Los Apuntes para una novísima arquitectura de Fernando León serían un buen ejemplo de ello. Son textos que parecen pensados más para demostrar las lecturas, para dar pábulo a los críticos y exegetas con las referencias de cada uno de los cuentos, que para realmente conmover al lector y transformarle mediante la lectura –conviene no olvidar que la experiencia de la lectura es, en sí, vida.
Yo me acerqué a este libro por el título. Hay manías, como todas, y a mí me sucede que un título puede hacer que me interese un libro. El otro día, en una mesa redonda que moderé conocí a un chico que dijo que él ha comprado muchos libros por las portadas, y a mí me sucede lo mismo con los títulos. Hay libros que me he llevado a casa sin saber de qué narices iban sólo por el nombre de la portada.
Por eso, cuando leí la contraportada en casa, ya más tranquilo, creí que me iba a encontrar con uno de esos autores que saben hacer de los problemas de construcción el verdadero elemento estructural del relato. Creí que me encontraba ante uno de esos autores a los que se refiere Piglia en sus tesis sobre el cuento:
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.Pero luego, claro, ha resultado que no es así, que Fernando de León es, al menos en los siete cuentos que componen este libro, uno de esos autores que usan ecos para barnizar de profundidad sus textos, pero que no terminan de convencer con lo que quieren decir.
Pondré un ejemplo, porque con ejemplos siempre se entienden mejor las cosas. Se ha analizado hasta la saciedad la influencia de Eduard Hopper en la construcción de ciertos planos cinematográficos, en películas de, por ejemplo, Hitchcock. Hay una asimilación de las imágenes creadas por este pintor –cuya exaltación, todo hay que decirlo, demuestra hasta qué punto está ya nuestra visión mediatizada por el cine, porque es un mal pintor pero un excelente diseñador de producción, y como botón de muestra sirva el hecho de que un Hopper es siempre mejor en reproducción mecánica que al natural- en la retina de muchos directores de cine. La casa en la que vive Norman Bates en Psicosis (Psycho) está directamente copiada de un cuadro de Hopper, y la imagen de road movie que plasmó Kubrick en Lolita bebe claramente de los fríos paisajes en los que hasta la figura humana parece un decorado del pintor estadounidense. Bien, el uso que hacen estos directores de los cuadros es compositivo. Se establece un diálogo fértil con la tradición.
Frente a este uso natural y lícito está el uso pedante de la cultura, que no responde a ninguna necesidad ni objetivo artístico. Por ejemplo, Peter Greenaway no duda en colocar un cuadro colgado sobre un sofá en una escena, sin que haya ninguna otra referencia a ese cuadro. Está ahí para demostrarnos que él sabe quién es el artista, que ha ido al museo y ha visto el cuadro, pero está ahí porque sí, porque así él demuestra que tiene cultura. Pero no cumple función alguna, no hay diálogo, hay exhibición, sin más.
Eso mismo sucede en este libro de Fernando León, donde la cultura se exhibe, hay, si se me permite el juego de palabras, una vocación claramente exhivicionista.
Los cuentos están construidos sólo desde el poder simbólico, desde la sugestión que puede despertar una idea, un chispazo más o menos interesante en lo temático. Pero la mayoría de ellos están deslavazados, no hay un cierre en el cuento, y uno se plantea serias dudas de si no habría sido mejor optar por el ensayo para plasmar esas variaciones sobre el cuerpo humano, que es como se nos quiere vender el libro.
Porque, y ese es otro de los problemas que me he encontrado en este libro, hay una voluntad clara de caer en esa idea de que el libro de cuentos debe ser unitario temáticamente. Monterroso alertaba sobre ese error, y señalaba el horror diversitatis que parecen sufrir los cuentistas cuando se ven obligados a recoger sus relatos en un volumen. Bolaño no les hizo ningún favor a los aprendices con su famosa frase:
Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.No les hizo ningún favor porque le han creído -como han creído también que Bolaño despreciaba a los autores del boom, algo totalmente falso-, y el propio Bolaño terminaba cada uno de sus cuentos como pieza única, de no ser así no habrían quedado inéditos sueltos. Una colección de cuentos sirve para que el reflejo de unos cuentos en otros los dote de mayores significados, de nuevas lecturas, pero no debe ser, nunca, un corsé, sino algo que les de alas. Un cuento por sí solo debe poder decir todo lo que tiene que decir, pero en compañía parece decir más, y esa es la ventaja de un libro de relatos.
Porque este libro, y ahí es donde reside su mayor defecto, la falla que amenaza con hacer caer el conjunto, ha nacido viejo. Estamos en el año dos mil siete –lo escribo así para que el lector avisado se de cuenta de cómo cambia un año cuando se escribe con letras y no con números, como si se tratase de las páginas de color salmón del periódico- y hoy por hoy la ciencia ha avanzado que es una barbaridad. Partir de un concepto arquitectónico del cuerpo humano es sorprendente, si uno quiere ponerse a la sombra de Vesalio –y el que haya leído este libro sabe porque lo saco a colación- y hablar de la anatomía –y por extensión del universo- desde una perspectiva arquitectónica, considerando nuestra fisionomía como una construcción de huesos y músculos que albergan los débiles órganos puede hacerlo. Pero desde que llegó la mecánica de fluidos, la termodinámica, y demás teorías científicas algo más recientes suena un poco a broma pretender ser moderno y estar a la última con esos odres. Yo creo que Fernando León debería cogerse un día en la biblioteca Rizoma, no porque sea una pieza fundamental del pensamiento de la humanidad –creo que se podría discutir mucho sobre ello- pero al menos para enterarse de por dónde van los tiros a día de hoy.
Fernando de León Apuntes para una novísima arquitectura Berenice, Córdoba, 2007