22 agosto 2014

La impunidad del relato. Entrevista con Sergio Chejfec


Apenas un año después de la edición de La experiencia dramática, la tercera novela de Sergio Chejfec que la editorial Candaya ha publicado en España, aparece ahora en las librerías su primer libro de relatos: Modo linterna. Lejos de la idea que desprende la publicación sucesiva de los dos títulos, son textos que han crecido juntos y que, de cierta manera, pueden ser leídos como las caras de una misma moneda. La publicación de ambos libros ha servido, junto al aplauso unánime que han obtenido las traducciones de su obra al inglés, francés o hebreo, para consolidarlo como uno de los autores latinoamericanos más reconocidos, lo que ha servido para confirmar la rotunda afirmación que hiciera Beatriz Sarlo: «Ni Piglia ni Aira: Sergio Chejfec». Esta entrevista se ha ido construyendo, como ambos libros, en varios tiempos, acompañando paseos por las calles de Manhattan, alrededor de tazas de café y mediante ajustes finales en la distancia que el correo electrónico permite atenuar. 

Veinticinco años de carrera y catorce libros publicados. ¿No es un modo extraño de estrenarse en un género, el del cuento, que parece servir siempre como carta de presentación de un autor? 
La verdad es que no lo siento como un estreno ni como un comienzo, aunque entiendo lo que quieres decir —y en la medida en que lo entiendo supongo que podría estar de acuerdo, pero sólo a efectos explicativos—. Más bien lo veo como una forma de escribir relatos por otros medios. Quiero decir, creo que en general escribo relatos, o narraciones; y que a éstos les ha tocado ser breves. La única diferencia que encuentro relevante es que, en general, narraciones breves o extensas se diferencian (una de las diferencias) según como administran la información. La novela larga busca convencer; la corta busca engañar o confundir. Creo que mi tendencia en este caso es proponer novelas cortas de muy pequeño formato.

En tu narrativa hay una presencia constante del paseo como marco de la narración. En La experiencia dramática y en Modo linterna vuelves a usar los paseos de los protagonistas como excusa argumental. ¿Por qué el paseo? 
Creo que caminar es una manera de viajar. Y parte de la literatura, desde los comienzos, se sirve de desplazamientos. El desplazamiento como acción narrativa básica, después se producen naturalmente los desarrollos. Uno se va, llega, cambia de sitio. Son momentos “¡Zas!”; pasa esto, se produce un cambio, el entorno es otro, nuevo paisaje y nuevas personas. El viaje en general. Ahora bien, de todas las formas de desplazarse, la caminata me parece la más radical. Está obviamente la tradición de escritores caminantes; es una tradición tan vehemente que uno se pregunta si caminata y escritura no serán prácticas misteriosamente complementarias. La caminata como acción que produce una sintaxis mental y narrativa propia, una especie de rumia derivada de cambios espaciales a velocidad humana. Rousseau, Borges, Svevo, Benjamin, Joyce, Kafka, Sterne, Stifter, Walser, Sebald, Chatwin. Eso para no hablar de los héroes literarios que precisaron caminar, desde El Quijote a Auguste Dupin. Dupin es un caso ejemplar, porque se realiza tanto cuando camina como cuando se encierra. Eso por el lado de la literatura. Fuera de ella, uno puede decir que la caminata, “el caminar”, es casi la única actividad no colonizada por la economía súper capitalista, que tiende a fragmentar el consumo y crear necesidades a partir de nuevos artículos. Quiero decir, para caminar no se vende nada especial, y sí hay un mercado alrededor de comer, correr, dormir, practicar sexo, leer, etc. De manera que, para resumir, diría que mis personajes se detienen en las acciones mínimas, el tipo de acciones elementales como la caminata. Y al mismo tiempo son a veces rumiantes cerebrales, que han encontrado en la velocidad que imprimen las dos piernas el ritmo adecuado para avanzar con sus pensamientos. Es curioso cómo la forma más natural y primitiva de desplazarse puede convertirse en una actividad afirmativa.

Frente a tus novelas anteriores, donde todo el peso de la narración descansaba en un protagonista, que a veces era el propio narrador, en esta hay muchos más personajes. ¿Por qué ese cambio? 
Esta novela está más poblada, es verdad. Teniendo en cuenta que en mis libros suele haber uno o dos personajes, acá se produce un salto masivo, son como cuatro… Los libros recientes que mencionás son algo así como soliloquios. En general el narrador ocupa un lugar destacado, seleccionando lo que se dice y el significado de lo ocurre. Parece inevitable. Como anuncia el título, en la novela de ahora buscaba un carácter teatral. Los personajes piensan y opinan sobre los otros todo el tiempo; no les preocupa demasiado actuar, digamos, sino calibrar el significado de las premisas y las acciones de los otros pero, en la medida en que lo hacen constantemente, suponen que pueden estar siendo objetos del mismo tipo de miradas. Porque en la literatura, como en la realidad, no siempre un personaje puede saber qué pasa en la conciencia de otro. Pero me gusta suponer que sí, como si estuvieran en sintonía telepática, porque es una forma más de incorporar el artificio que, de modo inevitable, siempre está latente. Como si uno dijera: cuanto más fabricados son algunos aspectos del relato, cuanto más se ve el capricho y la arbitrariedad de la composición, el conjunto adquiere un estatuto real diferente. No es que sea más real, sino más autónomo, plausible porque es menos pretencioso. La ficción consiste en eso; no se vincula tanto con las acciones precisadas o la anécdota, sino con la construcción de un escenario donde se describe lo que ocurre con casi absoluta impunidad. Y esta novela está formada por escenas yuxtapuestas, y en ellas los personajes tienen que aportar algo, tienen que ser actores. A la vez, saben que son actores de sí mismos. Carecen de papeles exteriores a ellos, porque de alguna manera ellos ya son lo suficientemente exteriores como para necesitar otros papeles.

Tu escritura ha trabajado, desde sus inicios, la tenue frontera que separa lo que podríamos denominar, por simplificar, ficción y realidad. Podría casi atreverme a postular la existencia de un género para definir la escritura de Chejfec: «no no-ficción». Lo llamativo en Modo linterna es que aparecen muchas más referencias (personas, lugares) del mundo «real» claramente identificados, frente al desdibujamiento de las novelas. ¿Por qué? 
Para mí lo importante, en ocasiones, es que la historia produzca su propia ficción. No me gusta ponerme en el lugar de un emisor de ficción. No me gusta porque lo considero arrogante. No me siento autorizado para decir “Había una vez…”. ¿Cómo resolver el problema del escritor que no cree en la ficción? No tengo recetas generales. En mi caso, tampoco creo plenamente en la crónica (también considero arrogante el género). Por lo tanto, pienso, en la medida en que no me siento autorizado para “contar” la ficción o lo real, mi recurso es introducir la idea de ficción o el valor de real dentro del desarrollo del relato, como si fueran elementos interiores, que dependen de su desarrollo. No es que obedezca a un plan; me doy cuenta de que es como se termina dando. De ahí, quizá, la presencia de lo especulativo. La especulación es para mí una suerte de imaginación no fáctica, vinculada más con los escenarios que con la fantasía de acciones o caracteres.

Como has señalado en el mismo título de la novela, La experiencia dramática, la sombra teatral se extiende a lo largo del libro, pero también en la construcción de los personajes, que son conscientes de su actuación o fingimiento. 
Bueno, en un punto es como dicen los versos de Circe Maia que sirven de epígrafe a la novela. El viajero no espera lugares, lo que busca es una situación, “signos de lo lejos”. Diría que a esta novela no le interesan tanto las personas, los personajes y sus aprendizajes, como un escenario, las escenas en que se ponen de manifiesto. Los protagonistas son simples y tortuosos a la vez, actúan de sí mismos. En este sentido quizá sean extrañamente contemporáneos en términos de sensibilidad. Son flotantes y parasitarios; el trabajo, del que probablemente carezcan, no es relevante; no tienen premisas firmes; están desvinculados de lo social; tienen creencias imprecisas y cambiantes; son un poco egoístas y triviales, pero competitivos; también se sienten un poco frustrados y son equívocamente nostálgicos. Son como ancianos sin pasado. Es como si todo lo actuaran porque es la única manera de soportar la experiencia de la vida. Y por eso son intermitentemente concientes de la representación que están llevando adelante.

La estructura es difusa. No se podría asegurar de modo tajante si se trata de un único paseo que abarcaría toda la extensión de la novela o, por el contrario, de fragmentos o continuidades establecidas usando cada uno de esos paseos semanales que los protagonistas realizan en común.
Creo que toda novela lo que busca mostrar es un momento elástico. O elastizado. Lo que recordamos de las novelas es un impacto repartido en el tiempo. Podemos recordar páginas y momentos puntuales, pero siempre lo que queda es un sentimiento que funciona como un continuo que se extiende hacia atrás y hacia adelante. Yo diría que la estructura de esta novela es difusa y transparente a la vez. Los paseos no están diferenciados, es verdad, porque no tienen importancia como unidades dramáticas. Todos los encuentros forman un solo paseo, una sola situación, que la novela busca mostrar como si fuera ese momento elástico que se deriva de la lectura.


¿Hay un texto dramatúrgico detrás de la concepción de la novela? 

La novela está concebida, o pensada como si se tratara del relato de una representación. De ahí la inclinación por incluir ciertas situaciones imaginarias y afecciones en el sentido de evaluaciones morales o emocionales. También la presencia de los ademanes, gestos y movimientos escénicos insertos en la narración. Creo que en general mis historias son un poco teatrales; esto se debe a algo muy simple: el narrador es quien observa y considera el relato. El teatro como género proyecta una mirada: te hace ver lo que quiere que veas. Pero todo lo que ves en el teatro es «cierto», ocurre, porque estás viendo la mesa, o el sucedáneo de la mesa, y al actor que camina o habla. En este sentido, dada la fuerza de los hechos materiales, el teatro crea muy rápidamente su propio verosímil. La novela carece de escenario físico; la única posibilidad que tiene, si se lo propone, es proponer el artificio como un préstamo de lo real. Si presentamos a alguien que actúa de modo natural es una cosa, pero cuando está actuando como si estuviera representando tiene una fuerza dramática más enigmática. Esa faceta representacional, como si fuera un polo que gravita dentro de la narración en contra de su linealidad, para mí tiene que ver con una postulación de tipo literaria, en el sentido más directo de la palabra. Me interesa profundizar en qué pasa si consideramos la literatura como un relato que busque representar hechos que se están actuando y, al mismo tiempo, reflexionar sobre ellos. Y darle a esa anécdota, que no es real pero que se presenta como si lo fuera pero no le importara, una consistencia dramática plena. Es lo que le falta al teatro para ser absolutamente legible o consistente en el sentido que la tarea de los actores, generalmente, apunta a poner en evidencia el grado de sintonía o identificación con los personajes que deben representar. En cambio la narrativa tiene la ventaja de cuestionar ese tipo de vínculo que para el teatro es impuesto. Hay teatros que pueden trabajar en contra de ese vínculo, y hay muchas otras alternativas, pero desde un punto de vista esquemático, creo que se podría pensar en una literatura que por un lado busque narrar sobre hechos que están siendo representados y al mismo tiempo reflexionar sobre esos hechos como si fueran verdaderos y reales.

Los nueve relatos que articulan Modo linterna se presentan como unos textos difíciles de encajar dentro del molde que el lector tiende a proyectar de lo que es un cuento. Además, encajan muy bien para formar un todo más continuo, una novela dividida casi. ¿Cómo concibes el género y en qué medida pretendes ser respetuoso con sus modelos? 
En general, los cuentos se apoyan en relaciones de causa y efecto para organizar lo que ocurre. Pueden ser lineales, fracturados, fantásticos, policiales, etc. Eso, en la medida en que un cuento se proponga contar cierta peripecia. Pero esto suena muy general, y en parte es porque no existe un modelo al que deber respeto. Como lector, siempre preferí los no-cuentos: relatos cuyo avance esté menos dirigido por la idea de misterio o resolución de un enigma, que por la construcción de una atmósfera de la que, en definitiva, ese enigma sea un efecto.

¿Por qué nunca has escrito teatro? 
¿Qué es escribir teatro? Me gusta más la idea de la teatralidad como forma dentro de la narración. Así como el narrador se lee a sí mismo para seguir avanzando, los personajes se interpretan a sí mismos. 

La “experiencia dramática”, que sirve como excusa argumental y da título a la novela, destaca esa interpretación desplazada de la vida como una serie de hechos merecedores de ser interpretados, vividos de nuevo a través de la actuación.
La experiencia dramática es el leit motiv. Dos amigos se reúnen a conversar. Ella es una actriz vocacional y como ejercicio de sus clases de interpretación debe representar la experiencia más dramática de su vida. Pero no sabe cuál es. ¿Tiene que haber sido dramática en el momento que se produjo? ¿Puede haber adquirido su dramatismo después? ¿Puede dividirse en escenas encadenadas? La experiencia dramática es algo perteneciente al pasado. Es el tipo de cosas que nos hacen hablar. Pero a la vez, la experiencia dramática es la experiencia de lo escénico, la actuación (ya sea como actor o como testigo). Los personajes están sometidos a la fuerza que los hace actuar y ver lo actuado en los otros. En este sentido son un poco autómatas.

¿Cuándo comprendiste que el puñado de textos que habías ido escribiendo a lo largo de la última década podían construir un libro de relatos tan cohesionado por temática y obsesiones como este?
Escribí estos relatos a lo largo de siete años, en general para revistas o libros colectivos. Diría que se fueron acumulando. Y en cierto momento se me ocurrió pensar que algunos podían ser tributarios de las novelas que escribía en la época de cada cual. No lo digo en términos genéticos o filológicos, sino como preocupaciones temáticas o conceptuales. Es decir, pensé que podían describir un trazado, y que como tal dibujaban acaso una paralela discontinua, pero alguna figura parecida. O sea, me ilusioné con la posibilidad de haber escrito en dos dimensiones o registros, y más aún, ante la eventualidad de no saber cuál línea repica en la otra.

Toda tu vida como autor se ha desarrollado fuera de tu país, cómo te relacionas con esa situación tan particular. 
En 1990, al irme estaba saliendo Lenta biografía. Al tiempo salió la segunda novela. Lo que vino después lo escribí afuera. Vivir en el exterior del país es verificar un vínculo, una respiración, que sentía ya distanciadamente cuando estaba adentro. Seguí publicando en la Argentina, y es el primer sitio donde me interesa hacerlo, siempre. Cuando escribo pienso que eso de una manera u otra va a ser leído en la Argentina; está dirigido a mi biblioteca imaginaria, esa biblioteca fantasmática que tienen los escritores y que se compone de títulos, momentos, autores, entonaciones, una comunidad un poco movediza y totalmente subjetiva. A la vez uno va perdiendo detalles de la trama literaria, debido a la ausencia se complica esa sintonía que no precisas adquirir para poder moverte en tu mundo. De todos modos trato de estar al tanto, porque en definitiva quien está fuera idealiza la totalidad que te ofrece el país, o la plenitud que se deriva de estar dentro. Es divertido cómo la distancia física teje algo así como una selección espontánea de lo que encontrás. Pero eso tiene un correlato, porque al estar fuera terminás poniendo más empeño por enterarte de lo que sucede de lo que hacen muchos de los que están adentro.

Entrevista publicada en El cuaderno, el que fuera suplemento cultural de La Voz de Asturias, 
número 56, correspondiente a mayo de 2014 
aunque, paradójicamente, en su edición en papel apareciera con la fecha equivocada de 2013. 

18 agosto 2014

Lo tuyo son manías, lo mío rituales


Las manías, como las flatulencias, sólo son soportables cuando son propias. Las ajenas molestan, sorprenden e incomodan. Por eso, no es de extrañar que todo ritual de otra persona parezca, en primera instancia, incomprensible. A esa circunstancia se suma el hecho de que es muy posible que las liturgias propias, más o menos rigurosas, nos pasen totalmente desapercibidas porque nos parecen comportamientos lógicos. Cuando me entré de que Franzen escribió The Corrections encerrándose cada día durante cuatro años en su estudio de Harlem con las persianas bajadas, las luces apagadas, un antifaz para dormir, tapones en los oídos y orejeras entendí por qué su obra es tan insoportable. Y mala. No sorprende que su siguiente novela se titulase Freedom, andaría muy necesitado de ella. Quizás para algunos es la encarnación del Zeitgeist de nuestro tiempo porque refleja la vida de quienes están enganchados a su teléfono: sin relación alguna con su entorno. Ensimismada e intrascendente. Idiotas con celular o con procesador de textos, qué más da. Quizás de haber escrito mirando la pantalla la novela hubiera estado lista en dos años. No habría sido mucho peor.
Yo estoy convencido de no exigir condiciones especiales para escribir. Lo he hecho en casa, sólo o acompañado, en cafés, aeropuertos o redacciones. Siempre que fueran textos circunstanciales, claro, académicos o periodísticos, porque las novelas las he escrito siempre cuando no tenía nada mejor que hacer. Lo más parecido a un ritual en que incurro, y sólo cuando tengo mi compu, es usar una plantilla formateada del procesador con la apariencia de un libro impreso. Las ochenta páginas del texto ocuparán ochenta páginas impresas. Salvo que en la editorial le hayan encargado la maqueta a uno de esos recién egresados de las escuelas de diseño que jamás han leído un libro y entregan engendros imposibles de leer.
Manías leves, soportables. Nada como lo de Capote, que escribía tumbado dos borradores a mano que más tarde mecanografiaba en la misma cama apoyando la máquina de escribir sobre sus rodillas, teniendo siempre la precaución de no comenzar ni terminar texto alguno en viernes —¿por qué no dejar de trabajar los viernes, me he preguntado siempre?— y que jamás podía ver más de tres colillas en ningún cenicero, lo que lo obligaba a frecuentes interrupciones para vaciarlos… Tal vez todo ese comportamiento no tenga misterio alguno para un estudiante de primer curso de Psicología. A mí, sencillamente, me parece un milagro que, así, lograra piezas tan perfectas y turbadoras. O quizás tanto obstáculo decante el estilo. Quién sabe. 
Publicado el 27 de julio de 2014 en el Diario Perfil