Pero es que si, por un lado, la siembra está cimentada en la esperanza, por otro lado es prima hermana de la dedicación. No basta con colocar una semilla bajo la tierra para que la planta crezca. Necesitamos que germine, y cuando apenas ha levantado un poco el tallo sobre la línea del suelo, tenemos que empezar a cuidarla. Regarla, limpiarle las malas hierbas –que son realmente las más puras y hermosas de las hierbas, porque crecen espontáneamente para regalarnos su presencia pero, como la mirada práctica del hombre lo mancilla todo, hemos terminado por calificarlas como malas hierbas sólo porque crecen sin nuestro control- e ir enderezándola si fuese necesario hasta que se convierta en una planta fuerte y nos de buenos frutos.
Si hemos sido pacientes, si hemos hecho bien nuestro trabajo, la planta florecerá. Por estas fechas llega ese florecer de las plantas. Lamenta uno siempre que vivir en una ciudad le aleje tanto del espectáculo que nos regala en estas fechas la naturaleza. Aquí apenas algunos árboles en los parques florecen y nos regalan su juventud y esplendor recién estrenado. Pagaría uno por poder pasar cada primavera en el campo. Y ver a los almendros o a los cerezos, que son dos de los árboles con más bello florecer, engalanados. Todavía recuerdo el olor brutalmente sensual, casi lascivo, de Lisboa a finales de abril y primeros de mayo. Cuando las buganvillas, los jacarandás expulsan su olor tropical y selvático y se mezcla con el olor a mar que provoca la pleamar al llenar de agua marina el estuario del Tajo.
Deberíamos ser como las plantas, y ser capaces de retoñar cada primavera con la esperanza con la que lo hace la semilla que se plantó antes del invierno.