Acabo de terminar de leer Intimidad, de Kureishi. Hacía tiempo que quería leerlo, sobre todo desde que realizaron aquella película, que, decían, estaba basada en el libro. No sé si la adaptación es buena o mala. Todavía no he visto la película –es la otra parte del binomio que sigue pendiente- y el libro lo he leído porque encontré un ejemplar de rebote, mientras hacía tiempo, en una de las bibliotecas del ayuntamiento.
Lo único que puedo afirmar a ciencia cierta es que el libro me ha sorprendido, que no se parece a la idea que yo tenía de lo que debía ser el libro. Yo, por todo lo que se comentó en el momento en que se editó y cuando se estrenó la película, pensaba que era un libro sobre cómo establecemos hoy las relaciones, sobre si la sociedad de sucedáneos y comida rápida en la que vivimos no está facilitando un cambio en el proceso de las relaciones. Antes uno intimaba cuando ya había una relación, hoy la relación nace, muchas veces, de haber intimado. Es algo que todos conocemos. La mayoría de las relaciones de nuestra adolescencia comienzan, en cierto sentido, así. Una pareja se conoce, se desean y terminan manteniendo un encuentro sexual. Esos encuentros se prolongaban a lo largo de varios fines de semana –éramos muy jóvenes para quedar también a diario- hasta que uno de los dos encontraba otro cuerpo que desear o se daba cuenta de que esa relación no iba a ir más allá. Era algo muy común, hay grupos de amigos que lo son desde la adolescencia en los que todos se han acostado con todos, como quien dice.
Lo más terrible es que esta sociedad retractilada, de mírame y no me toques sino tienes dinero como para llevarme a casa, es que un comportamiento lógico en etapas de formación se prolongue hasta el infinito y pueda convertirse en un modo de socialización establecido.
De todos modos no es de eso de lo que habla Intimidad –ojalá hablase de eso, porque lo más íntimo que vemos es cómo se masturba el protagonista, y eso no es íntimo, es privado- sino de algo mucho más sencillo, de la necesidad de justificación de un hombre que engaña a su mujer, de un discurso que le sirva como excusa ante sí mismo. Kureishi nos narra la última noche de una relación de pareja desde un yo que es el del adúltero, que es incapaz de asumir su condición adulta y prefiere mantenerse en un estado casi prepúber en lo tocante a las relaciones sentimentales. El acierto de Kuresishi radica en la exactitud con que retrata esa personalidad inmadura. Presenta uno de los tópicos de toda persona que engaña a su pareja: lo hice por deseo, todos deseamos. Y habría que decirle que sí, que efectivamente todos deseamos, pero unos se permiten dejarse llevar por ese deseo y otro elaboran sus sentimientos de un modo distinto. Una de las cosas más incómodas de los discursos a favor de la promiscuidad es dibujar al que no hace gala de ella de idiota, persona sin sentimientos o excesivamente fría. El narrador de esta novela lo hace, expone como una de las razones para dejar a su mujer que ella está volcada en su vida profesional, que desde hace tiempo no le desea y se lo demuestra con una total indiferencia sexual, etc. Hay muchos modos de justificarse, qué duda cabe, porque suponen no entrar dentro de la verdadera realidad de uno mismo. Entender los mecanismos del deseo, por qué un hombre felizmente casado necesita mantener relaciones sexuales fuera de esa relación –el protagonista admite que han sido varias, aunque una, Nina, le ha calado más hondo- debería haber sido el verdadero objetivo de este texto. Qué hace que unas personas encuentren la felicidad en una relación estable y otras no. Ahí está el meollo, el verdadero secreto de la intimidad. Por qué unos son virtuosos al mantener la fidelidad o, al contrario, por qué tienen esas barreras que les impiden vivir su amor de un modo más libre de ataduras sociales o morales.
Uno no pretende que el pobre Kuresihi le solucione la papeleta la humanidad, pero sí que sea un poco más ambicioso en el tema a tratar. Uno sabe que esto es una novela, pero quizá quiera leer textos más ambiciosos, que nos den luz sobre los oscuros mecanismos del ser humano. Toda esa generación de narradores británicos, que se ha encumbrado desde la preponderancia económica del mundo anglosajón, y que en España ha sido usada como estandarte reciente de la editorial Anagrama, esos Kureishi, Ishiguro, Amis, Barnes, McEwan, etc., ¿qué virtud tienen en realidad? ¿Qué les convierte en grandes narradores? La verdad es muy dura, pero cada día más irrebatible, son tuertos en un país de ciegos. Aunque su literatura es hija de la posmodernidad, del pensamiento débil, aunque sus estructuras narrativas son verdaderos juegos de construcción infantil al lado de las novelas de Faulkner, por ejemplo, aunque sus análisis psicológicos son errabundos y deben más a una teleserie que a la profunda capacidad de plasmación de Proust, aunque su indagación en los mecanismos ocultos del ser humano palidece al lado de Kafka, a pesar de todos ello, se ven rodeados de autores mucho más ingenuos, pedestres y prescindibles que ellos. Si, por limitarnos al lodazal patrio, McEwan tiene que medirse con Javier Marías, es evidente que, al menos, su concepción de la trama y la narración es mucho más evolucionada, si comparamos el humor de Barnes, su fina ironía, con el chiste burdo a lo programa de los Morancos de Elvira Lindo, no hay color, y si tenemos que plantear un debate entre la capacidad de indagación en el escándalo y el uso del mismo entre Amis y Goytisolo –Juan-, pues eso, que el cabezón británico tiene mucha más gracia que el aburrido magrebí de adopción.
Yo he leído la novela de Kureisho de un tirón, sin problemas, entendiendo todo y disfrutando de las indecisiones algo infantiloides de su protagonista. Todo eso ya es más de lo que me sucede con muchos textos patrios. Pero no creo que, de aquí a una semana, guarde nada en mí de lo que leído. Si me preguntan tendré que volver aquí para recordar mis opiniones.