29 abril 2006

El cuento del fin de semana (8)

No voy a cometer el acto de descortesía de presentar a Leopoldo Lugones. Todo el que esté interesado en la litratura debería conocerlo, siquiera como maestro reconocido -algo tardío también- de Borges. Hoy muchos de sus cuentos se han quedado algo anticuados, tal vez este mismo Yzur no suene a lo más moderno que pueda leer uno. Da igual, es esplénido.
Yo oí hablar por primera vez de Yzur a mi profesor de literatura en mi segundo de COU, Alejo Martínez Martín, editor de una antología imprescindible para todo aquel que le interese la literatura. Se trata de la Antología española de literatura fantástica.
Alejo leyó, según creo recordar, Yzur en uno de los volúmenes de la Biblioteca de Babel, una colección selectísima que montó Borges para Franco María Ricci y que en España publicó Jacobo Siruela -sólo por él merece la pena que exista la familia Alba. Es una maravilla, terror en estado puro, fantasía desbordada. En ese mismo libro lo leí yo, fascinado por una nueva manera de narrar y por un autor que no conocía.
Borges dijo: «Yo sólo soy un tardío discípulo de Lugones, en mi país que fue, a su vez, un tardío discípulo de Poe.»
Creo que sobra seguir dicienco más.

Yzur
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...
Leopoldo Lugones

28 abril 2006

La abstinencia laboral del político

Hace ya muchos años que uno va fomentando una idea que leyó en un artículo de Juan Bonilla -en esto de las buenas ideas uno es como las empresas japonesas, que copio con descaro y no me importa difundir a los cuatro vientos el nombre del inventor del asunto, aunque, como en este caso se lo escuché a Bonilla, y lo mejor que tiene él es que se entera de muchas cosas y las difunde, no me siento tan culpable- y es la idea de que el voto en blanco tenga representación parlamentaria. Como todas las buenas ideas es utópica, porque los políticos son bastante ineptos, pero no tan tontos como para tirar piedras contra su propio tejado de un modo evidente. La idea es la siguiente: del mismo modo que los votos a un partido u otro se computan a efectos de realizar el repato de escaños, los votos en blanco serían escaños vacíos. Así, si en el recuento de las elecciones el partido verde tiene un 15% de votos, se queda con una cantidad similar de escaños. El amarillo con otros quince y pasa otro tanto, y los votos en blanco, que son un 10%, suponen un diez por ciento de escaños vacíos. Y si luego hay 350 escaños y se quedan 35 vacíos ya pueden empezar a hablar entre ellos y llegar a acuerdos si quieren lograr mayorías. O sea, que se les obliga a negociar si quieren hacer cosas.
Por otro lado está el asunto de lo bien que vive un político. Si yo me largo del trabajo y, por mi ausencia, se quedan las cosas sin hacer, mi jefe me pide explicaciones, y yo le tengo que reconocer que tiene más razón que un santo. Pero se conoce que los políticos no, que en España, donde se nos dice desde hace veinte años que tenemos que estar a la altura de Europa, y que estamos obligados a ser un poco alemanes como trabajadores, los políticos se siguen comportando como si esto fuera una república bananera. Para hacer un símil literario: los trabajadores están en la onda del Yo, robot y los políticos siguen en el Tirano Banderas. Aclaro que a mí me gusta más el libro de Asimov.
Y lo de la caradura del político no es algo exclusivo de España, eso está claro, pero sí que nadie haga nada. En Italia, ante las ausencias repetitivas de los parlamentarios, se modificó el sistema de retribución. Los diputados fichaban, y cobraban acorde con su volumen de trabajo: el que no aparece nunca no cobra sueldo. A mí me parece lógico.
Lo que sucedió el pasado miércoles en el Senado -un lujo absurdo que nos tenemos que permitir todos los españoles para que los partidos políticos puedan pagar favores a caciques de todo el territorio- es de juzgado de guardia. Si fueran trabajadores de mi empresa estaban todos de patitas en la calle. Para el que no esté informado resumo: Veintitrés de los doscientos treinta y nueve senadores no estaban en su lugar de trabajo. El diez por ciento de la plantilla, para dejarlo claro. Por eso, la tan cacareada ley de reproducción asistida que iba a permitir, por ejemplo, la investigación con células madre –que posibilitan un desarrollo espectacular en el tratamiento de las enfermedades- no se ha aprobado como estaba prevista. El PP ha modificado la ley hasta dejarla prácticamente igual que la retrógrada legislación del 2003.
Lo mejor de todo es que, directamente, se culpó al partido de Champions del Barcelona como razón de la ausencia, a lo que los portavoces de los partidos políticos han dicho, con el desparpajo que caracteriza al político, que eso es absurdo, porque lo que se hace en tales casos es quedarse en el despacho viéndolo y se baja a la votación. O sea, que lo de cobrar de todos los españoles por estar en un despacho viendo un partido es práctica habitual entre los políticos.
No, lo mejor es que esos veintitrés senadores tienen sus faltas justificadas. La mayoría de los del PP no, y dice su portavoz que recibirán una multa por ello. ¿Una multa de quién, del partido? Suspensión de empleo y sueldo es la medida habitual en el mundo de la empresa.
En el PSOE se aluden a razones familiares y médicas. Supongo que debe ser porque a los senadores les hacen las analíticas a deshoras, porque la votación fue a las once menos cuarto de la noche, y en las votaciones anteriores a las ocho de la tarde sí estaban esos senadores que se ausentaron luego.
Lo de los motivos familiares es más justificable, porque teniendo en cuenta que los días laborables de un senador son escasos –tienen treinta días de sesiones en todo el primer semestre del año, lo que hace una media de día y medio de sesiones a la semana- supongo que no tienen otro momento para tratar de sus asuntos personales que a las diez y media de la noche del miércoles pasado.
Lo peor de toda esta historia es que muchas de las excusas se deben a que dichos senadores tienen otros cargos políticos –por lo que seguro que no ven un duro- a los que hay que dedicar también su tiempo. Si yo le digo a mi jefe que no voy a trabajar hoy a la oficina porque me voy a otro lado me dirá que le parece muy bien, que entonces no cobro esas horas y si el trabajo no está en la fecha no cobro nada, porque me voy a la puta calle.
Y a eso se reduce todo el problema, a que en España nadie sale ya a la calle para decirles un par de verdades a los políticos. Ni tan siquiera para exigirles que se den un paseo por ella y vean lo que sucede a su alrededor. Siempre recordaré ese momentazo en que un periodista le preguntó al alcalde de Madrid que nos hacía pagarle los viajes a su señora cuánto valía un billete de metro. Y no supo contestarle, claro, porque él ya tiene la convicción de que el billete de metro, como los viajes de su señora y todo lo demás, se lo pagamos nosotros.

27 abril 2006

De puente en puente

Se le ponen a uno los pelos de punta al pensar que, sin apenas darse cuenta, ya estamos de nuevo en época de puentes –como todo español sabe hay dos épocas de puentes, una comienza con el del Pilar y va hasta Reyes, con Todos los Santos y la Inmaculada de por medio, y la otra comienza en Semana Santa y termina, en Madrid, con San Isidro- que junto al veraneo son los momentos de ocio y esparcimiento del español. En otros lares, por ejemplo en Francia, que es una sociedad laica que no deja llevar crucifijos ni velos a los niños en clase, las fiestas están distribuidas de un modo más racional: verano, fin de año y primavera. Pero aquí no, aquí disfrutamos de unos fines de semana más o menos largos en los que aprovechamos todos para ver el estado de las carreteras, y como vamos muchos al mismo sitio podemos analizar metro a metro el asfaltado de las mismas. Sin ir más lejos, el pasado domingo de resurrección –lo pongo en minúscula para no suscitar encono de extremistas religiosos de ningún signo- uno estuvo unas siete horas en un coche para hacer un viaje que, normalmente, lleva unas cuatro horas. El español debe ser, por las circunstancias, una de las personas que más sabe de asfalto, firme o piso –pueden usar el término que prefieran- porque está muchas horas sobre él. Yo conozco las ventajas del alquitrán frente al cemento estriado, pero no desprecio la calidad de este último en terrenos dados a las heladas, por ejemplo.

Así que, a la espera de que llegue el puente del primero de Mayo, no sabe uno si echarse al monte o a la autopista –que viene a ser algo muy parecido- o refugiarse en casa con una guía de viaje completita y contar en la oficina lo bonita que es Roma, a fin de cuentas las guías son caras si uno también tiene que pagar el billete y el hotel, pero si se queda uno en casa se ha dejado sólo unos veinticinco euros y va a dar el pego de que ha estado allí, en la sociedad de la representación en la que nos movemos no me parece el método más estúpido de actuar, a qué mentirnos, y no pasa uno a ser estadística, se ponga o no el cinturón de seguridad.

26 abril 2006

Nuevo evangelio económico del consumo

Hace sólo dos días los especialistas en mercadotecnia -como puede ver cualquier académico soy un respetuoso seguidor de sus directrices- destacaban que, como recurso más importante para frenar el zapeo -estoy que me salgo, ¿eh, Víctor (García de la Conha)?-, les interesaba potenciar el "product placing" -lo siento, la realidad, se demuestra una vez más, va más rápido que la Academia, por muy Real que sea-, esto es, la colocación de productos en la pantalla de las series, los reportajes, etc. Para que lo tengan más claro: qué le daba el sabor a la leche en los desayunos de Médico de familia, qué cerveza se atizan los contertulios del videoclub de Aquí no hay quien viva, qué pantalones gasta la famosa de turno en su visita a los platos... Eso es "product placing".
Pues bien, después de darnos a conocer la estrategia de mercado que van a seguir en un futuro -un verdadero chaparrón de detalles visuales que van a convertir la televisión en una parodia de películas como Top Secret, ¿cuántos gags no encontraba uno en el fondo de los planos?-, ahora nos enteramos del ejemplo perfecto, del nuevo icono de la mercadotecnia. No es otro que Benedicto XVI -ojo, dígase "decimosexto" y no dieciséis, por favor, que en castellano tenemos ordinales y cardinales. De nada, Víctor.- que se está mostrando como un verdadero halcón en esto del "placing".
Aprovechando el tirón mediático que heredó de Vojtila, Ratzinger está abandonando el estilo sobrio y humilde de los anteriores potífices para volver a los momentos d mayor esplendor del papado. Eso sí, como ahora no se lleva eso de los oropeles y demás, vamos comprobando que Bene -perdón por la confianza, pero es alguien que se hace entrañable tan pronto...- usa zapatos GEOX -regalados por el dueño de la marca, Moretti Polegato a su amigo, el portavoz del vaticano Navarro-Valls. Los fabricantes de las gafas Serengeti están encantados, y lo de que Su Santidad gaste un IPod regalado por los trabajadores de Radio Vaticano con una inscripción no le debe haber sentad muy bien al resto de fabricantes de reproductores de MP3. Ahora BMW y Volkswagen pugnan por ver quién sustituye a Mercedes como fabricante del "Papamovil".
Hace muy poco se evidenció el poder de difusión que tiene la Iglesia en el mercado. Sacerdotes desde sus púlpitos exhortaban a practicar la virtud e ir al cine a ver La Pasión de Mel Gibson. Más tarde, la gente de Disney no se lo pensó dos veces para usar las cadenas de difusión religiosa en la promoción de Las Crónicas de Narnia. Muchos han sido acusados de herejes y blasfemos por decirlo, pero la realidad es que la Iglesia -particularmene la católica- es una multinacional plenamente establecida, con sucursales por todo el mundo y capaz de vender un producto, una idea o un gobierno.
Películas, zapatos, el Creacionismo o Teoría del Diseño Inteligente, un gobernante afín a sus intereses -ahorro nombres porque entiendo al lector de estas líneas como alguien inteligente-, plazas hoteleras en Semana Santa, colectas en el cepillo de la Iglesia... ¿Qué es lo que genera hoy la Iglesia? Dinero, tan sólo dinero.
Hace ya mucho tiempo que la cruz pasó a ser un logo y la curia una extensa red de comerciales y vendedores. Edward Cowdrick se dio cuenta de ellos al hablar de la llegada de la tercera fase del capitalismo, el neoliberalismo, en el que todo se reduce a la producción de consumidores.
Por cierto, Cowdrick, que escribió su libro en 1927, dos años antes del Crack, no ha sido nunca editado en España.

25 abril 2006

De la naturaleza del político

Anda el establo revuelto, a los gastos de peluquería de la Blair se añade otra muestra más de la eficiencia laboral de los políticos –esos a los que les basta con una legislatura de cuatro años para cobrar la misma pensión que un ciudadano está cotizando durante treinta y cinco- y que en este caso tiene como escenario Sevilla. Qué maravilla son los periódicos de fin de semana, entre peluqueros y chatarreros no echa uno de menos El Caso. Se conoce que entre la devoción de la semana Santa y la Feria de abril que comenzó este fin de semana los sevillanos se relajan, y les roban 105 toneladas de hierros que era en lo que había quedado convertida la cubierta que se construyó para la final de la Copa Davis en el estadio de la Cartuja. Tras desmontarla, y a la espera de una ubicación definitiva –que parece ser que iba a ser dividirla en dos cubiertas estables para otras dos instalaciones más modestas- las autoridades sevillanas habían abandonado la estructura desmontada en una finca sin vigilancia alguna. Total, que lo único que han tenido que hacer los ladrones es acercarse a la finca con unos camiones y llevarse los tubos.
Ya se comentó por estos lares lo bien que se puede uno ganar vendiendo un poco de hierro al peso. Supongo que la escultura de Richard Sierra patrimonio de todos los españoles que desapareció también de un almacén puede estar ahora fundida junto a estos tubos de hierro. Teniendo en cuenta lo fácil que es quedarse con tanto peso de materia física sin que a un político le preocupe demasiado lo que suceda con ello –al fin y al cabo no es su dinero lo que le pueden robar- me da miedo lo que se puede hacer moviendo unos numeritos de una cuenta a otra.
Sólo le queda a uno la esperanza de que el hierro de la cubierta o el de la estatua sirva para hacer las cárceles donde se pudran estos políticos. Aunque seguro que no, que al final se irán de rositas, como Acebes, han pasado ya dos años de los del 11-M y todavía no tiene juicio el tipo.

24 abril 2006

Y yo con estos pelos

¿Cuánto cuesta ganar unas elecciones? A tenor de lo que dice un portavoz de Toni Blair, que debe ser seguidor de las doctrinas de Maquiavelo, el fin justifica los medios, incluidos 410 euros diarios en peluquería. La beneficiaria de este generoso presupuesto ha sido Cherie Blair, que se gastó 275 liras diarias durante la campaña electoral que llevó a su marido a ser reelegido por segunda vez como primer ministros británico. Once mil quinientos euros en peluquería. Parece ser que es lo que cobra el lujoso estilista André Suard, que también acompaña a la primera dama inglesa en los viajes oficiales, aunque parece ser que en este caso el desembolso lo costea la propia Cherie Blair, algo de lo que se queja reiteradamente a sus amistades. Ahora le ha pasado la factura al partido Laborista, que sorprendentemente aceptó pagarlo –lo que no hace sino disparar las dudas de otros gastos que efectuarán y que se apuntan como “gastos varios” o “fondos reservados”-, y que al presentar las cuentas de sus gastos en la Comisión electoral del parlamento británico ha despertado la crispación de los propios integrantes del partido, que ven cómo les dan a sus rivales una oportunidad de oro para arremeter contra ellos. Además, estos datos evidencian que el Partido Laborista gasta más en el peluquero de la esposa del líder que en hacer campaña en todo el distrito de Liverpool.
La noticia ha causado conmoción por lo absurdo del asunto –hay dos noticias en el ABC, no es mentira, en la edición del Sábado 22 de abril aparece en la sección Internacional y en Gente, supongo que para llegar a todo el espectro de lectores del diario, y en la sección de Vida social de El País del mismo día- y no es para menos, porque es un síntoma más de la obsesión de Toni Blair por controlar la vida de los ciudadanos. Ya comentamos por estos lares los delirios megalómanos que le estaban haciendo legislar rápidamente para eliminar evidencias y pruebas en distintos ministerios –es alarmante el número de documentos que están desapareciendo en los archivos de varios ministerios de la Gran Bretaña- y potenciar con la excusa de la lucha antiterrorista el espionaje de los ciudadanos. Cómo no debe ser la obsesión de este hombre que la gente que tiene alrededor es la primera que se ha puesto las pilas hasta el punto de preocuparse en exceso por su imagen. Yo, la verdad, entiendo a la señora Blair, es una mujer que sabe lo poco cómoda que es a la vista, y al menos se encarga de ir bien peinada para no salir en ninguna de las fotos de los satélites con malos pelos.

22 abril 2006

El cuento del fin de semana (7)


Sueño de la mariposa

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.


Chuang Tzu

20 abril 2006

Mamá, quiero ser periodista

Vengo del primero de los actos de lo que se ha dado en llamar, pomposa y erróneamente, La noche de los libros. Digo posmposamente, porque al final uno libros está viendo pocos, sería todo lo más la noches de los autores, por una lado. Por otro, llamar noche a algo que comienza a las 5 de la tarde y que va a acabar a eso de las una o una y media es una de las maneras más curiosas de arrimar el ascua a la sardina de uno. Si uno busca el programa de la Noche blanca parisina del año pasado -que es el modelo a copiar más o menos confeso- verá que la noches del primero de octubre París está viva. Que hay actividades de cinco de la tarde a cinco de la mañana -que para los horarios franceses sería como decir que aquí están montando actividades hasta las siete u ocho de la mañana-, pero claro, supongo que la Comunidad de Madrid, que es la que a fin de cuentas paga esto, no está muy interesada en promover la noche, aunque sea con pretextos culturales y una vez al año.
Pues bien, acabo de volver del primero de los actos, que era una mesa redonda-coloquio sobre un tema, en principio, atrayente aunque ya algo gastado de la novela frente al cuento. El moderador: el compañero Ronaldo Menéndez, invitados: Juan Bonilla, Giralt-Torrente y Luisgé Martín -o sea, que la cosa, sin ser para tirar cohetes, pintaba bastante bien. Y mal no ha estado la verdad. Lo que se ha dicho en la mesa, claro.
Porque la organización ha sido pésima. Lo de que no empezase a la hora prevista es algo esperable. Pero lo de que a las cinco y diez entraran todos los periodistas al café Gijón y se pusieran en medio de todo el mundo, a hacer fotos y recursos durante media hora -cuando el acto en sí ha durado una hora poco más o menos- tiene bemoles. Aunque lo mejor ha sido cuando un patán -siento ser tan sincero- llamado Luis Miguel Torrecillas que, por lo visto, es reportero de una cosa llamada Madrid Directo -nunca bendeciré lo suficiente a mi jefe por tenerme explotado, ya que me ahorra el bodrio de la televisión- al que, en mitad del acto, se escuchaba más que a los ponentes. Además con un discurso de los más intelectual: "Uno, dos, probando, probando".
Varias veces el amigo Ronaldo ha estado a un tris de dar un toque a los periodistas. Habría estado mejor que bien, la verdad, porque habría salido en todos los zappings del país, pero supongo que a los organizadores no les habría hecho mucha gracia.
A mí, la verdad, me ha parecido una cosa bastante divertida, porque uno siempre anda diciendo que es importante que la información llegue a todo el mundo, que el ciudadano pueda estar informado porque es esa voluntad de ser una persona al tanto de lo que sucede lo que le va a hacer más libre. Lo que se le olvida a uno a menudo es quiénes informan. Y es algo que no debería pasarme, porque son ya muchos años de colaborar con publicaciones que llevan -como es lógico- gente con la licenciatura de periodismo y mi experiencia me indica que son gente con pocos, muy poquitos, conocimientos de lo que hablan, un ego bastante sobredimensionado que les hace pensar que son ellos los que le otorgan a un acto o a una obra importancia con su presencia.
Sin ir más lejos, hoy mismo, he leído en El Mundo del bar donde como -no doy el nombre porque cualquiera podría ir a la hora de la comida y buscarme la ruina, porque en el blog se ve mi foto bien clara- una noticia muy bonita. Por fin en la Biblioteca Nacional se han dado cuenta de cuáles son sus funciones y han buscado el material necesario -planchas de grabados y demás- para reeditar la que de siempre se ha considerado la mejor edición del Quijote, la que imprimió Joaquín Ibarra en 1780 a instancias de las Real Academia.
Lo que sucede es que en todo el artículo del periódico aparece el nombre del editor. Sí aparece el de la directra actual de la Biblioteca, Rosa Regás, aparece incluso el de la conservadora que se ha encargado del proyecto, pero se conoce que Ibarra no hizo nada. En El País -donde le dedican un suelto- tampoco dicen nada, y en el ABC, donde le dedican mucho más espacio a la noticia, tampoco parecen conocer a Joaquín Ibarra.
Uno, que es malintencionado, pagaría por ver el dossier de prensa que la Biblioteca Nacional ha entregado, a ver si en él aparece Ibarra por algún lado. En cualquier caso, de ser así, sólo indicaría la caradura que suelen gastar los que viven de algún sueldo de la administración de turno -yo sigo pensando que en este país no hemos evolucionado desde el modelo de alternancias gubernamentales de la Restauración- para hacerse autobombo en vez de hacer bien su labor.
Lo más lamentable es que, en Internet, con buscar "Quijote" y "1780", aparece el nombre del impresor, no es necesario fatigar enciclopedias, como habría dicho Borges. Claro que siempre recordaré como un amigo, por cierto: un saludo, Santi, protestaba de una asignatura que no aprobaba en la carrera de periodismo, en la Complutense por más datos: Historia del periodismo español, o algo así se llamaba, que tenía unos ciento cincuenta folios de apuntes -ciento cincuenta folios después de un año de clases, unos cuatro folios por clase- y que era mucho leer.
Pues eso, periodistas.

19 abril 2006

Lo políticamente correcto

Hace unos años se produjo el "boom" de lo políticamente correcto -calco sintáctico horrible, por cierto- y llegamos a ver incluso la edición de libros de cuentos infantiles adaptados a la moda, como, por ejemplo, Caperucita Roja.
Hoy ya nadie se toma demasiado en serio esa moda que, a efectos prácticos, suponía una más de las muchas convenciones sociales que atan al lenguaje. Pero lo que sí que es cierto es que entre algunos colectivos parece que este lenguaje se ha enquistado dentro de su retórica y parece que va a aguantar mucho. En el lenguaje español, por ejemplo, se distingue genéricamente en masculino y femenino los vocablos, con alguna que otra palabra que suscita todavía el debate sobre el neutro y demás. Lo que sí que está perfectamente aclarado es que, en el caso de términos que se refieren a colectividades compuestas por realidades masculinas y fememinas -entendiendo esta diferenciación como marca lingüística de género- se usa el plural masculino. La razón es bien simple, en la lengua española el nombre masculino suele ser el término no marcado y el femenino el marcado -los informáticos y matemáticos entenderán muy bien la oposición binaria-, por lo tanto es más económico ahorrar desinencias y usar el no marcado.
Esto, claro, no les gusta a los feministas -observen que uso el plural masculino marcándolo con el artículo o determinante porque dentro de este colectivo hay hombres y mujeres- y protestan por el hecho de que un ser humano modifique el uso natural de intuitivo de la lengua, que es el habla, para usar recursos de la norma culta, la escrita, como "-o/-a" o cosas abracadabrantes como la arroba para esquivar definir genéricamente la palabra.
Bien, hay gustos para todo, del mismo modo que hay gente que disfruta comiendo heces o siendo golpeados hay gente que prefiere estar con cuatro ojos al hablar, como dice la sabiduría popular: "sarna con gusto, no pica". Otro tema es intentar imponer esa manera de pensar al resto de los mortales, que se tienen que complicar la vida por la voluntad de unos pocos.
Lo más horrible es como estas cosas van calando en la sociedad, y un buen día le llega a uno a la oficina las bases de un concurso, para ser exactos el V Concurso de narrativa femenina "Galiana", convocado por el Ayuntamiento de Toledo a través de la Concejalía de la Mujer. En este premio de novela tiene la doble finalidad de:
-Conseguir la participación de las mujeres.
-Fomentar aquellas obras que incorporen una visión de la sociedad no discriminatoria por razón de género.
Lo he copiado todo de las bases, así de increíble es el asunto. Como uno piensa que no puede ser para tanto se pone a leer más detenidamente las bases, y ahí compruebo con alivio que pueden participar todos los escritores que presenten una obra inédita, aunque siempre teniendo en cuenta que "versará sobre algún aspecto humano que resalte la figura de la mujer". Esto es, "un aspecto humano" puede ser cualquier cosa que esté relacionada con el ser humano, o hecha por la mano del hombre, así que, por ejemplo, los trajes de alta costura que "resaltan la figura de la mujer" pueden ser el tema del texto, por ejemplo.
En fin, tonterías aparte, lo que más miedo da de las bases es que no hay ganador ni autor, sino que es "la persona autora" la que gana el premio, y del mismo modo es la "persona autora" la que se debe identificar en la plica correspondiente.
En fin, otra vez lo mismo, yo nunca he visto un sitio donde ponga "sólo para hombres", pero a mí no me dejaron entrar el otro día en un café de la calle Doctor Fourquet. No se si eso será "políticamente correcto", la verdad.
Como algún despistado no se habrá dado cuenta, en la máscara de Spiderman -yo me moriré diciendo Espíderman, lo siento- se ven las torres gemelas. Los estudios de la película decidieron borrar las torres del metraje de la película, no era políticamente correcto que, si ya no existían, aparecieran allí.

18 abril 2006

El último mohicano

Uno puede seguir muchos caminos para lograr el éxito. Lo normal es prescindir de ciertos lujos que le ayudan a uno a dormir y pasar por el aro. Los beneficios son cuantiosos, por ejemplo, uno puede pasar las noches en vela en una casa maravillosa. Por eso resultan cada vez más elogiables ciertas actitudes que terminan por hacer buena la frase de Calasso que tomo de este mismo libro: “La virtud no siempre no es recompensada”.
Jorge Herralde es un caso único dentro de la edición española. Lleva más de treinta y cinco años editando de un modo independiente y ha terminado por lograr el éxito. Las colecciones que componen el catálogo de Anagrama son la envidia de muchos editores, tanto por la coherencia de los planteamientos editoriales de Herralde como por la calidad y fidelidad de muchos de sus autores.
De un tiempo a esta parte tiene también el detalle de obsequiarnos con unos libros donde recoge muchos textos que le han pedido para publicaciones o congresos y algunos otros que ha realizado por satisfacción propia en los huecos que le ha sacado a la labor de editor. Este comentario viene motivado por el primero de esos libros, Opiniones mohicanas, primero editado en México y luego ampliado para la edición en Acantilado. Luego ha escrito otros dos, creo, publicados ambos en Adriana Hidalgo editores, una pequeña pero activa editorial bonaerense.
A mí siempre me ha parecido que la de editor es una de las profesiones más bonitas que existe. Uno se pasa el día leyendo –no acabo de entender cómo Jaime Salinas, uno de los editores más prestigiosos de la edición española afirma no leer- y cuando le cae en las manos algo bueno puede difundirlo para que muchos más disfruten con él. Es una de las cosas más bonitas que puede hacer un hombre, a mi parecer.
He devorado este libro con la alegría y el goce de un estilo que no intenta imponerse en ningún momento, que pretende ser limpio y austero, digno ejemplo de la labor de un editor, que sólo transmite pero no modifica el discurso.
También lo he leído con una curiosidad muy humana –dejémonos de pamplinas y llamémoslo por su nombre: cotilleo- de saber cosas de autores y editores. Herralde es un caballero y sólo recoge aquí loas, felicitaciones, alegrías. Los recuerdos que evoca de los escritores son siempre tiernos, amistosos, generosos con las manías de unos tipos, los escritores, que son el producto del ego del artista –alimentado por agentes y editores- y la soledad de una persona que, a fin de cuentas, trabaja sólo frente a un papel.
No sabemos si no hay, o no ha querido difundir, textos de autores con los que no ha habido esa buena relación, pero sí vemos que hay una evidente honestidad en lo que se dice. Con un catálogo como el de Anagrama uno puede permitirse hablar sólo de los autores que le caen bien.
Sólo hay malas palabras e indignación cuando toca hacer campaña en contra de la derogación de la ley de precio fijo del libro. El resto del tiempo vemos a un hombre enamorado de su trabajo, que comparte amistades dentro del gremio y que disfruta del trato con los autores.
También se evidencian los silencios. No hay una sola referencia a una de las cualidades que más famoso lo han hecho entre los autores: su proverbial tacañería. Eso sí, todos los autores de la casa reconocen que, del mismo modo que se estira poco al negociar contratos y dar porcentajes, es exageradamente pulcro con las cuentas. Esto es, no te va a regalar un duro de derechos, pero no te va a robar un duro de beneficios, y eso de las cuentas claras es, a mi gusto, de agradecer.
A lo largo del libro habla mucho de los mínimos de calidad que debe tener un libro: erratas, buen papel e impresión, cuidado tipográfico, etc. Anagrama no es, desde luego, de lo peor que hay en España pero, hoy por hoy, tampoco es lo mejor. El diseño de sus colecciones es claro, sí, pero anodino y, hasta cierto punto, desafortunado. Hoy estamos hechos a la estética del libro de Anagrama, pero no es la más atractiva ni dúctil del mercado. Hay muchos ejemplares de los libros de Anagrama con defectos en el encuadernado, en el corte de los pliegos y demás –yo tengo varios así en mis estanterías- y la colección Argumentos, por ejemplo, necesita de unas solapas desde hace muchos años. El papel no es malo, pero tampoco es para tirar cohetes. Los libros salen al mercado, muchas veces con erratas, y como los fotolitos de la edición normal se han usado muchas veces para la edición en bolsillo, esas erratas se prolongan hasta la infinitud. La reescritura que ha hecho Monzó de sus dos novelas puede provocar una nueva edición de ambas en Anagrama, en la que esperamos que se cuiden las erratas –en mi ejemplar de Gasolina de Monzó hay un “havia” en la primera página, uno comprende que el corrector sea catalán, pero debe tener presente en qué lengua está corrigiendo.
Y una de las cosas más simpáticas es la continua consideración que Herralde mantiene de sí mismo como un editor “comprometido”, “de izquierdas”, que es algo que pasa totalmente desapercibido a cualquier que se acerque a su catálogo, donde ha sabido dar cancha y espacio a los buenos libros, sin más, pero que se hace patente en las críticas a la política del libro del Partido Popular.
Este es un libro para los que aman los libros, para los que los leen y decoran con sus lomos las paredes de sus casas, para los que no pueden vivir sin ellos, y, por supuesto, para los que quieren editarlos. Hay mucho que aprender del Último mohicano que ha redactado este libro.

15 abril 2006

El cuento del fin de semana (6)

Pocos autores más desconcidos para el gran público -apenas en Galicia, con esto de las competencias educativas, goza de algo de prestigio y, para sorpresa de cualquiera, por debajo de Anxel Fole- y en cambio pocos autores que puedan dar tanto como entrega Dieste en cada cuento. Esta maravilla que os presento yo la conocí leyendo la Antología Española de Literatura Fantástica que realizara mi amigo, y profesor de literatura en COU, Alejo Martínez Martín. Me deslumbró, poco más puedo decir. Si agradezco las quinientas páginas de aquella antología es porque me permitieron conocer a este genial autor medio gallego en España y verdaderamente gallego en Argentina y México. Fue profesor de fugiras importantísimas hoy como Zaid. Su obra es parcialmente conocida, en ediciones de difícil acceso siempre controladas por catedráticos universitarios, esos forenses de la literatura. Pero, como autor vivo que es, merece ser más conocido. Aquí está el que, creo, es su mejor cuento.

Acerca de la muerte de Bieito

Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!... Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.
Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y por tanto –comprendedme, escuchadme–, por tanto no podía, no debía decir nada.
Imaginaos por un instante que yo hubiera dicho:
–Bieito está vivo.
Todas las cabezas de los viejos que portaban cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los labios un murmullo sobrecogido, insólito:
–¡Bieito está vivo. Bieito está vivo!...
Callaría el lamento de la madre y de las hermanas, y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no dije nada.
Hubo un instante en que por el rostro de uno de los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo. En seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:
–¿Y si Bieito fuese vivo»?
El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me encontré a punto de decirlo en el camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.
«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer terrón de tierra, besado por un niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la garganta las palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante ridículo, de la rabia de la familia defraudada. si Bieito se encontraba muerto y bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno explicar! ¡Sí!, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme callado! Oíd ya el griterío de la gente...
–Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado...
–Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo...
–Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a la sepultura.
–¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el esfuerzo!
–¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo como un payaso!
–¿Es tonto o qué?
Todo el día, amigos míos, anduve loco de remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad. de los enterrados en vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la obsesión del delito.
Y allá por la alta noche –no lo pude evitar– me fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco por un lado era bajo: una piedras mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me eché en el suelo, arrimé la oreja. y pronto lo que oí me heló la sangre. En el seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé, no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas y con una azada en la mano.
¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo que estaba vivo?
Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.
La luna era llena y los perros ladraban a lo lejos.

Rafael Dieste

13 abril 2006

Huesos en el desierto

Los libros sirven para muchas cosas. Pueden, por ejemplo, calentar un crudo invierno si los echas a la lumbre, o también pueden servir como apoyo para calzar una mesa. Los usos de los libros son insospechados.
El de Sergio González Rodríguez, llamado Huesos en el desierto, y del que Anagrama acaba de editar un nueva edición -que es algo bastante extraño dentro de la trayectoria de Anagrama, muy conservadores con la fijación del texto- con una actualización al final del libro, puede servir para calentar conciencias, motivarlas para que se pongan en marcha y hagan algo, y como apoyo de las mujeres que sufren y luchan en Ciudad Juárez.
González Rodríguez está hoy amenazado por el gobierno mexicano. Amigos e informadores que tiene dentro de las fuerzas policiales y el servicio de inteligencia mexicano le han hecho saber que los diez años invertidos en la investigación del asesinato sistemático de mujeres en la frontera mexico-estadounidense no es bien vista con buenos ojos por el poder ejecutivo del país. El éxito que a lo largo del mundo ha tenido esta maravilla de periodismo que acabo de leer no hace sino intensificar el malestar de las autoridades.
Huesos en el desierto es, ante todo, un documento impresionante que no olvida en ningún momento de qué está hablando: el asesinato de cientos de mujeres en Ciudad Juárez. Porque donde el periodista suele alzar el vuelo y pretender revelar una conjura que modificaría el destino de la humanidad -en eso los periodistas de investigación tienden a parecerse mucho a Dan Brown- González Rodríguez no olvida nunca que por encima de todo eso está el sufrimiento de las víctimas. Eso no le hace esquivar su voluntad añadida de señalar con el dedo acusador a los poderes políticos aliados con el narcotráfico com0 inductores o encubridores de la matanza. Por eso cuando en el úlimo capítulo del libro -a excepción del añadido de esta tercera edición- el lector que, tras seguir la estela de las investigaciones y denuncias que el libro va recapitulando magistralmente, ha podido olvidar la raíz de toda la investigación se encuentra con el catálogo pormenorizado de las víctimas, a lo largo de más de veinte páginas, y no puede evitar quedarse pasmado del enorme tamaño que esta desgracia ha adquirido en diez años.
No es eso, de todos modos, lo que ha hecho que muchos de los informantes y colaboradores de González Rodríguez que aparecen en este libro estén hoy bajo tierra o huidos de Ciudad Juárez o de México. Y que el propio autor del libro viva con miedo sabiéndose señalado por la mano del propio gobierno, no lo olvidemos, porque la otra gran investigadora de estos asuntos, Diana Washington, tiene la ventaja de vivir en los Estados Unidos, donde los políticos no destacan por su compromiso ético, pero al menos no demuestran sus carencias morales con tanta desvergüenza. No, lo que molesta especialmente a los gobernantes es que en este reportaje se demuestre cómo está montada la política mexicana. Cuando aquí, en España, sale a la luz algún caso de corrupción nos indignamos y pedimos la dimisión inmediata del responsable. En México la corrupción va más allá de intereses económicos, en ella participan de un modo activo los cárteles del narcotráfico, y muchos de los políticos que han tenido relaciones con ellos -relación demostrada con evidencias en muchos casos, que intentan desimular o esconder pero nunca eliminar, lo que no deja de resultar aún más indignante- terminan por tener altos cargos en los gobiernos, sean del color que sean -ya sea dentro del organigrama de esa cosa casi surrealista ya en su nombre llamada PRI (Partido Revolucionario Institucional) o en el PAN de Fox, que ha demostrado ser tan incompentente en el gobierno como sus antecesores, con el agravante de profundizar el abismo de la pobreza de buena parte de la sociedad mexicana- y no dudan en usar ese poder para hacer de su capa un sayo. Se enriquecen por métodos cuestionables y, si en el camino hay que quitar de en medio a alguien, no hay mucho problema en hacerlo. Pero lo llamativo es que esto parece moneda común en la política mexicana, no es una excepción, y el propio gobierno entra en el mismo juego, e incluso premia a los políticos cuestionados con cargos de mayor responsabilidad en el gobierno. Es un hecho común que un policía sea, al mismo tiempo, un matón de algún narcotraficante, que le paga más, con lo que la acción de la justicia se ve bastante mermada. Además, es el fiscal el que decide si merece ir a juicio o no, y el juez apenas sanciona lo que el fiscal le ha presentado tras una investigación, con lo que a los mafiosos les basta con tener bajo nómina a los fiscales para poder dormir tranquilos. A modo de muestra perfecta de lo que decimos está la semblanza que hace en una de las secciones del libro el autor:
Carlos Salinas de Gortari, presidente de México entre 1988 y 1994. En su libro México, un paso difícil a la modernidad, describió así a Francisco Barrio Terrazas [el libro demuestra de un modo indudable la relación entre este y los asesinatos de mujeres, sobre todo como encubridor] como gobernador: "siempre se desempeñó con seriedad y talento. Barrio era, sin duda, un político excepcional y respetable". Durante su gobierno se firmó un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, hubo un levantamiento indígena en Chiapas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y fueron asesinados Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI y su excuñado José Francisco Ruiz Massieu, secretario general del PRI. Su hermano Raúl Salinas de Gortari porgua en la actualidad una condena de 27 años por el homicidio de Ruiz Massieu.
Este tono es que preside todo el libro. No es un libro de opinión, es un libro de denuncia porque los datos que va acumulando como si se tratase de ladrillos que van edificando el enorme muro de la corrupción y de la impunidad -sobre todo si el criminal tiene dinero y está, por tanto, relacionado cuando no dentro del mismo gobierno- que es el que separa a México de la modernidad real.
Tiene difícil González Rodríguez vivir en su país, a qué engañarnos, sobre todo porque la única posibilidad de futuro que tiene ya es renunciar a ser lo que le mantiene vivo económicamente, la puerta de atrás del hermano del Norte, donde se esconden las ratas, donde se lavan los trapos sucios, y donde uno puede ir a satisfacer cualquier voluntad que en la fachada de la casa no estaría bien visto realizar. México tiene un problema, se llama crimen y su sinónimo, por desgracia, se llama gobierno y policía.

12 abril 2006

Mucho cuento

Yo soy de los que piensan que sólo es bueno hacer separaciones genéricas al repartir los cuartos de baño, y por una mera cuestión de higiene –nosotros no solemos apuntar bien y ellas deben sentarse, o al menos aproximarse al retrete, para hacerlo.
Por eso me sorprende mucho que alguien haga una antología específica de cuentistas madrileñas. No sé si hay algo de dinero de por medio, dinero del ayuntamiento, claro, que justifique una antología de escritoras madrileñas, esto es, nacidas dentro del término municipal de Madrid. Si usted ha nacido en Alcorcón, o en Coslada, olvídese de aparecer en esta antología, aún siendo mujer. Muy seguramente ha podido ir a los mismos colegios e institutos, seguramente a las mismas facultades pero no es usted madrileña. Así que nada, no puede aparecer en este libro, o libros, mejor dicho, porque son dos y complementarios, ya que hay una antología de textos que me resulta mucho más simpática porque puede acometer una de mis aficiones favoritas, que tengo algo difícil por el buen gusto y afición carroñera de los asiduos de las librerías de viejo: leer a Margarita Landi –con esto y el teletexto yo soy feliz. Este criterio es muy discutible, porque una mujer nacida en Alcalá de Henares y que vive desde los ventipico en Madrid, no es una escritora madrileña. Ahora bien, Paloma Fernández Gomá, que nació en Madrid pero ha estado dando tumbos por media España –Mahón, Valencia, Cáceres, Cádiz y Algeciras donde reside a tenor de lo investigado por la editora- sí es una escritora madrileña.

Claro que el problema es que tal vez la editora no sepa lo que es una escritora madrileña, o al menos cuál es la diferencia entre una cuentista o un cuentista, a secas. Bueno, lo de llamar cuentista a cualquier que haya escrito un cuento sería también muy cuestionable, porque las hay que son, sobre todo, novelistas, pero claro, si uno no sabe diferenciar a un hombre de una mujer no se va a poner ya a partir pelos en tres. El libro, que tiene 366 páginas, utiliza sólo ciento sesenta y nueve para demostrar lo que debería ser el corazón del libro: las diferencias entre una cuentista madrileña y cualquier otro escritor. Pero si uno lee esas páginas, que son las que deberían justificar la edición de este libro, se queda muy intrigado. En la página treinta y seis comienza el epígrafe Cuento femenino. Más concretamente su definición, pero el lector encontrará tan sólo una definición de lo que es un cuento, sin más. Aunque en la página siguiente se considere por ya explicado al decir: “El cuento, considerado como género “menor” y, más en concreto el femenino, ha sido muy poco revalorizado respecto a otros géneros como la novela, el teatro o la poesía”. Uno no sabe cómo se revaloriza algo que, en primer lugar, no existe –o al menos nadie se ha molestado en explicarnos qué es- y en segundo lugar, si nunca ha estado especialmente valorado –eso es lo que se desprende de lo que la autora ha contado en las treinta y pico páginas anteriores.
Pero hay observaciones más osadas. En la página sesenta uno lee “El cuento madrileño tiene realmente su aparición en el siglo XX en los años cuarenta”. Sin entrar a analizar la horrorosa sintaxis de la frase, impropia de una profesora universitaria, aunque sea de Bibliografía, sorprende más todavía porque uno no entiende cómo es que en el libro se habla entonces de tantas autoras anteriores a esa década, de hecho, nacidas en el siglo XIX hay seis, por poner un ejemplo del propio libro. Así que ya no sabe uno si tomarse en serio o no el libro.
Por supuesto, es difícil deslindar las diferencias entre el cuento femenino y el masculino –que supone uno que debe tener también sus características genéricas o al menos genitales- o acotar diacrónicamente el nacimiento del género. Ahora, algo tan sencillo como hablar de los premios y certámenes sólo para mujeres –aprovecho el momento para pedir certámenes sólo para hombres, ya que hemos soltado las riendas de la liberación y la igualdad, habrá que ser consecuentes en todo- parece ser que se pone también muy cuesta arriba. El apartado quinto se dedica a premios, concursos y certámenes literarios. Uno, que trabaja en la editorial que publica cada dos años la guía de premios literarios, sabe que es suficiente con hojear con un poco de atención dicha guía para encontrar unos cuantos certámenes de marcado acento femenino. Pero se conoce que la autora del libro no lo ha hecho, y emplea más de seis páginas de libro en ir espigando distintos certámenes –no se alude a ninguna razón para escoger unos u otros, la verdad- en una relación en la que los destinados a escritoras ocupan: un párrafo –de nueve líneas, que nadie se piense que es uno de esos párrafos pantagruélicos a lo Proust. No deja de ser curioso que en dicho apartado incluya los programas radiofónicos en los que se leen y comentan textos enviados por los oyentes. No sé hasta qué punto eso es un premio, la verdad, y por otro lado el ego de uno se ha sentido muy molesto de no estar incluido en el texto con mi programa de Radio Círculo. Supongo que el problema debe ser que, como uno no hace cuento femenino, es normal no salir ahí.
El resto del libro transcurre dentro de los márgenes de esa disciplina tan desnortada que se llama Bibliografía. Para el que no sepa en qué consiste la Bibliografía le diré que es esa rama del saber libresco destinada a catalogar las ediciones que existen de cada libro. Cualquier persona que haya estudiado Filología en años recientes sabe que eso se reduce a hacer repertorios bibliográficos. No hay apenas tiempo en explicar a los alumnos cómo se edita un libro, ya que eso debe ser asunto de la gente de artes gráficas. El cuatrimestre en que yo cursé dicha asignatura se me fue en aprender durante el primer mes y medio una abundante terminología de la edición pre-Gutenberg –no es broma- y numerosos ejemplos de dichos libros. Los otros dos meses y medio se te van en ir a clase con una regla y hacer fichas de libros –no es coña. En la universidad. Uno, que debe ser un enemigo del saber, piensa que a hacer fichas bibliográficas aprende uno en media hora, porque las ha visto desde pequeño y no hace falta mucha neurona, la verdad. Pero es una disciplina que tiene un departamento entero –pequeñito, pero un departamento- universitario. Como no ando muy puesto en planes de estudios, ni el mío –el que aún curso, aunque creo que han sido dos- ni los nuevos, a mí me basta escuchar la palabra curricular para que me de erisipela, no sé si es algo que sufrimos sólo los tontos de Hispánicas o es algo que afecta a todas las filologías.
Pues bien, que en el año en el que estamos –para los despistados, esto es, profesores de bibliografía, estamos en 2006- se edite un libro así clama al cielo. Lo lógico es crear un archivo digital, un catálogo con una base de datos, que se pueda consultar por Internet –y que se renueve periódicamente, claro- donde una persona interesada pueda ver actualizada los datos de estas autoras. Porque, además en el libro no hay nada más que meras fichas. No hay un análisis, una valoración, nada. El nombre, una somera biografía compuesta casi siempre los mismo, a saber: fecha de nacimiento, estudios, trabajo y poco más, salvo en el caso de las decimonónicas, de las que hay valoraciones –supongo que porque ha habido años para que algún profesor universitario un poco más serio se haya molestado en leer los textos, y no sólo copiar los nombres- y la bibliografía. Esto sí está bien, que no se crean que vamos a criticar todo, hombre –perdón: mujer-, que aquí sí ha habido trabajo. Lo que no se entiende es que se haga el trabajo de una manera tan despistada. Hagan una base de datos como dios manda, con entrada desde la web de la Complutense, mujer, que los bibliógrafos, filólogos y Berzosa se lo agradecerán.
Es una pena que lo más interesante del libro ocupe apenas poco más de quince páginas. Esta casi al final del volumen, y son las contestaciones que algunas de las autoras han dado a tres preguntas. Me parece lo más interesante porque ellas se ocupan de algo que no ha hecho la autora del libro, que es hablar un poco sobre el cuento y si hay cuento masculino o no. Que lo hagan con mayor o menor tino sería otro asunto, pero no deja de ser un poco triste que en el índice no tan siquiera haya referencias a quiénes son las que han contestado a las preguntas, que, por cierto, sólo son doce.
En fin, es una alegría saber que la sociedad sigue admitiendo en su interior a idealistas como la autora de este libro: Isabel Díaz Ménguez, y que haya editores suicidas –deben ser del tipo de editores que no leen libros, como Jaime Salinas o Eianudi- como La Librería para meterse en estos jardines.

11 abril 2006

De la intensidad y la devoción

Tiene el aficionado al cuento -o relato, llámenlo como quieran- algo en común con el aficionado a la tauromaquia o el melómano a la hora de hablar de los conciertos que no tiene otros aficionados, como el lector de novelas, más parecido en esto al cinéfilo, por ejemplo. Porque un cuento tiene un mucho de inspiración, mal que le pese a cualquier escritor serio, que sabe la falta que hace el oficio para ser realmente bueno. El cuento tiene, como el poema, una afinidad casi única con el momento y la inspiración. Porque, y eso más que en contra va siempre en favor del cuento, uno puede tener un momento extraordinariamente brillante y cuajar un buen cuento, un buen poema, una buena faena o una noche musical única, para luego diluirse en la nada. Pero haber mantenido la constancia que es necesaria para hacer una novela, o un guión de cine, que después debe ser rodado y montado hasta obtener el producto final -por eso en el cine hay productor, aunque muchas veces no haga otra cosa que poner el dinero, porque el cine es producto- no puede ser fruto de un momento efímero, sino de un acto más continuado.
No quiero esto decir que un novelista sea más artista que un cuentista, todo lo más se puede afirmar que es más constante, eso es todo. Pero un cuentista debe ser más intenso. Un novelista puede seguir un programa muy amplio, con breves momentos de intensidad, pero un cuentista no, un cuentista se lo juega todo a la velocidad, a la intensidad de su esfuerzo. Podríamos decir que los novelistas son corredores de fondo -y dentro de esa especie habría fondistas que aguantan para tener un fuerte sprint final, otros que, desde el principio, necesitan ir tirando para llevar una carrera rápida, otros que son de mantener el mismo ritmo toda la carrera y que aguante el que aguante, etc.- y los cuentistas son velocistas -y ahí no hay termino medio, uno puede correr con grandes zancadas como Lewis o arrastrando los pies como Johnson, se le puede dar mejor los cien, los doscientos o los cuatrocientos, pero en cualquier caso no hay otra posibilidad que ir rápido, tener una carrera plenamente intensa, veloz.
Por eso el cuento permite que haya grandes muestras del género firmadas por autores que no han brillado mucho más a lo largo de la Historia. Aunque en esa ocasión corrieron como locomotoras. Si uno repasa, por ejemplo, las antologías del cuento, se sorprende al leer cuentos únicos, geniales, brillantísimos. Y luego corre a buscar los libros de esos autores y ve que aquel que leyeron entonces sigue siendo el mejor que firmó. Que el antólogo es verdaderamente bueno se demuestra si esta historia se repite con muchos de los textos seleccionados, puesto que el antólogo de cuentos, al contrario que el de poetas, mucho más vendido a grupos de influencia, selecciona a autores, mientras que el de relatos tiene las manos libres para, como un buen comisario de arte, seleccionar las piezas.
Por eso es muy común encontrar a algún aficionado al cuento que, como si se tratase de un grupo de aficionados en la puerta de las Ventas, defiende a muerte al autor de ese cuento genial que leyó. Pero si ese es un manta, le dirá alguno, y él contestará eso tan maravilloso de "Tenías que haber leído el cuento que le metieron en la antología de tal año, eso es un cuento". Como si se tratase de Curro Romero, vamos.
Mientras que los novelistas funcionan más para los manuales, para la historia, como los directores de cine. Y así uno tiene estudiosos, claro, pero nunca tendra devotos.

10 abril 2006

Los libros del año

La Fundación José Manuel Lara, que está realizando una labor encomiable desde una perspectiva editorial, tiene un agujero negro entre las actividades que se arropan bajo su manto. Se trata, como cualquier persona medianamente atenta a lo que sucede en el mundillo editorial español, del Premio de Novela de la Fundación.
La idea del mismo era bastante buena, pretendía funcionar como el Premio Booker, que es uno de los más prestigiosos en el mundo anglosajón, sino el que más, y que premia una novela publicada por un autor vivo perteneciente a uno de los países de la Commonwealth.
Lo que sucede es que, como casi siempre pasa en estas cosas, la copia no ha salido tan buena como el original. Por de pronto, si uno visita la página web del premio Man Broker –que es como se denomina desde el año 2005- uno puede encontrar, entre otras cosas, la descripción del proceso de selección de las obras, algo que no sucede en el premio de Novela de la Fundación José Manuel Lara. En las bases del premio británico se especifica que cada editor puede enviar dos novelas al jurado. Además, un vencedor del premio puede proponer una, y los finalistas de los últimos diez años otra. Los jueces que han de decidir al ganador, son escogidos por un comité que está obligado a informar en todo momento de cambios de reglas y mantener el secreto de las deliberaciones. Dicho comité selecciona un jurado formado por un crítico, un académico, un editor, un autor y una figura de prestigio. Dicho jurado tiene total independencia y debe leer un mínimo de ocho de las novelas presentadas y un máximo de doce. El premio, 50.000 libras para el autor, junto con el prestigio y ventas que genera, hace que sea un premio muy deseado.
En el premio español no sabemos, de salida, quién demonios es el jurado del premio. Son “representantes” de las editoriales que acordaron fomentar el premio. La selección de la novelas no es menos oscura, ya que sabemos que cada editor propone dos libros para el premio del resto de las editoriales. Premio que paga Planeta, por cierto, que es el principal valedor de la fundación y cuyo premio consiste en 150.000 euros, que no son para el autor, sino para que se vuelva a hacer una campaña publicitaria promocionando de nuevo el libro y el premio en sí.
Así de salida yo veo muchas diferencias, desde la metodología de selección –en la inglesa el editor propone los que cree sus mejores libros, en la española tenemos que creer que el editor propone los mejores libros de la competencia-, pasando por el jurado –en la inglesa se hace público y está formado por profesionales de prestigio, en la española son grises personajes que no sabemos por qué están ahí-, hasta la finalidad del premio –en el premio británico se gratifica al autor por hacer bien su trabajo, en el español una editorial se ahorra impuestos a base de promocionar publicitariamente libros suyos o de la competencia y un prestigio inexistente en torno a un premio. Otro tema es que en España los únicos premios que se ha dado a libros publicados hayan estado siempre condicionados por el gobierno de turno y los intereses de todo tipo que se quisieran poner en práctica. –Si alguien piensa que no es cierto lo que digo puede ver la lista de premios Cervantes que se han entregado y verá que junto a premiados indiscutibles hay premios como los de Loynaz, Jiménez Lozano o Rojas que no se entienden demasiado si pensamos que, por ejemplo, Marsé todavía no lo ha obtenido, porque uno no se imagina a Marsé queriendo entrar en la Academia, donde entraron Muñoz Molina y Pérez Reverte, y donde quiere entrar ahora Marías, pero no se podría negar a un premio tan justo como ese.
Si vemos la lista de premiados y finalistas de los Broker vemos que hay muchísimos autores que no nos suenan demasiado, pero sí hay obras indiscutibles en la lista. Porque el jurado premia novelas. En cambio, la lista del premio hispano es un poco más atolondrada.
Voy a consignarla, para evitar suspicacias, la que aparece en primer lugar fue, cada año, la ganadora:
2002- El cielo raso, de Pombo, Soldados de Salamina, de Cercas, Lo real, de Gopegui, Romanticismo, de Longares y La aventura del tocador de señoras, de Mendoza.
2003- El arpista ciego de Moix, Los aires difíciles de Grandes, Tu rostro mañana de Javier Marías, Sangre a borbotones de Reig y El mal de Montano de Vila-Matas.
2004- Veinte años y un día de Semprún, El tiempo de las mujeres de Ignacio Martínez de Pisón, Kensington Gardens de Fresán –por cierto, el primer hispanoamericano y eso que reside en Barcelona-, Trece rosas de Jesús Ferrero y Los amigos del crimen perfecto de Trapiello.
2005- Al morir don Quijote de Trapiello, 2666 de Bolaño, Memoria de mis putas tristes de García Márquez, Castillos de cartón de Grandes, La mosca soldado de Veloz Maggiolo –otro desliz de amistad hacia la mayoría de los hispanohablantes.
2006- Doctor Pasavento de Vila-Matas, La velocidad de la luz de Cercas, Una palabra tuya de Elvira Lindo, Canciones de amor en Lolita’s Club de Marsé, Un encargo difícil de Zarraluki.
Vamos a hacer números: Dos ganadores de Planeta –Destino es de Planeta, por si alguno lo duda-, dos de Anagrama y uno de Tusquets –que es lógico puesto que son, junto a Alfaguara los principales editores de autores hispánicos.
En total hay seis finalistas de Planeta. Otros seis Anagrama, también con dos premios. Tusquets ha tenido, de momento uno por convocatoria, esto es, cinco. Alfaguara ha ido menguando poco a poco, uno en cada una de las dos primeras y luego nada. Su lugar lo ha cogido el otro grande, que sí que participa en el premio, Beterlsman, con dos. Siruela, que pertenece a un grupo grande pero ahora no me acuerdo a cuál, otros dos. Y como comparsa está por ahí una divertida novela de Lengua de Trapo.
Editoriales pequeñas, nada. Tan sólo grandes y con presencia importante en el mercado, tanto español como extranjero. Siempre españoles, y siempre autores que ya gozan de prestigio –lo de Veloz Maggiolo, Reig y Fresán está claro que fue un despiste, no por malos, sino porque son demasiado desconocidos para el gran público.
Este año en Tusquets se ha editado la trilogía de Ramiro Pinilla, ¿donde está esa novela? Tal vez el problema es que son tres tomos y los editores españoles no leen. O al menos los editores de Anagrama, Destino, Espasa, Lengua de Trapo, Mondadori, Planeta, Plaza & Janés, Pre-Textos, Seix Barral, Siruela y Tusquets, que son los consultados. Por cierto, Espasa se conoce que no edita buenas novelas, ni Pre-Textos. En fin, que, como siempre, los datos demuestran el paupérrimo nivel de la edición –y los que se encargan de ella- por estos lares. No voy a decir que las novelas ganadoras sean mejores o peores, aunque a mí alguien me tiene que explicar cosas como lo de Moix, la verdad, pero sí desde luego que no están , no de lejos, todas las que son, y que, desde luego, no son todas las que están.
De lo de los premios que se inventaron el año pasado de la novela más vendedora y la de mejor recepción crítica mejor no hablo, porque lo primero es desvergüenza y lo segundo abracadabrante.
No quiero, por cierto, acabar sin felicitar a Vila-Matas, un autor que puede gustar más o menos, pero que ha demostrado una treyectoria coherente y personalísima hasta el día de hoy.

08 abril 2006

El cuento del fin de semana (5)

Eduardo Berti es uno de esos autores que, con el tiempo, confirmarán su importancia -que yo creo cenital- dentro del panorama de la literatura en castellano. De momento está su obra ahí, al alcance de cualquiera en las estanerías de las librerías o de las bibliotecas, para evidenciar su radical novedad y la fuerza de su inventiva. Que la última de sus novelas, Todos los funes, quedara finalista del premio Herralde que ganó Villoro demuestra que, por un lado, tuvo la mala suerte de cruzarse con un autor decidido a dar el do de pecho con la novela de su carrera y, por otro, que su narrativa postula una novedad quizá excesiva para una editorial que, aunque independiente, no está ajena a ámbito del mercado.
En cualquier caso hay que disfrutar de cada uno de los relatos de Los pájaros, y más todavía de esa obra maestra que se llama La vida imposible. Tampoco hay que olvidar esa relectura genial de una historia clásica que es La mujer de Wakefield. En sus textos, Berti es capaz de mostrar el reverso de la realidad que conocemos haciendo trágicamente patente dicha realidad. Mientras Kafka sí la obviaba, Berti nos muestra el negativo de la misma, usa el hueco que esta ha dejado para hacérnosla más visible.

Doble vida

En cuanto supe que mi padre había llevado en sus últimos treinta años una doble vida, sucumbí a la curiosidad y averigüé el nombre de su otra mujer y la dirección del otro hogar. Llamé a la puerta con una excusa cualquiera –una inspección de la compañía de seguros, o algo así-, y una mujer alta y equina me invitó a entrar. Entonces no pude dar crédito a lo que veía: el interior de aquel hogar era una réplica perfecta del que habíamos compartido mi padre, mi madre y yo; los mismos muebles, los mismos sillones con el mismo tapizado distribuidos exactamente igual, y hasta los mismos cuadros, los mismos platos de porcelana y las mismas esculturas de yeso.
De vuelta en casa, esa noche me dediqué con malévolo placer a desordenar los muebles y a revolver las cosas en los estantes. Mi madre seguía perpleja mis movimientos, pero no le dije nada de mi visita a la casa y cenamos en silencio.
De pronto recordé la vez que, siendo un niño, rompí el jarrón chino que flanqueaba el diván. El enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido desproporcionado. Ahora podía entenderlo. Podía imaginarlo incluso al día siguiente, destruyendo a conciencia el jarrón igual, sólo para conservar la simetría con su otro hogar.

Eduardo Berti

07 abril 2006

Las semillas

Cuando uno planta una semilla en la tierra lo hace lleno de esperanza. Sólo por eso el acto de sembrar merecería estar entre los más nobles que puede realizar la mano del hombre. Porque el que siembra es alguien que espera, que ofrece su mano abierta para que alguien la llene de amor, de cariño, de afecto. En la escritura el acto de la siembra puede ser el momento en que se lee, o al reparar por primera vez en algo que sucede a nuestro alrededor y que, en un futuro, transformado por la mirada del autor, se convertirá de un modo u otro en texto –palabra que viene de tejido, por lo que deberíamos aprender que también, sólo por la paciencia que requiere tramar una tela y la constancia y dedicación que exige, se convierte en otra de las labores que más puede ennoblecernos.
Pero es que si, por un lado, la siembra está cimentada en la esperanza, por otro lado es prima hermana de la dedicación. No basta con colocar una semilla bajo la tierra para que la planta crezca. Necesitamos que germine, y cuando apenas ha levantado un poco el tallo sobre la línea del suelo, tenemos que empezar a cuidarla. Regarla, limpiarle las malas hierbas –que son realmente las más puras y hermosas de las hierbas, porque crecen espontáneamente para regalarnos su presencia pero, como la mirada práctica del hombre lo mancilla todo, hemos terminado por calificarlas como malas hierbas sólo porque crecen sin nuestro control- e ir enderezándola si fuese necesario hasta que se convierta en una planta fuerte y nos de buenos frutos.
Si hemos sido pacientes, si hemos hecho bien nuestro trabajo, la planta florecerá. Por estas fechas llega ese florecer de las plantas. Lamenta uno siempre que vivir en una ciudad le aleje tanto del espectáculo que nos regala en estas fechas la naturaleza. Aquí apenas algunos árboles en los parques florecen y nos regalan su juventud y esplendor recién estrenado. Pagaría uno por poder pasar cada primavera en el campo. Y ver a los almendros o a los cerezos, que son dos de los árboles con más bello florecer, engalanados. Todavía recuerdo el olor brutalmente sensual, casi lascivo, de Lisboa a finales de abril y primeros de mayo. Cuando las buganvillas, los jacarandás expulsan su olor tropical y selvático y se mezcla con el olor a mar que provoca la pleamar al llenar de agua marina el estuario del Tajo.
Deberíamos ser como las plantas, y ser capaces de retoñar cada primavera con la esperanza con la que lo hace la semilla que se plantó antes del invierno.

06 abril 2006

Las buenas intenciones y otros cuentos

Imaginen un libro, no, mejor, una literatura. Y que esa literatura, lejos de servir como imitación más o menos servil de la existencia, es el mundo en sí, es la vida. Leer un libro que personificase esa literatura sería como pasear por un mundo no sé si mejor, pero más dúctil, que nos serviría para entener un poco mejor nuestra existencia. Quiza esas páginas resulten más amigables que las calles que transitamos, y en los recovecos de la vida de los protagonistas nos sintamos más cómodos que en los vacíos de nuestra propia rutina. Nuestro barrio, que a veces se nos presenta como un lugar medio inhóspito, y en el que, en vez de sentirnos a gusto como si fuera el salón de nuestra casa, nos enfrentamos a la mirada hostil de los que deberían ser amigos, compañeros de viaje, y que nos señalan con una mirada torva por no haber cerrado la puerta del portal, o por haber tendido la ropa goteando después de que se nos estropeara la lavadora en medio del centrifugado. Tal vez alguien escriba un día ese libro en el que quedarse a vivir, como si fuera una de esas urbanizaciones maravillosas que nos venden desde los escaparates de las inmobiliarias, un futuro lleno de paz y descanso, un paraíso a cambio de unas cuentas monedas. O un lugar de reposo, que permita estar sólo con uno mismo, como un balneario suizo de tuberculosos donde los días pasan lentos, tranquilos, abarcables. Imaginen un libro así, uno que todos querríamos tener y que pueda albergar nuestros deseos. Ese libro no existe. Sólo existe el deseo de ese libro.
En esta colección de relatos, que vienen todos juntos formando un libro, se habla de ese deseo, y de la necesidad de alcanzar ese deseo. Y de como sufrimos al no encontrarlo. En este libro se acaricia ese libro que todos hemos deseado. Imaginen ese libro, y entretanto lean este.

05 abril 2006

Manual de autoayuda

Alguno pensará que me he equivocado porque verá el título del libro del que hablo y no verá correspondencia con el título de esa entrada. No le culpo. Puede sonar un poco raro, pero a mí la lectura de este libro me ha despertado más que las ganas de vengarme la de poner la otra mejilla.
Para el que llegue de nuevo le diré que este es un libro que no llega a las cien páginas, en el que se reúnen un montón de formas de vengarse de los agravios sufridos. Hay, por lo visto, una versión primigenia que se colgó en Internet, y que, después de ser comentada y ampliada por los navegantes del ciberespacio, es el libro que tenéis entre las manos. Bueno, mejor dicho el que he tenido yo este fin de semana entre las mías. Si tengo que ser sincero he de decir que no he sacado nada en limpio del libro, más allá de lo vengativo que puede llegar a ser alguien y de lo obsesivo que es el hombre. El tiempo empleado en idear los mecanismos que se explican en este libro puede ser mucho mejor empleado en leer otros libros, aunque sea la Biblia, y saber que se debe perdonar. Yo me tenía por una persona vengativa, vesánica, cruel, arbitraria, pero tras la lectura de estas cien hojas me descubro como una bellísima persona, y no entiendo como puede haber gente capaz de ingeniar cosas así. Supongo que deben ser los mismos que con unos cables, un generador eléctrico y los testículos de un opositor -del que hace oposición, no del que las prepara- idean una divertida tortura que les hace cantar hasta Rigoletto.
Aunque, también he de decir, que el libro, sobre todo, me ha aburrido. Porque es como de otro mundo. Este hombre, por lo visto, es escandinavo, y allí el mundo debe ser muy distinto al que rodea a un españolito medio. Muchos servicios postales que menciona son inexistentes, los buzones españoles carecen de banderita, hay servivciox telefónicos que no tenemos, etc. Así que quien haya pensado usarlo como verdader0 manual de instrucciones para poner en marcha sus ansias de venganza se va a encontrar con muchas menos ideas realizables de las que esperaba. Y quien lo vea como un catálogo de atrocidades va a aburrirse soberanamente ante un muestrario de ideas bastante burdas.
Lo mejor es verlo como un libro de autoayuda, como el método Carnegie. Si aquel te enseñaba a hablar en público, éste te permite encontrar la calma ante tus necesidades de venganza con la simple lectura de un libro.
Creo que quiénes más van a agradecer este libro serán, por ejemplo, la gente con la que tenía algo pendiente. Después de este fin de semana estoy suave como la seda, mis deseos de hacer daño a la gente se han esfumado.

03 abril 2006

Vivir como si siempre fuera domingo

Es un deseo muy generalizado. A la gente siempre le ha gustado la holganza, a qué negarlo, así que tal vez orque la semana está distribuida de un modo desigual, a casi todos les gustaría que los fines de semana fueran largos y los días laborables cortos, muy cortos. No conozco niño que no haya mencionado alguna vez su deseo de que se cambiaran las tornas, y hubiera dos días de clase y cinco de descanso.
Y para descanso, el domingo. Los domingos tienen muy buena prensa. Para muchos son el día ideal, hasta el punto de que desean vivir siempre en un domingo. Una de mis alumnas así lo ha dicho, "vivir como si siempre fuera domingo", y supongo que a ella le hará ilusión, pero a mí, la verdad, no. No hay nada tan eterno, tan dolorasamente largo y aburrido como una tarde de domingo. Son larguísimas, desde mi más tierna infancia -si es que mi infancia fue tierna, que eso habría que preguntárselo a mi madre- me han parecido soporíferas. Cualquier cosa es mejor que una tarde de domingo, donde no se puede hacer nada -por eso tantos matrimonios pasean los domingos.
Puestos a vivir siempre en el mismo día de la semana, vivamos un sábado. Es mucho mejor. Tampoco es laborable, y si uno quiere puede usarlo para lo mismo que un domingo: para nada. Pero, en cambio, es mucho más variado. Puedes comprar si te apetece, y lo que quieras, sin tener la sensación de que uno es un ultraliberal cabrón que obliga al proletariado a desconocer el día libre. Puedes ir al cine sin apreturas, porque es el domingo por la tarde cuando todo el mundo va al cine, ya que es de las pocas cosas que uno puede hacer en un día así. Pero, sobre todo, puedes disfrutar del día sin pensar que a la mañana siguiente hay que ir al trabajo. Los planes para los sábados son mucho mejores: "Vente para acá y luego salimos de marcha" y lo puedes hacer porque vas a tener todo el domingo para reposar la resaca. En cambio sal un domingo y verás la semana de lujo en la que te metes con el primer día ya de resacas.
Si hubiera que vivir siempre en un día yo me quedo en un sábado. El sábado es un día puro. No se trabaja, al día siguiente tampoco, y hay tiempo para todo, y nada importa, y cualquier cosa se puede dejar para el día siguiente. El sábado es el pequeño anticipo del veraneo, que es la mejor época del año para vivir. Fernando Ortiz, que es uno de los mejores poetas que ha tenido España en la segunda mitad de siglo XX, se dio cuenta de eso, y publicó un libro de artículos llamado Manual del veraneante perpetuo. Lo editaron en una pequeña editorial de un bar del barrio de Santa Cruz llamada La Carbonería -ahí es ná, un bar editando libros, nueve libros editaron en dos años- y es un ejemplo maravilloso de lo que debe ser vivir siempre en el reino del descanso. Pequeños textos, artículos de prensa, en los que se demuestra que el pensamiento de un veraneante va por ráfagas -conviene no interrumpir el descanso con un esfuerzo continuado- y que los dominios de la pereza son el mejor lugar para dedicarse el noble arte del pensamiento.
Hoy todavía podrá encontrarse ese libro por las estanterías de los libreros de viejo, o esforzándose un poco a través de Internet. Los veraneantes perpetuos no lo leerán porque supondría mucho esfuerzo hacerse con uno, pero el que es trabajador puede buscarlo como método de autoayuda para ser mejor.