19 mayo 2007

Una tensa belleza que duerme al otro lado

La fotografía es un arte que plasma lo irreal, un mundo en el que no reparamos porque fija un instante –ni tan siquiera un segundo, un periodo larguísimo para la exposición del negativo a través de la abertura del objetivo- que, a simple vista, nos es invisible. ¿Cómo separar apenas un momento en la incesante sucesión de movimientos que suceden ante nuestros ojos? No creo estar descubriéndole nada a nadie, porque todo el mundo ha experimentado ese momento en que, al revelar las fotos –o al verlas en el visor de la cámara digital- observamos detalles que se nos habían pasado desapercibidos, o pequeñas fallas –ojos medio cerrados, caras de drogadicto- que echan a perder la foto.
La fotografía, por su misma condición técnica, se convierte así en una ventana a un mundo que no conocemos, frente a la servil imitación de la realidad de la imagen en movimiento. Juan Manuel Castro Prieto es un fotógrafo que va más allá en sus objetivos y en sus resultados. Porque no sólo consigue descubrirnos realidades nuevas, sino que hace algo casi imposible, que es plasmar el alma de los momentos, abrir una ventana no ya a ese otro mundo en que, por el defecto innato de nuestra propia percepción, no reparamos, sino explicarnos el por qué de ese otro lado que se desvela a través del diafragma de la cámara.

Y para abrirnos los ojos a ese otro mundo y sus porqués se vale de una técnica afinadísima, serena y sosegada, pero que demuestra en todo momento el profundo conocimiento del oficio de la fotografía. Desde la elección de la máquina, de los formatos con los que va a trabajar, hasta el cuidado en el revelado –su dominio del laboratorio fue lo primero que le hizo ganarse una merecida fama en el entorno profesional- todos los pasos que van desde la elección de la imagen hasta la plasmación de la misma en el papel están realizados con una sabiduría incuestionable. Y todo sin hacer gala de ello, de un modo natural. En esa capacidad de dominio de la parte artesana de su trabajo, de conocimiento del oficio, enseña Castro Prieto una lección de artista, alejado de la pretenciosidad y chapucería que es moneda de cambio en el entorno artístico. Con una humildad que le convierte aún más en maestro de creadores, vemos como es capaz de poner al servicio de la imagen, de la plasmación de esa intromisión en el otro mundo de la fotografía, toda su capacidad profesional, que nos es poca, y todo avance técnico. Siempre con el mismo objetivo, con la misma idea clara: todo esfuerzo empleado en la plasmación de esa fotografía va a permitir que el espectador, su destinatario, llegue antes a ese lugar de conocimiento, de experiencia única, que son sus fotografías.
En las fotografías que Publio López Mondéjar –ese místico trapense de la fotografía que ha sido capaz de acuñar ese precioso sintagma que da título a esta entrada, esa tensa belleza- ha seleccionado para este libro se aprecia la capacidad de Castro Prieto de pasar desapercibido, de eliminar la barrera que la plasmación de la realidad a través del objetivo impone. Parece que el artista se hubiera desvanecido, que no fuera otra cosa sino la realidad lo que tenemos delante, como mucho transformada para presentarse potenciada, más viva, más exuberante ante nuestros ojos. Castro Prieto sabe, y asume, el compromiso ético que el fotógrafo debe adquirir con la realidad que fotografía, y tal es su identificación que llega a desaparecer. Consigue, así, llegar al rango más alto, y por eso más escaso, de la creación artística, aquél en que el adjetivo –ese artístico- carece de lugar y sentido, porque asistimos perplejos a la labor de creación del artista transmutado en creador. Gaya, que de esto sabía mucho, aclaró que el artista debe ser humilde, debe saberse apenas una mano vacante que el mundo real rellena. Un artista de verdad no puede, no debe considerarse, importante, puesto que su labor no es otra que servir de manos, de instrumento, a la vida y al arte, que todo lo más lo usará para prolongarse, siempre y cuando sepa adelgazarse, convertirse apenas en eso, en instrumento, mero vehículo para la vida. Lo supieron Cervantes y Shakespeare, lo supo Tolstoi y lo supo Velázquez, lo supo Mozart y lo supieron algunos más. Castro Prieto también lo sabe, pero con inédita humildad, con magnífico oficio y devoción, no hace gala de ello. Contemplar sus fotografías es una de las pocas oportunidades que tenemos no ya de ver esa realidad paralela que se deja ver en la imagen congelada, sino de entenderla, y de ese modo entendernos un poco más a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.