11 abril 2006

De la intensidad y la devoción

Tiene el aficionado al cuento -o relato, llámenlo como quieran- algo en común con el aficionado a la tauromaquia o el melómano a la hora de hablar de los conciertos que no tiene otros aficionados, como el lector de novelas, más parecido en esto al cinéfilo, por ejemplo. Porque un cuento tiene un mucho de inspiración, mal que le pese a cualquier escritor serio, que sabe la falta que hace el oficio para ser realmente bueno. El cuento tiene, como el poema, una afinidad casi única con el momento y la inspiración. Porque, y eso más que en contra va siempre en favor del cuento, uno puede tener un momento extraordinariamente brillante y cuajar un buen cuento, un buen poema, una buena faena o una noche musical única, para luego diluirse en la nada. Pero haber mantenido la constancia que es necesaria para hacer una novela, o un guión de cine, que después debe ser rodado y montado hasta obtener el producto final -por eso en el cine hay productor, aunque muchas veces no haga otra cosa que poner el dinero, porque el cine es producto- no puede ser fruto de un momento efímero, sino de un acto más continuado.
No quiero esto decir que un novelista sea más artista que un cuentista, todo lo más se puede afirmar que es más constante, eso es todo. Pero un cuentista debe ser más intenso. Un novelista puede seguir un programa muy amplio, con breves momentos de intensidad, pero un cuentista no, un cuentista se lo juega todo a la velocidad, a la intensidad de su esfuerzo. Podríamos decir que los novelistas son corredores de fondo -y dentro de esa especie habría fondistas que aguantan para tener un fuerte sprint final, otros que, desde el principio, necesitan ir tirando para llevar una carrera rápida, otros que son de mantener el mismo ritmo toda la carrera y que aguante el que aguante, etc.- y los cuentistas son velocistas -y ahí no hay termino medio, uno puede correr con grandes zancadas como Lewis o arrastrando los pies como Johnson, se le puede dar mejor los cien, los doscientos o los cuatrocientos, pero en cualquier caso no hay otra posibilidad que ir rápido, tener una carrera plenamente intensa, veloz.
Por eso el cuento permite que haya grandes muestras del género firmadas por autores que no han brillado mucho más a lo largo de la Historia. Aunque en esa ocasión corrieron como locomotoras. Si uno repasa, por ejemplo, las antologías del cuento, se sorprende al leer cuentos únicos, geniales, brillantísimos. Y luego corre a buscar los libros de esos autores y ve que aquel que leyeron entonces sigue siendo el mejor que firmó. Que el antólogo es verdaderamente bueno se demuestra si esta historia se repite con muchos de los textos seleccionados, puesto que el antólogo de cuentos, al contrario que el de poetas, mucho más vendido a grupos de influencia, selecciona a autores, mientras que el de relatos tiene las manos libres para, como un buen comisario de arte, seleccionar las piezas.
Por eso es muy común encontrar a algún aficionado al cuento que, como si se tratase de un grupo de aficionados en la puerta de las Ventas, defiende a muerte al autor de ese cuento genial que leyó. Pero si ese es un manta, le dirá alguno, y él contestará eso tan maravilloso de "Tenías que haber leído el cuento que le metieron en la antología de tal año, eso es un cuento". Como si se tratase de Curro Romero, vamos.
Mientras que los novelistas funcionan más para los manuales, para la historia, como los directores de cine. Y así uno tiene estudiosos, claro, pero nunca tendra devotos.