Jorge Herralde es un caso único dentro de la edición española. Lleva más de treinta y cinco años editando de un modo independiente y ha terminado por lograr el éxito. Las colecciones que componen el catálogo de Anagrama son la envidia de muchos editores, tanto por la coherencia de los planteamientos editoriales de Herralde como por la calidad y fidelidad de muchos de sus autores.
De un tiempo a esta parte tiene también el detalle de obsequiarnos con unos libros donde recoge muchos textos que le han pedido para publicaciones o congresos y algunos otros que ha realizado por satisfacción propia en los huecos que le ha sacado a la labor de editor. Este comentario viene motivado por el primero de esos libros, Opiniones mohicanas, primero editado en México y luego ampliado para la edición en Acantilado. Luego ha escrito otros dos, creo, publicados ambos en Adriana Hidalgo editores, una pequeña pero activa editorial bonaerense.
A mí siempre me ha parecido que la de editor es una de las profesiones más bonitas que existe. Uno se pasa el día leyendo –no acabo de entender cómo Jaime Salinas, uno de los editores más prestigiosos de la edición española afirma no leer- y cuando le cae en las manos algo bueno puede difundirlo para que muchos más disfruten con él. Es una de las cosas más bonitas que puede hacer un hombre, a mi parecer.
He devorado este libro con la alegría y el goce de un estilo que no intenta imponerse en ningún momento, que pretende ser limpio y austero, digno ejemplo de la labor de un editor, que sólo transmite pero no modifica el discurso.
También lo he leído con una curiosidad muy humana –dejémonos de pamplinas y llamémoslo por su nombre: cotilleo- de saber cosas de autores y editores. Herralde es un caballero y sólo recoge aquí loas, felicitaciones, alegrías. Los recuerdos que evoca de los escritores son siempre tiernos, amistosos, generosos con las manías de unos tipos, los escritores, que son el producto del ego del artista –alimentado por agentes y editores- y la soledad de una persona que, a fin de cuentas, trabaja sólo frente a un papel.
No sabemos si no hay, o no ha querido difundir, textos de autores con los que no ha habido esa buena relación, pero sí vemos que hay una evidente honestidad en lo que se dice. Con un catálogo como el de Anagrama uno puede permitirse hablar sólo de los autores que le caen bien.
Sólo hay malas palabras e indignación cuando toca hacer campaña en contra de la derogación de la ley de precio fijo del libro. El resto del tiempo vemos a un hombre enamorado de su trabajo, que comparte amistades dentro del gremio y que disfruta del trato con los autores.
También se evidencian los silencios. No hay una sola referencia a una de las cualidades que más famoso lo han hecho entre los autores: su proverbial tacañería. Eso sí, todos los autores de la casa reconocen que, del mismo modo que se estira poco al negociar contratos y dar porcentajes, es exageradamente pulcro con las cuentas. Esto es, no te va a regalar un duro de derechos, pero no te va a robar un duro de beneficios, y eso de las cuentas claras es, a mi gusto, de agradecer.
A lo largo del libro habla mucho de los mínimos de calidad que debe tener un libro: erratas, buen papel e impresión, cuidado tipográfico, etc. Anagrama no es, desde luego, de lo peor que hay en España pero, hoy por hoy, tampoco es lo mejor. El diseño de sus colecciones es claro, sí, pero anodino y, hasta cierto punto, desafortunado. Hoy estamos hechos a la estética del libro de Anagrama, pero no es la más atractiva ni dúctil del mercado. Hay muchos ejemplares de los libros de Anagrama con defectos en el encuadernado, en el corte de los pliegos y demás –yo tengo varios así en mis estanterías- y la colección Argumentos, por ejemplo, necesita de unas solapas desde hace muchos años. El papel no es malo, pero tampoco es para tirar cohetes. Los libros salen al mercado, muchas veces con erratas, y como los fotolitos de la edición normal se han usado muchas veces para la edición en bolsillo, esas erratas se prolongan hasta la infinitud. La reescritura que ha hecho Monzó de sus dos novelas puede provocar una nueva edición de ambas en Anagrama, en la que esperamos que se cuiden las erratas –en mi ejemplar de Gasolina de Monzó hay un “havia” en la primera página, uno comprende que el corrector sea catalán, pero debe tener presente en qué lengua está corrigiendo.
Y una de las cosas más simpáticas es la continua consideración que Herralde mantiene de sí mismo como un editor “comprometido”, “de izquierdas”, que es algo que pasa totalmente desapercibido a cualquier que se acerque a su catálogo, donde ha sabido dar cancha y espacio a los buenos libros, sin más, pero que se hace patente en las críticas a la política del libro del Partido Popular.
Este es un libro para los que aman los libros, para los que los leen y decoran con sus lomos las paredes de sus casas, para los que no pueden vivir sin ellos, y, por supuesto, para los que quieren editarlos. Hay mucho que aprender del Último mohicano que ha redactado este libro.