Por eso me sorprende mucho que alguien haga una antología específica de cuentistas madrileñas. No sé si hay algo de dinero de por medio, dinero del ayuntamiento, claro, que justifique una antología de escritoras madrileñas, esto es, nacidas dentro del término municipal de Madrid. Si usted ha nacido en Alcorcón, o en Coslada, olvídese de aparecer en esta antología, aún siendo mujer. Muy seguramente ha podido ir a los mismos colegios e institutos, seguramente a las mismas facultades pero no es usted madrileña. Así que nada, no puede aparecer en este libro, o libros, mejor dicho, porque son dos y complementarios, ya que hay una antología de textos que me resulta mucho más simpática porque puede acometer una de mis aficiones favoritas, que tengo algo difícil por el buen gusto y afición carroñera de los asiduos de las librerías de viejo: leer a Margarita Landi –con esto y el teletexto yo soy feliz. Este criterio es muy discutible, porque una mujer nacida en Alcalá de Henares y que vive desde los ventipico en Madrid, no es una escritora madrileña. Ahora bien, Paloma Fernández Gomá, que nació en Madrid pero ha estado dando tumbos por media España –Mahón, Valencia, Cáceres, Cádiz y Algeciras donde reside a tenor de lo investigado por la editora- sí es una escritora madrileña.
Claro que el problema es que tal vez la editora no sepa lo que es una escritora madrileña, o al menos cuál es la diferencia entre una cuentista o un cuentista, a secas. Bueno, lo de llamar cuentista a cualquier que haya escrito un cuento sería también muy cuestionable, porque las hay que son, sobre todo, novelistas, pero claro, si uno no sabe diferenciar a un hombre de una mujer no se va a poner ya a partir pelos en tres. El libro, que tiene 366 páginas, utiliza sólo ciento sesenta y nueve para demostrar lo que debería ser el corazón del libro: las diferencias entre una cuentista madrileña y cualquier otro escritor. Pero si uno lee esas páginas, que son las que deberían justificar la edición de este libro, se queda muy intrigado. En la página treinta y seis comienza el epígrafe Cuento femenino. Más concretamente su definición, pero el lector encontrará tan sólo una definición de lo que es un cuento, sin más. Aunque en la página siguiente se considere por ya explicado al decir: “El cuento, considerado como género “menor” y, más en concreto el femenino, ha sido muy poco revalorizado respecto a otros géneros como la novela, el teatro o la poesía”. Uno no sabe cómo se revaloriza algo que, en primer lugar, no existe –o al menos nadie se ha molestado en explicarnos qué es- y en segundo lugar, si nunca ha estado especialmente valorado –eso es lo que se desprende de lo que la autora ha contado en las treinta y pico páginas anteriores.
Pero hay observaciones más osadas. En la página sesenta uno lee “El cuento madrileño tiene realmente su aparición en el siglo XX en los años cuarenta”. Sin entrar a analizar la horrorosa sintaxis de la frase, impropia de una profesora universitaria, aunque sea de Bibliografía, sorprende más todavía porque uno no entiende cómo es que en el libro se habla entonces de tantas autoras anteriores a esa década, de hecho, nacidas en el siglo XIX hay seis, por poner un ejemplo del propio libro. Así que ya no sabe uno si tomarse en serio o no el libro.
Por supuesto, es difícil deslindar las diferencias entre el cuento femenino y el masculino –que supone uno que debe tener también sus características genéricas o al menos genitales- o acotar diacrónicamente el nacimiento del género. Ahora, algo tan sencillo como hablar de los premios y certámenes sólo para mujeres –aprovecho el momento para pedir certámenes sólo para hombres, ya que hemos soltado las riendas de la liberación y la igualdad, habrá que ser consecuentes en todo- parece ser que se pone también muy cuesta arriba. El apartado quinto se dedica a premios, concursos y certámenes literarios. Uno, que trabaja en la editorial que publica cada dos años la guía de premios literarios, sabe que es suficiente con hojear con un poco de atención dicha guía para encontrar unos cuantos certámenes de marcado acento femenino. Pero se conoce que la autora del libro no lo ha hecho, y emplea más de seis páginas de libro en ir espigando distintos certámenes –no se alude a ninguna razón para escoger unos u otros, la verdad- en una relación en la que los destinados a escritoras ocupan: un párrafo –de nueve líneas, que nadie se piense que es uno de esos párrafos pantagruélicos a lo Proust. No deja de ser curioso que en dicho apartado incluya los programas radiofónicos en los que se leen y comentan textos enviados por los oyentes. No sé hasta qué punto eso es un premio, la verdad, y por otro lado el ego de uno se ha sentido muy molesto de no estar incluido en el texto con mi programa de Radio Círculo. Supongo que el problema debe ser que, como uno no hace cuento femenino, es normal no salir ahí.
El resto del libro transcurre dentro de los márgenes de esa disciplina tan desnortada que se llama Bibliografía. Para el que no sepa en qué consiste la Bibliografía le diré que es esa rama del saber libresco destinada a catalogar las ediciones que existen de cada libro. Cualquier persona que haya estudiado Filología en años recientes sabe que eso se reduce a hacer repertorios bibliográficos. No hay apenas tiempo en explicar a los alumnos cómo se edita un libro, ya que eso debe ser asunto de la gente de artes gráficas. El cuatrimestre en que yo cursé dicha asignatura se me fue en aprender durante el primer mes y medio una abundante terminología de la edición pre-Gutenberg –no es broma- y numerosos ejemplos de dichos libros. Los otros dos meses y medio se te van en ir a clase con una regla y hacer fichas de libros –no es coña. En la universidad. Uno, que debe ser un enemigo del saber, piensa que a hacer fichas bibliográficas aprende uno en media hora, porque las ha visto desde pequeño y no hace falta mucha neurona, la verdad. Pero es una disciplina que tiene un departamento entero –pequeñito, pero un departamento- universitario. Como no ando muy puesto en planes de estudios, ni el mío –el que aún curso, aunque creo que han sido dos- ni los nuevos, a mí me basta escuchar la palabra curricular para que me de erisipela, no sé si es algo que sufrimos sólo los tontos de Hispánicas o es algo que afecta a todas las filologías.
Pues bien, que en el año en el que estamos –para los despistados, esto es, profesores de bibliografía, estamos en 2006- se edite un libro así clama al cielo. Lo lógico es crear un archivo digital, un catálogo con una base de datos, que se pueda consultar por Internet –y que se renueve periódicamente, claro- donde una persona interesada pueda ver actualizada los datos de estas autoras. Porque, además en el libro no hay nada más que meras fichas. No hay un análisis, una valoración, nada. El nombre, una somera biografía compuesta casi siempre los mismo, a saber: fecha de nacimiento, estudios, trabajo y poco más, salvo en el caso de las decimonónicas, de las que hay valoraciones –supongo que porque ha habido años para que algún profesor universitario un poco más serio se haya molestado en leer los textos, y no sólo copiar los nombres- y la bibliografía. Esto sí está bien, que no se crean que vamos a criticar todo, hombre –perdón: mujer-, que aquí sí ha habido trabajo. Lo que no se entiende es que se haga el trabajo de una manera tan despistada. Hagan una base de datos como dios manda, con entrada desde la web de la Complutense, mujer, que los bibliógrafos, filólogos y Berzosa se lo agradecerán.
Es una pena que lo más interesante del libro ocupe apenas poco más de quince páginas. Esta casi al final del volumen, y son las contestaciones que algunas de las autoras han dado a tres preguntas. Me parece lo más interesante porque ellas se ocupan de algo que no ha hecho la autora del libro, que es hablar un poco sobre el cuento y si hay cuento masculino o no. Que lo hagan con mayor o menor tino sería otro asunto, pero no deja de ser un poco triste que en el índice no tan siquiera haya referencias a quiénes son las que han contestado a las preguntas, que, por cierto, sólo son doce.
En fin, es una alegría saber que la sociedad sigue admitiendo en su interior a idealistas como la autora de este libro: Isabel Díaz Ménguez, y que haya editores suicidas –deben ser del tipo de editores que no leen libros, como Jaime Salinas o Eianudi- como La Librería para meterse en estos jardines.