29 febrero 2012

Las vidas especulares


"Me dije que nadie se acuerda de nada."
Llegando al final de "Dora Bruder", el narrador, que es, indudablemente, el propio Modiano o, mejor dicho, un trasunto que comparte la biografía del autor, escribe la frase que sirve como epígrafe a este texto. Sin lugar a dudas ése es el punto de partida de este intenso libro donde Modiano se despacha, una vez más -son varios los libros en los que ha tomado como espacio histórico o escenográfico esa época-, con los colaboracionistas franceses durante la Ocupación y esa parte del pasado galo que ni buena parte de sus dirigentes, ni sus habitantes parecen querer recordar. No es, en ese sentido un libro que, en el momento de su aparición pudiera sorprender a los lectores de Modiano ni, por supuesto, a la crítica. En ambos casos se recibió de modo entusiasta, porque en él se dan las características que han convertido a su autor en uno de los más prestigiosos y reconocidos autores de la literatura gala. En España fue uno de esos libros que se tradujo casi al instante de su edición francesa (la edición original es de 1997 y la primera edición española de 1999), y que, tras la explosión comercial originada por Un pedigrí y El café de la juventud perdida, se reeditó de nuevo con éxito. Por cierto, aunque no tenga mucha relación con esto, no deja de ser horroroso el título de la nueva traducción de "Les Boulevards de ceinture", porque si bien "Los bulevares periféricos" no es perfecta, es mucho más bella y atinada que "Los paseos de circunvalación". Mejor dejarlo correr, me temo...
Pero es, desde luego, una pieza extraña dentro de la producción de Modiano. Sobre todo porque en esta novela se ciñe, en la medida de lo posible a los hechos reales. La experiencia, tanto personal como heredada, ha sido siempre el punto de partida de sus libros. Pero en el caso de "Dora Bruder" se obliga a no inventar, a no dejarse llevar por la fabulación. Todo lo que se cuenta en él debe ser rigurosamente demostrable, en la medida posible debe, incluso, estar registrado -son, de hecho, numerosos los documentos que inserta dentro del texto, tanto oficiales como personales-, pero lo más fascinante del asunto es que, en realidad, la novela se construye en torno a un vacío, a una figura sobre la que casi no hay pruebas, la partida de nacimiento, el registro de detención, de liberación, poco más. Por eso, Modiano, astutamente, construye su trayectoria vital mediante espejos. Los escasos datos de que dispone le sirven para inferir una vida muy similar a las de los que pasaron por trances similares y de los que sí ha logrado encontrar pruebas. Ahí reside la habilidad como narrador de Modiano, en construir una narración especular, que basándose en un único personaje explicita en su misma construcción el hecho de que no es un caso aislado. Él reparó en Dora Bruder al encontrar un anuncio en un viejo periódico, pero de no haber sido así la vida de esa joven judía habría sido, como la de muchos otros, pasto del olvido. El detonante de este libro fue, quizás, esa voluntad de hacer justicia, de reparar ese silencio que se había cernido sobre la vida de la muchacha y al investigar lo sucedido no hace sino confirmar lo que, posiblemente, ya sospechaba: hay muchas, muchísimas Dora Bruder. La novela está construida sobre ese vacío, sobre esa huella casi inasible y en la constante presencia de esa falta reside su gran virtud. Como sucede con los enlaces en Internet, sobre todo los que pueden ser fácilmente denunciados o borrados porque permiten la descarga de música, películas o libros, su presencia late en los buscadores a través de espejos (mirrors) que sirven como rastros de la existencia de dichos enlaces aunque sean borrados. Sin embargo, la realidad no es como internet: nada, ni siquiera la novela, devolverá a su protagonista a la memoria. Porque no hay huellas de ella, y, como mucho, lo que podemos denunciar es lo que existe: su olvido, el descuido, la injusticia.
Por eso Modiano, que al inicio de su narración es muy puntilloso con la descripción de los detalles de la investigación llevada a cabo, olvida pronto esa voluntad casi notarial. No es su novela una narración sobre "la búsqueda", y por eso pronto obvia toda referencia a los métodos que ha seguido para recabar el apabullante cúmulo de datos necesarios para escribir este texto. Eso dice mucho de la humildad y falta de voluntad exhibicionista frente a la tendencia de hoy, que se da de modo más habitual, como es lógico, en la no-ficción, de construir la narración sobre esas dificultades, por lo que, más que el asunto en sí, termina siendo un texto sobre "lo duro que fue llegar hasta el final de todo esto". Y no quiero decir que eso no tenga mérito, al contrario, lo tiene y mucho, pero no tengo nada claro que eso no esté ya sobrentendido en la construcción en sí de un libro. Todo libro de no-ficción requiere de una investigación, o de unas vivencias, que ya de por sí son tenidas en cuenta y valoradas por el lector -por el lector inteligente, obvio- y no sé en qué medida es necesario estar en todo momento perforando el asunto del texto con marcas del trabajo de carpintería más allá de, en un velado intento de mitificar la labor, convertir al autor en un detective. Es enrollado y eso, da mucho caché y posiblemente hasta transforme al autor en una personalidad mucho más seductora. Pero todo eso está un poco alejado de la calidad literaria, creo.
porqué
Lo que sí es más interesante es que en el texto sí que se dan pistas (oh, vaya, mira con lo que sale ahora: por lo visto el autor de no-ficción que juega a detective está mal visto, pero el crítico-lector sí puede entrar en ese juego, y la única respuesta que puedo dar es que relean, o lean, a Piglia, yo sólo copio) de porqué a Modiano le llamó tanto la atención el anuncio en que se preguntaba por el paradero de Dora Bruder. Hay una novela subterránea, una segunda novela (más Piglia, como ya he dicho no soy nada original) que late en este libro. Es la del propio Modiano. La del adolescente que vive en el enfrentamiento entre sus padres, al desinterés de su progenitor, su fuga de casa y que, incluso, llega a contarnos que no fue capaz de encontrar la cama en la que su padre agonizaba en un hospital. No nos dice cómo sabía de esa convalecencia, pero sí que desistió de la búsqueda cuando ya se encontraba en la clínica. Esa novela que va tramando todo un submundo especular respecto a la peripecia de Dora Bruder es tanto o más interesante que la principal o que aparece en primer plano. Y no por lo que calla, por lo que no dice. No, para nada, no seamos ingenuos. En literatura lo que importa es lo que se dice, si se dice es por algo, y eso que no se dice debe estar aludido o señalado dentro de lo que se ha dicho, porque si tenemos que inventarnos las cosas que no ha dicho el escritor vaya papeleta la del lector. Hay una exhibición patética -en el sentido etimológico: pathos- que nos permite entender por alusiones lo que no está dicho explícitamente en el libro: Modiano festeja no haber sido Dora Bruder. Hay tantos paralelismos entre ellos, el texto se encarga de resaltarlos en tantas ocasiones, que no es demasiado atrevido hacer esa lectura. El texto llega a su fin porque Modiano se siente plenamente identificado, conmovido, afectado por los hechos que ha ido conociendo y que narra. Tan sólo esa cercanía explica la frase con que el narrador se refiere a unas personas que aparecen en el libro: "Eso los honra, y los amo por eso." No dice que los comprenda, que los entienda, que simpatice con ellos o que pueda ponerse en su lugar. No, el narrador los ama. Y ya se dijo al inicio de este texto que el narrador y Modiano están todo lo cerca que pueden estar un narrador y un autor aunque debemos tener siempre en cuenta que no son el mismo.

28 febrero 2012

Las apariencias engañan


Es lo que constituye la supuesta exterioridad de la literatura -la página, los espacios en blanco, lo que de ellos emerge entre las líneas, la horizontalidad de la escritura, la escritura misma, etc.- lo que nos engaña. Esta apariencia, este despliegue de significantes visuales -y mediante éstos (los grafos) en nuestra tradición, fonéticos- y las relaciones que entre ellos se crean en ese lugar privilegiado de la relación que es el plano de la página, el volumen del libro, son los que un prejuicio persistente ha considerado como la faz exterior, como el anverso de algo que sería lo que esa faz expresa: contenidos, ideas, mensajes, o bien una "ficción", un mundo imaginario, etcétera.
Ese prejuicio, manifiesto o no, edulcorado con distintos vocabularios, asumido por sucesivas dialécticas, es el del realismo. Todo en él, en su vasta gramática, sostenida por la cultura, garantía de su ideología, supone una realidad exterior al texto, a la literalidad de la escritura. Esa realidad, que el autor se limitaría a expresar, a traducir, dirigiría los movimientos de la página, su cuerpo, sus lenguajes, la materialidad de la escritura. Los más ingenuos suponen que es la del "mundo que nos rodea", la de los eventos; los más astutos desplazan la falacia para proponernos una entidad imaginaria, algo ficticio, un "mundo fantástico". Pero es lo mismo: realistas puros -socialistas o no- y realistas "mágicos" promulgan y se remiten al mismo mito. Mito enraizado en el saber aristotélico, logocéntrico, en el saber del origen, de un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página. A ello corresponde la fetichización de este nuevo aedo, de este demiurgo recuperado por el romanticismo.
El progreso teórico de ciertos trabajos, el viraje total que éstos han operado en la crítica literaria nos han hecho revalorizar lo que antes se consideraba como el exterior, la apariencia:
-El inconsciente considerado como lenguaje, sometido a sus leyes retóricas, a sus códigos y transgresiones; la atención que se presta a los significantes, creadores de un efecto que es el sentido, al material manifiesto del sueño (Lacan).
-El "fondo" de la obra considerado como una ausencia, la metáfora como un signo sin fondo, y es "esa lejanía del significado lo que el proceso simbólico designa" (Barthes).
La aparente exterioridad del del texto, al superficie, esa máscara nos engaña, "ya que hay una máscara, no hay nada detrás; superficie que no esconde más que a sí misma; superficie que, porque nos hace suponer que hay algo detrás, impide que la consideremos como superficie. La máscara nos hace creer que hay una profundidad, pero lo que ésta enmascara es ella misma: la máscara simula la disimulación para disimular que no es más que simulación".(*)
*Jean-Louis Baudry, "Écriture, fiction, ideólogie"

Severo Sarduy. Escrito sobre un cuerpo
La fotografía es de Jerome Liebling

27 febrero 2012

Maqueta de implosión


No sé si será por deformación profesional, pero yo pienso que todo el continuo, tarde o temprano, pasa por el libro, que es la forma primitiva y original de la miniatura. El libro no sólo miniaturiza el mundo, sino que además de hacerlo lo dice y explica cómo se hace. Se me ha ocurrido en estos días la idea poética de hacer un catálogo de tesoros nacionales, naturales y artísticos, en forma de señaladores de libros (aquí los llaman, como si se me hubieran anticipado, "separadores"). Y no hablo de meras fotografías o dibujos, sino de miniaturas volumétricas. Son los libros los que deberían adaptarse a ellos, y estoy seguro de que, por la ley de la evolución, lo harían tan bien que la transformación afectaría no sólo a la forma sino también al contenido, y a partir de él a nuestra concepción del mundo y de la vida. Un señalador o separador se mete entre las páginas de un libro cuando uno interrumpe la lectura antes de llegar al fin. Y se saca cuando uno retoma la lectura. Es decir que su utilidad es la de un lapso de tiempo de saca y pon. Y las formas del tiempo son imprevisibles porque se dan por la negativa, en un vaciado dentro del cual calzan los hechos. Hoy estuve rondando unos palacios extraños, bajo un día gris, entrando y saliendo. El ¡"Clac"! de las tapas de piedra fue marcando el paso de las horas hasta la noche. Creo que el diseño de los relojes tal y como los conocemos es barroco: es una maqueta de implosión.
César Aira. Duchamp en México
La fotografía es de Ida Wyman

26 febrero 2012

Tapiz


Después de todo, sería útil renunciar, en crítica literaria, a la aburrida sucesión diacrónica y volver al sentido original de la palabra texto -tejido- considerando todo lo escrito y por escribir como un sólo y único texto simultáneo en el que se inserta ese discurso que comenzamos al nacer. Texto que se repite, que se cita sin límites, que se plagia a sí mismo; tapiz que se desteje para hilar otros signos, estroma que varía al infinito sus motivos y cuyo único sentido es ese entrecruzamiento, esa trama que el lenguaje urde. La literatura sin fronteras históricas ni lingüísticas: sistema de vasos comunicantes. Hablar de la influencia del Castillo en el Quijote, de la Muerte de Narciso en las Soledades.
Severo Sarduy. La escritura sin límites

25 febrero 2012

Los uno y mil lectores


La lectura es, ante todo, soledad. Ahí reside en buena medida su carácter socavador e incendiario, en el hecho de que el lector permanece aislado de lo que le rodea, se aparta de la sociedad para sumergirse en los sentimientos o las ideas que le proporciona ese mundo al que accede al abrir el volumen del libro. De ahí que la escena que viví hace un par de días resulte, cuanto menos, paradigmática de los mecanismos que el mercado despliega para desactivar esa característica individualidad del hecho lector. En una de las sesiones de la clase de No-ficción que imparte Muñoz Molina en la NYU, una compañera señaló que ese cita del libro que comentábamos que nos había leído había sido subrayada también por veinte lectores. Dicha información se la proporcionaba su lector de libros electrónicos, un Kindle por más señas, a través de una intrusiva aplicación del aparato que, al instante, desató el sarcasmo más desaforado entre los participantes de la clase. El propio Muñoz Molina no tuvo reparos en señalar lo inquietante del asunto: por encima de otros aspectos, la intención de esa función es violentar la lectura solitaria y desprejuiciada, uno de los derechos que todo lector debe exigir. Como bien remató, “al final todo se va a resumir a la estupidez de darle o no al Me gusta”.
Pero, al mismo tiempo, pensé en el fenómeno en expansión en España, porque en los Estados Unidos es algo perfectamente consolidado, de los clubs de lectura, que no son sino una representación, uso de forma plenamente consciente esta palabra con evidente carga teatral, de ese acto de lectura en común. Lejos de servir para un conocimiento más profundo del libro, las sesiones de un club de lectura suelen limitarse a una sucesión de despropósitos que, bajo una interpretación desviada de la teoría de la recepción, no buscan más que la exhibición de un saber burdo o la apropiación de un texto dentro de las obsesiones personales. Nada que ver con la idea de lograr entre todos una intensificación del conocimiento. La lectura como acto silente fue una conquista sobre la que mucho se ha escrito ya: Agustín de Hipona trastoca la mecánica esencial del acto desde la lectura en voz alta en la que uno era el lector como tal y el resto de los monjes escuchaban a una práctica individual y, ante todo, silenciosa. Las puntuales repeticiones de la práctica preagustiniana, provocadas por el analfabetismo o la carestía del libro, no modifican el profundo cambio que se ha producido en el modo de relacionarse con el libro, que es ahora individual. Parece una evolución, pero se conoce que no, que la masa sigue pesando más, incluso en estos menesteres.
El mercado, dictado por argumentos cuantitativos, ha querido siempre despreciar esa relación, carente de toda importancia económica entre individuos solitarios por gestos que implican la masa, el número. Las listas de ventas son, tan sólo, la punta del iceberg de un proceso de más hondo calado, destinado, ante todo, a rebajar la importancia del acto vivencial que supone la lectura. En una relación individual hay una conversación entre dos iguales. Frente a ello una relación de grupo impone la existencia de seguidores, tendencias, etc. Como mucho puede admitir las corrientes de opinión, que para constituirse como tales implican un grupo que las siga. ¿Puede haber una corriente sin una masa que la soporte? Por eso, cuando se produce el triunfo burgués, los artistas más lúcidos desprecian la autoridad impuesta por el mercado. Ni Baudelaire, ni Flaubert, que son siempre citados a este respecto, pero incluso Stendhal, anterior, se dirigen hacia el público, jamás, sino que lo hacen a lectores individuales, únicos, que son en sí una construcción ideal, más o menos fantasmática dependiendo del contexto de cada uno, y por lo tanto un único lector. Los autores más perspicaces, los más inteligentes, por qué no decirlo claro, jamás reconocen tener público, aun en el caso de tenerlo. Autores tan alejados estéticamente como César Aira o Andrés Trapiello hablan, siempre, de sus lectores como seres individuales que van conociendo, casi fatalmente, de uno en uno. Más allá de una impostura genial hay, me temo, que creer a pie juntillas esa afirmación.
Damián Tabarovsky, en una reciente columna publicada en Perfil, confiesa que durante la redacción de su ensayo 'Literatura de izquierda' apenas trataba con dos lectores: Héctor Libertella y Fogwill, que además eran vecinos a los que veía con andar apenas un par de cuadras desde la calle Thames donde entonces vivía. No creo que sea una pose, al contrario, es una realidad absoluta, porque lo que busca un escritor auténtico es un lector único capaz de entenderle, de comprender el alcance real de la ambición de su escritura. No cantidades ingentes de lectores que usan los libros como pañuelos de papel, perfectamente intercambiables.
César Aira, que debe ser leído en sus libros y más allá de sus libros, de ahí lo verdaderamente novedoso y radical de su postura, lo ha dejado claro con uno de sus últimos proyectos geniales. De 'Los dos hombres', una de sus novelitas escrita ya hace cinco años y publicada en noviembre de 2011, apenas se han impreso cincuenta ejemplares. Una edición limitadísima que acota drásticamente la circulación del libro. Con ello Aira señala que la profusa obra que viene desplegando desde hace ya treinta y cinco años no requiere de muchos lectores, con cincuenta puede ser suficiente. Incluso menos parece decirnos, porque de toda edición quedan siempre remanentes.
Por eso me parece de una candidez absoluta la ansiedad de muchos autores por tener muchos, muchos lectores, a los que antes o después unifican en un sustantivo singular al denominarlos público. Mi público, como dicen las folclóricas. Puede uno entender que detrás de esa postura haya una justificación profesional, no me parece mal la voluntad más o menos ingenua de vivir de la literatura, pero no encuentro explicación alguna desde la que defender y justificar artísticamente esa postura. Aún así, se empeñan en buscarla con argumentos verdaderamente endebles.
En todo caso, no dejo de preguntarme qué haría yo con, por ejemplo, los quinientos lectores que a otros les parecen poco. Sobre todo porque no tengo tazas suficientes en casa para que puedan tomarse todos un té, ni siquiera, me temo, creo que cupieran dentro. Y me da no sé qué dejarlos en la calle, a esas horas y con la casa tomada.
Texto aparecido en la revista numerocero
César Aira, en la imagen, durante la firma y numeración oficiales de los cincuenta ejemplares de "Los dos hombres".
La fotografía es de Melina Constantakos

22 febrero 2012

Moralidad


Tous les imbéciles de la Bourgeoisie qui prononcent sans cesse les mots: immoral, immoralité, moralité dans l'art et autres bêtises me font penser à Louise Villedieu, putain à cinq francs, qui m'accompagnant une fois au Louvre, où elle n'était jamais allée, se mit à rougir, à se couvrir le visage, et me tirant à chaque instant par la manche, me demandait devant les statues et les tableaux immortels comment on pouvait étaler publiquement de pareilles indécences.

(Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian sin cesar las palabras: inmoral, inmoralidad, moralidad del arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, puta de a cinco francos, que acompañándome una vez al Louvre, donde ella nunca había estado, empezó a sonrojarse, a taparse la cara, y tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.)

Baudelaire, Mon coeur mis à nu
La imagen es el famoso retrato que le hizo Nadar

21 febrero 2012

Doblaje


Al escribir mis dos últimas novelas, Nova Express y The Ticket that Exploded practiqué una extensión del método "cut up" que llamo "the fold in method". Una página -mía o de otro- doblada en dos verticalmente y pegada sobre otra... El texto que se obtiene se lee como un solo texto a causa de los doblajes. El doblaje proporciona al escritor una amplitud infinita de posibilidades; por ejemplo, tome una página de Rimbaud y dóblela sobre una de Saint-John Perse -dos poetas que tienen mucho en común-, de esas dos páginas surge un número de combinaciones incalculable, un número infinito de imágenes.
William Burroughs, Entrevistado en La Quinzaine Littéraire

19 febrero 2012

Las novelas del futuro


En el futuro, puede haber un escritor, profesional o aficionado, que esté en el mismo predicamento que yo: solo, aburrido, deprimido, en una ciudad horrenda. La trampa seguirá existiendo, si no ésta otra equivalente. Y entonces mi esquema podrá servirle de guía, para hacer algo y llenar las horas muertas sin necesidad de exprimirse demasiado el cerebro. Un esquema de novela para llenar, como un libro para colorear. De modo que podrá encerrarse en su cuarto de hotel, con este delgado volumen (porque me ocuparé de hacerlo imprimir; esa decisión también la acabo de tomar) y un cuaderno, y tendrá un entretenimiento creativo asegurado, sin la incomodidad de tener que ponerse a inventar nada. No me preocupa lo remoto de la posibilidad de que se repita mi caso; todo lo contrario; a ese hermano en la desgracia puedo imaginármelo mejor lejano que cercano: dentro de diez siglos, por ejemplo, cuando todo haya vuelto a ser igual que ahora, pero mi modesto esquema haya tomado el prestigio de la antigüedad. Quizás su prestigio radique en ser el primero de los esquemas de novela, género que después podría popularizarse. En realidad, es un género nuevo y promisorio: no las novelas, de las que ya no puede esperarse nada, sino su plano maestro, para que la escriba otro; y el que la escriba, no lo hará por vanidad o por negocio (porque la cosa quedará en privado) sino como arte del pasatiempo, como ejercicio literario o batalla ganada contra la melancolía. El beneficio está en que ya no habrá más novelas, al menos como las conocemos ahora: las publicadas serán los esquemas, y las novelas desarrolladas serán ejercicios privados que no verán la luz. Y la publicación tendrá un sentido; uno comprará los libros para hacer algo con ellos, no sólo leerlos o decir que los lee.
César Aira. Duchamp en México
La fotografía es de Martin Munkácsi

15 febrero 2012

Mi secreto, de Charles Simic


“Para ser perezoso, soy extraordinariamente trabajador”
—William Dean Howells

Todos los escritores guardan algún secreto sobre el modo en que trabajan. El mío es que escribo en la cama. ¡Vaya cosa!, puede pensar. Mark Twain, James Joyce, Marcel Proust, Truman Capote y otros muchos escritores lo hicieron también. Vladimir Nabokov incluso guardaba tarjetas numeradas bajo la almohada para las noches en que no pudiera dormir y se sintiera inspirado. En todo caso, no he sabido de otros poetas que escribieran en la cama. Aunque, qué podría resultar más natural que garabatear un poema de amor con un bolígrafo sobre la espalda del ser amado. Es cierto, está Eith Sitwell, que supuestamente acostumbraba a tumbarse en un ataúd para prepararse ante el horror aún mayor de la hoja en blanco. Robert Lowell escribió tumbado en el suelo, o al menos eso leí en algún sitio. Yo mismo he hecho eso, ocasionalmente, pero prefiero un colchón y aunque suene extraño jamás me he visto tentado por un sofá, una chaise-longue, una mecedora o algún otro asiento cómodo.
Pero hay un motivo, que nunca le he confesado a nadie. Mi mujer lo sabe, por supuesto, y también todos los gatos y perros que hemos tenido. Algunos de ellos se han subido a la cama para siestear junto a mí, o para contemplar alarmados cómo me sacudo y me doy la vuelta, algunas veces chocando con ellos sin que lo pretenda, con las prisas de anotar algo en una pequeña libreta o en un cuaderno que sostengo. No soy de los que se sientan en la cama con un par de almohadas a su espalda y una de esas bandeja con patas que los sirvientes usan para servir a las ancianas ricas su desayuno en la cama. Yo me tumbo en medio de sábanas enredadas y mantas, hojas con notas y borradores desechados, libro que necesito consultar y partes de mi anatomía en distintos estadios de desnudez, con todo el aspecto, estoy seguro, de estar incomodísimo y haciendo el tonto, alguien que, si tuviera un poco de cabeza, se levantaría y cruzaría la habitación hasta el pequeño escritorio inmaculado salvo por el portátil plateado, delgado y elegante, que permanece cerrado sobre él.
“La poesía se hace en la cama como el amor”, escribió André Breton en uno de sus poemas surrealistas. Yo era muy joven cuando lo leí y me hechizó. Confirmaba mi propia experiencia. Cuando me arrebata el deseo de escribir no me queda otra opción que permanecer en posición horizontal o, si me he levantado horas antes, volver de inmediato a la cama. El silencio o el ruido me dan igual. En los hoteles uso el cartel de “No molestar” para mantener a las señoras de la limpieza alejadas de mi habitación. Aunque me avergüenza, a menudo olvido a propósito las visitas por la ciudad o a los museos para poder quedarme en la cama escribiendo. Lo que más me atrae es lo que tiene de prohibido. Ninguna escritura me resulta tan placentera como la que me hace sentir que hago algo que la sociedad desaprueba. Por razones que desconozco, soy más atrevidamente imaginativo cuando estoy echado. Sentado frente al escritorio no dejo de sentirme interpretando un papel. En este pequeño poema de James Tate podría decirse que soy tanto el mono como el doctor chiflado que realiza el experimento.
ENSEÑAR A UN MONO A ESCRIBIR POEMAS
No resulta muy complicado
enseñar a un mono a escribir poemas:
primero se le amarra a la silla,
luego se ata un lápiz a su mano
(ya se ha clavado el papel debajo).
El doctor Bluespire se inclina sobre su hombro
y le susurra al oído:
“Te pareces a un dios sentado.
¿Por qué no intentas escribir algo?
Esta costumbre de escribir en la cama comenzó en mi infancia. Como cualquier chico normal y saludable, a menudo fingía estar enfermo por la mañana cuando no había hecho mi tarea y mi madre estaba ya nerviosa por llegar tarde al trabajo. Sabía cómo manipular el termómetro que me ponía en la axila hasta que marcase una temperatura suficientemente alta como para asustarla y que me obligase a quedarme en casa. “Quádate en la cama”, me chillaría de camino a la calle. La obedecía a conciencia, pasando algunas de las más felices horas que recuerdo leyendo, soñando despierto o dando unas cabezadas hasta que volvía a casa por la tarde. Pobre mamá. Puede tratarse sólo de una coincidencia, pero me quedé perplejo cuando tras su muerte me enteré de que estuvo a punto de casarse durante los años treinta en París con un compositor serbio que solía componer en la bañera. La idea de que podría haber sido mi padre me aterroriza y encanta por igual. Yo podría estar en la cama escanciando versos y él en la bañera trabajando en una sinfonía, y mi madre nos gritaría a ambos que bajase alguien a sacar la basura.
En siglos anteriores, con habitaciones sin calefacción, era comprensible quedarse bajo las mantas tanto como uno pudiera, pero hoy, con tantas comodidades y distracciones a nuestra disposición en casa, no es fácil, ni siquiera para alguien como yo, pasar horas en el sobre. En verano, puedo tumbarme a la sombra de un árbol, escuchar el canto de los pájaros, el sueva murmullo de las hojas. Pero ahí está el verdadero problema. Cuanto más hermoso es el escenario, más repugnante me resulta cualquier tipo de trabajo. Si estuviera en una terraza del Mediterráneo al anochecer nunca se me ocurría ponerme a escribir un poema.
En New Hampshie, donde vivo, con cinco meses de nieve y tiempo asqueroso, uno tiene la opción de morirse de aburrimiento, ver televisión o convertirse en escritor. Si no estoy en la cama, mi siguiente lugar favorito para escribir es la cocina con sus olores. Una sopa casera o un guiso a fuego lento es todo lo que necesito para inspirarme. En esos momentos me acuerdo de lo mucho que la escritura se parece a cocinar. Partiendo de los más sencillos, aunque a menudo puedan parecen incompatibles, ingredientes y aderezos, usando las recetas más reconocidas o inventando algo sin pensarlo, uno produce platos olvidables o memorables. Todo lo que le queda al poeta por hacer es adornar sus poemas con una ramita de perejil y servirlos a los gourmets de la poesía.
10 de febrero de 2012, dos del mediodía.
La imagen es del fotógrafo JJ Sulin