30 enero 2007

La obra de un explorador

¿Se puede leer ingenuamente? ¿Podemos asimilar las narraciones sin tener en cuenta el momento en que fueron creadas, sin ubicarlas en la cadena de la Historia de la Literatura? ¿El lector ideal es el que tiene en cuenta el texto y su contexto o el que se sumerge en el sin ningún tipo de idea preconcebida? Es una pregunta que me he hecho muchas veces, incluso he llegado a creer que puede ser un baremo interesante que separe a las obras maestras –esas piezas que todos dicen haber leído pero de las que se habla casi siempre por referencias- de las que no lo son. El baremo consistiría en que la lectura de esos libros, tanto en el momento de su nacimiento como a través de los años proporcione la misma sensación de novedad, sin perder nunca su calidad artística. Cuando uno lee a Shakespeare o a Cervantes –por poner dos ejemplos irrebatibles- uno siente que se le habla de cosas que ve en su día a día, y que se hace de un modo cautivador. Y, del mismo modo, parecen hablar al catedrático como al lego, sin hacer distinción entre ambos.
Toda esta reflexión viene a cuento del libro de H.G. Wells que acaba de editar Atalanta: Los ojos de Davidson. ¿Debemos leer a Wells con la misma ingenua perplejidad con que lo leyeron sus coetáneos victorianos? El prólogo de Alberto Manguel parece apuntar en esa dirección. Parece decirnos: pasemos por encima de los tópicos sobre Wells –prejuicios, debemos ser justos al reconocerlo, que han marcado su obra tras la muerte del autor- y leamos sus cuentos como prefiguraciones de la ciencia-ficción por venir. Sorprende en el prólogo las limitadas referencias de Manguel. Limitadas si considerásemos que la literatura es el mundo, algo muy borgeano que, posiblemente, ha heredado Manguel de su relación con el hacedor ciego. En tal caso habría que reconocer que Manguel tiene un amplísimo conocimiento del mundo. Ahora bien, la herencia más profusa de Wells, la más fértil, no está en la literatura, sino en expresiones de mayor éxito popular como el cine o los cómics, por no hablar de la televisión. La lectura de los cinco relatos recogidos en este volumen evoca innumerables referencias a un lector que esté más en ese mundo audiovisual que en la enorme biblioteca de referencias de Borges y Manguel.
Y por eso hay que volver a lo preguntado, ¿cómo debemos leer a Wells? Si lo hacemos ubicándolo diacrónicamente se engrandece, no por cuestiones estéticas, sino temáticas. Ha quedado en la mente de todos como un precursor de la ficción científica y ciencia ficción –no son lo mismo- y agudo montador de parábolas sobre la condición. Pero la realidad es que hoy los textos de Wells se han quedado un poco viejos, son pasto de nostálgicos y eruditos y el lector no va a encontrar historias o enfoques que no haya visto ya mejor resueltos en obras que, sí, son posteriores a esta, pero también resultan más interesantes.
Eso nos aboca a una nueva pregunta: ¿es pertinente la edición de este libro?, ¿podemos pensar que Wells está superado y hay que dejarlo como pasto de libreros de viejo e historiadores de la literatura? Está claro que la literatura no se mide como la ciencia, y por eso la respuesta debe ser afirmativa. Una literatura –y al decir esto estoy haciendo una mezcla casi imposible de mercado y arte, así como de los que los usan y practican- debe tener siempre disponibles a los clásicos, a las obras de referencia. Para un aficionado a la ciencia ficción este libro supondrá la fijación de los padres del género, y por lo tanto debe ser una lectura casi obligada. Comprenderá que tanto la ciencia como la ficción se han desarrollado más bien poco en estos cien años. Para un lector de Wells supone la posibilidad de disponer de los textos fijados en una buena traducción que, como en el caso de “El país de los ciegos” –el relato más conocido de su autor, y más editado-, aporte las dos versiones que el autor hizo del texto al pasar los años. Y, para un lector que busque una narración bien planteada y entretenida es una oferta inigualable, ya que en el libro se recogen cinco historias que, sobre todo, entretienen y divierten al lector.
Pero sigue flotando en el aire la duda del inicio. ¿Podrá está edición cuidada y respetuosa situar a Wells en un canon de autores mayores? Yo creo que no, porque la función de Wells en la narrativa no parece la de un gobernante, sino más bien la de un explorador.
H.G.Wells Los ojos de Davidson Atalanta, Vilaür, 2006

18 enero 2007

Un francotirador es muy parecido a un poeta

He leído todos y cada uno de los libros que ha escrito Juan Bonilla, así que creo que puedo afirmar que soy un conocedor de su obra. Durante algunos años incluso fui de los que pensaban que era uno de esos talentosos jóvenes escritores –si sigo haciendo este tipo de sintagmas va a parecer que esto es una traducción- que con los años se convertirían en los popes de la novela hispana. Hoy creo tener la certeza de que es uno de los mejores escritores que tenemos, independientemente de que muchos críticos sigan esperando “una gran novela” de sus manos, y también sé que no será nunca un pope de la literatura española. Las razones son varias.
Por ejemplo, ha leído mucho, y eso no es buen augurio para un autor en este país. Conviene haber leído poco e ir por ahí descubriendo mediterráneos, como la mayoría de los críticos, por aquello de que Dios los cría y ellos se juntan vale también para la literatura, y uno contempla con verdadera perplejidad como año tras año se sigue encumbrando a los autores que siguen haciendo lo mismo de siempre y las más de las veces peor que como se ha hecho siempre. Pero Bonilla ha leído literatura del derecho y del revés, y no se ha quedado ahí, su curiosidad le ha llevado a frecuentar otros terrenos, y posiblemente sea uno de los escritores con mayor abanico de referencias a la hora de enfrentarse a cualquier historia. Una de las dos licenciaturas que tiene, si no recuerdo mal, es la de Clásicas. Y en sus narraciones se puede apreciar en todo momento como sus historias beben de la estirpe grecolatina, pero que siempre son vistas desde la perspectiva más actual, más interesante y más viva para un habitante de este sigo que apenas acaba de comenzar.
Otra razón de peso es que Bonilla es periodista. No es uno de esos que va a las tertulias de la televisión empujado por un “halo de escritor” y que así puede colocar “periodista” en el currículum que le prepara su agente literaria. No, Bonilla eligió estudiar periodismo y es una de esas rara avis hispanas–esto va a parecer traducido, uno ya lo ha asumido- que parecen sacadas del mundo de la prensa norteamericana: un columnista con las manos libres para tocar el tema que quiera porque siempre va a hacer con originalidad y espíritu literario. Basta con leer El Mundo –sí, amigos, si uno quiere perseguir la buen literatura debe pasar por encima de consideraciones morales- para comprobar la libertad temática que exhibe Bonilla en su faceta periodística. Aquellos que sean más perezosos, o que bien cuenten con más medios económicos, pueden hacerse con sus libros de artículos: Veinticinco años de éxitos –es inencontrable ya, una verdadera pena porque es un libro precioso, si encuentran uno piensen en mí, acepto regalos-, el divertidísimo El arte del yo-yo –que repesca la casi totalidad del anterior-, La holandesa errante y Teatro de variedades. En ellos se puede apreciar la capacidad del autor de convertir noticias, libros, detalles de todo tipo, en robustas reflexiones sobre la existencia o metáforas sobre el sinsentido de la misma. Como todo buen articulista sabe mantener la tensión entre la opinión y la narración, y muchos de sus textos se mueven a medio camino de la columna y el cuento.
No se debe olvidar que Bonilla quiere hacer literatura. Sus referentes: Nabokov, Kafka, Platonov, Pound, Canetti… -entre otros, y por citar sólo a extranjeros- son una buena pista de la exigencia que siempre ha mantenido en sus textos. Tanto los versos como la prosa de Bonilla –coincido con él en que la poesía es un sustrato que debe afectar a todo acto artístico, así que confundir forma con fondo me parece absurdo- son extrañamente sencillos. Dificultosamente sencillos. A medida que uno discurre por ellos no repara en la suavidad con la que te desplazan, en la ausencia total de pendientes con que uno se topa. Pero, basta con leer más concienzudamente para darse cuenta de lo arduo que es escribir con esa sencillez. Al contrario de lo que suelen hacer la mayoría de los escritores, que exhiben su dominio del lenguaje con una sintaxis alambicada o con el uso de un léxico florido, pretendiendo que el lector se esfuerce en alcanzar su nivel –algo parecido a la jerga gremial que expulsa a los no iniciados y permite la perpetuación de modos y rangos-, Bonilla hace el trabajo de acercar su obra al lector. No significa eso que rebaje de profundidad o de variedad sus textos, al contrario, lo que sucede es que se encarga de que el lector sólo tenga que asimilar esas ideas, no desentrañarlas. Salvando las distancias temáticas, me recuerda en eso a la vocación de transparencia de los grandes ensayos de Ramón Gaya.
Como le gusta la literatura y trabaja de periodista –lo que conlleva estar un poco al tanto de lo que sucede en el mundo, ese planeta en mitad del Sistema solar que tan poco parece importarles a los miembros de la “nueva narrativa española” de la transición, de ahí los bostezos que provocan sus novelas-, y le da a la fotografía, tiene que sufrir las molestias de preocuparse por cuestiones estéticas. Bonilla se preocupa del acabado de cada uno de sus textos, de incorporar en ellos nuevas tendencias que se están dando en la literatura mundial, pero sin hacer alarde de ello. Tan sólo se permite sarcasmos en determinados momentos hacia la parte más rancia del mundo literario –los hay repartidos por todos sus libros, pero la estoica irritación que revela en el epílogo de este libro hacia la cómoda tendencia monologuista del cuento español es una muestra de ello-.
Fruto de todo lo comentado es el libro del que hablo. Basado en hechos reales es una antología de más de trescientas páginas donde recoge dieciocho relatos. Algunos provienen de sus libros de relatos –El que apaga la luz, La compañía de los solitarios, La noche del Skylab, El estadio de mármol y, ¿se puede considerar a Je me souviens un libro de relatos?- y otros estaban desperdigados en revistas o antologías. El título no es casual, ya he hablado del “Bonilla periodista”, y en buena medida esta antología viene a demostrar que los asuntos de sus cuentos beben de la realidad periodística. Lo que sucede es que Bonilla es un esteta y ha leído algo de literatura –entre otras cosas- y sabe que su objetivo no es, cuando acomete la narrativa, presentar la realidad tal cual, como si se tratase de un reportaje, sino transmutarla, usarla como materia prima de la buena literatura. Por eso en sus cuentos uno puede encontrarse realidades tremebundas que parecen sacadas de las páginas de sucesos –ahí está “Paso de cebra” o “La noche del Skylab”- pero de ellas extrae Bonilla lo simbólico, lo que se puede metaforizar y transformar en literatura que le hable al hombre. Lo mismo sucede con la literatura, que en sus cuentos deja de ser una referencia cultista carente de contacto con la vida para fundirse con ella y enriquecer la existencia de sus personajes. Y todo está contado con la sencillez necesaria para transmitir las complejas relaciones, los extraños saltos temporales o espaciales que en buena media se producen en estas historias.
Bonilla sabe estar en el mundo y hacer poesía con la realidad que le rodea, sea esta la que aparece en las noticias o la que entresaca de sus lecturas. Por eso no será nunca un pope de la literatura española, ahora me he dado cuenta. Para estar ahí –donde ahí significa en los sillones de las academias, en las páginas completas de los diarios, en los estudios de los doctorandos sudamericanos, en los jurados de los premios- se necesita cerrar los ojos a la realidad, asentir cuando el que firma el talonario lo exija, acomodarse y dejarse llevar por la corriente. Y no veo por allí a Bonilla, lo veo en los márgenes, lo veo afuera, disparando contra la hipocresía y los lugares comunes, haciendo poesía con nuestros más oscuros deseos. Lo veo insomne, fumando, preguntándose qué hace en este mundo, y siendo así no le dejan entrar a uno en el grupo de los aplaudidos por el sistema, afortunadamente.
Juan Bonilla Basado en hechos reales Berenice, Córdoba, 2006

17 enero 2007

Mil imágenes cuestan mil palabras

Aprovechando una tarde fría estuve ayer releyendo City of glass, el cómic que David Mazzucchelli y Paul Karasik realizaron sobre la novela homónima de Paul Auster. Lo hice, por supuesto, en la edición de Faber and Faber, la edición británica que reproduce la original de la editorial estadounidense Avon Books. El lector español puede buscar una buena edición en los tres comic-books que editó La Cúpula hace unos años –aunque lo va a tener bastante difícil, la verdad-, lo digo porque la edición que hiciera Anagrama hace un año, la que se encuentra con facilidad en las librerías, evidencia que no están acostumbrados a la edición de tebeos: ni el papel elegido, ni el tamaño de la caja son los que esta obra exige.
La lectura del texto sirve para clarificar dos cuestiones fundamentales:
Por un lado la robustez de una trama capaz de sostenerse independientemente del tratamiento narrativo o estético al que se la someta. La novela de Auster resulta fascinante para cualquier que se acerque a ella –yo recordaré siempre la impactante lectura que realicé, a mis dieciséis años, en la edición de Júcar- pero este cómic no lo es menos. Karasik, editor de la revista Raw, conoce de primera mano los problemas que el autismo genera –escribió junto a su hermana Judy el libro The Ride Together: A Brother’s and Sister’s Memoir of Autism in the Family- así que no es de extrañar que le interesara la historia de Peter Stillman, un hombre al que su padre cercenó el aprendizaje del lenguaje en la infancia para llevar a cabo un experimento.
Por otro lado, Mazzucchelli es un dibujante arriesgado, que ha evolucionado desde un estilo cercano al de Gene Colan hasta un aire personalísimo en el que se trasluce una capacidad innovadora evidente. Mazzucchelli es un autor escaso, con pocas obras, pero todas han sido extraordinariamente relevantes para el género. Daredevil: Born Again, Batman: Año Uno y esta pequeña obra maestra. Partiendo de una retícula de nueve viñetas, que usa como base, en cada una de las planchas se permite juegos fascinantes, combinaciones de viñetas, montajes orgánicos y, cuando lo ve necesario, rebasa los márgenes para lograr ilustraciones a página completa o de páginas combinadas. Resumiendo: consigue que una, en apariencia, férrea estructura resulte a los ojos del lector dúctil y cambiante.
El trabajo de Karasik y Mazzucchelli logra ir más allá de una adaptación servil, la lectura de este cómic no se restringe a una traslación de la novela de Auster a otro lenguaje, sino que es una creación auténtica, al convertir una historia narrada con palabras en otra narrada en imágenes. Los mecanismos son distintos y, por eso, los resultados también. No es ya la misma historia, o lo es y no lo es, y ahí radica el interés que para los que ya hayan leído la historia puede tener esta adaptación.
Por otro lado esa relectura me ha servido para confirmar que todo Auster, o al menos lo mejor de él, ya está en esa novela. Yo siempre lo he creído así y no me cansaré de decirlo, La trilogía de Nueva York es la gran obra de su autor.
La relectura de las relaciones entre ficción y realidad –esa ficción consensuada- que toma como referencia al Quijote y las teorías de Wittgenstein están en la base de todas sus narraciones. Ese azar omnipresente que tanto ha fascinado a los lectores de Auster –y que tantos plagiadores usan sin su maestría- es el síntoma de la capacidad de la invención humana, de nuestra imaginación, de influir en la realidad. Los personajes de las novelas de Auster son ficciones que solidifican la realidad, al mostrar las extrañas conexiones que solamente un creador puede no ver, sino construir.
Auster, Karasik y Mazzucchelli City of glass Faber and Faber, London, 2005

16 enero 2007

Yo necesito Dylarama

Una de las cosas buenas que tiene insistir es que uno descubre, aunque sea tarde, cosas maravillosas que se estaba perdiendo. Recuerdo que de niño no comía nunca jamón, y ahora no puedo vivir sin él, o que el primer bocadillo de calamares que comí no me gustó nada, o que de pequeño no comía casi pescado, y por eso cada cierto tiempo me da por comer algo que no me gusta, a ver si ahora las cosas han cambiado.
Yo intenté leer a DeLillo después de leer una entrevista en la que Paul Auster hablaba de su amigo como uno de los novelistas más interesantes de su país. Me acerqué a la biblioteca donde me surtía en esa época y me llevé en préstamo Submundo. Lo intenté, pero ese partido de béisbol con el que se abre el libro se me hizo eterno, y lo dejé. Pero siempre tuve a DeLillo en la cabeza, incluso alguna vez volví a coger prestado el mismo libro, pero nunca me decidía a leerlo –la verdad es que las setecientas páginas que tiene la novela son bastante intimidatorias-.
Decidí que el momento idóneo para acercarme fue cuando apareció Libra en la edición de Seix-Barral, pero por casualidades del destino la aparición del libro coincidió con la mudanza a mi actual casa y el libro de DeLillo se ha quedado un montón de tiempo guardado y sin estar a la vista –y yo leo los libros que tengo a la vista, por eso toda superficie horizontal de mi casa, incluso la tapa de la cisterna, tiene libros encima, así que no busco un libro guardado salvo que tenga mucho interés en él.
Y resultó que el libro que se quedó muy a la vista cuando me lo remitieron desde la editorial fue Ruido de fondo, así que lo leí casi de inmediato con progresiva fascinación. Es una magnífica novela, que señala de un modo directo y muy inteligente la misma esencia del individuo, ese vacío de lo real del que habla Zizek en sus textos usando términos lacanianos –bienvenidos al desierto de lo real-. Construir una historia sobre la muerte, sobre el miedo a morir y los sucedáneos de sensaciones y experiencias a los que llamamos vida y que resulte original y entretenida es muy difícil. Pero esta novela lo es.
Es una historia que juega al despiste, a abrir senderos argumentales que atraen al lector y que luego desecha porque el vacío que está en el centro mismo de la condición humana es el objetivo de esta novela. Además, la muerte está presente mediante símbolos a lo largo de toda la historia. Y siempre de un modo brillante. Los alimentos que o bien son transgénicos o bien producen cáncer, la radiación persistente, los temores de los hijos, la obsesión de los padres. Todo está encajado a la perfección para contarnos una historia sobre la degradación vital del hombre moderno. Un hombre muerto en vida al que le aterra la muerte, con un ansia existencial absurda e incomprensible porque no es tanto la carencia de sensaciones y de pensamiento que sobreviene con la muerte lo que teme, sino el cambio que supone. El hombre que retrata DeLillo, paradigma de la sociedad estadounidense y, por el mecanismo de contaminación cultural en que nos encontramos, de toda la sociedad mundial, es un zombi que vive aterrado ante la posibilidad de cambiar de situación. Quiere sensaciones y experiencias pero si las vive se siente totalmente perdido, y buena muestra es el largo episodio central del escape tóxico que sirve como eje de la novela, desde ese momento se aprecia la ineptitud de los protagonistas para vivir su vida. Somos incompetentes que no aprovechan su vida y, por eso, tememos el final de la misma, postergamos eternamente todo y, de repente, nos sorprende que alguien nos recuerde el final de todo. Y DeLillo se enfrenta –y nos enfrenta- cara a cara a ese temor, y por eso su novela es única.
La invención de esa droga genial, el Dylarama, es una muestra más de la capacidad profética de DeLillo. Cualquier que haya oído hablar del Prozac y del elevado número de adictos a esa medicina que hay en los USA sabe de qué hablo. El Dylarama ha pasado, junto al Soma a ser una de esas drogas de ficción para una posible antología de drogas de ficción –qué curioso, un inventario de sustancias que nos ayudan a montar ficciones pueden ser también inventadas-.
Sorprende los veintidós años que tiene este libro, publicado en el año 1984 resulta terriblemente actual en el mundo que retrata –tanto que José María Guelbenzu, en la reseña que publicó en Babelia decía que era del noventa y cuatro, lo que no es sorprendente porque cuando se editó Libra lo consideró una novedad editorial al hablar de la novela como “la última de su autor”, se ve que este hombre no se entera mucho de lo que sucede a su alrededor, y eso, como decía Carmen Baroja de su hermano Pío, “no es muy bueno para un novelista”-. Las referencias, el mundo que construye para que el lector deambule por él es sorprendentemente actual, si hablaran por el móvil sería como estar en el 2006. Esta novela es una verdadera delicia.
Como todo no puede ser perfecto, hay algo que lamentar, y es que las editoriales españolas sigan tirando por la calle de en medio a la hora de editar, sin cuidar la obra ni pensar en los lectores. No es esta la primera edición de la novela de DeLillo en España. La editó en el 1994 Circe, con la misma traducción que han usado ahora, de Gian Castelli, que está pidiendo a voces una revisión. Por poner un ejemplo, uno sólo pero significativo teniendo en cuenta que hablamos de una traducción, en un momento dado de la novela leemos algo de los internos del “asilo”, que entendemos por lo tanto como ancianos, ya que son ancianos a los que se interna en asilos. Pero no, resulta que son locos, así que se da uno cuenta de que el traductor ha convertido el asylum –manicomio u hospital psiquiátrico, a elegir- en un asilo de ancianos. Así que le asaltan a uno las dudas de cuántos “falsos amigos” habrá en la traducción.
Y, pese a esas dudas, uno sigue leyendo enganchado, fascinado por la capacidad de DeLillo de levantar una metáfora fascinantemente precisa de nuestros deseos y temores.
Don DeLillo Ruido de fondo Seix Barral, Barcelona, 2006

15 enero 2007

Serie negra argentina

Rodolfo Walsh es un autor casi desconocido en España. Lo único que se encuentra con facilidad es el “Cuento para tahúres” que de vez en cuando se recoge en alguna antología. Una vez leído sorprende la capacidad de recreación de un mundo turbio, de esa atmósfera de serie negra que es capaz de fundir con elementos lógicos, analíticos, en la línea de la mejor novela de intriga inglesa.
El que se acerque a este libro encontrará exactamente eso, como indica el título del mismo, Cuento para tahúres y otros relatos policiales, recoge once piezas en las que se dan la mano las dos vertientes del género policial: los ambientes y personajes que uno suele encontrar en la gran estirpe de la serie negra estadounidense –ya sea literatura o cine- fundida con la construcción de casos en los que la lógica y la reflexión analítica sirven como eje de la trama. Y todo ello trasladado a una Argentina casi desconocida para el lector medio español, con ciudades enormes que parecen calcadas de las ciudades yanquis que vemos en el cine, y contados casos que se desarrollan en la provincia. Walsh no se inventa ese escenario, elige un mundo al que no estamos acostumbrados cuando pensamos en su país pero que también existe, lo que sucede es que suele ser el decorado de las noticias de los periódicos, y eso no es lo que llega aquí. Hasta aquí llegan o bien los textos más folclóricos, como la literatura gaucha, o bien las excelencias de un puñado de cultísimos escritores que se sentían más europeos que americanos a la hora de hacer literatura –Borges, Mujica Laínez, Bioy Casares, Cortázar-. Walsh fue un periodista excelente, que hoy ha quedado fijado en la memoria de los lectores como el autor de una carta abierta a la Junta militar argentina que vino a ser su sentencia de muerte.
Hoy es muy difícil leer a Walsh, y posiblemente este libro no sea el más indicado para despertar el interés en su obra, ya que es una obra menor en la que se evidencia en demasía la influencia de los trabajos “alimenticios” –pongo entre comillas el adjetivo porque me hace mucha gracia la gente que lo usa sin ellas, suponiendo que hay trabajos que un hombre hace por otra cosa distinta que el dinero que necesita para comer- que desarrolló como traductor de novelas de serie negra.
En breve hablaremos por aquí de otras obras de mayor calado de Walsh, pero de momento traemos aquí su nombre, para que no se olvide.
Rodolfo Walsh Cuento para tahúres y otros relatos policiales Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2005

13 enero 2007

De un vistazo

Como andaba algo aburrido me he dicho: ¿por qué no ir a ver la exposición de Escher de la sala de exposiciones del Canal de Isabel II? Y he buscado en Internet información. En la horrorosa -por diseño, por velocidad de carga y por estructura- página de la Comunidad de Madrid he encontrado esta perla, no he podido evitar copiarla:
«El acceso cuesta cuatro euros para los adultos y la mitad para los menores de 12 años, mayores de 65 años, estudiantes, familias numerosas y grupos. Asimismo, desempleados y minusválidos tendrán el acceso gratuito por primera vez, previa acreditación.»
Uno siempre ha pensado que a simple vista se aprecia si alguien es o no minusválido, pero se conoce que doña Esperanza Aguirre y su equipo no ven la realidad que tienen ante los ojos.

12 enero 2007

Una vida en cuatrocientos ochenta recuerdos

Desde que doy clases de escritura Georges Perec ha sido un escritor que se me ha hecho cada vez más interesante. Sobre todo su libro Je me souviens. Como no sé francés –no con la competencia necesaria como para leer un libro y entenderlo todo- he tenido que trabajar siempre en clase con traducciones parciales del libro. Sólo por eso la alegría de ver la edición del libro editado en español no tiene precio. Por fin podemos leer en España los cuatrocientos ochenta recuerdos que compiló Perec.
Para hacer esta edición Yolanda Morató ha contado con una colaboración de lujo, la de Juan Bonilla, posiblemente el mayor valedor de la obra en España. De hecho es muy probable que de no ser por él no tendríamos entre las manos este libro. Para los que usen esta bitácora como referencia de posibles lecturas les recomiendo el libro que hizo Bonilla desde su personal lista de recuerdos: Je me souviens, está editado por Algaida.Leer al
completo esta lista es una fuente de placer, de sugerencias, y se revela como el descubrimiento de un mundo y un modo de verlo único, el de Perec. A fin de cuentas, como se explica en el prólogo del libro, la idea de la recolección de una serie de recuerdos no es originaria de Perec, sino de Joe Brainard, un pintor expresionista abstracto, y precisamente a él le dedicó Perec el libro. Aunque la labor más profunda y más interesante la hizo Perec, ya que logró reflejar un fresco de su época y de su generación fascinante. Al leer el libro uno parece estar viviendo en el París de los años en que se fueron redactando los recuerdos.
Pero la lectura también ha sembrado ciertas dudas. En primer lugar uno reflexiona sobre cuál habría sido la mejor edición posible. Como bien señala Morató hay un libro –Je me souviens de Je me souviens- en el que Roland Brasseur rastrea el significado y las referencias de cada uno de los recuerdos. Esto, que es muy interesante para el público francés, ya que muchos de los datos incluidos en las anotaciones son desconocidos para un lector medio o joven, es fundamental en el caso del lector español, que se queda a verlas venir con muchos de los recuerdos –como me ha pasado a mí-. Tal vez, ya que se ha hecho el esfuerzo de editar el libro de Perec con algunas notas, se podría haber editado con todo el aparato investigado por Brasseur. Desde luego se podría sacar más jugo al libro si lo hicieran de este modo.
La otra duda se refiere a la traducción. En el pequeño currículo de la editora que se incluye en la solapa de la contracubierta –por cierto, es de agradecer a la gente de Berenice que muestre un verdadero respeto por los traductores al dar importancia a alguien fundamental que suele dejarse de lado- no dice nada al respeto de su competencia como traductora de francés, pero a lo largo del libro se evidencia –por ejemplo, en las explicaciones de los juegos de palabras y demás toque humorísticos del texto- que sí sabe lo que se hace. Por eso no se explica la extrañísima traducción que hace del OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), que traduce como Seminario de Literatura Potencial. Es extraño porque en francés existe la palabra seminaire y los miembros del OuLiPo decidieron usar el término ouvroir que quiere decir taller, con la clarísima connotación de trabajo manual, como un obrador de pastelería o un taller mecánico, porque la idea de taller como lugar de trabajo intelectual tiene la palabra atelier. Todo esto puede parecer suspicaz, pero creo que es importante que no olvidemos que el trabajo manual, la acción directa, es importantísima para la cultura, la praxis es fundamental, y me molesta mucho cuando entiendo que se da de lado para enfatizar la parte académica y elitista. Uno es así, piensa que en la acción reside la revolución, o viceversa.
Por otro lado me ha sorprendido ver que la traducción de Morató es menos sugestiva que la traducción de algunas frases con las que trabajo yo en el taller. En este libro puede leerse:
«Me acuerdo de la alegría que entraba cuando, teniendo que hacer una traducción del latín, encontraba en el Gaffiot la traducción de una frase completa.»
Mientras que en la traducción que yo manejo para el taller:
«Me acuerdo de la alegría que me daba cuando, al ir a hacer una traducción de latín, encontraba en el Gaffiot toda la frase traducida.»
Que a mí me parece más sugerente, más exacta.
O esta otra, tal y como aparece en el libro:
«Me acuerdo de que un día mi primo Henry visitó una fábrica de tabaco y se trajo un cigarrillo del tamaño de cinco unidos.»
Que en la traducción que yo he manejado siempre en las clases es así:
«Me acuerdo de que un día mi primo Henry visitó una fábrica de cigarrillos, y trajo un cigarrillo largo como cinco cigarrillos.»
Que me parece más natural, menos alambicada.
Sí que reconozco que no traduzco francés y no conozco el original, hablo por tanto de una cuestión meramente estilística y desde una perspectiva subjetiva, pero estaremos todos de acuerdo en que ahí radica en buena medida la literatura.
De cualquier modo, por encima de estos detalles que demuestran la cantidad de tiempo libre y carencia de preocupaciones que tengo, hay que alegrarse porque este libro esté a disposición de los lectores y hay que agradecer a la editorial Berenice y a Yolanda Morató que lo hayan puesto a su alcance.
Georges Perec Me acuerdo Berenice, Córdoba, 2006

09 enero 2007

Cuando los árboles no dejan ver el bosque

Contemplo, con creciente desazón, la progresiva difusión de una actitud peligrosa y preocupante en el entorno de Internet, y especialmente en el de la Web 2.0 o Blogosfera, que debería ser, por principio, en entorno de libertad.
Hay una tendencia, perfectamente instaurada dentro del universo de los medios de comunicación de masas, que consiste en considerar intocables a los personajes instaurados dentro del sistema de mercado. Esto, restringiendo el espectro al mundo de la cultura viene a ser algo muy sencillo: es más importante la marca que el producto. Así, por el mero hecho de tener el sello de autor –que no la autoría en muchos casos- de un nombre de prestigio –que en el caso de la sociedad actual está directamente relacionado con la rentabilidad comercial que genera- un producto es bueno. Es algo que presenciamos cotidianamente en el caso de la literatura. Raro es el crítico que se atreve a analizar desde una posición imparcial la obra de un autor reconocido. Una obra salida de uno de los santones en los que todos estamos pensando –y al que no se le ocurran nombres le invito a repasar las listas que, recientemente, con motivo del arqueo anual, se han hecho en distintos medios y publicaciones- va a ser siempre bien recibida por la crítica –que como mucho se atreve a decir que no es la obra magna del autor, pero nunca reconocerá la escasa calidad del texto- y el público, consolidando el prestigio y la marca comercial del interesado. Lo que digo no creo que sea nada nuevo salvo para algunas mentes ingenuas. A las empresas les interesa que el artista genere obras asimilables por la sociedad, y el mercado por extensión, para cuadrar la cuenta de resultados, verdadero objetivo de la empresa aunque se disfrace de entidad cultural.
Como reacción natural, el nutrido grupo de los que no gozan de ese estatus –debido a diferentes razones, ya sea porque su propuesta escapa al modo de pensar y sentir mayoritario, doxa, o bien porque su obra, realmente, no es un producto de calidad- acostumbra a cerrar filas y considerar que lo que está dentro del mercado es malo y lo que está fuera, por silogismo, bueno. Este modo de pensar viene a ser igual de perverso que el establecido por el mercado, ya que reúne a artistas de una calidad desigual, que sufren un accidente ajeno a su labor artística, y relacionado con asuntos mercantiles. Es evidente también, pero parece que cada cierto tiempo hay que volver a repetirlo: la calidad de la obra no tiene relación alguna con su repercusión ni social ni mercantil. Hay autores fantásticos que logran un notable éxito de público, y otros que fracasan en el mercado pese a su indiscutible calidad, y también hay autores pésimos con un enorme volumen comercial y autores horrorosos con una desastrosa trayectoria editorial. Y en medio de esos cuatro extremos se mueve la mayoría de los autores, trampeando como pueden para llegar a fin de mes.
Está más que estudiado y asumido cómo se construye ese coto vedado de autores que cuentan con los parabienes del mercado y el prestigio cultural. Todos sabemos que la función de las instituciones culturales y los medios de masas especializados –en especial en el caso de España los suplementos literarios de los diarios de mayor tirada- es fundamental en este caso, y todos sabemos que ese grupo de aristócratas –la elección del término no es casual- se asegura muy mucho de vigilar las puertas de entrada de los comentados y los comentaristas. La vigilancia y celo con que los autores prestigiados por el mercado cultural –que no es lo mismo que cultura, aunque de eso no se enteren ni mucha gente ni, por supuesto los políticos- y los turiferarios que tutelan el acceso a ese coto vedado –en buena medida los críticos- hace que la información que producen sobre la realidad editorial del país sea totalmente parcelada, interesada y, voluntariamente manipulada. No es algo nuevo, se lleva señalando mucho tiempo y, pese a que las cuentas que tanto interesan a los directivos editoriales demuestran que la influencia de esas publicaciones en la sociedad es inferior a un 5%, es ese entorno el que señala la dirección a seguir a las instituciones culturales y continúa mediatizando la vida del creador literario en este país.
Frente a esa imposición, por primera vez en la Historia de la humanidad el individuo anónimo tiene herramientas necesarias para hacer oír su voz, y que esta pueda ser escuchada en entera libertad. Sí, estoy hablando, por supuesto, de Internet, y más específicamente de la blogosfera, que pone al alcance de prácticamente cualquier habitante del primer mundo –no vamos a echar las campanas al vuelvo y decir que todo el planeta tiene acceso a Internet cuando apenas llega a un veinte por ciento de la población- la posibilidad de decir, a todo aquél que lo quiera escuchar, lo que piensa.
Esta revolución es especialmente interesante, a mi juicio, dentro del mundo de la literatura, y más especialmente de la española. En España las publicaciones independientes son escasas, y eso permite que el dominio recaiga de un modo más amplio en las manos de los grandes grupos de comunicación –que normalmente están relacionados con los grandes grupos de edición- lo que facilita que las secciones “culturales” de los diarios se conviertan en folletos comerciales al servicio de los intereses comerciales del grupo. Esto, en el caso de un periódico como El País –el de mayor tirada en España y por lo tanto el más representativo- se hace evidente. Es encomiable la labor de algunos de los trabajadores del medio por seguir informando –ahí está el buen reportaje sobre la edición independiente del pasado sábado, todo hay que reconocerlo- y hacerlo de un modo independiente o veraz, a pesar de que desde la misma dirección del periódico se decidan políticas sorprendentes en lo tocante al modo de entender la información cultural.
Por lo tanto, el medio de difusión de un modo ajeno al mercado de entender la cultura –por extensión la literatura- pasa por los blogs. Hay muchos que se han animado a ejercer esa labor y, sobre todo en el caso de los de temática literaria, sin compensación económica de ningún tipo. No está el horno para bollos en ese sentido.
En el momento en que un lector anónimo toma la decisión de hablar de un modo libre sobre literatura está realizando, de un modo consciente o no una acción política. Y el primer paso que va a dar es el de la selección de los libros de los que va a hablar. Algunos elegirán los mismos libros de los que se habla en los mass media, otros elegirán otros. Algunos escribirán desde la misma posición integrada y acomodaticia de los suplementos culturales, y otros no. Algunos pretenderán sentar cátedra y otros compartir sus experiencias lectoras. Habrá de todo y para todos los gustos, y el lector hipotético que, viajando a través de Internet recale en ese blog elegirá si comulga o no con el punto de vista del autor del blog, y decidirá si lo visita con asiduidad o no, e incluso en algunos casos decidirá participar en el blog. Todo esto siempre y cuando el administrador del blog haya mantenido la saludable medida de permitir comentarios, que es una de las características más interesantes de un blog, pese a que algunos la eliminen evidenciando un desinterés por las opiniones ajenas que, en mi caso, suelo convertir en desinterés por el blog.
Yo creo que ese intercambio de opiniones, esa creación de referentes personales es la salida real de la literatura frente al monopolio mercantil de los grandes medios. Por eso me preocupa, y vuelvo al inicio del texto, ver que se está produciendo un fenómeno especular del de los grandes medios de comunicación. Me refiero a la tendencia a censurar los comentarios negativos o poco favorables hacia los libros que no aparecen en esos grandes medios. Parece que la finalidad del blog sea establecer un canon opuesto al de los medios de masas, y partiendo del mismo referente: el mercado. Y es algo verdaderamente perverso. O sea: el gran medio santifica el producto que vende y el pequeño el que no lo hace. Pero terminamos dejándonos llevar por los mismos criterios. Ese supuesto parte de una visión del mundo igual. Una visión caduca y decadente. “No hable usted mal de ese libro cuando hay por ahí gente que vende más y es mucho peor” es uno de los comentarios –suavizado- que todo administrador de blog recibe con cierta frecuencia.
La revolución que permite la blogosfera debe nacer, necesariamente, de ignorar al mercado. Uno esta haciendo ya una acción política decisiva al elegir de qué hablar, en un blog no existe el deber de hablar del “último libro de” o del “fenómeno de ventas de”. Los criterios deben ser otros, y, en mi caso, son dos: la calidad del libro o la obra, física –yo sé que un libro mejor editado funciona mejor que uno mal editado- e intelectualmente, y la capacidad de sugerencia que en mí ha despertado. Y no quiero tener en cuenta el lugar que, como producto, ocupa esa obra en el mercado, porque ni quiero hacer un blog sobre mercadotecnia ni sobre economía. Uno se ha cansado de decir que esos criterios son para otro tipo de lectores. Entre los privilegios que me arrogo al llevar adelante este espacio está el poder hablar bien de un libro que me guste, sin más razonamientos, no me importa que lo edite un grupo enorme o un editor quijotesco, me importa el libro. Y cuando las valoraciones que voy a realizar están contaminadas por otros aspectos –amistad o enemistad- los refiero en el comentario, porque todos y cada uno de los textos que aquí se incluyen van firmados por mí, este no es un sitio de esos donde “la publicación no se hace responsable de las opiniones vertidas por los colaboradores”. Yo me responsabilizo de cada cosa que digo aquí. Y por eso me creo en el derecho de poder marcar mis propios criterios.
Criterios que –y en esto caigo, lo sé, en el mismo error que aquellos que me indican lo que puedo y no puedo decir y de qué debo hablar y de qué no, aunque yo lo hago como opinión en mi propia casa- creo que deberían extenderse a la blogosfera. A mi juicio todavía se sigue con la visión estúpida y mercantilista de henchirse de orgullo cuando aparece una reseña en uno de esos suplementos de gran tirada que despreciamos, lo que demuestra que todavía se sigue una voluntad real de instaurarse en ese coto de prestigio, pese a que se sabe que es un coto mercantilista. Y, confinados al más recoleto entorno de la red, se producen airadas respuestas a críticas que consideramos que deberían ir dirigidas a los que ocupan las páginas que en realidad nostros queremos ocupar. No hace mucho, por ejemplo, se produjo el caso de que, siete meses después de su aparición, un libro de relatos de un autor novel mereció una reseña en el suplemento cultural de un gran periódico. La valoración del crítico no era muy benevolente y señaló numerosos defectos en el libro. Los comentarios que llegaron a mis oídos al respecto fueron casi siempre los mismos: “-Para hablar así del libro casi mejor que no lo hagan. –Bueno, pero al menos han hablado de él en ese periódico y eso es mucha publicidad.” O sea, una visión mercantilista, de negocio, en la que se niega la posibilidad de que el reseñista estuviese siendo sincero, porque por una vez no tenía que hablar de un texto siguiendo las directrices del grupo editorial. Ojo, no digo que esto fuera así, pero no oí a nadie barajando esa posibilidad.
Porque, y ahí radica el problema, a casi nadie le interesa hablar de literatura. De un modo sincero, sin intereses. Basta con un comentario negativo para que amigos o conocidos del interesado aparezcan retando al autor del blog –en estos seguimos como en el Siglo de Oro, algo es algo- o pidiendo explicaciones de la afrenta. Y casi siempre se termina la pendencia de un modo parecido: “Hombre, con la de gente que hay por ahí a la que criticar, por qué hacerlo con alguien tan pequeño, que en el fondo sí que busca hacer algo interesante –esto normalmente es mentira, pero se dice para demostrar que uno es amigo del ofendido-, con la gente que hay por ahí que se lo merece mucho más”.
Y ése el punto central de todo esto. En la blogosfera no hay pequeños ni grandes, hay emisores y receptores de información. Aquí no debe hacerse valer el tamaño bursátil de un autor, sino la calidad de su obra, y sólo eso es el asunto a tratar. Aquí da igual que uno está representado por Carmen Balcells o que se autoedite el libro. Aquí cuenta la calidad del texto, o debería ser eso lo que cuente. La blogosfera demuestra que un periodista remunerado en un gran periódico puede tener la misma validez que un bloguero que desde casa opina. No hay pez chico ni hay pez grande. Hay peces. Todos somos iguales. Y todos pasamos por el mismo rasero: el del mayor o menor criterio del lector.
En España se solicitan al año unos setenta y siete mil registros del ISBN. Vamos a suponer que más de la mitad corresponden a libros no venales, administraciones, reediciones y demás. Eso deja unos treinta mil libros. Más de ochenta y dos al día. Que una persona en su casa haya escogido el libro de uno, lo haya leído de un modo serio y competente, haya dedicado un tiempo a escribir sobre él y lo difunda para que pueda ser leído por todos es un premio. Si además habla bien de él uno debería ser el hombre más feliz del mundo. Porque evidencia lo que, desde siempre ha querido ser la literatura: gente que escribe para que otro le lea y se lo tome en serio. Por eso no entiende uno las reacciones airadas de alguna gente, ni las pendencias que los padrinos ejecutan con diligencia envidiable.
Tenemos en nuestras manos hacer otro mundo literario distinto al que se nos quiere imponer desde arriba. Es responsabilidad nuestra estar a la altura de las circunstancias y no comportarnos como lo hacen ellos. Nos lo debemos a nosotros mismos y a la literatura.

08 enero 2007

Un paseo por la vida

Desde que alcanzase la fama y el prestigio internacional con El perfume se ha sabido muy poco de Patrick Süskind. Sabemos que es un tipo esquivo, y que sus libros editados desde entonces han sido muy escasos. Por eso la edición de este libro ha supuesto toda una alegría para sus lectores –entre los que me encuntro- que llevábamos desde el año noventa y seis sin poder leer título alguno suyo –y eso teniendo en cuenta que el libro que se editó entonces era realmente anterior a su famosa novela-.
Este breve ensayo, que se ha editado en la cuidada colección Únicos –vaya por cierto desde aquí la felicitación a Diego Feijóo por el bello diseño de la colección- es una lectura llena de sugerencias para el lector atento.
Decir algo novedoso sobre la relación entre el amor y la muerte es muy difícil, pero Süskind lo logra, porque repasa una serie de ejemplos y de mitos que han pivotado siempre en torno a esa tensión inherente entre el eros y el tánatos.
Una de las primeras cosas que evita es centrarse en el amor físico, entendiendo como tal la realización sexual. No le interesa el hecho de que el orgasmo se pueda considerar una “pequeña muerte” como dicen los franceses, o que sea a través del sexo como se pueda sublimar la pulsión de muerte o sentirse más vivos. Desde el inicio se nos enmarca en un campo dialéctico muy claro: el amor, entendiendo como tal la fusión espiritual y sentimental entre dos almas.
Por eso, tras repasar una serie de ideas y de aspectos llega a los dos mitos, uno griego, otro judeocristiano de retornos de la muerte. Tan sólo Jesús, que estuvo muerto y resucitó, y Orfeo, que visitó el Hades en busca de su amada Perséfone, ha vuelo del mundo de los muertos. Y ambos lo han hecho por un motivo: el amor. Lo que sucede es que los dos tipos de amor son muy distintos, mientras el de Jesús es un amor fraternal y místico, el de Orfeo es mucho más prosaico, y por eso mucho más entendible y realizable por el ser humano. Son los dos ejemplos de victoria sobre la muerte enarbolando la bandera del amor.
Frente a la visión romántica del enamorado que se inmola porque no puede soportar la carencia de amor o su exceso como ideal intangible, Orfeo se enfrenta a la muerte para recuperar su amor, está dispuesto a ir más allá de lo que ningún hombre ha ido por conseguir estar junto a su amada. Jesús lo hace también pero de un modo distinto, divino. ¿Qué busca Orfeo en su visita al reino de los muertos?, a su amada; ¿qué busca Jesús al resucitar?, poder, estrictamente poder.
En un momento como el actual, donde cada vez aparecen más libros dedicados al mito órfico y a su capacidad de incorporar un tipo de pensamiento y de sentimiento del que nos hemos alejado, no es casual la comparación que establece Süskind. Los cultos órficos nos preparan para la muerte, interpretan la muerte no como el premio o el castigo sobre nuestras acciones en la vida, como sucede en el culto cristiano –ya sea en la versión católica, donde se recompensa la bondad en la tierra, o en la protestante, donde el hombre se salva por la fe y en esta vida disfruta ya de un anticipo de la felicidad del otro mundo porque es bien visto a los ojos de Dios-, sino que consideran la muerte una parte más de la vida. Una de las cosas que debe hacer el hombre es aprender a morir, y por eso realizan ritos destinados a conocer la muerte, a permanecer muertos en vida para poder asumir mejor el postrero viaje. El mito de Orfeo es, de hecho, una sucesión de muertes, que se entienden como procesos de cambio, tras cada muerte hay una nueva vida, y así hasta el infinito. Por lo tanto la muerte no es el fin, sino una cesura más en el proceso. De hecho, la visión órfica supone que en el paso de la niñez a la madurez hay una muerte, lo que sirve de ejemplo del distinto modo de ver el mundo de ambas propuestas.
Lo curioso es que tanto un culto como otro están basados en el amor. Frente a la visión tiránica y vengativa del Dios del Antiguo Testamento, Jesús es una figura envidiable, posiblemente la mejor marca de la historia, con el mejor eslogan –Ama al prójimo como a ti mismo- y que rentabiliza de un modo único el amor. Pero siempre un amor fraternal, que huye del placer hedonista y que coloca siempre la fe por encima de las pasiones del mundo. El culto órfico es más humano, más cercano, y posiblemente más verdadero, postula la capacidad de vencer a la muerte –que no quiere decir ser inmortal, sino asumir su presencia como una parte más de la vida, sin necesidad de que sea un ajuste de cuentas con nuestra conducta o nuestra fe- desde uno mismo, viviendo con plenitud la vida, viajando dentro de uno mismo. Orfeo va en busca de su amada, no por la amada, sino por él, porque la necesita junto a él, pero paradójicamente es al amarse a sí mismo cuando mejor expresa el amor que siente por su pareja. Frente a la visión “comunitaria” del cristiano, que predica el amor al prójimo, el culto órfico aboga por el amor a uno mismo. Es lo mismo y no lo es, porque aunque los objetivos son los mismos el camino no lo es.
Resulta muy esclarecedor presenciar como los pensadores marxistas y neo marxistas más interesantes que hay hoy están transitando senderos órficos en pos de su lucha frente al sistema. No creo que sea casual que, frente al sistema capitalista y publicitario que domina en el mundo occidental –y por extensión en todo el planeta- y cuyo paradigma organizativo es la Iglesia, los ideólogos de ese “otro mundo posible” hayan encontrado en el pensamiento mítico del orfismo una salida.
Patrick Süskind Sobre el amor y la muerte Seix-Barral, Barcelona, 2006

06 enero 2007

La vida en una frase

Los historiadores de la edición española del futuro no se cansarán de repetir en sus textos que si algo avanzó la literatura en lengua castellana en estos años y si algunas cosas buenas pudieron leer los sufridos lectores de esta época fue gracias a las pequeñas editoriales. Cualquier asiduo de este espacio podrá comprobar la abrumadora mayoría de títulos de editoriales de reducido tamaño que se comentan aquí. No por mero capricho mío, sino porque son, sin duda, lo más interesante que puede uno encontrar en las librerías. Aprovecho por esa razón para repetir algo que ya he dicho muchas veces, y que hacen falta librerías con verdadero interés por sus lectores para que los distribuidores sepan dónde llevar los libros.
Afortunadamente la editorial Periférica se ha hecho en su año de vida con un espacio en todas las librerías que se precian de serlo y en algunas que no lo son tanto. Y digo que por fortuna porque así el lector puede disfrutar de una de las líneas más coherentes e interesantes del panorama editorial.
En la deliciosa colección Biblioteca Portátil –por el bello formato que representa una voluntad de diferenciación evidente-, que de momento es la única de la editorial, han ido acercando autores hispanoamericanos vivos y fallecidos apenas representados en España, han recuperado obras fundamentales –ese Torquemada en la hoguera- y están acercando una literatura europea que se ha visto siempre ninguneada por estos pagos.
Y entre esas particularidades están dos libros de aforismos que allá por donde pasan triunfan. Sucedió con el autor dieciochesco Antoine de Rivarol, y con su discípulo y recuperador –pese a la distancia- Remy de Gourmont. Tanto en un caso como en otro se trata de autores desconocidos para el lector español, y además verdaderos descubrimientos.
En primer lugar por el acierto de publicar un libro de aforismos en este formato. De hacer caso a McLuhan estos dos libros serían casi perfectos, porque la adecuación del medio al mensaje es la idónea. Libros pequeños, breves, pero llenos de jugo como cada uno de los aforismos que albergan.
En segundo lugar por lo interesante de las obras. En el caso que nos ocupa –el libro de Gourmont- sus reflexiones vienen acompañadas por un excelente prólogo del editor y traductor Luis Eduardo Rivera, y dos textos interesantísimos: un prólogo que hiciera Apollinaire para uno de sus libros y una semblanza realizada tras su muerte por Léautaud en sus diarios, ambos textos excepcionales. De este modo el lector no puede quejarse de falta de referencias a la hora de enfrentarse a la lectura de los aforismos de Gourmont. Sabemos que fue un hombre de excepcional cultura literaria, respetadísimo en su tiempo, que llevó una vida algo huraña y retirada por culpa de la deformación facial que sufría. Pero, por encima de estas cuestiones, se trasluce que es uno más de la serie de excepcionales hombres que hicieron su obra en los márgenes de la gran literatura en Francia.
Los aforismos son, sencillamente, espléndidos. Nos sumergen en el pensamiento de un hombre superdotado para el detalle y de excelente capacidad analítica. La elección del triple salto mortal que es el aforismo –son tan breves que cuando uno quiere darse cuenta se le han escapado, deben entenderse y atraer desde el primer momento para interesar al lector y deben ser suficientemente profundos para provocar una reflexión posterior- revela una voluntad humilde, una modestia en lo personal pero una ambición intelectual enorme.
Gourmont se atreve a definir el aforismo:
«Una afirmación perentoria hecha en dos líneas puede muy bien no ser presuntuosa: es una manera de forzar a la meditación».
Y tampoco le tiembla el pulso para tocar otros temas, y siempre con acierto, como en el caso de la literatura:
«Para ser veraz, una novela debe ser falsa.»
«Algo peculiar: en literatura, cuando la forma no es nueva, el fondo tampoco lo es.»
«Existen cosas de las que hay que tener el coraje de no escribir.»
O de la vida:
«La gratitud, como la leche, se agria si el recipiente que la contiene no está escrupulosamente limpio.»
«Si quieres hacer filosofía, conócete a ti mismo; pero si quieres hacer fortuna, conoce a los demás.»
«Un oyente que comprende es la mitad del discurso.»
«La inteligencia es esporádica, como los hongos.»
«La inteligencia sirve para criticar los actos, no para determinarlos.»
«No se nota que las personas inteligentes se las arreglen mejor ni comprendan más que los otros.»
No sabe uno si pedir ahora que se publique todo lo de Gourmont o pedir por favor que se detengan ya. El nivel ha quedado tan alto que hasta un buen libro haría bajar la media. Es lo que tiene ser capaz de hacer las más difíciles piruetas y saber caer, siempre, de pie. Una delicia.

Remy de Gourmont Pasos en la arena Periférica, Cáceres, 2006

05 enero 2007

La mirada real/ La realidad de la mirada

A mediados de los años ochenta comenzaron a llegar a España los libros de los autores minimalistas o realistas sucios de los Estados Unidos. En la mayoría de los casos su influencia ha sido meramente epidérmica, por eso se ven tantos escritores que ahora son malos, muy malos, o quieren parecerlo, y aunque se irían por la pata abajo si se les apareciera un ladrón con una navaja en la mano, les gusta escribir sobre reyertas, drogas, bares en los que no se atreven a entrar mientras esperan en la puerta al amigo que, él sí, se ha mezclado en ese mundo y le pasa la droga que se toman en sus bares diseñados por interioristas en los que siempre hay que pedir cócteles. Anda uno harto de esas novelas en las que los protagonistas visten como en las series americanas, con camisas de cuadros, sobre camisetas, vaqueros, gorras, que piden cafés y desayunos con beicon en los bares. Anda uno estragado ya de tanta literatura que nace de mala literatura, superficial, que no puede nombrar verdad alguna porque se ha nutrido siempre de sucedáneos. Anda uno muy cansado ya de la mayoría de la literatura de grandes almacenes, que sigue el dictado de la temporada, que muy poco aporta. A veces entiende uno a la facción dura de la crítica, esa que se ampara en nombres falsos y caretas para reclamar la atención sobre otro modo de entender la literatura frente a la corriente que todo lo arrastra en nombre de la cuenta de resultados.
Perforaciones es un libro de relatos que ha asimilado la faceta verdaderamente interesante del realismo sucio: la de saber encontrar la verdad detrás de lo cotidiano. Es lo que uno encuentra en los buenos cuentos de Carver, de Ford, de Wolf, una mirada que, afilada como un bisturí, desgaja el velo de la realidad más basta y simple para encontrar la poesía. Y eso se encuentra en algunos de los cuentos de este autor salmantino al que conoce uno de cierto tiempo porque estuvo matriculado en los talleres de escritura donde trabajo. Fue alumno de Ángel Zapata –por eso aparece en los agradecimientos del libro- y yo tuve el placer de leer uno de los relatos que se incluyen en este volumen: “San Martín” –uno de los mejores del libro- porque se publicó en uno de los libros que editamos con textos de los alumnos del taller. Como tuve que leer los cuarenta cuentos que se seleccionaron de los casi trescientos presentados para maquetar el libro, puedo decir que era el mejor del libro.
Lo que sucede es que Afilado –qué buen seudónimo- no ha caído en lo más fácil, que es imitar servilmente los textos de sus maestros. Aquí los padres no tienen problemas en la serrería, ni piden cafés americanos, no, aquí los padres hacen la matanza y beben Torres Diez. Aquí las hijas no se lanzan a la carretera camino del sueño californiano, sino que se escapan con su novio a Tenerife. Aquí nadie coge el Mustang, sino que aparcan la C15. Puede parecer tonto, pero no lo es. Carver supo siempre ver que esas realidades contradictorias que azotan las vidas de sus protagonistas, los sueños que les provocan esa ansiedad, están construidos y sujetos por los objetos más triviales y cotidianos. En un relato de Ford tiene importancia una taza de té, una mesa o un gesto. Y en los cuentos de Francisco Afilado la realidad está tejida con cada uno de los detalles que nos son imprescindibles pese a que normalmente no reparemos en ellos. Eso es, también ser escritor, seguir la máxima de Nabokov –sí, así soy yo, meto en un mismo comentario al genial ruso con los minimalistas yanquis, chulo que es uno- “acariciar los divinos detalles”.
Todos los amantes del cuento tienen en este libro una cita ineludible, sobre todo con dos o tres piezas de estupenda factura. Al relato mencionado, por ejemplo, le sobre un párrafo para ser perfecto. En estos días de literatura superficial y acomodaticia, alguien que usa nuestro entorno cotidiano para construir retratos profundísimos de nosotros mismos es digno de una lectura detenida.

Francisco Afilado Perforaciones Tropismos, Salamanca, 2006

04 enero 2007

Vivir dentro del terror

El hombre es un animal extraño. No se imagina uno a cualquier otro espécimen de los que caminan sobre la tierra pagando por pasarlo mal. Y sin embargo somos muchos los que abonamos tranquilamente el precio de una entrada para que nos hagan pasar miedo. En el cine o en otros espectáculos, desfogamos la necesidad de pasarlo un poco mal. Yo creo que es porque tenemos la certeza de que en el fondo estamos seguros, de que ese sucedáneo que cuesta un puñado de monedas realmente no supone peligro alguno para nosotros.
Pasar miedo es una cosa, vivir dentro del terror es otra. Andrew Graham-Yooll tuvo que irse de su país por llevar la cuenta. Tan sencillo como eso. Por contar. Él trabajaba en el Buenos Aires Herald, un periódico editado en lengua inglesa para la nutrida colonia de británicos o descendientes de los mismos que habita la ciudad porteña. Cuando comenzaron los episodios de violencia en los años setenta comenzó a llevar una lista donde se incluían los muertos, fueran del bando que fueran, que se atribuían a los enfrentamientos ideológicos de los grupos de extrema derecha y extrema izquierda. Durante varios años esa lista fue la única fuente de información viable sobre el creciente clima de enfrentamiento político e ideológico que polarizó a la sociedad argentina y desembocó en el alzamiento de las Juntas militares, protagonistas de uno de los episodios más horribles de la Historia de la humanidad.
Este libro reúne las experiencias más directas, los recuerdos personales y sociales que él ha considerado más significativos de esa brecha de trece años que todavía –lean las noticias del día en diarios argentinos como Clarín, La Nación o Página 12 para poder comprobarlo- parece no haberse cerrado. No hace dos semanas un testigo de uno de los juicios que se están llevando a cabo contra los integrantes de las Juntas militares ha fallecido.
La dictadura argentina ha generado muchísima bibliografía. Desde el famosísimo “Informe Sábato”, editado bajo el nombre Nunca más y que reúne las conclusiones de la comisión de investigación formada bajo el gobierno de Alfonsín a los numerosos relatos de torturados –sólo decir la Escuela de Mecánica de la Armada a muchos argentinos les devuelve a la pesadilla-, e incluso, de todo hay en la viña del Señor, algunos autores que justifican el alzamiento militar y las acciones de sus dirigentes, escudados muchos de ellos, verdaderos asesinos, en la obediencia debida y demás zarandajas exculpatorias. La actitud de muchos dirigentes políticos en el Cono sur debería hacer pensar a políticos de aquí, ya sabemos todos de qué partidos, que con la sola existencia de una ley de Memoria histórica se echan las manos a la cabeza porque no conviene “abrir viejas heridas”, porque en realidad tienen miedo de que salga a la luz la realidad: que sus fortunas familiares y personales, que sus cargos políticos y estatus social son el fruto de la colaboración con el régimen franquista.En este libro se nos muestra, de un modo imparcial, ya que la brutalidad de reaccionarios e izquierdistas se refiere por igual, el clima de temor en que vivió la sociedad rioplatense esa época. El autor, que no se significó ideológicamente en ningún momento, tuvo que exiliarse definitivamente bajo la dictadura porque sabía que se había convertido en un objetivo más. Sólo por haber visto y haberlo contado. Conviene no olvidar que, cuando desapareció Haroldo Conti el único periódico que informó de dicha desaparición fue el Buenos Aires Herald, del mismo modo que fue el único diario que publicó la promulgación de la nueva ley por la que se prohibía hablar de los desaparecidos en medios de comunicación.En este libro van desfilando ante nosotros montoneros de izquierdas que dan ruedas de prensa en casas de niños bien y que se presentan ante los periodistas convocados como si todo aquello se tratase de la puesta de largo de una muchacha, también aparecen matones fascistas que no dudan en golpear a un hombre para sacarle información y amenazarle de muerte para, más tarde, invitarle a la inauguración de un restaurante. Graham-Yooll sabe que hasta el comienzo de la dictadura le mantuvo vivo conocer a gente de los dos bandos, que se acercaban a pedir copias de la lista que tenía para conocer las bajas de sus partidarios o las de los contrarios.Pero también sabe que fue ese conocimiento el que forzó su exilio. Como vencedores, los militares no podían permitir vivir a alguien que conocía su historial, y el cerco se cerró en torno al periodista, que huyó a Gran Bretaña. Tuvo que ser curioso vivir desde allí la Guerra de las Malvinas, y más curioso tener que retornar como testigo de los primeros juicios que se hicieron tras la caída de la dictadura, precisamente por lo narrado en uno de los episodios de este libro.
Aunque quizá lo más sorprendente sea el capítulo final, en que el periodista nos narra el encuentro que tuvo con dos militares, uno perteneciente al Ejército y otro a la Marina que torturaron a los detenidos. La hipocresía de uno de ellos cuando dice que ellos no torturaban porque para torturar hay que sentir placer y él sólo obedecía órdenes es hiriente. O cuando contesta a la pregunta de si violó a alguna mujer diciendo que un hombre no puede evitar excitarse al ver cómo reacciona el cuerpo desnudo de una mujer que recibe descargas eléctricas.
Todo eso lo registra Graham-Yooll, de todo ello da fe, con la mirada implacable del que está en medio del terror y no puede hacer otra cosa que levantar acta de ello. Todo lo expone en este libro que no analiza, porque conoce la imposibilidad de buscar explicaciones al sinsentido de la violencia y la tortura.
No es éste un libro para pasar el rato, pero desde luego es una lectura obligatoria.

Andrew Graham-Yoll Memoria del miedo Libros del Asteroide, Barcelona, 2006

03 enero 2007

La obra de un gran editor

Uno siempre se ha sentido orgulloso de las raíces extremeñas que tiene, si sale en alguna conversación el asunto uno no tarde en sentirse orgulloso de descender de gente que vivía entre dos países –en algunos casos viviendo de ello con el estraperlo- y casi siempre que va uno por allí se siente en casa.
Por eso fue un descubrimiento la primera vez que tuve en mis manos un libro de la Editora Regional de Extremadura. Se trataba del volumen titulado Capricho extremeño, que estaba hecho, pese a lo que se indique en la portada, a varias manos. Me lo dio su autor principal, Andrés Trapiello, y me comentó el curioso origen de ese capricho. Como sabrá cualquier lector de los distintos volúmenes de sus diarios, Andrés pasa largas temporadas del año en una casa que tiene a las afueras de Trujillo. Lo ha contado él mismo en sus diarios, pero a mí me contó una vez lo a gusto que se han sentido siempre él y su mujer allí. Todos los libros que componen sus diarios comienzan y terminan en ese escenario, en el Pago de San Clemente. Pues bien, Fernando Pérez, el director de la editorial, le comentó que él y sus colaboradores, entre ellos Julián Rodríguez, habían tenido la idea de entresacar de los diarios publicados hasta la fecha algunas de las anotaciones que hablaban de o estaban escritas en Extremadura. Una vez ordenadas daban la sensación de un año en sí, separado e independiente, uno año nuevo, mezcla de momentos de otros, que le habían regalado a Andrés.
El libro era una delicia, y estaba primorosamente editado. Desde entonces, unos cuantos de los libros de la Editora descansan en mis estanterías: Cercas, Hidalgo Bayal, García Martín, Javier Pascual, Rodríguez Marcos, el ya mencionado Julián Rodríguez, y más (me he limitado a mencionar los de la colección La Gaveta). Y rara vez se sustrae uno a comprar estos libros cuando los ve en una librería. Son libros que te llaman.
Cuando uno se enteró de la muerte de Fernando Pérez, el editor que confió en Rodríguez para renovar el formato de las ediciones, que decidió mantener dentro del territorio extremeño la producción de los libros –con lo que generó un entorno más benéfico para las imprentas de la zona-, y que apostó decididamente por un catálogo cuidado y coherente con un modo de ver el mundo y de entender la literatura –creo que me han salido dos frases que significan lo mismo- no quedaba otra posibilidad que entristecerse. Porque se había ido alguien con la capacidad suficiente de poner las cosas en movimiento y lo suficientemente humilde para que sólo los interesados le conocieran. Uno lamentó no haberle llegado a conocer en persona, la verdad.
Creo que este libro-homenaje no contaba con el trágico final del homenajeado cuando se puso en marcha, o tal vez sí, eso es lo de menos, en él se encuentran veintiún textos que, si bien muestran una calidad y puntos de mira desiguales, evidencian sobre todo el amor y respeto que el editor cultivó entre sus colaboradores. Están todos los autores que han sido publicados en la colección La Gaveta, lo que sirve, me parece, como ejemplo más que suficiente de la implicación personal y emocional de los editados con el proyecto.
Pocas veces un hombre puede disfrutar del placer de ver lo acertado de su trabajo, esta Gaveta de Gavetas demuestra lo atinada de la labor de Fernando Pérez, y lo importante de la misma a la vista del estado de la literatura que se hace por estas tierras. Pocas veces podemos disfrutar de buenos libros editados de modo inmejorable.
Gaveta de gavetas Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2006