08 abril 2006

El cuento del fin de semana (5)

Eduardo Berti es uno de esos autores que, con el tiempo, confirmarán su importancia -que yo creo cenital- dentro del panorama de la literatura en castellano. De momento está su obra ahí, al alcance de cualquiera en las estanerías de las librerías o de las bibliotecas, para evidenciar su radical novedad y la fuerza de su inventiva. Que la última de sus novelas, Todos los funes, quedara finalista del premio Herralde que ganó Villoro demuestra que, por un lado, tuvo la mala suerte de cruzarse con un autor decidido a dar el do de pecho con la novela de su carrera y, por otro, que su narrativa postula una novedad quizá excesiva para una editorial que, aunque independiente, no está ajena a ámbito del mercado.
En cualquier caso hay que disfrutar de cada uno de los relatos de Los pájaros, y más todavía de esa obra maestra que se llama La vida imposible. Tampoco hay que olvidar esa relectura genial de una historia clásica que es La mujer de Wakefield. En sus textos, Berti es capaz de mostrar el reverso de la realidad que conocemos haciendo trágicamente patente dicha realidad. Mientras Kafka sí la obviaba, Berti nos muestra el negativo de la misma, usa el hueco que esta ha dejado para hacérnosla más visible.

Doble vida

En cuanto supe que mi padre había llevado en sus últimos treinta años una doble vida, sucumbí a la curiosidad y averigüé el nombre de su otra mujer y la dirección del otro hogar. Llamé a la puerta con una excusa cualquiera –una inspección de la compañía de seguros, o algo así-, y una mujer alta y equina me invitó a entrar. Entonces no pude dar crédito a lo que veía: el interior de aquel hogar era una réplica perfecta del que habíamos compartido mi padre, mi madre y yo; los mismos muebles, los mismos sillones con el mismo tapizado distribuidos exactamente igual, y hasta los mismos cuadros, los mismos platos de porcelana y las mismas esculturas de yeso.
De vuelta en casa, esa noche me dediqué con malévolo placer a desordenar los muebles y a revolver las cosas en los estantes. Mi madre seguía perpleja mis movimientos, pero no le dije nada de mi visita a la casa y cenamos en silencio.
De pronto recordé la vez que, siendo un niño, rompí el jarrón chino que flanqueaba el diván. El enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido desproporcionado. Ahora podía entenderlo. Podía imaginarlo incluso al día siguiente, destruyendo a conciencia el jarrón igual, sólo para conservar la simetría con su otro hogar.

Eduardo Berti