25 marzo 2006

El cuento del fin de semana (3)

Creo que soy uno de los pocos afortunados que posee todos los libros que, como tales, ha publicado Hipólito G. Navarro. Para los legos en la materia los nombraré del más reciente al más antiguo: Los últimos percances; Las medusas de Niza; Los tigres albinos; El aburrimiento, Lester; Manías y melomanías mismamente y El cielo está López. Yo me los suministro de forma homeopática, con relecturas cada cierto tiempo y en pequeñas dosis, para no empezar a andar por la calle viendo cuentos de Poli en cualquier parte, que es una de las cosas más sencillas del mundo cuando se conoce la visión del mundo que él tiene.
Hay, además, que estar muy loco para no descacharrarse -sé que le gusta la expresión y como tal la mantengo- al leer los libros de Poli. El humor se muestra de una manera rabiosa y provoca la catarsis que todo buen texto debe proporcionar a su lector.
Por eso es un placer contar en esta sección con un texto de Hipólito, que he encontrado rastreando por la web otros blogs amigos, y de amigo en amigo llegué a Benítez Ariza. Y ahí estaba esto almacenado. Disfrutadlo, lo merece.

Poner precio a la nada

El escritor de diarios acaba de pasarse con todas las armas y todas las consecuencias al enemigo. Aguantó firme durante años, quizá demasiados, pero al fin no ha tenido más remedio que claudicar. En el reducido espacio de su estudio conviven ahora la más rabiosa tecnología digital y el más lamentable estado que le pueda caber a la artesanía de la madera. Se trata del enésimo comienzo de un duelo contemporáneo bastante simple y conocido, en el que el escritor de diarios, por más que lo quiera, apenas podrá mediar.
(Prender esas velas sobre el mueble no deja de ser una idea bastante pintoresca. Casi tanto como conservar la boina.)
Los duelistas se vigilan ya: no tiene el dietarista que fijarse mucho para comprobar cómo la nueva computadora y el viejo bargueño-escritorio se observan mutuamente, estudiándose en aparente silencio.
Han sido cuatro horas de vasta configuración, después de haber dado de baja con todos los honores a una preciosa colección de plumas. Ya despedido el técnico instalador, el dietarista pone en marcha al enemigo, un clónico puro y duro muy ostentoso de las tecnologías de la autoedición y el internet. Pero no deja de sentir el escritor de diarios alguna tristeza cuando abandona el selecto club de los estilográficos, cuando se lanza de bruces en las líneas enemigas. Incluso se le hacen extraños sus propios dedos enredados en ese chaparrón de teclas más o menos grises. Alt, control, efesiete, escape, intro.
Los discos que hicieron falta para darle vida al aparato quedan distribuidos descuidadamente por algunos cajoncillos del bargueño. Así, los megas de información y los nudos de la madera conversan en la noche, mientras las plumas, que hacen como que duermen, son testigos mudos de esa conversación.
De soslayo mira el escritor de diarios al mueble tantos años compañero, intentando vislumbrar en él algún atisbo de celos. Hace demasiado tiempo que el bargueño viene mostrando a las claras sus pocas ganas de vivir, así que no estaría mal un pequeño revulsivo. Ya se sabe: los muebles viejos aceleran su tendencia suicida a darse como alimento de la carcoma, a regalarle el paladar a las termitas.
En el silencio nocturno, junto al bargueño (y el dietarista sabe escuchar), se oye la charla de los bichos con la celulosa, una inmisericorde y continua roedura que a la vez que socava las entrañas del mueble construye un triste túnel en el corazón del escritor de dietarios cada noche. Por él atraviesa el tiempo y puede fácilmente llegar hasta aquél en el que todavía era un niño, cuando el abuelo le enseñaba las combinaciones que abrían aquellos cajoncillos atiborrados de insólitos secretos, sus nostálgicos y melancólicos cachivaches ya también arruinados.
Lástima que ahora el mueble, en su decrépita vejez, no pueda disimular más su pasión por la carcoma, que reducidas ya las entrañas cientos de agujeros comiencen a adornar torpemente su fachada. Se está quedando en los huesos.
Sale súbitamente el escritor de diarios de todos los programas, desconecta el aparato. Acaba de tomar una difícil decisión.

* * *

Tres semanas hace que lo descubrió por casualidad. Han sido tres semanas de indecisas vueltas a la manzana cada tarde. Hoy es distinto.
El escritor de dietarios, después de un leve titubeo, entra en la tienda de antigüedades y pregunta por el bargueño que tienen expuesto en el escaparate, casi idéntico al que heredó del abuelo pero muy lustroso de barnices, con todos sus tiradores y bisagras, recién restaurado.
Enseguida se encarga el anticuario de sacarlo del error: el mueble es nuevo, fabricado hace tan sólo un mes; eso sí, envejecido con técnicas que dan el pego a menos que uno sea un experto. Como todo lo contemporáneo, explica, y sonríe. También advierte al dietarista que el ejemplar expuesto está vendido, pero que en dos semanas podría facilitarle otro igual, o con variaciones a la carta, a su gusto.
Piensa el dietarista que se refiere el anticuario, y así se lo hace saber, a la disposición de los cajones, a los relieves del frontal, a la sustitución de éstas o aquellas cerraduras, pero no. Las variaciones son en exclusiva de color, de apariencia de edad, del número de agujeros de carcoma que el escritor de diarios quiera simular, a cinco euros cada uno (tres con veinte en los laterales).
Los agujeros simulados sacan al dietarista de la red que comenzaba a tenderle el anticuario. "Lo pensaré, lo pensaré muy seriamente", se excusa de forma atropellada, y sale de la tienda lleno de espanto.

* * *

De regreso en casa se encierra en el estudio. Mira al bargueño, luego al ordenador. El escritor de dietarios lo ignora, pero el aparato, que ya tiene un día, ha comenzado de manera irreversible a envejecer, a quedarse viejo. Le da igual de todas formas, pues presiente que la computadora va a quedarse hueca, llena de agujeros, vacía por completo de su inspiración.
Saca entonces de sus recónditos cajones la colección de plumas; les pone nuevas cargas, las calienta dibujando algunos garabatos.
Cuando llega la noche el escritor de diarios enciende unas velas, se calza la boina y se sienta junto al mueble a escuchar a la carcoma, emocionado.

Hipólito G. Navarro