen y la risa ha sido publicado por una editorial, Periférica, que está demostrando un tino muy certero a la hora de elegir lo que edita. Todos sus libros trascienden el margen más o menos estrecho que en principio parecen ocupar y demuestran que desde lugares, planteamientos o géneros que normalmente pasan desapercibidos por estar en los márgenes, en la periferia, del discurso dominante, se pueden escribir y publicar libro que interesen a todo lector atento y curioso.
Además, se da el hecho de que la concepción de la colección que este libro ha inaugurado, la llamada Pequeños tratados, es, precisamente, hacer olvidar esos ensayos eruditos en los que las notas a pie de página ahogan al texto donde deben descansar las ideas fundamentales. Por ello, los textos que componen la colección huyen del exceso cultista y, en el momento en que son imprescindibles, se integra la nota en el texto de un modo natural.
Deduzco, por tanto, que el objetivo de esta colección es mostrar el pensamiento de un modo claro, directo y que evita ahuyentar al lector con excesos y erudiciones innecesarias.
Por eso no termino de entender el ensayo de Bucurúa. Yo, que no soy, para nada, un experto en Historia ni Filosofía del Arte, no estoy preparado para adentrarme en un texto que, según dice su contraportada, pretende explicarnos los mecanismos por lo que se nos hace reír a través de la imagen. Sobre todo porque a medida que he ido transitando por él he sentido que no había un afán de investigación, sino de descripción. O sea, que se ha escrito un texto describiendo las imágenes y mostrando la sucesión diacrónica de las mismas, pero no, desde luego, explicando por qué eso hacía gracia y, en que medida, esos modos de hacer reír han sobrevivido hasta hoy o han fundamentado los métodos que usa lo cómico hoy en día. Y eso es lo que yo, como lector corriente, vulgar y anónimo, quiero leer.
No sé si, tal vez, a Bucurúa le ha vencido su excesivo academicismo, o si, por el contrario, ha sido un error editorial no prever un texto con una orientación tan marcadamente universitaria y erudita. Yo, desde luego, confieso que no he terminado de encontrar en este libro la satisfacción que, como lector, busco en ellos.
Tal vez el problema es que he sido injusto, completamente injusto, con este libro, por haberlo leído tras el ya comentado aquí Ramón Gaya de viva voz. Tal vez me ha sucedido eso que Gaya explica tan bien en algunas de las entrevistas que se recogen en ese libro, cuando habla de esas exposiciones en las que el comisario tiene la ocurrencia de colocar un Manet junto a un Velázquez para que se pueda comparar el diálogo que se establece entre ambos artistas y su obra. Gaya señala, con verdadera genialidad, que a esos comisarios les suele salir el tiro por la culata porque mientras que ellos, ingenuos, que saben mucho de algo que no entienden, piensan que el arte se reduce a una serie de tópicos o de influencias, cualquier persona con sensibilidad suficiente sabe que el arte es otra cosa. Y al confrontar la obra de un artista como Manet frente a un creador como Velázquez lo único que se hace no es ensalzar al francés, sino evidenciar las más que notorias taras que su obra luce frente a la del rotundo sevillano que iba más allá de la pintura para traer a este mundo vida. Por eso creo que he sido injusto con este libro, porque después de haber leído las palabras de un hombre como Gaya, que huye intencionadamente del engolamiento ideológico y retórico del académico, del crítico, para nombrar con palabras sencillas la vida –el único modo posible de hacerlo-, leer el texto, profundo y trabajado, sí, pero peraltado, de Bucurúa, es evidenciar las carencias de la crítica a la hora de hablar del arte.
José Emilio Bucurúa La imagen y la risa Periférica, Cáceres, 2007