30 abril 2007

Seamos todos pervertidos para sentirnos todos mejores

No deja de ser una más de las limitaciones del diccionario de la RAE el hecho de que en sus páginas no aparezca nunca, dentro de los significados de cada palabra, el significado que estas tienes en disciplinas como la psicologóa o el psicoanálisis. Por eso, el alcance del significado de pervertido puede pasar desapercibido al no interesado.
Por eso puede inducir a error el título de una película fundamental: The pervert's guide to cinema es un film ambicioso con una densidad inusitada para lo que se estila en el medio. Sophie Fiennes -sí, la hermana del actor- tuvo la genial idea de pedir a Slavoj Žižek que escribiese un guión sobre la importante labor del cine como medio de expresión y de vivencia de nuestros deseos más íntimos, como escenario de nuestras perversiones y lugar idóneo donde expresarlas y vivirlas. Por todos es conocido el interés del filósofo y psicoanalista esloveno por el cine, de hecho no ha dejado de reconocer en todas las entrevistas que realiza que es un director de cine frustado, y su capacidad para conectar con el destinatario de sus libros gracias a la claridad de su expresión es proverbial.
Žižek escribió un guión preciso en el que un puñado de películas fundamentales sirven como ejemplo y vehículo para explicar conceptos fundamentales de psicoanálisis y construir el ensayo de profundo calado que es esta cinta. La directora procedió a reconstruir algunos de los escenarios de las películas o a recuprar las localizaciones de las mismas para encuadrar en ellas al propio Žižek hablando a la camara, al espectador. El resultado es un documental de dois horas y media intensísimas en las que se alternan fragmentos de películas clásicas y fundamentales con el discurso del propio filósofo, siempre con buen ritmo y acertada distribución de profundas reflexiones con un omnipresente sentido del humor.
Ver esta película no deja a nadie indiferente, no puede dejarnos incólumes. Yo la vi en el festival de cine IndieLisboa en el que he estado recientemente y las opiniones eran diversas. Algunos habían huido porque no les interesaba el matiz psiconalítico del film -esto es, si no se habla del cine a secas consideran que el cine no debe aceptar otras visiones que lo analicen, con lo que castran al medio de modo terminante-, y otros habían quedado fascinados por las interesantes iluminaciones que se realizan en la película sobre la capacidad del cine de usar o reflejar realidades simbólicas de espectro más hondo de lo que en principio puede parecer.

Yo soy, sin duda, de los segundos. Y ante algunos de los comentarios que escuché -un crítico, uno que parece simpático casi de un poco tonto, despreciaba la película porque está estructurada en tres partes de 40 minutos cada una, lo que, según él, demuestra la clara intención de pasarla en las televisiones como una miniserie, aunque como ya le dije, yo no acababa de entender que eso fuera un problema- u otro, que dijo que le parecía una verdadera chorrada el análisis de la casa del protagoista de Psicosis como una plasmación clara y muy efectiva de la división en ello, ego y superego, pese a que cualquiera que escuche los razonamientos de Žižek descubrirá una interesante y novedosa explicación de la narrativa de esa película. O sea, que esta cinta, como toda gran obra de arte, sirve como instrumento de clasificación entre seres pensantes y tontos -aunque muchas veces estos tengan voz en medios de comunicación y estén convencidísimos de descubrir el Mediteráneo cada semana.
Los que, a mi juicio acertadamente, se acerquen a esta película -y para hacerlo van a tener que recurrir al fabuloso mundo de las descargas de Internet o gastarse una pasta comprándola a través de la web de la película porque no se vende en ningún otro lado ni tiene pinta de que la vayan a distribuir en España en breve- van a tener que esforzarse para entender el discurso de Žižek en inglés y sin subtítulos, pero recibirán la interesante recompensa de descubir un nuevo modo de mirar y de asimilar el cine, y, lo que es más importante, una intensísima lección de vida, de los mecanismos que nuestra mente utiliza e internarse así en un proceso de autoconocimiento subyugador.
Este ensayo que se presenta en un formato audiovisual es, sin duda, una de las más interesantes propuestas que tenemos disponibles hoy en día, y sería absurdo no acercarse a él por prejuicios. Por un lado los de los lectores de las obras de Žižek o aficionados a la filosofía -si se puede ser aficionado tan sólo, porque en realidad supone un modo de vida- pueden pensar que una película es un soporte demasiado banal, y se equivocan y el propio Žižek lo demuestra aquí. Por otro lado están los aficionados al cine que se verán sorprendidos por el novedoso acercamiento que se propone desde este film, y tal vez les ahuyente esa densidad inusitada, pero se equivocan porque este es un canto al cine, una verdadera muestra de pasión por las capacidades y excelencias de este arte como nunca he visto. Ver esta película de principio a fin es mejor que haberse tragado todos los debates del programa de Garci -y, ojo, que estoy siendo benévolo y pensando en los pocos buenos que ha habido.
No se la pierdan, se la recomiendo encarecida y pervertidamente.
Sophie Fiennes The pervert's guide to cinema P GUIDE LTD

28 abril 2007

De festival en festival

Escribo desde la desembocadura del Tajo, a donde me ha traído una invitación al festival de cine IndieLisboa. Uno, que ya ha acudido a diversos festivales de cine tanto de invitado como de simple asistente -por cierto, acudir de ese modo es un verdadero asco, al menos en el de San Sebastián- tiene una buena impresión de este evento, de la actitud de los organizadores y del eco que parece tener entre los pobladores de la ciudad y los medios de comunicación del país.
Ahora, lo que no cambia vayas al festival que vayas es la presencia de ciertos "cuerpos extraños" entre los invitados al festival. Se llaman críticos, y a la mínima que se les deja enarbolan la bandera de FIPRESCI para justificarlo todo. Y lo peor es que siempre se encuentran con un coro de ingenuos e ilusionados directores que no dudan en decirles lo que valoran los premios que ellos otorgan frente a los más caprichosos del jurado del festival.
Pero la realidad es que uno ve que esos críticos se comportan como santones que bendicen y marcan la diferencia entre lo que es malo y lo que es bueno, sin justificar nunca el por qué. No hacen crítica analítica, ni "cahierista", sino retazos impresionistas que luego usan como evangelios que todo trabajador del medio debe seguir a pie juntillas. Ellos ya no son espectadores de cine, son sacerdotes de la religión del "cine de autor", donde vale más dormirse con una película afgana que pasarlo bien con una yanqui.
En una de las fiestas a las que hemos sido invitados les dije más o menos lo mismo a un par de críticos y desde entonces veo que mucha gente no me saluda por los pasillos del hotel, que los directores del festival me miran raro -un amigo belga me ha preguntado si estaba borracho cuando les dije eso y cuando le he dicho que no, que lo pensaba y lo pienso, se ha hecho todavía más amigo mío-, que por las noches recibo llamadas raras en el teléfono de la habitación y cada mañana las mujeres de la limpieza entran varias veces para interrumpir mi sueño.
Entretanto tendré que seguir soportando que haya críticos que no consideren que sencillamente opinan sobre una obra, sino que pontifican y bendicen o excomulgan a los artistas.
Eso sí, Lisboa está preciosa, como siempre.

19 abril 2007

Un hombre de palabra

A veces en algún programa de televisión, o en una de estas encuestas algo idiotas que cada cierto tiempo inventa alguien para atraer la atención de algún periodista atolondrado –que son la mayoría-, obligan al entrevistado a confesar con qué famoso o prestigiosa figura pública le gustaría irse de cañas, o cenar, o cualquiera de esas cosas que en cuanto se hacen con desconocidos pasan a ser incómodos actos sociales. Yo siempre prensaba: me gustaría charlar un rato con Ramón Gaya, escucharle tener esas opiniones tan certeras, tan ajustadas, de viva voz. Poder escuchar esas verdades que escribía –en libros fundamentales, únicos, como El sentimiento de la pintura o Velázquez, pájaro solitario- de su propia voz. Y un buen día se me fue. Se nos fue a todos, de hecho, porque del mismo modo que el siempre recalcó que el artista debía huir del engreimiento que normalmente fomenta esta sociedad mercantilista, del narcisismo que se le tolera al artista por vicio romántico, porque no es otra cosa que el instrumento de la Historia y del pueblo para dar forma al arte, que cuando es verdadero, cuando es creación, vida, es de todos, porque es igual a nosotros. Y se nos fue sin poder haber disfrutado de él todo lo que hubiéramos querido.
Sólo por eso ya sería motivo de alegría la edición de Ramón Gaya de viva voz. En este libro se reúnen un nutrido número de entrevistas –veinticinco- algunas inéditas y otras no, que concedió Gaya desde su retorno del exilio hasta finales de los años noventa, cuando poco a poco se fue recluyendo cada vez más en él mismo, en su arte y sus seres más queridos.
Este libro servirá para que en el futuro quede una buena muestra de la naturalidad del estilo de Gaya. No hay en estas entrevistas un solo momento en que la sombra de un exceso de retoricismo, de literaturización, asome en la conversación de Gaya. Y aún así no se aprecia diferencia alguna con sus lúcidos, pulcros e infernalmente sencillos ensayos. Porque, y ahí radica una de sus principales virtudes, los libros de Ramón Gaya enseñan a todo aquel que quiera verlo el mejor modo de señalar la verdad y de expresarla de modo certero: la naturalidad. Frente a la avalancha de ensayos, artísticos, filosóficos, que se amparan, se escudan, en tecnicismos, en un estilo peraltado para iniciados, los textos de Gaya son hospitalarios en el estilo, cálidos y sencillos, pero no cesan de decir verdades sin tener miedo alguno a decirlas en voz alta. Gaya es, sin duda, una muestra viva de las mejores virtudes de la España de siempre, la voz del pueblo, la del hombre de palabra, que atesora y sabe el valor de cada término que usa, y no se ve necesitado de vestir altas galas para ser preciso y elegante.
Y, por otro lado, pese a que frente a la profundidad y el rigor de sus propios ensayos, estas entrevistas puedan parecer superficiales, pequeñas síntesis o resúmenes para los que conozcan su obra, es desde luego un portal de bienvenida único para los que nos conocieran esos libros fundamentales.
Además este libro sirve para conocer de primera mano, por comentarios y expresiones del propio Gaya, muchos detalles biográficos que estaban algo oscuros. No fue Gaya un hombre dado a confesarse, a hablar de sus vivencias –como se deduce de la lectura de los diarios de Andrés Trapiello, uno de sus más fervorosos seguidores y defensores- y por eso es de agradecer la ingente cantidad de anécdotas, de pequeños datos biográficos que se recogen en él.
Pero, por encima de todo eso está, siempre, la profunda humanidad de Ramón Gaya. Cuando uno mira sus cuadros –o al menos así me sucede a mí- uno se vuelve más sabio. Uno parece conectarse a la serena vida que late en ellos, a ese modo remansado, tranquilo, con que construye el mundo –lo que en medio de la aceleración que se nos impone desde la presión del mercado lo hace muy recomendable- y frene a ellos uno es más feliz. Cuando uno lee a Gaya uno sabe cómo se ha formado esa sabiduría, porque los libros de Gaya son el poso, la reflexión que él mismo ha hecho de su modo de mirar el mundo y de pintarlo. Hay un sin fin de artistas que exponen y acompañan sus obras de textos explicativos sobre el por qué han hecho esto o lo otro. Pero con la obra de Gaya a uno le sucede lo mismo que cuando nos enamoramos: uno se pasaría la vida mirando sus cuadros y escuchando sus palabras, no porque reflejen de un modo único la vida o nos enseñen algo sobre ella, sino porque son vida, a veces mucho mejor que la que vivimos, y por eso queremos estar con ellos todos el tiempo.
Ramón Gaya de viva voz Edición de Nigel Dennis. Pre-Textos, Valencia, 2007

13 abril 2007

Historias de tono menor

Yo me he acercado a este cómic por referencias. No personales, no me ha llegado ningún amigo y me ha dicho: “Oye, léete este tebeo, que está muy bien”. No, he leído las listas de candidatos a los premios del próximo Saló del Cómica de Barcelona y he visto que esta obra es candidata a ganar todo lo que se puede ganar. Y luego he visto que con su anterior trabajo ya ganó bastantes premios, así que me he acercado a la tienda de cómics de al lado de casa –porque he pasado por la de al lado del trabajo, que tiene la mejor encargada de tiendas de cómics del mundo y no les quedaba- y me lo he agenciado.
Y lo he leído como se debe leer todo libro: totalmente virgen en lo tocante al asunto –no tenía ni idea de qué trataba- y totalmente esperanzado en encontrar algo bueno. Me he acordado de cuando Clarín en La Regenta habla del espectador ideal, que sólo se sirve de su sensibilidad para acercarse a las obras.
He leído las casi doscientas páginas del tebeo de un tirón, con verdadero deleite, pasando del dibujo con aires de manga –por lo visto David Rubín se gana la vida en la industria de los dibujos animados y es normal que tarde en soltar la mano- al más expresionista de la historia final. He disfrutado mucho con las historias humanas, irónicas a veces, siempre tiernas, cargadas de humanidad, que ha usado para construir su libro. Hay que decirlo claro: me parece un tebeo divertido, que se lee con placer y gusto, y que está construido sobre verdades e historias que nos tocan a todos, no como la mayoría de los tebeos, que hablan de mundos paralelos y cosas extrañas de otros planetas.
Ahora, teniendo en cuenta la cantidad de reconocimientos críticos que ha recibido este libro –y que seguramente merece- crece una sombra que me inquieta. ¿Es un libro como este, honesto y sincero, muestra de un trabajo y un oficio encomiables lo mejor que ha dado el cómic español este año? Posiblemente sí, y hay que felicitar y reconocer a Rubín por ello. Pero eso deja al medio muy maltrecho.
El gobierno, en una de estas decisiones que siempre se aplauden unánimemente porque suponen reconocer a las diversas expresiones artísticas, acaba de decretar la creación de un Premio Nacional de Cómic –además, así, sin usar el castizo tebeo, que se ve que no da clase- para premiar la labor de unos creadores de un medio que cada vez tiene mayor entidad y prestigio que debe ser reconocido. Y es verdad. Ahí tenemos a muchos autores de cómics que deberían ser premiados, lo que sucede es que los aficionados al cómic nos vemos siempre en el mismo cruce de caminos. Moore –Alan, por supuesto- señaló que con Watchmen no quería hacer otra cosa que una obra compleja, una obra tan compleja como la ficción literaria y cinematográfica actual, y lo consiguió. Art Spiegelmann eligió el cómic como medio de expresión para una historia escalofriante y magníficamente expuesta, sobre todo en lo tocante al punto de vista y la abierta autocrítica hacia la actitud del pueblo judío desde la que está escrita –que es lo que hace de MAUS algo único, y no el relato del Holocausto-, y por eso ganó el Pulitzer, el de literatura. Porque ahí es donde está, sin duda, la piedra de toque de todo este asunto, en la comparación de las grandes obras de un medio con las de otro. Y de ahí es de donde debe salir el cómic. De unos años a esta parte muchos autores amamantados por la lectura de los grandes tebeos de los ochenta –pienso en Miller y Moore sobre todo- y de los noventa –toda la factoría indie, Fantagraphics y underground- están acercando el medio a temáticas más maduras, más humanas. Muchos autores no tienen el más leve interés en las historias de género –superhérores o lo que sea- y les interesa más contar historias de seres humanos normales, como nosotros. Y son, siempre, obras dignas, algunas muy honestas, y de grata lectura -¿les suena lo que he comentado de este libro de Rubín?- pero de un vuelo muy corto. Hay miedo, verdadero miedo, a internarse en empresas de mayor calado. Y prefiero pensar que es miedo a falta de capacidad. Cuando algún autor, como Carlos Giménez, se ha enfrentado a grandes ciclos temáticos –Paracuellos, Barrio, Los profesionales, Historias de sexo y chapuza- lo ha hecho siempre desde un lugar anecdótico, de historias breves más o menos humorísticas, y poco más. No hay una intención de hacer obras grandes.
Yo echo en falta el espíritu de Spiegelman de contar una historia, independientemente del tamaño, de profundo calado. Algo que pueda competir con cualquier medio, que sea la labor de un creador, no un buen tebeo a secas. La taberna del oso malayo lo es, es un buen tebeo, pero uno quiere más. Aprovecho que Rubín es muy joven para pedirle ese más.
David Rubín La tetería del oso malayo Astiberri, Bilbao, 2006

08 abril 2007

Contar historias frente a contarse historias

Uno puede acercarse a un libro como El cine según Hitchcock de François Truffaut por diversas razones. Muchos lo harán por devoción hacia las películas del genial director británico, otros por que son seguidores de la trayectoria fílmica del autor francés. Los habrá que están interesados en el cine, a secas, como medio de expresión, y los hay que, como uno mismo, buscan saber más sobre cómo contar historias. Para estos, que pienso que seremos los menos –supongo que por la idea romántica de pensar que uno mismo es original, aunque es posible que sea más vulgar y común de lo que uno sospecha- este es un libro único.
Normalmente se nos ha metido en la cabeza, ya sea en el colegio o a través de los comentarios más o menos bienintencionados de maestros y profesionales, que contar historias es algo que uno hace para uno mismo, por necesidad íntima e intransferible. Pero eso es, desde luego, una visión muy miope del oficio de contar historias. Porque en el hecho de contar hay, siempre, un acto de comunicación, un emisor que transmite una historia a un receptor. Y, normalmente, se tiende a dejar de lado al receptor, no digo despreciarle, sino no tenerle en cuenta. La mayoría de los autores se dicen “Bastante tengo yo con construir esta historia, que el lector se esfuerce un poco”. Yo mismo lo he vivido en mis propias carnes como profesor de talleres de escritura. Es muy común el momento en que se le pregunta al alumno cómo piensa que el lector se va a dar cuenta de ese o de otro detalle de su texto. Y lo normal es que te responda que el lector debe esforzarse, que debe ser él el que remate ciertas imperfecciones, el que, con su actitud activa, complete el texto. Lo terrible es que juegan con otro de los consejos que se les da constantemente, que es que cuenten con el lector, que lo consideren alguien tanto o más listo que ellos mismo que va a completar el texto, que va a tener una actitud activa y anudará los hilos de la historia para tener una visión completa de lo que se le quiere contar. Así que uno le sirve en bandeja la excusa que luego usarán para justificar su pereza.
Leyendo este libro, fruto de cincuenta horas de entrevista entre Truffaut y Hitchcock, uno se da cuenta de la importancia decisiva que tiene la labor del contador de historias –me parece secundario que se trate de un director, un guionista o un escritor- a la hora de facilitar la ingestión de la historia por parte del receptor. Luego le toca a él digerirla, ahí no puede entrar ya el emisor, pero sí en cocinar bien los ingredientes para que la comida sea lo más sabrosa y distendida posible.
El propio Hitchcock se enfrentó en vida a muchos prejuicios por esta razón, ya que los “autores”, los “críticos” y demás intelectuales de la creación se le echaron encima aduciendo que sus películas eran demasiado comerciales, que estaban destinadas a un público masivo y eso las hacía más zafias y poco estimulantes. Bien, hasta cierto punto es posible que sea así. Vamos a plantear entonces una comparación, basándonos en uno de esos directores de cine que los espectadores “intelectuales” aplauden pero que es vacuo y realiza cintas destinadas a glosar la cultura occidental sin capacidad de reflexionar sobre ella: Peter Greenaway. Cualquiera que haya visto sus películas sabe que están llenas de referencias, de cuadros como decorados de plano, de canciones, de diálogos en los que se citan otros textos. Bien. Pero qué queda en nosotros tras haber visto películas como El vientre del arquitecto o El contrato del dibujante. Nada, no queda nada. Unas cuantas imágenes de cierto plasticismo, pero nada más. Y qué queda en nosotros tras ver Psicosis –la película más televisiva de la Historia del cine. Muchas cosas. Nos queda el miedo, la inquietud, la sospecha de que somos todos culpables y todos somos varios y no somos ninguno. Pero es que, además, nos quedan ganas de ver más veces la cinta, cosa que no sucede nunca con los films de Greenaway, que es lento, reiterativo y, lo peor que le puede suceder a un artista, solemnemente aburrido. Se puede ser solemnemente aburrido si uno es un sacerdote –les dejo elegir la religión- pero no puede ser así si uno es un artista. Hitchcock entendió eso desde el inicio del desempeño de su profesión, y luego lo puso en práctica en cada uno de sus trabajos.
Ahí radica otro de los principales obstáculos que ha encontrado siempre la labor de Hitchcock, la visión de su labor como un trabajo, algo que le llena, que le produce placer y donde se deja el alma y la vida, pero que sabe que debe ser rentable. Y ahí es donde los estetas no le han perdonado. Porque un artista tiene que estar por encima del mercado, y Hitchcock, con fina ironía, valoraba el éxito de sus películas por los beneficios recaudados. A menor presupuesto y mayores taquillas mejor película. Una fórmula casi matemática. Pero hay que leer de un modo más profundo: ha realizado una película más barata, luego más sencilla, más natural, y ha obtenido mejores resultados en taquilla, luego la ha visto más gente, ha llegado a más público, y su mensaje ha tenido una mayor difusión. Sólo un estúpido se queda en la superficie de los hechos.
Y, curiosamente –como terminando de ejemplificar esa constante paradoja que siempre fue Hitchcock y sus cincuenta y tres películas, de las cuales no he visto todavía ni la mitad- las historias que cuenta en ellas sin irrelevantes. Siempre que se habla de él acaba saliendo por algún lado u otro el famoso “McGuffin”. Como todo el mundo sabe es esa excusa que sirve como disparadero de la acción, pero que es tan irrelevante que muchas veces no llegamos a saber qué es. Sus películas son sólo trama, peripecias, hechos, dudas, manifestaciones psicológicas. Pero nunca sabemos qué ha provocado que todo se ponga en marcha, no conocemos en qué quedarán las cosas. En las películas de Hitchcock –y ahí está la más paradigmática, North by northwest (Con la muerte en los talones)- todo se reduce a la peripecia, a personajes llenando la pantalla con sus vidas, sus aventuras. Sin finales, sin objetivos, simplemente existiendo. ¿Hay alguna metáfora mejor que esa de lo que es nuestro paso por este mundo?

François Truffaut El cine según Hitchcock Alianza, Madrid, 2007

03 abril 2007

La piedra filosofal

¿Puede trazarse una historia de la imaginación humana? Como labor es un ejercicio titánico, pero hay algunos arrojados que se lanzan a la labor. Patrick Harpur es una de ellos, y lo ha hecho de un modo magnífico en un libro que podemos considerar canónico y de obligada lectura. Compruebo que el libro está siendo un pequeño éxito, y que hay al menos una reimpresión ya en las librerías, así que me alegra sobremanera comprobar que el boca a boca sigue funcionando con los buenos libros.
Harpur realiza un repaso de todas las creaciones del ser humano a través de su imaginación, que él identifica con la capacidad del ser humano de hacerse preguntas, de intentar entender el universo a través de las herramientas que posee, y la capacidad de fabular es una de ellas. Hay una realidad empírica, mensurable, hecha de objetos físicos que nosotros percibimos a través de nuestros sentidos. Pero hay, también, otra, no menos importante, que a lo largo de la Historia del hombre ha ido tomando diversos rostros.
Desde los seres feéricos –traducción algo forzada de los faeries de la cultura anglosajona- hasta los más recientes estudios de los psicólogos y psicoanalistas. Y en el camino nos va hablando de los daimones griegos, de los santos y la mística cristina, pero también de trabajos de desarrollo de la imaginación como la teoría de la evolución de Darwin –uno de los momentos más osados e interesantes del libro- y numerosas teorías científicas. Hábilmente, Harpur los relaciona a todos, porque todos son productos de nuestra capacidad de imaginar, y todos están mucho más relacionados de lo que, en principio, podría parecer. Relaciona todos con el mundo inferior, porque todos esos actos son intentos de entender, descifrar, crear, ese mundo inferior que intuimos y sentimos pero que no podemos registrar usando los mismos métodos con que estudiamos nuestro plano, y que debemos intuir, imaginar.
No es casual que relacione los desarrollos teológicos con los recovecos del inconsciente, porque Harpur trabaja con la certeza de que ese Mundo inferior está en nosotros mismos, y el sendero que nos lleva hacia él pasa por abrir los ojos a nuestro interior como paso previo a ver como el universo entero se descodifica para nosotros.
Pero todo esto que comento podría hacer pensar en un iluminado, un visionario cercano a William Blake –protagonista de otro de los grandes capítulos del libro- que ha volcado al papel sus sueños e intuiciones. Y sí, pero no es sólo eso, porque el libro está construido sobre una sólida base filosófica y cultural, y cada uno de los capítulos está sobradamente apuntalado por un aparato crítico deslumbrante y, lo que es más importante aún, los distintos enfoques a los que se aproxima el discurso están siempre marcados por un uso lógico y racional, un modo perfectamente claro y desenvuelto que arroja luz sobre los oscuros temas que trata. No hay en este libro un solo momento en que el autor se abandone al “porque sí”, a la autosuficiencia, sino que todos los temas están trabajados desde la lógica y la razón.
¿Contradictorio? ¿Un libro sobre la imaginación escrito desde una perspectiva cartesiana? No puede serlo de otro modo si pretende ser sólido, si quiere transmitir ideas y no sólo intuiciones. Y ahí radica lo más atractivo del libro, su principal virtud: logra analizar desde el logos el mito, de un modo claro, huyendo de la terminología rebuscada en la que, normalmente, el filósofo se resguarda. No, el estilo de Harpur es sencillo, claro, diáfano, y consigue de ese modo un ensayo que sirve como verdadera piedra filosofal para entender el devenir del pensamiento mítico, imaginativo, a lo largo de la historia del hombre.
Patrick Harpur El fuego secreto de los filósofos Atalanta, Vilaür, 2006

02 abril 2007

Preparados: Listas, YA

Llevo unos días un poco tontos en los que apenas leo, no escribo y cuando entro en Internet sólo veo los comentarios de la encuesta que ha puesto en marcha Miguel Ángel Muñoz sobre el cuento. Aprovecho para darle las gracias por ser de los pocos que se toman en serio esto del cuento y para compadecerme de él por el lío en que se ha metido. No es ya que esté votando hasta el tato, es que algunos le mandan varios comentarios cambiando sus votos y demás. Lo dicho: en menudo jardín, amigo Muñoz.
Lo que más me está llamando la atención es el rigor de algunos de los comentarios -en su mayoría hechos por escritores- y la total falta de criterio de otros -que parecen realizados por advenedizos que ha leído poco o nada. Y todo esto me ha llevado a plantearme, una vez más, lo de las virtudes de la democracia. O sea, eso de: una persona, un voto. No pretendo decir que no haya que dejar opinar a la gente, pero es evidente que el conocimiento de unos es muy superior al de otros. Si se tratase de una operación nadie tendría en cuenta la opinión del técnico en limpieza e higiene -o sea, el que limpia- del Hospital.
La lista está quedando, de momento, simpática. Porque hay algunos títulos irrebatibles y porque hay otros imposibles, que nadie en su sano juicio se explica como están ahí. Ni tan siquiera hay un mínimo de lógica con la cuestión genérica, porque han metido cosas que llamarlas libros de cuentos es ya...
Porque, y esa es otra, basta con que alguien diga: "Vamos a hacer una lista de los que nos parecen los mejores libros de cuentos..." para que alguien suelte: La Biblia, que está llena de historias... Y demás mandangas similares. A nadie se le ocurre hablar de un codillo cuando se dice que nos vamos a tomar unos chuletones, pero si el tema es el cuento todo vale. "Me gustan mucho las guías telefónicas porque están llenas de personajes" y cosas así.
En fin, creo que el problema lo tienen las listas. Vamos a hacer una lista de las listas que no me gustan:
-La lista de la compra.
-La lista de las cosas que debes meter en la maleta.
-La lista de bodas.
-La lista del 3º Izquierda que tiende su ropa en mis cuerdas del tendedero.
-La lista de los mejores de lo que sea.
-Esta lista.