28 marzo 2007

Las miradas

La verdad es que nunca me había pasado de un modo tan evidente. Alguna vez sí, a todos nos ha sorprendido alguna vez la persona a la que estábamos mirando con las manos en la masa. Evidentemente no era una simple mirada, era una contemplación, un deleite, porque hay veces que la belleza nos sorprende, como hoy, en medio de un vagón del metro. Pero lo novedoso hoy es que a uno le han pillado con todas las de la ley, y que la reacción de uno ha sido un poco idiota, la verdad, porque se ha escondido automáticamente en el libro que tenía abierto entre las manos. Me pongo en su lugar y no sé si sentirme halagada o ag0biada: un tipo con un libro entre las manos al que no mira porque está embobado mirándome a mí.
Apenas he levantado el libro para taparme la cara -no sé si me habré ruborizado o no, como tengo mucha barba no creo que se me note- me he dado cuenta de que ya he pasado a un nuevo grupo: el de los mirones. Ahora soy como esos hombres que hace unos años me daban tanta lástima, mirando lánguidos y arrobados a las jovencitas en el autobús. Pero, siendo sincero, no me ha dado ninguna pena, al contrario, me he empezado a reír como un loco, porque me ha parecido que la situación tenía demasaido de cómico como para ver lo trágico del asunto.
La chica, claro, que tampoco sabía de qué iba la vaina, se ha bajado en la siguiente estación, y le ha echado a uno una mirada de pena, lo que o sé es si porque pensará que uno es un rijoso que va por ahí mirando a las jovencitas o porque cree que soy un loco.

27 marzo 2007

Los pesares de un martes cualquiera

Con esto del Congreso de la Lengua se están haciendo, y diciendo, muchas tonterías. Pero es lo normal, porque los escritores, los críticos y los lingüístas son seres solitarios, acostumbrados a hablar como mucho con el hombre que va con ellos, y basta con ponerles un micrófono cerca o subirles a un estrado para que se pongan espléndidos, como el coñac. Una de las más interesantes ha sido la encuesta que realizó la revista colombiana Semana para seleccionar las mejores 100 novelas en lengua española de los últimos veinticinco años, de cuya existencia me enteré ayer leyendo el blog del amigo Miguel Ángel Muñoz.
Si uno lee la lista, la verdad, se troncha. No porque esté mal hecha, que seguramente lo está, sino porque le sucede a uno lo mismo que cuando le echa un vistazo a la lista de los premios Nobel de literatura: a medida que va uno yendo hacia atrás en el tiempo los autores premiados no es que no los hayamos leído, es que ni nos suenan remotamente. Estos reconocimientos es lo que tienen, que están hechos por integradísimos que le dan palmaditas en la espalda a otros integraditos, pero donde desde luego importa poco la verdadera calidad de los textos o la influencia que puedan dejar en el futuro.
Por ejemplo, colocar una novela como El paraíso en la otra esquina dentro de la lista es de risa. La novela es malísima, con personajes de cartón piedra y un modo de presentar la biografía de Gauguin y su abuela Flora Tristán más cercana a un trabajo de un alumno aplicado de secundaria que de un autor de prestigio internacional, y la única razón de su situación en la lista se debe a que su autor es una de esas figuras a quien no le tose nadie. Y pongo ese ejemplo porque es verdaderamente sangrante.
Así que se fue uno anoche a la cama con el alma enturbiada -no sé todavía por qué dejo que estas cosas me afecten- y pensando en cómo va uno a conseguir que cambien los modos de acercarse a la literatura. Siempre mercado, siempre intereses editoriales, en Madrid, en Medellín o en Cochabamba.
Pero, por suerte, esta mañana estaba limpio de esa sensación, como si la lluvia que cae incansable en mi ciudad me hubiese duchado y quitado pesares estúpidos de la cabeza. Me acordaba, sí, de la lista, pero me daba completamente igual.
Así que ha salido uno a la calle camino del trabajo contento, paraguas en mano, dispuesto a surcar el proceloso callejero que separa mi palacio del lugar donde malgasto las mañanas. Y en el apenas cuarto de hora que me lleva el trayecto he podido comprobar que los madrileños no saben manejarse con los trastos –que diría el torero- de la lluvia. Tiene uno que ir esquivando los paraguas de los transeúntes que se le cruzan, y aunque esté atento siempre alguno le golpea, o bien al paraguas o a uno mismo.
Los madrileños no saben usar paraguas. Va uno a París y la gente camina por los bulevares y las estrechas calles que hay entre ellos con su paraguas como si no lo llevaran encima. Como les llueve casi todos los días están hechos al aparato, Y lo manejan como parte de su cuerpo, y van hablando por la calle sin fijarse, pero no ves a nadie que choque contra otro, o que le meta una varilla del paraguas en el ojo al vecino.
Pero aquí sale la gente a la calle con sombrillas de playa, enormes y con publicidad de refrescos, de marcas de coches o de inmobiliarias, que le dan a la Gran Vía un aire de playa normanda extrañamente poblada por turistas levantinos. Aunque el tamaño exagerado de los paraguas no es lo peor, sino el modo de portarlos. La mayoría de la gente se los embute como si fuera un casco, y esconden la cabeza dentro de la cúpula del paraguas. Y así no hay manera de ver qué tiene uno delante, claro. O están los que, demasiado cansados para sostener el paraguas en la mano se lo encajan entre el hombro y el cuello, como un hatillo, y convertidos en setas andantes obligan a uno a apartarse si no quiere tener un enganchón con las varillas del paraguas.
Y sumido en esos pensamientos he llegado a la oficina, con la mente enturbiada como me acosté anoche. Algunos dicen que en este blog parece uno siempre cabreado, y a lo mejor es cierto, porque cuando está uno contento con los amigos en un bar no se lanza al ordenador a contarlo. He decidido, de todos modos, que me parece más preocupante lo de los paraguas, la lista de novelas no sale a la calle a sacarle a uno un ojo, basta con ignorarla, como a muchas de las novelas que están incluidas en ella.

23 marzo 2007

De cómo me cambiaron el libro que yo iba a leer

No sé si habrá –de no existir habría que escribirlo- un tratado sobre la decepción. Seguramente en este momento algún poeta de la experiencia en plena reconversión en novelista de éxito –ladrillo mediante- estará tomando nota para cambiar de tercio sin que se note demasiado. Lo importante de todos modos, en lo tocante a la decepción, es que cualquiera puede sentirla, y todos sabemos en qué consiste. ¿Quién no se ha sentido decepcionado alguna vez?
La primera vez que supe de la existencia del libro Los antimodernos de Antoine Compagnon fue en la librería La Central de Madrid. En la planta superior tenían el libro original en la mesa de novedades. Lo ojeé con la curiosidad que todo adicto a los libros tiene por un libro francés, con esas portadas tipográficas, con aire elegante y alejado de la edición hispana, entregada al packaging de escuela de diseño. Y no tenía mala pinta. Con mi pobre francés, que me sirve para pedir la comida en un restaurante de París o para charlar con una librera mientras me invita a un café –y manteniendo luego la conversación en un cordial pero horroroso inglés- me dio la sensación de que el libro tenía su interés.
Esa sensación se vio reforzada cuando me llegó el correo electrónico del encargado de prensa de Acantilado, la editorial que ha decidido publicar el libro por estos lares, porque lo que se decía de él parecía interesante. Voy, para dejar claro que uno no se inventa las cosas, lo que dice la contraportada del libro:
¿Quiénes son los antimodernos? Ni los conservadores, ni los académicos, los timoratos o reaccionarios lo son, sino que, por el contrario, se encuentran entre aquellos modernos que lo han sido contra su voluntad: los que avanzan, como Jano (o como Sastre decía de Baudelaire) mirando al retrovisor. El presente libro analiza con detalle el filón de la resistencia a la modernidad que la atraviesa y que en cierta medida la define, y con él se obtiene un punto de vista distinto del de aquel modernismo que se ocupa ingenuamente del “progreso”. Compagnon cataloga algunos temas característicos de la corriente antimoderna de los siglos xix y xx, y, entre los temas y las figuras que los sustentan y articulan, nos enseña como [sic] los antimodernos han acabado siendo la auténtica sal de la modernidad.
Bien, independientemente de la errata –en una contraportada, sí- la realidad es que el libro tiene una pinta estupenda. Por fin alguien se va a acercar de un modo sistemático al pensamiento y obra de ese puñado de autores que han quedado como paradigmas de la modernidad, ahí está por ejemplo Baudelaire, que es insustituible como creador que es del concepto –lo que, por cierto, debería obligar a los historiógrafos a replantear eso de la Edad Moderna a la hora de nombrar el periodo histórico-, para demostrar que en buena medida esa modernidad está sustentada en un profundo conocimiento de la tradición y en una desconfianza palpable hacia cualquier innovación porque puede ser sencillamente eso, nueva, pero no interesante por el mero hecho de ser novedosa.
Así que uno solicita el libro a las amables gentes de Acantilado y, cuando lo recibe, se dispone a leerlo con devoción, con verdadero interés. Pero en ese momento sobreviene la decepción. Sólo he podido aguantar medio libro, que me parece que es suficiente esfuerzo y un margen de confianza más que generoso.
La razón es bien sencilla. El libro es un análisis centrada en autores franceses, no todos especialmente interesantes y reconocidos –abundan las referencias a autores de segunda y tercera regional-, y de su evolución histórica dentro de la tradición francesa –también abundan las referencias a la historia gala-, para demostrar que frente a los sucesivos movimientos “revolucionarios”, o que pueden ser entendidos como novedosos, un grupo de autores –que en algunos casos han terminado convirtiéndose en canónicos y en otros no, por lo que no se entiende la inclusión de unos y otros en el ensayo- se han mostrado recelosos, no enfrentándose a dichos movimientos sino ejerciendo el reverso de los mismos, ocupando, por así decirlo, las zonas abandonadas por ese movimiento.
Bien, la tesis puede ser más o menos interesante, pero desde luego es muy sencilla: cuando algo pasa unos salen en la foto y otros siguen trabajando en la sombra en los lugares que han quedado vacíos. Vale, es normal, lógico. Si se me rompe el vaso uso la taza, pero no es para andar partiendo pelos en tres.
Lo que sucede es que este libro ha sido premiado por algunas de las instituciones más rancias de la cultura francesa, y las posibilidades de exportación del libro se multiplican, pero luego viene la dura realidad: Los antimodernos es un libro plenamente francés, chovinista y que carece de verdadero interés fuera de su contexto patrio. Si Compagnon hubiera estado más listo –o si su objetivo hubiese sido lograr un libro de interés verdadero, que se hiciese preguntas que incumben a todo hombre independientemente del pasaporte que tenga, y no sólo local, pese a que esta opción sea mejor para la pedrea de los premios, ya se sabe que algunos prefieren ser cabeza de ratón- habría analizado algunas de esas premisas en autores fundamentales, independientemente de su nacionalidad o lengua en que escribieran –ni tan siquiera se acerca a Beckett, que escribió su obra más audaz en francés- y desde una perspectiva estética y literaria, no meramente política, sobre todo porque no se nos habla tanto de corrientes ideológicas como de situaciones contextuales, lo que no deja de ser irónico y poco interesante.
Así que uno se queda con la esperanza de que alguien escriba ese libro que promete la contraportada del libro, que analice de un modo verdaderamente profundo y esclarecedor las relaciones entre la modernidad y la tradición y cómo se han hecho estas patentes en la obra de los granes creadores.
Hasta entonces nos quedamos sin leerlo, porque este no es, desde luego, un libro que hable de eso.
Antoine Compagnon Los antimodernos Acantilado, Barcelona, 2007

22 marzo 2007

Lecciones de periodismo y ética, en estos tiempos tan necesitados de ellas

Uno de los topoi de la narrativa, y de la crítica más vanguardista, es el de la faction. Consiste en esos textos que están a medio camino entre los hechos reales, históricos, facts, y la ficción, fiction. Un diario, unas memorias, las cartas, son posibilidades que están siempre en la frontera de dichas posibilidades, puesto que tan sólo la actitud más o menos explícita del autor, o la mayor o menor ingenuidad del lector, adscribirán el texto a uno u otro campo genérico.
Pero, sin duda, el género por antonomasia de la faction es el reportaje, que si es largo y está escrito por un autor de renombre, pasa a ser una novel en la tradición británica o una novela de hechos reales en la hispana. El producto más famoso de esta tendencia es A sangre fría, de Truman Capote, libro al que las dos películas sobre su autor y la nueva traducción de Jaime Zulaika han puesto de nuevo de actualidad.
Lo que normalmente se ignora, o se quiere ignorar, es que en la tradición hispanoamericana ha habido cultivadores del género tanto o más brillantes que el propio Capote y más tempraneros. En 1957, ocho años antes de la aparición del libro de Capote, se escribió y publicó Operación masacre, un reportaje que realizó el por entonces jovencísimo Walsh –apenas tenía treinta años- sobre unos oscuros hechos sucedidos en la noche del 9 de junio de 1956.
Como el propio Walsh relata en su libro, oyó hablar por primera vez de los fusilamientos que se produjeron aquella noche a finales del año cincuenta y seis. Pronto comenzó a investigar los hechos, y las notas en las que iba dando cuenta de sus averiguaciones aparecieron a lo largo del año siguiente en el diario Mayoría y poco después como libro. Aún así continuó recopilando información con la que amplió las posteriores ediciones del año 1964 y la que resultó definitiva, editada en 1969.
El libro, cuya narración de los hechos abarca ciento ochenta páginas –en la edición definitiva, que viene acompañada de unos interesantísimos apéndices, entre los que se cuenta su famosísima Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que fue el último texto que firmó un día antes de pasar a engrosar las listas de los desaparecidos de la dictadura de Videla y Massera, tiene doscientas treinta páginas en total-, se lee de un modo trepidante, con el corazón encogido. La historia es sencilla -como todas las desgracias-: un grupo de civiles son detenidos de un modo un tanto arbitrario –la investigación de Walsh demuestra que muchos de los inculpados no tenían nada que ver con aquello de los que se les acusaba-, y se les fusiló antes de que fuera dictada la ley marcial que se aplicó por el levantamiento de los generales Tanco y Valle, por lo que su crimen cayó dentro de la ilegalidad más flagrante. Además de la salvajada que es, de por sí, la pena de muerte, la pusieron en práctica sin escudo legal alguno.
Como los demagogos superficiales se encargan de recordar cada poco tiempo, lo importante no es tanto que las atrocidades sean legales o no, sino que sean atrocidades, pero se olvidan de decir que por las atrocidades ilegales, al menos, la sociedad puede pedir cuentas.
Y eso es lo que hace Walsh en esta intensísima investigación. En ella singulariza a cada una de las víctimas, explica lo sucedido esa noche, las continuas violaciones de la ley que se permitieron las fuerzas policiales y militares –un bello eufemismo las unifica como “fuerzas de seguridad del estado”, porque si las llamara fuerzas de seguridad de la nación deberían defendernos a todos y no al aparato del poder-, su labor chapucera –por fortuna para lo detenidos no supieron realizar bien su trabajo y algunos escaparon con vida-, y los posteriores intentos de silenciar lo ocurrido por parte de las autoridades.
Los acontecimientos que se vivieron en la segunda mitad de las década de los cincuenta en Argentina prefiguraron el posterior horror de la de los setenta. El gobierno populista de Juan Domingo Perón, que se alzó en el poder con la aclamación de la mayoría popular y fue convirtiéndose poco a poco en un régimen dictatorial, enfrentado al pueblo y la cultura, cayó en septiembre de 1955 mediante un estallido popular. Lo peor del asunto es que dicho gobierno de facto no estaba tampoco demasiado interesado en el pueblo, y menos de un año después algunos generales se levantaron contra dicho gobierno. La revuelta no tuvo éxito, y a lo largo de esa noche un grupo de civiles inocentes fue fusilado, y ni tan siquiera la denuncia de los hechos a través de los artículos de Walsh y la posterior edición en libro consiguieron que nadie del gobierno reconociera, pese a que el texto lo prueba, la ilegalidad de las detenciones y del posterior ajusticiamiento.
Pero lo más importante es que, a lo largo de los años siguientes, lejos de evitar repetir dichas acciones, los sucesivos gobiernos continuaran ejerciendo su política de exterminio de opositores. En el epílogo a la edición del año sesenta y nueve, dice el propio Walsh:
Era inútil en 1957 pedir justicia para las víctimas de la “Operación Masacre”, como resultó inútil en 1958 pedir que se castigara al general Cuaranta por el asesinato de Satanowsky, como es inútil en 1968 reclamar que se sancione a los asesinos de Blajaquis y Zalazar, amparados por el gobierno. Dentro del sistema, no hay justicia.
Otros autores vienen trazando una imagen cada vez más afinada de esa oligarquía, dominante frente a los argentinos, y dominada frene al extranjero. Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.
Pensar que apenas siete años después llegaría el golpe de la Junta Militar, y los sucesos tristemente famosos en todo el mundo que conllevaron, confiere a este texto una capacidad de prefigurar el futuro escalofriante.
Walsh fue un autor limpio, honesto, que siempre supo donde estaba su lugar –junto al pueblo y frente a la injusticia- y nos legó textos que nos explican nuestro pasado y deberían concienciarnos de cómo construir nuestro futuro. En el caso de Operación masacre hay que agradecer las sencillez, el estilo directo y claro que en todo momento permite al lector conocer todo lo que ocurrió y las causas y motivos que llevaron hasta allí los hechos. Pero más importante es todavía que se nos recuerde que los poderosos vulneran las leyes y que deben ser castigados también por ello. Los asesinos de los fusilamientos del 10 de junio no lo fueron, pero la Historia tal vez convierta a esos héroes del ejército argentino en lo que son: simples y vulgares asesinos.
Asesinos como los que "desaparecieron" –horroroso eufemismo hoy tan tristemente famoso- a Walsh el 25 de marzo de 1977, un día después de que enviara a las redacciones de los diarios locales y las corresponsalías de los extranjeros su Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar, donde hacía balance de las atrocidades cometidas y la violación de los derechos humanos a lo largo del año transcurrido desde que los militares derrocaran a un gobierno infame en el que ya ejercieron una insólita política represora bajo el nombre de la Triple A.
La obra de Walsh, más allá de su fuste narrativo, es una constante lección de ética que debe ser conocida por todo.

21 marzo 2007

Un mundo para los cinco sentidos

Si uno busca en el diccionario de la RAE el sustantivo hapticidad o el adjetivo háptico no encontrará entrada alguna. Tanto el nombre como el adjetivo se refieren a la cualidad de lo que es capaz de ser sentido, percibido, por el tacto. Y eso, más que una muestra –que también los es, ojo- de la incapacidad de los miembros de una institución de aceptar los términos que surgen en la lengua o del desconocimiento de campos del saber ajenos, demuestra la ceguera –o las anteojeras- que ha exhibido la cultura occidental desde el Renacimiento. No es un capricho la referencia a la ceguera, ya que la visión, el ver, ha sido el referente desde el que se ha trabajado intelectualmente en occidente desde el siglo xv, cuando vino a sustituir al que, hasta entonces, había sido el sentido de referencia: el del oído. Jiménez Lozano, en su interesante libro sobre el narrador, señala ya que en la teología primitiva se relacionaba al oído con Dios, la palabra de Dios, frente a las tentaciones del diablo, que siempre eran visiones como las que sufrió San Antonio.
En el Renacimiento esa perspectiva cambia. Al volver la vista al hombre como medida de todas las cosas, se erige como lugar privilegiado para contemplar el mundo los ojos del hombre. La vida pasa a estar contemplada desde la altura de un hombre de metro setenta. Y ahí seguimos, hoy la vista sigue siendo el sentido privilegiado, del que más nos fiamos y al que nos confiamos.
Juhani Pallasmaa analiza los perjuicios que este modo de relacionarse con el entorno ha acarreado en nuestra percepción del mundo y para nuestro trabajo artístico, especialmente dentro de la arquitectura.
El arquitecto finlandés apunta muy fino cuando habla de la frialdad de la mirada frente a la calidez del resto de los sentidos. La mirada aísla, es individual y externa, frente al resto de los estímulos sensitivos, que presuponen la presencia del hombre en un entorno. Podemos ver cómo es un lugar a través de una fotografía, pero sólo podemos escuchar, tocar, saborear u oler si estamos allí. Nuestro conocimiento no es pleno, no va más allá del espectáculo, de la representación, si no usamos todos los sentidos, pero los que nos hacen tener conciencia de nuestra presencia son, precisamente, lo que ignoramos. Por eso, frente a la preponderancia, al ocularcentrismo, occidental, en este libro se propone un nuevo modo de relacionarse con el mundo, considerar a la piel, nuestra capa más externa, nuestro órgano más grande, la parte de nuestro cuerpo que nos permite relacionarnos con el mundo, como elemento central, de ahí el título de este estupendo ensayo: Los ojos de la piel.
El caso de la arquitectura es todavía más preocupante. Pallasmaa siempre tiene en cuenta algo que muchos arquitectos parecen haber olvidado: la arquitectura es la creación de espacios, de entornos para el hombre, no de imágenes de mayor o menos plasticidad destinadas a servir como hitos turísticos o urbanísticos. Desde los estudios de Alberti, la arquitectura ha estado profundamente marcada por la mirada, por una idea plástica de la arquitectura, más que por una idea háptica. Con el paso de los años esa concepción se ha convertido en un problema de enorme calado que afecta a numerosos proyectos. Hoy los arquitectos parecen diseñar los edificios con el sólo objetivo de su plasmación digital, de una imagen espectacular que poder enseñar a los contratistas o que ilustre un artículo –y sirva como botón de muestra la ingente cantidad de artículos que hoy se realizan en los medios especializados sobre sencillos proyectos que sólo existen como un puñado de imágenes renderizadas y unos planos provisionales de Autocad. Frente a esa arquitectura destinada al espectáculo, Pallasmaa rescata la obra de Aalto o de Wright, arquitectos que creaban espacios cálidos en los que el hombre se sentía no sólo satisfecho estéticamente sino también relajado, en un entorno cálido. El ocularcentrismo de la cultura occidental ha degenerado en un arte frío, ciego, que no protege al hombre, que no le anima a establecer contacto con él –y en el caso de la arquitectura a estar dentro de ella.
Hasta aquí la primera parte del ensayo. Tras proponer una nueva arquitectura desde un nuevo orden de prioridades y señalar los problemas de la perspectiva tradicional, toca ejemplificar, guiar, un posible sendero para reformar la arquitectura, y desde ella nuestra percepción del mundo y nuestra manera de conceptualizarlo y asimilarlo.
La segunda parte del libro va repasando el modo en que se relacionan los sentidos, y cómo se potencian. Del mismo modo que necesitamos de todo nuestro cuerpo para desempeñar nuestra vida, Pallasmaa va repasando los modos en que cada uno de los sentidos potencia a la vista y le permite tener un conocimiento más exacto e intenso del entorno –porque, como es evidente, no pretende este ensayo abogar por una arquitectura, un arte, sin el ojo, nada más absurdo, sino que demuestra que quedarse en la superficialidad de la mirada es el modo menos intenso de disfrutar del mundo.
Con esto se demuestra que el libro de Pallasmaa es un verdadero hito, un libro único que no sólo señala el problema sino que indica sendero para la superación del mismo, frente a los libros que se contentan con disertar y elucubrar teorías o críticas más o menos banales. Yo he leído este libro, las ochenta páginas intensísimas que tiene, un par de veces y tengo la certeza de que serán más las lecturas y más las iluminaciones que me ha de deparar en un futuro.
Además, la editorial se ha editado el ensayo en una nueva colección, “Arquitectura ConTextos” que tiene un envoltorio precioso, una verdadera delicia de diseño que hace honor al tema del libro, ya que reconforta a la mirada y al tacto. Sí que sería interesante, de cara a futuras ediciones, que en libros de pocas páginas como este sean más generosos con el tamaño de los tipos y la caja de texto, porque el libro no se les habría ido más allá de las ciento y pocas páginas y habría ganado mucho en legibilidad.
Este es un libro de lectura obligada para todos los arquitectos e ingenieros que están levantando los espacios de nuestro futuro, pero también para todo lector interesado en la verdadera esencia del hombre y su modo de aprehender la realidad.
Juhani Pallasmaa Los ojos de la piel Gustavo Gili, Barcelona, 2006

20 marzo 2007

Abrevadero de estudiosos

La idea que el lector tiene de Robert Louis Stevenson estará siempre marcada por sus dos libros más famosos: La isla del tesoro es un clásico de las lecturas juveniles y El caso del doctor Jeckyll y Mister Hide se ha convertido en un arquetipo literario al que siempre se retorna narrativa o conceptualmente. Es el autor de dos libros que todo el mundo dice, o cree, haber leído, pero que, por desgracia, muy pocos han, realmente, experimentado.
Hay, por lo tanto, que insistir, siempre, en que se lean esos dos libros, que son, con casi total seguridad, lo mejor de su obra. Pero, también, se impone, a la luz de la edición de estos ensayos por parte de Artemisa y de una edición de Losada, que coincide con muchos de los artículos aunque es un poco más amplia, el debate sobre la vigencia de su producción ensayística.
Leyendo los siete artículos que incluye este libro uno comprueba la calidad de la prosa de Stevenson, la capacidad de allanar conceptos y de presentarlos al lector de un modo fácil, una engañosa facilidad que se evidencia a la luz de la lectura del primero de los artículos. También depara este libro razones más que sobradas para considerar a Stevenson algo más que un autor sencillo, puesto que en estas páginas vemos a un literato consciente de su oficio, que reflexiona sobre algunos aspectos del mismo y confiesa detalles y pormenores de su propia producción.
Pero, haciendo el arqueo final, qué se nos ha quedado fijado en la mente tras la lectura del libro: Pues que Stevenson es un autor con una clara intuición y que sabe discernir aspectos relevantes de su profesión, pero no es, desde luego, un ensayista fundamental. Algunos de los textos aquí recogidos tienen un interés para el estudioso, para seguir de la obra de Stevenson. La génesis y el prefacio de El señor de Ballantrae, el artículo sobre La isla del tesoro o el otro sobre los libros que le han influido no son textos que interesen a un lector que no sea seguidor ya de Stevenson. “Sobre algunos elementos técnicos de estilo en literatura” es un interesante artículo que le resulta mucho más relevante a un lector sajón que a uno de cultura hispana. Las apreciaciones fonéticas, que son fundamentales en la literatura de lengua inglesa, son menos relevantes en una lengua como la española, con palabras más largas y un ritmo distinto. Se da en este caso, como en muchos otros textos que se traducen al respecto de autores anglosajones, un evidente problema de falta de visión del editor, que se ciega por su conocimiento del inglés que, en la mayoría de los casos, no tiene el destinatario del texto y que, y ahí radica lo verdaderamente problemático del asunto, aunque lo sepa tampoco le sirve para nada porque no usa esa lengua. A mí, como escritor, me sucede siempre lo mismo en estos casos, pienso que el texto está muy bien y qué bonito todo lo que dice, pero hasta que no me ponga a escribir en inglés no le veo demasiado interés al asunto.
“La moral de la profesión de las letras” y “Un comentario sobre el realismo” serían, por tanto, los dos artículos que podrían interesar a un mayor espectro de lectores. Y están trufados de apreciaciones, intuiciones, muy interesantes. Lo que sucede es que, vistos desde hoy, dichas intuiciones han sido ya estudiadas de un modo más extenso e intenso, y los referentes desde los que escribe Stevenson se han vuelto muy caducos. Por ejemplo, la continua referencia a Scott –que es un autor cuya valoración ha ido menguando de modo exponencial a medida que, precisamente, aumentaba la del propio Stevenson- o a Zola –que es hoy pasto de estudiosos de la novela decimonónica pero que ha envejecido hasta carecer casi de interés fuera del estudio filológico.
Las conclusiones que se sacan de la edición de este libro es que es siempre conveniente acercar títulos y textos no traducidos al lector hispano, y que los interesados en la obra de Stevenson deben estar frotándose las manos ante las novedades aparecidas en tan breve plazo de tiempo. Pero tampoco hay que dejarse engañar, el interés de los textos recogidos en este libro para el lector medio es muy escaso, y no sirven para engrandecer la posición de Stevenson, porque no son, desde luego, lo mejor que salió de su pluma.
Robert Louis Stevenson El arte de escribir Artemisa, La Laguna, 2006

19 marzo 2007

Tres ediciones como tres soles

Leo con alegría en el blog de Vicente Luis Mora que se ha lanzado la tercera edición de Las afueras. En diez años tres ediciones de un libro de poesía, de un autor casi desconocido, Pablo García Casado, al que se acercan sólo los interesados por el boca a boca, es una noticia maravillosa. Pero más importante es que el libro es una de las mejores obras que ha dado la poesía española en los últimos años, que ha abierto numerosos caminos a la poesía de este país y que su influencia se va dejando sentir de un modo continuo en los nuevos poemarios que se van publicando.
Supone también, es justo recordarlo, el reconocimiento a la atinada –y arriesgada- labor de Sergio Gaspar desde su editorial DVD. Cuando hace diez años apostó por un novedoso, extraño libro de un autor inédito de veinticinco años para su editorial –una editorial que acababa de recuperar un libro fundamental de uno de los grandes desconocidos, o no tanto ya, de la poesía del siglo pasado: Fonollosa- demostró un olfato genial para detectar por dónde iba a discurrir la poesía en los años venideros.
Ese mismo año, Las afueras era reconocido con el I Premio Ojo Crítico de Poesía de RNE, y fue finalista del Premio Nacional de Poesía. Pero, por encima de esos premios, que muchas veces pueden ser engañosos, el gran mérito del libro está en la comprobación de que se ha convertido ya en un libro clásico, fundacional de la poesía de este siglo xxi, que debe ser impreso cada pocos años porque la demanda no cesa.
La excepcionalidad del libro y el consenso crítico que produjo jugaron a la contra de un libro menos sólido pero lleno de nuevas indagaciones y recursos como fue El mapa de América. Tal vez quien mejor lo haya entendido ha sido Vicente Luis Mora, que le dedicó un certero texto, “El mapa de Pablo García Casado. Un mundo infeliz”, incluido en su libro Singularidades –un estupendo y arriesgado libro del que, por cierto, no se ha hablado aquí porque tras solicitárselo en repetidas ocasiones a su editor, éste no tuvo a bien mandarlo, por lo que uno tuvo que comprarlo, y me parecía injusto no devolver el feo con el feo, lo siento, sobre todo por el autor-, donde analizaba con tino los riesgos y búsquedas que asumió el autor en su segundo libro.
La segunda edición de Las afueras –habría que hablar de reimpresión, pero tampoco va a ponerse uno a partir pelos en tres- se anticipó unos pocos meses a la aparición del nuevo libro de su autor. Tengo la esperanza –que siempre es ansiosa- de que el caso se repita y en unos pocos meses Sergio Gaspar y DVD nos den la alegría de ver impreso un libro nuevo de García Casado.
Pablo García Casado Las afueras DVD, Barcelona, 2007

16 marzo 2007

Un maestro excepcional

Cuando comencé a escribir este texto recordé una de las prosas de este libro:
Uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre estos libros. Lo que prueba que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros. Y en gran parte a causa de ello no escribe nuevos libros o sólo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés. En consecuencia, los comentarios sobran.
Esto puede ser, a qué negarlo, bastante paralizante, porque lo que diga uno de la obra de Ribeyro no va a tener nunca tanto interés como la obra en sí. Pero precisamente eso, en vez de resultar un obstáculo, se me aparece como una ventaja, porque diga las tonterías que uno diga no le va a quitar el brillo a Ribeyro.
Yo oí hablar de Ribeyro de rebote, por pura casualidad. Acababa de entrar en la universidad, y una vez asistí a unas pocas clase me di cuenta de que la literatura tenía poco sitio allí. No es que les interesase la buena o la mala, la de los manuales o la de la actualidad, es que allí no había literatura por parte alguna. Así que yo me pasaba las tardes –yo iba al turno de tarde porque siempre he sido un poco perezoso, y porque repetí COU en un instituto nocturno y me gustó más ese ambiente que el matutino- en el césped de la facultad o en la cafetería, hablando con mis compañeros o leyendo, sobre todo leyendo, y aprovechaba cualquier excusa para oír hablar de literatura. Por entonces yo era uno de esos freaks que asisten a conferencias o a charlas, donde me encontraba con los amigos del conferenciante, los viejos que buscaban entretenimiento y cobijo y algún que otro despistado como uno.
Me enteré de que en la Casa de América le hacían un homenaje a un escritor peruano del que yo lo único que había leído era un decálogo sobre el cuento en los apéndices de una antología. Pero en la noticia se decía que hablaría Bryce Echenique, que era otro autor al que no había leído pero del que un par de amigos me hablaban a todas horas porque estaban fascinados con su Martín Romaña y su Octavia de Cádiz.
No recuerdo bien si Ribeyro había muerto ya o no. Creo que sí, porque sí recuerdo que Bryce, emocionado, estuvo todo el rato desgranando anécdotas sobre su relación. Hay una que siempre he recordado, porque se parece mucha a una de la que fue protagonista mi madre. Parece ser que Ribeyro y Bryce tuvieron que deshacerse de un animal, un gato creo, o un perro, no lo recuerdo. Y lo llevaron al Bois de Boulogne para abandonarlo, y el animal no quería irse. Parece ser que Ribeyro estuvo varios días llevándole comida a escondidas, sin decirle a nadie a dónde iba, no sé si por vergüenza o por pudor. A mí se me quedó grabado eso, porque creo que da el tono de toda la obra de Ribeyro.
Todavía conservo por ahí, entre los papeles que tengo en la casa familiar, el programa del homenaje, porque incluía un retrato muy respetuoso, muy bonito, del autor. No recuerdo el pintor, pero veo perfectamente el cuadro, era muy veraz, se reconoce en seguida a Ribeyro ahí.
Lo curioso es que pasó cierto tiempo antes de que leyese a Ribeyro. Un año o así. Por entonces yo frecuentaba un grupo de amigos, maravillosos, donde reuníamos dinero por el cumpleaños de cada uno para hacerle un regalo majo. Yo acostumbraba a hacer trampa, y me daba una vuelta por librerías con una de las amigas, tal vez la mejor, y le decía qué libros me hacía más ilusión tener. Luego, al regalármelos, me maravillaba el profundo conocimiento que tenían de mí mis amigos. Así fue como tomé posesión de los Cuentos completos de Ribeyro en la edición de Alfaguara.
Todavía hay cuentos de ese libro que no he leído, pero da igual. Cada cierto tiempo busco el libro y leo alguno. Buena muestra de que le tengo cariño es que es de los libros que no dudé en traerme de la casa familiar en cuanto me mudé.
Las Prosas apátridas las leí por primera vez cuando comencé a trabajar en mi actual empleo. Una de las ventajas de trabajar en un taller de escritura como en el que trabajo es que los libros forman parte de la decoración del trabajo, así que un día, buscando entre la biblioteca del taller me encontré un ejemplar precioso de la edición de 1975 diseñada por Clotet y Tusquets. Habría sido lo ideal que en las sucesivas ediciones se hubieran animado a mantener el originalísimo diseño del libro –hay que decir que, dentro de la colección Cuadernos marginales, en Tusquets se permitieron muchas alegrías con el diseño de los libros, porque La historia secreta de una novela, que es el texto de Vargas Llosa sobre cómo escribió La casa verde, salió editado con el texto en tinta verde. La portada era una reproducción de un pasaporte, donde podía apreciarse el sello de la Jefatura superior de policía y la firma del Inspector regional de servicios junto a la firma del propio Julio Ramón Ribeyro y una foto suya con los dos remaches para fijar la fotografía típicos de los pasaportes clásicos. Lo dicho, una preciosidad.
Aquel libro me deparó muchos momentos agradables, porque estaba lleno de verdades. Cada una de las ochenta y nueve prosas del libro era imprescindible, pero había algunas verdaderamente memorables.
Como ejemplo, y para darle un poco de altura a este texto, voy a citar otra prosa de Ribeyro:

Arte del relato: sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas. Si yo digo: «El hombre del bar era un tipo calvo», hago una observación pueril. Pero puedo también decir: «Todas las calvicies son desgraciadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía: “¡En qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!”.» Sin embargo, quizás en la primera fórmula resida el arte de narrar.

¿Cómo no quedarse profundamente apelado por este texto? Es un verdadero canto a la naturalidad, a huir de la retórica como primer paso de todo creador. Porque la retórica es algo que sirve para hacer artefactos, artificios, pero no vida.
Leí y releí muchas veces este libro, y lo coloqué cerca del de sus cuentos, para tenerlos siempre a mano, para no olvidarlos. Cómo se puede expresar mejor la fidelidad, el respeto hacia un autor. Cuando en nuestra vida real decimos que queremos tener a alguien cerca –a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestra pareja- estamos evidenciando, verbalizando, nuestro cariño.
La tentación del fracaso lo compré en una visita a una amiga en Barcelona. Fue un domingo por la mañana, en el Mercat de Sant Antoni, uno de los lugares mágicos que uno debe conocer. Las últimas veces que he acudido he quedado algo desilusionado. Como sucede en la vida real, los libros se están quedando arrinconados. Hay casa vez más puestos de videojuegos, de vendedores de CDs y demás consumibles informáticos. Uno no sabe si pedir al ayuntamiento de Barcelona que les abra un mercado nuevo a ellos o que les de otro lugar a los libreros. En mi última visita comprobé hasta qué punto uno puede odiar a la gente.
Lo encontré muy barato, a mitad de precio, en el puesto que tiene un novelista catalán muy simpático, que luce melena canosa y gorra de guerrillero. Me lo vendió su mujer, y recuerdo que al pagarlo me dijo: «Te llevas un libro magnífico». Le pregunté por qué, si era tan bueno, se desprendían de él, Me dijo que tenían la fea costumbre de moverse por la casa, y que con tanto libro no podían.
Leer las anotaciones de Ribeyro fue otro de los placeres que me deparó su obra. Por aquella época me convencí de que el mejor autor que ha dado Perú a la literatura es Ribeyro. Vargas Llosa es bueno, muy bueno, en algunas ocasiones. Pero a veces se deja llevar no ser si por presiones editoriales, económicas al fin y al cabo, o por su ideología. Desde que le dieron el Nobel a García Márquez, Vargas Llosa sólo ha entregado a la imprenta una buena novela, La fiesta del Chivo, y eso es algo que a Ribeyro nunca le hubiese pasado. Ahora es cuando el listo dice: ¿Qué pasa, que ese tal Ribeyro escribía siempre bien? Y uno puede contestar: No, seguramente Ribeyro paría muchas páginas horrorosas, pero luego las destruía, desde luego no llegaban a la imprenta. Esa lección no la ha aprendido Vargas Llosa, pero tampoco la ha aprendido, por ejemplo, Benedetti, y en su caso es peor, porque al menos Vargas Llosa sabe escribir. Me he ido por los cerros de Úbeda.
Convencido uno ya de la calidad indiscutible de su obra, cuando a comienzos de este año se publicaron las Prosas apátridas en edición completa uno se puso a dar saltos. De ochenta y nueve a doscientas. Bien es cierto que la media de calidad de las primeras está por encima de las nuevas, de las que no conocíamos, pero ¿quién estuviera a la altura de las nuevas? Ribeyro es un autor escaso, poco dado a enseñar su obra, pero cuando lo hace uno tiene la sensación de estar presenciando algo único. A veces es arbitrario, sí, ¿y qué? Siempre es brillante, siempre es él, único.
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado –monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial- constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Proust pude ser un Céline o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación.
Como siempre exacto, como siempre maestro. Ribeyro huye de la retórica, de la impostura, porque para él la escritura, la literatura, no es un medio para ganarse la vida, no es un mero oficio. Es algo más, es un método de conocimiento. El escritor no escribe para los demás, lo hace para construirse un mundo, para tomar conciencia de sí mismo. Más que fijar un pasado lo construye mediante la escritura.
Ayer recordé súbitamente las noches de Miraflores y empecé a escribir una narración. Entonces y sólo entonces me di cuenta de que esas noches –dos o tres de la mañana- tenían una música particular. No eran silenciosas. En esa época, cuando vivíamos esas noches, decíamos incluso: «¡Qué tranquilidad! No se escucha nada.» Pero era falso. Sólo ahora, al rememorar esas noches con el propósito de describirlas, puedo darme cuenta de los rumores que las poblaban. Resacas de los acantilados, quejidos del lejano tranvía nocturno, ladridos de perros en las huecas y una especie de zumbido, de estampido persistente y ahogado, como el de una trompeta que gime en el fondo de un sótano. Comprendí entonces que escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.
Lo que sucede es que Ribeyro, además de conocerse y explicarse el mundo mediante su escritura, nos legó una herramienta única para conocernos a nosotros y a nuestro mundo a través de su obra.
Las Prosas apátridas son un breviario, una condensación de su literatura y su vida, de su filosofía –entiéndase esto con la benevolencia pertinente- y una puerta inmejorable a un mundo único. En ese mundo se nos va a pedir mucho, se nos va a exigir, pero aquél que esté dispuesto a lanzarse y jugársela saldrá recompensado con creces. Ribeyro no será nunca un autor de masas, hay que ser muy exigente con uno mismo para estar a la altura de su obra, y la gente, a qué mentirnos, no está por la labor.
Julio Ramón Ribeyro Prosas apátridas Seix-Barral, Barcelona, 2007

15 marzo 2007

Sé que me dejo llevar por la dichosa crispación...

El hombre sabio no duda en ceder la palabra a otro cuando quiere que las cosas queden claras:


Los principios de la propaganda de Joseph Goebbels:

1. Principio de simplificación y del enemigo único. Adoptar una única idea, un único símbolo. Individualizar al adversario en un único enemigo.

2. Principio del método de contagio. Reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo. Los adversarios han de constituirse en suma individualizada.

3. Principio de la transposición. Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. "Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan".

4. Principio de la exageración y desfiguración. Convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave.

5. Principio de la vulgarización. "Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar".

6. Principio de orquestación. "La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas". De aquí viene también la famosa frase: "Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad".

7. Principio de renovación. Hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos a un ritmo tal que, cuando el adversario responda, el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones.

8. Principio de la verosimilitud. Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sondas o de informaciones fragmentarias.

9. Principio de la silenciación. Acallar las cuestiones sobre las que no se tienen argumentos y disimular las noticias que favorecen el adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.

10. Principio de la transfusión. Por regla general, la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales. Se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas.

11. Principio de la unanimidad. Llegar a convencer mucha gente que piensa "como todo el mundo", creando una falsa impresión de unanimidad.

A buen entendedor, creo que le bastan estas palabras. No las oirán en ninguna tertulia televisiva o radiofónica, y tampoco las leerán en ningún periódico. Están al alcance de cualquier político.

14 marzo 2007

La revolución muy bien, pero no en casa

Leo en La Vanguardia de hoy -no incluyo enlace porque en el grupo Godó, haciendo gala de los tópicos nacionalistas, no dan nada gratis- una entrevista a Gianni Vattimo -tampoco las busquen en los diarios con sede en Madrid, se conoce que nadie puede desplazarse hasta el CCCB para hablar con uno de los pensadores de referencia de Europa- donde habla de su último libro, Ecce Comu.
En el libro se plantea una cuestión muy sencilla: la vuelta al comunismo. Pero un nuevo comunismo, no el que se ha demonizado desde los medios de comunicación controlados por las grandes corporaciones neoliberales, sino un comunismo de nuevo cuño como el que se está poniendo en práctica en algunos países iberoamericanos.
Vattimo lo dice con una sencillez aplastante, irrebatible: Prefiere a Chávez, conociendo sus defectos, antes que a Berlusconi, y eso es algo que cualquiera con dos dedos de frente suscribiría. Pese a las más que evidentes pegas que pueden ponérsele a la política de la Revolución bolivariana, no es menos evidente que el progresivo triunfo de una política que se la juega en la apelación al gobiero común pone nerviosos a los dirigente de las empresas ultracapitalistas de la vieja Europa.
Vattimo señala una realidad incontestable: el ultraliberalismo propugna una libertad de movimientos sin frenos para las mercancías pero niega dicha movilidad a las personas. ¿Por qué? Porque eso supondría poner en práctica una globalización de las decisiones.
Que las políticas chavistas y de gobernantes próximos ponen nerviosos a los ideólogos del capitalismo tiene un botón de muestra en el artículo de Fukuyama -sí, el listo del Fin de la Historia- en el Washington Post: La dictadura posmoderna de Hugo Chávez. El mero hecho de llamar dictador a alguien que ha vencido en las urnas indica hasta que punto las semillas de Kissinger han florecido en el pensamiento norteamericano.
Tal vez la única pega de las ideas del pensador italiano resida en la postura fácil que muchos intelectuales siguen a pie juntillas: la revolución muy bien, pero en América. Vattimo dice que eso es porque en Europa no hay ni ganas ni fuerza para ponerla en marcha, pero resulta irónico que se afirme eso cuando cualquiera puede ver las numerosas intervenciones que se realizan en el Viejo continente.
Porque ahí es donde radica, en buena medida, el punto débil de la mayoría de los "ideólogos", "pensadores" de la nueva izquierda en Europa. No tienen la más leve intención de perder su estasus de intelectuales con todas las prebendas que eso pueda conllevar. Y lo primero que hace falta para hacer la revolución, si uno cree en ella, es mojarse, es participar en ella.
Hay demasiado revolucionario de salón, de mesa de café. Y hay pocos dispuestos a salir a la calle. Ahí radica el problema.
La verdad es que, al final se ve uno obligado a tener que decir que, sin ser perfectos, uno también tiene que preferir a Vattimo antes que a Fukuyama.

13 marzo 2007

El mensaje de "fondo"

Está mal que yo lo diga, pero en El País de hoy aparece una noticia sobre la recepción de la película 300 por parte de la crítica iraní, y efectivamente, la lectura que han hecho de la misma es claramente simbólica, y la han considerado propaganda de guerra estadounidense. Lo más curioso del asunto es que la película está siendo un verdadero taquillazo en los USA, porque en el primer fin de semana de su estreno ha conseguido más recaudación que las otras diez películas más taquilleras juntas.
Vamos a ver cómo reacciona el público y la crítica de otras partes del globo ante una cinta que respeta todavía menos que el cómic en que se basa los datos históricos, pese a que imita servilmente la estética y los hallazgos narrativos del original de Miller.
Conviene recordar a todo aquel que vaya a ver la película, que no sólo cayeron esos 300 espartanos. Que en las Termópilas murió un enorme ejército formado por la liga de las polis griegas, y que si sólo se ha conservado el recuerdo de los soldados espartanos a cargo de Leónidas como los verdaderos héroes, no hay que dejar a un lado que fue el propio rey espartano el que se negó a toda negociación que evitase la violencia.
Que cada uno haga la lectura que quiera.

12 marzo 2007

Libros de siempre para nuevos lectores

No son los libros de aforismos presencia usual en los estantes de las librerías españolas. Por eso resulta doblemente arriesgada la apuesta de Periférica por rescatar autores extranjeros y de épocas pretéritas –en un mundo donde el mercado impone lo autóctono y novedosos como si se tratase de un marchamo de calidad-, sino que se además se atreve a rescatar a autores que brillaron sobre todo cultivando el género aforístico. Por estos lares se habló ya de Remy de Gourmont a propósito de la publicación de Pasos en la arena, y toca ahora hablar de su maestro, Antoine de Rivarol.
Con la edición de este libro se produjo un consenso crítico casi unánime, siempre positivo, y pocas veces puedo uno decir que todo lo que se ha dicho de él en diversos medios es cierto. En poco menos de noventa páginas uno tiene un compendio que le permite hacerse una idea de quién fue Rivarol y qué lugar merece su obra dentro de la Historia de la Literatura. La edición de Luis Eduardo Rivera es perfecta. El prólogo nos inserta de un modo directo en la obra y la importancia del autor dentro de la literatura francesa, la selección de pensamientos –que son los aforismos- y rivarolianas –anécdotas ingeniosas protagonizadas por el autor- es inmejorable y permite muchas relecturas cada vez más enjundiosas, y la cronología vital y bibliografía con las que se cierra el volumen son información impagable para todo lector que quiera seguir investigando la obra de Rivarol.
Un libro que, pese a que sus horizontes comerciales parecían ser poco halagüeños, ha recibido un empuje por parte de la crítica que le ha permitido mantener un ritmo de ventas continuado según me ha confirmado su propio editor.
Por eso me parece que este libro resulta paradigmático de la labor que están realizando algunas, muy contadas, editoriales que verdaderamente lucen la bandera de la independencia sin que eso se restrinja una realidad empresarial coherente, fructífera y aún así beligerante con la dictadura del mercado. Plantear una editorial comercial en Cáceres, lugar precioso como pocos y donde la calidad de vida es inigualable –se ve que a uno le tira la tierra- pero que está alejado de los centros de comunicación nacionales –Madrid- o del centro histórico de la industria del libro –Barcelona- es ya de por sí una labor complicada. Hacerlo con autores que escapan a lo trillado y a lo que nos tiene acostumbrados el mercado –europeos muertos hace ya un siglo como poco o autores contemporáneos de Hispanoamérica que apenas son conocidos aquí- y con géneros de poca atención por parte del lector -memorias, aforismos, nouvelles, ensayos de alta cultura- es una labor titánica. Y de todo ello han salido bien parados, editando libros bellos como objetos e interesantes en su contenido, demostrando que esa posición aparentemente marginal no es un obstáculo para obtener el éxito. Y consiguiendo que en apenas un año haya ya lectores que compren un libro sin más referencia que conocer la editorial.
Pero, si valoramos este año de vida de la editorial Periférica, no podemos hacer otra cosa que sentirnos agradecidos a sus gestores por la labor realizada, a sus colaboradores, tanto editoriales como comerciales, su eficacia. Pero, sobre todo, hay que destacar que fenómenos como este evidencian la existencia de un nuevo lector que busca calidad en la lectura y que va a la caza de la misma en las librerías. Está por analizar si ese lector es fruto de la siembra de editoriales como esta o si, por el contrario, estas editoriales han tomado un nicho que estaba ahí a la espera de que alguien se decidiese a ocuparlo. Importa más el resultado, que resulta halagüeño para los que están interesados en la calidad: hay un nuevo lector y hay nuevas editoriales para ese lector, una simbiosis que sólo favorece a la cultura.
Ah, y ese lector, por supuesto, tiene un ejemplar del libro de Rivarol en casa.
Antoine de Rivarol Pensamientos y rivarolianas Periférica, Cáceres, 2006

11 marzo 2007

7x1

Siete crímenes, siete. El número perfecto, símbolo de Dios, de lo completo. Cada una de las protagnistas de este libro de Ana Valentina Benjamin ha cometido, o ha planeado, o cree haber realizado esos siete crímenes. La dialéctica está, pues, planteada: ¿se es culpable por hacerlo, por desearlo, por no haberlo podido evitar? No responderé yo a esta duda.
En este breve e intenso libro su autora, que no duda en usar a sus antecesores como un argumento de calidad, puesto que resalta el hecho de ser la sobrina-nieta de Walter Benjamin en la biografía de la solapa -lo que me recuerda una broma que el guionista Carlos López siempre hace cuando dice para hablar de una película que es el nuevo trabajo de los foquistas de..., o de los que hicieron el catering de...-, pretende contestar a esa y otras dudas.
Todo aquel que quiera conocer sus tesis puede, por lo tanto, participar en el concurso. Y, seámos macabros y políticamente incorrectos, hay que dar una lista de los siete que te llevarías por delnte si pudieras. Agradecería, por cierto, que seáis poco o nada típicos, no me digáis que os cargaríais a Bush Jr o cosas así, hay que ser más arriesgados.
Por cierto, ¿se podrá considerar este post incitación al asesinato? ¿Me podrán llevar a la cárcel por esto? Encima que dejo que la gente diga a qué siete quiere ver muertos y así se queden tranquilos...

09 marzo 2007

Moneda de cambio

La publicación de la nueva novela de Ricardo Menéndez Salmón ha servido, más que para brindarnos una novela memorable –que debería ser el fin, o al menos el objetivo de todo narrador que se enfrente al género- para evidenciar los turbios mecanismos de la crítica mercenaria en este país.
En este blog se ha hablado ya tanto mal –por su libro de relatos Los caballos azules- como bien –por su relato Gritar- de Menéndez Salmón como escritor, y se ha hablado –porque se ha hecho merecedor de ello al comportarse como un caballero- siempre bien de él como persona. Lo apunto porque me parece importante dejar clara cuál es la posición de cada uno a la hora de enfrentarse a la obra de un autor, ya que en un mundo ideal seríamos justos e imparciales al extremo, pero en este, de momento, tenemos muchos problemas para serlo.
Yo creo que en esta novela se mezclan los dos autores que lleva dentro Menéndez Salmón. Por un lado el autor excesivamente retórico y estático, que se regodea a veces en el uso de circunloquios y énfasis que le hacen pocos favores a las historias que quiere narrar –en un momento de esta narración el autor se refiere al protagonista, que ha perdido su capacidad de sentir, como emasculado, lo que no deja de ser un exceso evidente-, que se deja llevar en exceso al palabrerío que no aporta en sí nada ni a los hechos ni a la plasmación de los sentimientos y que deja un regusto a redicho, a un decir empalagoso que cansa rápido. Pero también comparece en el texto el autor que se deja de retóricas para enumerar de un modo exacto, directo y eficaz los hechos que quiere narrar, sin olvidar matizar siempre esos hechos para hacerlos más verosímiles y humanos.
O sea, que La ofensa sirve como tarjeta de presentación del narrador que Menéndez Salmón es, con todas sus virtudes y todos sus defectos. Uno cree que, dependiendo de la visión que cada uno tenga de lo que debe ser la literatura, unos reivindicarán con fervor y otros denostarán esta novela. A mí, personalmente, no me ha gustado, porque entiendo que el escritor sobreactuado abunda más que el preciso, y porque me parece que no ha logrado plasmar ni esa mutilación sentimental del protagonista ni ha sabido resolver la trama de un modo coherente y acorde al ritmo narrativo que ha planteado. Tal vez haya influido a ese estilo vacilante –u oscilante- del texto el largo arco de tiempo que, a tenor de las fechas que cierran el libro, parece haber llevado su escritura. Tres años para ciento cuarenta y dos páginas de generosa tipografía parece sin lugar a dudas mucho tiempo, y esos cambios en la visión de la obra y en la evolución de la trama parecen haber dejado su huella en esos cambios de criterio y vacíos argumentales –costurones los llamaba Cela- en que cae la novela. Y, como botón de muestra, indicaré que, mientras las cuarenta primeras páginas de la novela las leí en un momento, la finalización de la misma se demoró una semana por la sencilla razón de que toda excusa era buena para coger otro libro o hacer otra cosa.
Ahora bien, lo más curioso de la publicación de este libro ha venido de la respuesta que ha obtenido dentro de los suplementos culturales de los diarios nacionales. Rafael Conte, en una prosa abigarrada y ardua, en la que el lector debe poner el orden que la edad o la enfermedad no le han dejado poner a él, se reivindica como el descubridor del autor –lo que no deja de ser otro hecho curioso, porque uno piensa que es el editor que se la jugó con la obra de un autor joven y desconocido el que debería ponerse esa medalla- para pasar a continuación a defender a su protegido –no digo que lo sea en la realidad, pero leyendo el artículo de Conte se desprende que él lo siente como tal- de los ataques recibidos, de tal modo que uno sospecha si no es su propio estatus de crítico decano el que quiere mantener.
Y para ello no se corta ni un pelo en bendecir –así son estos críticos canónicos- con su visto bueno la crítica favorable que hiciera Pozuelo Yvancos en ABC del libro de Menéndez Salmón y en despreciar la de Senabre en El Mundo, que no era tan benévola con la novela, y que no ha sabido apreciar el final “sorprendente”, pero tanto da porque lo que sucede es que no está capacitado para ello. Y a uno, que no está en este mundo para juzgar a la gente por sus opiniones le parece bien que a unos les guste y a otros no la novela –yo ya he dicho más arriba lo que pienso de ella- pero sí que me preocupa la caradura que se puede llegar a tener para defender la visión propia sobre todo cuando se dicen –se escriben en este caso- verdaderas tonterías, que finalmente le hacen un flaco favor al autor del que se quiere hablar bien, porque, y esa es una verdad afilada pero irrebatible, no hay peor crítica que el halago de un necio.
“¿Demasiado “estática” o demasiado “estética”? Pues bien, quizá las dos a la vez, según corresponde a la “ética” literaria de Ricardo Menéndez Salmón…” Este es el inicio de la reseña de Conte. No termina uno de entender la adversativa o disyuntiva con que se abre el texto, porque no entiende uno que sean aspectos contrapuestos. Se puede, perfectamente, ser estético y estático, sin que lo uno signifique mengua de lo otro, pero lo que no entiende uno es que eso, que es cuestión de estilo, tenga que ver con la ética del autor. Se deduce por tanto que el señor Conte está siendo, sencillamente retórico y vacuo, como acostumbra, y como demostrará a lo largo de su crítica.
Tras la autoimposición de medallas y el repaso al ISBN y las búsquedas del Google, y tras repartir parabienes e indultos a sus jóvenes compañeros en las lizas críticas, el ínclito reseñista descarga su batería pesada, lo importante del texto, la valoración que supondrá la salvación o la condena de la obra.
La ofensa es una novela corta y deslumbrante, llevada de mano rápida por un estilo extraordinario, barroco y preciso, que encierra una fábula universal y fulgurante, aunque quizá más estático de lo debido, pues el contenido prevalece sobre la excesiva forma.”
Sobra decir que ningún editor colocará esta cita en una faja promocional, porque la lectura y desentrañamiento de la oscura sintaxis de Conte le alejaría del libro más que incitarle a comprarlo. Lo de “llevada de mano rápida” es bueno, pero que sea capaz de decir que el estilo es preciso y barroco suena a cachondeo, pero que diga que es estático porque el contenido prevalece sobre la forma me lo tiene que explicar algún docto ingeniero que sea capaz de tender puentes sobre el parrafito.
Yo, tras leer la reseña hagiográfica llegué a la conclusión de que el libro de Salmón es maravilloso porque es barroco pese a que el contenido prevalece sobre la forma, y que es preciso pese a que es más estático de lo debido, aunque, pese a su estatismo, narra de un modo fulgurante una fábula –por cierto, no se explicita si es una fábula tal y como la entienden los formalistas rusos, si lo es por el uso de figuras míticas o si lo es por la personificación de animales- universal.
O sea, que escribiera lo que escribiera Menéndez Salmón, Conte lo iba a poner bien, porque en defender a su “descubrimiento” se la jugaba.
Lo dicho, yo creo que en toda esta historia el que recibe el más flaco favor es el propio autor de la novela, que pierde la oportunidad de ver una crítica sólida y razonada de su obra –fuera esta objeto de una valoración positiva o negativa- en favor de ser objeto de mercadeo sobre el prestigio de un crítico u otro. Y sirva como ejemplo la alusión a la cita de Brodkey que el autor coloca al frente de su novela, en la que Conte se “olvida” de citar a la muerte como agente de esa agresión de lo real frente a la fantasía, haciendo perder todo sentido a la cita.
Ricardo Menéndez Salmón La ofensa Seix-Barral, Barcelona, 2007

08 marzo 2007

Deslumbrar

La primera vez que oí hablar de Nocilla dream fue porque atendí al escuchar que la novela había sido publicada con un prólogo de Juan Bonilla. No es el autor jerezano muy dado a ir poniendo su nombre en libros ajenos, y por eso me llamó la atención el libro. Poco después comenzó la “oleada” Nocilla dream, que ha terminado por convertir a esta ¿novela? en uno de los libros objeto de más comentarios hoy por hoy.
Antes de escribir mis ideas sobre este libro he dejado algo de reposo de su lectura, para ver qué recordaba del libro pasado un tiempo, y he echado un vistazo a algunas cosas que se han publicado sobre el libro en prensa e Internet.
En su prólogo, Bonilla destaca la que, sin duda, es la mayor virtud del libro: su voluntad de innovación, su riesgo. Bonilla es coherente, ya que es un autor arriesgado que disfruta leyendo a autores que se arriesgan, pero eso no quiere decir que salgan bien parados. Se habla en ella de Rizoma y no es un mal ejemplo puesto que la lectura del libro suscita en el lector la certeza de que el reparto de las secuencias, del sucesivo zapping narrativo, es aleatorio. Tienen esa distribución, pero podrían tener cualquier otro, y en esa propiedad debemos ver la primera de las características del libro: su filiación poética –lírica- más que narrativa.
Por otro lado el libro está trufado de citas, de referencias culturales de todo tipo: narrativas, poéticas, científicas, incluso está inaugurado por una cita de una entrevista al cantante Daniel Johnston donde este afirma no leer sino ver DVDs. Es un libro inserto, por lo tanto, en un contexto cultural amplio, que reflexiona sobre sí mismo y sobre su ubicación como obra de arte, y lo hace desde una intención dialéctica. Podemos por lo tanto destacar su filiación ensayística más que narrativa.
¿Podemos hablar por lo tanto de novela, de narrativa? Está publicada en una colección de narrativa, se dice que pertenece a una “aventura narrativa”, así que la consideraremos una novela. Lo beneficioso que tiene el género de la novela es que lo admite todo, así que todo lo que queramos llamar novela lo es –creo que Cela dijo algo parecido alguna vez. De todos modos, pese a la ironía de que este libro haya sido elegido como novela del año por la revista Quimera, o de que en El cultural del Mundo lo hayan incluido entre las mejores novelas del año, uno se ve obligado a concordar con la reseña de Vicente Luis Mora en Quimera, cuando constata que no se trata de una novela.
¿Qué es, entonces, Nocilla dream? Los primeros balbuceos de la plasmación de una estética –la poesía postpoética- que ha dado buenos resultados en la lírica pero a la que le falta mucho camino por recorrer en el plano narrativo. Pozuelo Yvancos, tan ingenuo, habló en su reseña de “estética del blog” –uno desconoce cuántas bitácoras ha leído el crítico, pero no se ha enterado demasiado de en qué consisten, claro que las apreciaciones que realiza en esa mima reseña sobre las influencias novedosas en la narrativa audiovisual evidencia que este señor no ha ido mucho más allá del programa de Garci en lo que a modernidad se refiere- y Nelson Rivera en un artículo publicado en El Nacional habla de narrativa fractal.
La realidad es, creo, mucho más simple. Una serie de fragmentos, que o bien son fogonazos líricos, bien iluminaciones reflexivas y a veces breves micronarraciones amalgamadas no son una novela. Son un libro proteico, más o menos interesante dependiendo de las preocupaciones de cada uno, que ha sido recibido con alborozo crítico por su novedad y riesgo y por su arrogante individualidad en un panorama anodino y borreguil como el hispano. Ser original hoy en España no es difícil, y si uno lo es con cierta consistencia va a encontrarse a un auditorio de críticos dispuestos a aplaudir a cualquier cosa que se salga un poco del gris promedio que dicta el mercado.
Miguel Ángel Muñoz, en su blog El síndrome Chéjov ha señalado muy bien los paralelismo que se han dado entre la recepción crítica de la primera novela de Ray Loriga, la –hoy se puede decir claramente- prescindible Lo peor de todo y la primera incursión narrativa de Fernández Mallo. ¿Podremos decir en un futuro que Nocilla dream es prescindible? Creo que sí, siempre y cuando se produzca una asimilación lógica de los aspectos interesantes que el libro propone.
Una lectura atenta del mismo revela que esos novedosos detalles que trufan el libro y lo hacen escapar de lo senderos trillados no son, tampoco, unas referencias intrincadas y excesivamente cultas. Como hizo Borges en su día –referencia que incluye Fernández Mallo en el libro en un episodio inverosímil de un camionero seguidor acérrimo de Borges- al reutilizar referencias literarias o filosóficas sacadas de revistas de divulgación, en Nocilla dream aparecen referencias extraídas de fuentes no excesivamente ocultas o eruditas pero que están muy bien solventadas, y que deslumbran, sin duda, a los críticos literarios, poco dados a cultivarse en parcelas ajenas a la suya.
Lo que sí llama más la atención en el texto, y debería hacer que se les cayera la cara de vergüenza a unos cuantos críticos es el lenguaje que usa el autor en este libro. Un castellano huidizo y pedestre, lleno de barbarismos sintácticos y de elementos propios de la tradición anglosajona que Fernández Mallo ha interiorizado seguramente en su desempeño como físico nuclear. Que la bibliografía que un científico usa es fundamentalmente en lengua inglesa es incuestionable y aceptable, pero que traslade ese estilo y esos usos a una narración en lengua hispana sí es cuestionable, porque al hacerlo está cuestionando de un modo directo la importancia de un aspecto importantísimo en la literatura: el estético, y que los “críticos” no lo señalen rebela que están deslumbrados por la novedad estética o temática que supone para ellos y se olvidan de que están hablando de un artefacto verbal.
Y, por último, otro de los aspectos fundamentales del texto es que, en la voluntad ensayística y lírica del texto se ha quedado en el camino la obligación de levantar un mundo de ficción por el que transite el lector al leer el libro. Hay una voluntad excesivamente referencial en el libro, todo funciona en tanto y en cuanto se establece una relación entre el libro y el mundo real, y en esa tensión se establece la fuerza del libro. Pero una narración, más una novela, debe construir un “mundo” propio en el que se sumerja el lector. Pero el lector que va pasando las páginas del Nocilla dream no olvida en ningún momento los vínculos que los fragmentos que lo componen guardan con el mundo real, y no se llega a producir en ningún momento la creación de esa realidad ficcional que toda narración crea.
Y no quiere esto decir que no haya modos novedosos de narrar vulnerando ese “pacto narrativo” –ahí están las novelas de Julián Rodríguez y de Isaac Rosa o los libros de Mercedes Cebrián- pero sí, desde luego, que el modo practicado en este libro no llega a convencer.
No es Nocilla dream un libro despreciable, al contrario, está lleno de imágenes sugerentes, de ideas iluminadoras, de fragmentos de una narratividad poderosa, pero también es cierto que la obra en sí, el todo, suscita más dudas que certezas, más sospechas que respuestas y pese a que la voluntad de la literatura debe ser, también, la de hacer preguntas, a mí me ha quedado sobre todo una en el aire: ¿llegará esta nueva “estética” a suplantar otros modos de narración más tradicionales? Con lo que Nocilla dream despliega, la respuesta, de momento, parece ser que no.

Agustín Fernández Mallo Nocilla dream Candaya, Canet de Mar, 2006