30 diciembre 2007

El rostro y la máscara

Una de las cosas más divertidas de las que puede disfrutar un lector interesado hoy en día en España es de lo que Rafael Reig dio en llamar el “tam tam de Alfaguara” en una divertida entrega de su blog.
Por ejemplo, a día de hoy cualquier lector interesado puede encontrar un video de Internet donde el entrevistador dice que Javier Marías se prodiga poco –bueno, es una de las tonterías que se escuchan en esa entrevista como lo de que el de Marías es el “proyecto más ambicioso de la literatura española” sólo porque es una novela de unas dos mil y pico páginas; de medirse la ambición de un proyecto por el número de árboles cortados para su impresión es evidente que en España hoy gana Andrés Trapiello, que lleva ya catorce volúmenes de diarios a razón de unas seiscientas páginas de media, le dejamos a Antonio San José que haga cuentas y examen de conciencia-. Y uno está de acuerdo con la tontería si dijera que se prodiga poco cuando no saca libro, pero desde que apareció el libro de Javier Marías a finales de septiembre como lanzamiento estrella de la temporada en Alfaguara uno le ha visto, leído, escuchado en entrevistas en la tele, en la radio, en esos festivales horrorosos llenos de gentes dedicadas a la literatura que el “auténtico” Marías tanto aborrece. ¿De dónde se sacan esta máscara tan absurda, a quién quieren convencer de su bonhomía, por qué se empeñan en hacerse pasar por seres huraños?
Supongo que porque saben que la gente, y aclaro que cuando digo gente hablo de esos que se llevaban hoy de las librerías del centro la continuación de Los pilares de la tierra a razón de dos o tres ejemplares por cabeza –son los regalos de navidad me dijo uno que conocía-, con lo que se iban con cinco quilos y medio de papel –me he enterado por el artículo de Peio en Público de que cada ejemplar del librito pesa 1700 gramos, para que luego digan que no es un libro pesado-. Pues eso, que en Miguel Yuste 40 y en Torrelaguna 60 saben muy bien que el escritor tiene que ser un tipo alejado del mundanal ruido, donde no se le comprende, y que hay que dejarlo claro en todo momento. Ahora, uno, que no vive muy retirado del domicilio de Marías, lo ve con cierta asiduidad por la calle, y no tiene la sensación de que este hombre viva en otra galaxia. Sensación que sí tiene cuando lee sus artículos, la de que vive en la Galaxia Marías. Sí, él es el centro.
Algo parecido sucede con otro de los que provocan terremotos en la zona del metro de Torre Arias o al lado del puente de Arturo Soria: Mario Vargas Llosa. Don Mario –me parece que hay que ir adaptando la nomenclatura a las maneras- siempre se queja de que cuando está por los Madriles no tiene tiempo para escribir, y que por eso se escapa del Foro para pasar temporadas en sus otras viviendas, la de París y la de Londres. Edmundo Paz Soldán, que es un escritor joven –parece todavía más joven de lo que realmente es- y sólido, de esos que se van haciendo un hueco en el corazón de los lectores a pesar de las portadas que le hacen –por cierto, señores de Torrelaguna, aprovecho para pedir que despidan al diseñador que se ha encargado de realizar la portada de Palacio Quemado, la última novela de Paz Soldán, y del ejecutivo que la ha aprobado-, comenta en su blog que don Mario –dentro de poco El Don a secas- le dijo “Me paso la mitad de mi tiempo defendiendo la otra mitad de mi tiempo”, por la numerosas invitaciones a actos sociales y demás que recibe. Y uno piensa que estamos, de nuevo, ante otra máscara, otra hipócrita aseveración. ¿Realmente pretende El Don hacernos creer que no puede decir que no a estas invitaciones? Es de locos que alguien que genera tanto dinero como él se vea obligado a ir ejerciendo de correpasillos en fundaciones u organismos de todo tipo. Yo conozco a muchos escritores que, cuando les invitan a esos saraos, dicen que no y punto. Se quedan en su casa y escriben, y nadie les echa nada en cara. Ahora bien, El Don seguro que se siente a gusto con compañías tan intelectuales como Esperanza Aguirre –que le ha metido en el patronato del Teatro Real- o tan intachables como Ramón Calderón –Paz Soldán comenta en el blog que el acto al que iba lo organizaba la “Casa Blanca”, quizá El Don, equivocado, se pensó que la invitación era para otro sitio-, y por eso no le importa postergar su trabajo unas horas.
Hoy hace una semana que falleció en el hospital un hombre tranquilo, Louis Poirier, al que el mundo conoció como Julien Gracq. Era uno de los pocos autores que había vivido la alegría de verse incluido en La Pléiade en vida. Pero fue mucho más. Fue el autor de un panfleto durísimo contra los premios literarios, concretamente contra el Goncourt, que se llamó La Littérature à l'estomac. Al año siguiente de editar ese panfleto se vio elegido como uno de los finalistas al mismo premio que había vilipendiado por su novela El mar de las Sirtes. Escribió a la institución responsable solicitando que se excluyese su novela del galardón para evitarle el mal trago de tener que renunciar al premio. Pero la organización no le hizo caso y le premió. Gracq rechazó el premio, demostrando una coherencia que pocas veces se ve en el mundo de las letras. Más tarde rechazó también su inclusión en la Academia Francesa. Vivió alejado del mercado y de las obligaciones sociales que a otros parecen molestar tanto. Se limitó a no entrar en ellas, a no condescender.
Un escritor verdadero no necesita máscara, normalmente los que van enmascarados por la vida son los bandidos o los payasos. Cada uno que escoja.

29 diciembre 2007

Entrevistar

Vivimos en un mundo acelerado, donde la palabra no importa tanto como medio de comunicación o conocimiento sino como vehículo de venta. Basta con tener buen verbo, labia se decía antes, cuando la gente tenía más vocabulario, para engatusar a la gente. Es un don que se aprecia en los ramos de la venta y del ligoteo. Cuando leemos hoy la mayoría de las entrevistas que se hacen a los escritores tenemos la desagradable sensación de que, en la mayoría de los casos, no hay más que un ejercicio de masturbación cuando no directamente una felación. Y esos momentos todavía se pueden considerar como agradables porque en otras ocasiones el entrevistador pregunta lo que le indica el jefe de prensa de la editorial y estamos ante un publirreportaje con todas las de la ley.
Por eso hay que reivindicar la entrevista como mecanismo de conocimiento, de debate. Precisamente porque, al contrario de lo que pensarán muchas vacas sagradas, es cuando se coloca al entrevistado en esa posición cuando más respeto se le demuestra. Para hacerlo se presupone que piensa, que se pueden extraer ideas nuevas e interesantes de ese debate.
Quizá por eso son especialmente interesantes libros como The Paris Review Entrevistas. Como cualquier aficionado a la literatura, especialmente a la anglosajona, sabe, la revista la fundaron un grupo de escritores afincados en la capital francesa y, con el paso de los años, se ha destacado por albergar entrevistas cuidadísimas que, en cierto modo, han supuesto la entrada al Parnaso literario de los entrevistados. Por encima de opiniones sobre la valía de los autores entrevistados –basta echar una ojeada a los índices de la revista para ver que han sido muchos más los autores abiertamente prescindibles los protagonistas de las entrevistas-, lo mejor de estas sesiones es que son extensas, se centran, normalmente, en aspectos literarios, y cuentan con una corrección y visto bueno del propio autor sobre el texto que se publicará. Dicho de otro modo, la confección de la entrevista puede demorar muchas horas de trabajo, bien intensas en unos poco días o a lo largo de periodos más largos, pero en cualquier caso sabemos que si los autores las han querido utilizar como herramienta de pensamiento han podido hacerlo sin trabas. Incluso, cuando se topan con entrevistadores torpes, o poco despiertos, como en el caso de Naipaul, pueden avivar e incentivar el trabajo que realizan.
Este libro, que ha contado con una selección de Ignacio Echevarría no trae muchas novedades respecto a las ediciones ya realizadas en lengua española tanto por la mejicana Era como por la argentina El Ateneo, pero sirve para releer entrevistas maravillosas –la de Faulkner o la de Roth son, directamente, para estudiarlas en cualquier club de lectura o taller de escritura- y poner a disposición de muchos lectores los testimonios de algunos escritores fundamentales.
Aunque lo más importante del libro es, sin duda, mantener despierto el espíritu de las entrevistas de la revista, en las que, por encima de la velocidad impuesta por el mercado, obligado a reponer constantemente títulos en las librerías como si se tratase de paquetes de galletas, o la escasez de espacio de que se dispone en la prensa escrita, ese medio donde, haciendo palpable el oxímoron, cada día se cede más espacio a la imagen, la entrevista, la palabra y su representación gráfica, que es la escritura, cobra todo su valor. La conversación, la comunicación, requiere tiempo y espacio, esas dos cosas que parecen estar muy poco dispuestos a otorgar los medios. Una conversación como Dios manda requiere de un sofá, de una barra de bar o de una mesa de café, no de una descarga de YouTube o de un viaje durante unas cuantas paradas de metro.
Otra posibilidad es plantear una entrevista donde el entrevistador escuche al entrevistado en lugar de soltar la batería de preguntas que ha confeccionado –y esto sólo en el caso de los profesionales- antes de la entrevista. Si uno se deja llevar por el ritmo de la entrevista pueden tener lugar pequeñas maravillas, momentos en los que uno tiene la sensación de que, de no haberse realizado esa entrevista, nos habíamos perdido cosas importantes. Y sucede tan pocas veces poder disfrutar de esa sensación…
Me tomo la licencia de ser colaborador del periódico Público para reproducir aquí la entrevista que Peio Hernández Riaño ha realizado a Fogwill, donde se puede disfrutar de una muestra de lo hablado, donde entrevistado y entrevistador salen elevados tras la lectura del artículo porque han sabido hacer esa cosa tan rara que se llama comunicarse, tener una conversación luminosa de la que se aprende.

“Las fealdad es mi materia prima”

Por Peio Hernández Riaño
Acaba de publicar Help a él (Periférica), en el que se incluyen dos textos, que ni son relatos, ni son novelas, ni son cuentos, pero son tan intensos y bravos como cualquiera de ellos

Rodolfo Enrique Fogwill (Buenos Aires, 1941), dejó toda la fama como directivo de empresas de publicidad y de marketing, para darse a la vida de escritor. El mundo le conoció en 1992 con el cuento Muchacha Punk, pero ya había hecho historia diez años antes con la novela Los Pychyciegos.
¿Por qué decidió que estos dos textos apareciesen juntos en el mismo volumen, rechazando aquel tercero que aparecía en el título original Pájaros en la cabeza (1985)?
La omisión del tercero responde al formato editorial: demasiado grande para contener sólo un relato y demasiado pequeño como para agregar otro. Los dos textos publicados tienen en común la época de su escritura, el paisaje de fondo –la Argentina en vísperas de la transición a la democracia– la extensión parecida, los rasgos de estilo y –particularmente y con toda modestia– lo que yo y la crítica imaginamos: que son novelas jibarizadas o abortadas por razones dietéticas.
Y prefirió no engordarlos.
Son textos que cualquier profesional podría engordar hasta cumplir los requisitos de un concurso de novela. Pero yo no soy un escritor profesional, sino un profesional escritor: escribo novelas sólo cuando el género me parece indispensable para la idea que persigo. Con estos textos, y con otros tres o cuatro del mismo género pretendía narrar sólo lo esencial.
¿Podemos considerarlos como los antecedentes de su obra, con todos los síntomas de la literatura Fogwill?
Todos los síntomas Fogwill ya estaban en mis primeros relatos, los de los años 1977 a 1979. Desde entonces, no he progresado ni un milímetro.
En esa cierta entrega al feísmo, ¿qué es la belleza para usted?
La fealdad es mi materia prima. Jamás imaginé que narrar de verdad la verdad fuese feísmo.
Algo general, pero que me interesasaber: ¿somos algo más que deseo?
Tendrías que preguntárselo a tu analista, que sin duda, por interés gremial, te respondería que no, que (vosotros) sois sólo eso.
Si me lo preguntas a mí sabrás que te diré que sí: somos mucho más que deseo. Somos un poder y un saber natural que se valen del deseo para realizarse y pensarse respectivamente.
Entonces, ¿qué diablos es el deseo?
El deseo es una cuerda en la que siempre nos hemos movido y que, repentinamente, parece ser la única que vibra y se oye en un tiempo donde el saber se desacreditó y el poder perdió su carácter humano (o divino, que en definitiva, es algo humano por cuanto el temperamento de los dioses es una obra humana) y comenzó a operar desde un mas allá de lo humano.
Publicidad, marketing y literatura, son el rastro de su carrera (en muy resumidas cuentas). ¿Es un cóctel peligroso, un cóctel delicioso?
No sé: esa combinación es el único trago largo que experimenté en la vida.
Dice que empezó en la droga para anestesiarse, pero ¿de qué?
De dolor de ser sabiendo que ya no se es el hijo de Dios que uno esperaba.
Qué prefiere: ¿Textos lúcidos como la droga o turbios como la realidad?
Prefiero textos turbios que transparenten la verdad. No creo haberlos alcanzado. No creo que la droga sea algo lúcido ni que provoque lucidez. Si ser lúcido es saber lo que se hace, la droga, en mi experiencia, es todo lo contrario.
Help a él no es una novela cultural elevada. Se fuma, se folla, se droga y se corre mucho en coches rápidos. Creo que son elementos que le hicieron tomar ventaja y que nadie se había atrevido a tocar de un modo tan descarnado. ¿Tiene alguna explicación a esa atracción?
Me cago infinitamente en la cultura elevada. La desprecio tanto como a la cultura populista. El ideal sería producir cultura popular, pero ya nos está cerrado ese camino. La cultura popular es la mercancía dominante de la industria cultural.
No son relatos, tampoco cuentos, ni novelas, ¿cómo podemos llamarlos? Y, sobre todo, ¿qué tienen de cada uno de estos géneros?
Como relatan, son relatos. Pero que del mundo, narran sólo lo que es importante para el arte de narrar. Son novelas libres de marquesas que salen a las cinco y de hombres que cavilan encendiendo un cigarrillo. Si fuman, fuman de verdad en el texto.
Y lo político y la amenaza, siempre ahí. En nombre de la prosperidad y el progreso, nos han machacado a todos.
La amenaza no está siempre ahí, sino siempre aquí. Lo político en la narrativa es ponerla en acción y medir hasta donde es capaz de llegar.
En ambos relatos veo personajes sin compromisos, con un hastío total hacia lo familiar… ¿estoy equivocado?
Estoy seguro de que estás equivocado. En principio por el hecho mismo de ver a partir de lo que has leído. No has visto: has construido imágenes por efecto de artefactos narrativos montados hace… ¡veinticinco años!
Entonces, ¿qué me sucede?
Te sucede lo mismo que a mis personajes: ellos se mueven, hablan y se comportan así y, si quieres, desean así porque ignoran que son meros objetos de un mandato familiar. Efectivamente, la droga ayuda a eso, a ignorar lo que más duele: que en las realizaciones extremas de la más exacerbada voluntad se está cumpliendo un llamado de la especie.

28 diciembre 2007

Sobredimensionados

Una de las sorpresas más gratas que me ha dado este fin de año en el que todavía estamos inmersos ha sido la selección de los mejores libros del 2007 a juicio de los redactores y colaboradores de la sección de Cultura del diario Público. La lista es, desde luego, innovadora, y seguro que no se parecerá en nada a las caducas y aburridas que, año tras año, publican otros rotativos, en las que, por ejemplo, el año pasado, fue noticia la inclusión de una novela tan floja como Nocilla Dream.
De todos modos, como no podía ser de otro modo, hay algunas cosas con las que uno no está de acuerdo, y aprovecho por eso este Speaker’s corner particular para expresarme.
En este caso se trata del libro Fiambres de la periodista Mary Roach, que me ha dejado un amargo sabor de boca. Lo que en principio parecía un texto interesante, que se va desplegando de un modo curioso y por ratos inteligente, haciendo uso del humor y de una frialdad proverbial para tratar un tema tabú como es la muerte, y en particular los cuerpos de los difuntos, se convierte mediada su lectura en un libro reiterativo, plano, donde las gracietas se suceden en los pies de página y, en su afán por tocar todos los temas el libro cae en terrenos de una inanidad insoportable. El libro tiene trescientas y pico páginas y la sensación que le embarga a uno es que le sobra la mitad, que no es necesario dedicar tanto espacio a cosas verdaderamente intrascendentes y que las bromas de la autora es mejor que las deje para su familia, porque la verdad es que como autora de monólogos no habría quién la contratase.
El tema, el enfoque, preludiaban un libro mucho más interesante, donde a los datos se les sumara una reflexión inteligente sobre el tabú que rodea al cadáver. Pero, sin buscar demasiado, un puede encontrar en la televisión, en A dos metros bajo tierra (Six feet Under), un acercamiento mucho más ameno y brillante a un tema tan sustancioso. Lo curioso es que ha habido muchos críticos y articulistas que le han dado el visto bueno, y sospecho que eso de debe a la proverbial costumbre de hablar de un libro sin haber llegado tan siquiera a la página cien –del mismo modo que el libro sobre la censura de Coetzee debe ser muy interesante si uno lo termina porque en las cincuenta páginas que yo he leído es un verdadero tostón de una solemnidad plomiza-.
No quiero olvidar otra cosa que me ha llamado la atención del libro y es la costumbre de innovar donde no se debe hacerlo. Me refiero, por supuesto, al formato del libro. Prácticamente cuadrado, con una letra pequeña –diminuta en el caso de las notas a pie de página-, con una caja verdaderamente mísera, la lectura del libro no es ni sencilla ni placentera. Con un cuarto de hora de lectura de este libro uno está cansado, mientras que con otros se necesitan horas. ¿No será que el diseñador –seguro que es uno de esos diseñadores gráficos que no tienen ni puñetera idea de diseñar libros- no ha leído un libro en su vida y por eso se piensa que este es un libro bien editado?

27 diciembre 2007

¿Qué es poesía?, preguntas...

Una de las cosas más sorprendentes de impartir talleres de escritura –y en general realizar cualquier acto que pretenda hacer pensar sobre la literatura a la gente- es averiguar qué entiende la mayoría de los ciudadanos por poesía. Además de algo que rima con ambrosía o con la reina, tienen claro que está escrito en renglones cortados y que habla de amor. Y con esos moldes es muy difícil hacerles entender que un libro como Mercado común, de Mercedes Cebrián es un estupendo libro de poemas, en el que, además, comparece la poesía con cierta asiduidad.
Uno cree, desde hace mucho tiempo, que la poesía es una sustancia extraña que se deposita allí donde quiere, independientemente de que el vehículo sea un poema, una novela, un sms, una mirada o un modo de beberse un botellín. Háganme, caso, hay gente que bebe botellines de un modo muy poético.
Y luego están los poemas. Que ni tan siquiera tienen que estar escritos en renglones cortados, sino que pueden ser en prosa o incluso haciendo dibujitos por el papel. Para gustos los colores.
Mercedes Cebrián es una escritora extraña. En primer por su rareza, por su escasez. En España lo normal es hacerse un escritor que se deja llevar por la corriente, que contemporiza con lo que hay y saca más o menos tajada de donde puede. Y todo esto, normalmente, con la brillantez justa que la picaresca –no evitemos llamar a las cosas por su nombre- impone. Sin embargo, Cebrián ha hecho un camino inverso a lo que dicta el mercado –la corriente- y, tras estrenarse con un libro que aunaba poemas y cuentos, ha decidido continuar su producción con un libro de poemas –y un libro de poemas que, como veremos, escapa de las convenciones de lo que suele ser un libro de poemas para el público, o sea, los consumidores-, y dicho libro es de una calidad muy superior a la media, demostrando que además de asumir riesgos solventa la papeleta con nota.
Por otro lado es una escritora extraña porque se fija en cosas que el resto ignora o, directamente, no ve. Saber mirar es, sin duda, una de las virtudes del escritor, del buen escritor, y construir pensamiento desde esos materiales es, o debería ser una obligación de todo autor. Y, además, conoce el verdadero valor de cada una de las palabras que usa, que usamos. Mientras que todos usamos palabras, y en muy contadas ocasiones las cargamos de sentido, Mercedes Cebrián –y esto lo he comprobado personalmente- se fija en cada una de las palabras de la conversación, en los mecanismos que desarrollamos para entregar u ocultar información, a veces sencillamente para dejar discurrir tiempo hasta que decidimos qué hacer. Por eso sus textos son tan originales, porque en su cerebro ya ha habido un análisis profundo de cada una de las posibilidades y posibles interpretaciones de los hechos y pensamientos que allí aparecen.
Además, llama la atención poderosamente en su libro los temas. Normalmente la poesía se ha encargado, casi siempre, del entorno privado, el yo, los sentimientos, las preocupaciones ontológicas y existenciales. En algunos casos se han producido destellos de poesía política, en la que los temas ideológicos o las cuestiones civiles, los asuntos de la res pública, se hacían centro del poema. Sin embargo, en Mercado Común –y no Unión Europea o CEE, no es una cuestión secundaria-, los poemas parecen referirse, hablarnos desde un yo plural, que nos afecta a todos, pero no desde una postura de la que se desprenda abiertamente una ideología determinada, y en la que siempre tiene cabida la realidad que se mueve en medio de las dos esferas mencionadas, ese espacio que Castoriadis, tirando de tesis antropológicas, definió como lo no público/no privado. Esa realidad es el ágora, el punto de encuentro, es un lugar donde no se toman las decisiones que afectan a todos, lo que se decide en la ecclesía, pero en la que todos pueden comparecer como seres privados. En una sociedad tan fuertemente capitalizada como la nuestra, donde todo tiene precio y se considera que dicha cantidad es el valor (de mercado) de cada uno, ese espacio común, el ágora, se ha visto invadido por el mercado. Y es dicho mercado el que impone las normas, las reglas, rebasando las barreras de lo público y lo privado.
En esa realidad mercantilizada, en la que buscamos objetos capaces de satisfacer nuestros sueños y deseos, y de la que emanan las corrientes de opinión y las tentaciones que marcan las decisiones de las asambleas que nos representan, es el ámbito donde se mueven los poemas de Mercado Común.
Lo que analiza a través de sus versos es el modo en que esa esfera condiciona nuestra existencia, nuestro sentir y nuestro pensamiento. La apertura de un IKEA en Jerusalén es una “noticia horizontal y enorme” y un poema se llama PYME y otro Clientela. Pretender ignorar esa intromisión, que cada uno vive como más o menos violenta, del mercado en nuestra vida, en nuestro sentir y nuestro imaginar es absurdo. Pero es algo que se produce todos los días, como si el poeta permaneciera en esa torre de marfil de la que tanto se ha hablado y su vida se limitase a realidades inmateriales.
Hoy las parejas se casan en el momento en que comparten un alquiler –lo que les impone de un modo tácito una duración mínima de su convivencia, y por tanto de su afecto y cariño- y se condenan al firmar la hipoteca a treinta o cuarenta años en la caja de ahorros de turno. Ese marco impone nuevos modos de quererse, nuevos horizontes sentimentales que parecen quedar a un lado de la mayoría de la producción poética que hoy se hace. Pero está ahí.
De todos modos sería injusto limitar este libro a esta lectura más o menos materialista de la realidad y no indicar que hay más cosas en él. Hay tecnología y un mundo en constante cambio, pero un cambio que tiene como objetivo la uniformidad de los paisajes, de los escenarios, y que por eso está modificando esa variedad de modos de vida que era la característica del mundo hace veinticinco años. Con la pérdida de esas culturas, de sus lenguas, de sus costumbres, se están perdiendo también sus sentires. Hoy un chico de Vallecas no ve el mundo muy distinto que uno de Chicago, de Lagos o de Mumbai. Y eso no se debe a que cada uno haya tenido las mismas posibilidades, sino a que su realidad es muy similar, está formada por los mismos objetos, los mismos referentes y, consecuentemente, los mismos deseos que están directamente inducidos por la publicidad.
Cebrián nos coloca ante esa distopía que, sin darnos cuenta, estamos viviendo, y plasma los sentimientos que esta produce. Lo importante es que el misterio de la vida, las preguntas que desde siempre se ha hecho el hombre, permanecen latentes a la espera de respuestas, pero tenemos que soportar el constante discurso del “mundo desarrollado” y de la “sociedad de la información”, cuando es evidente que vivimos en una sociedad del registro donde no se analiza y se digiere la información, por lo que no puede haber mucho desarrollo.
Cuando mis alumnos me dicen qué es lo que entienden por un libro de poesía les obligo a leer Mercado Común de Mercedes Cebrián, para demostrarles que un libro de poesía puede contener pensamiento, análisis, imágenes poderosas, reflexión, y sentimientos, muchos sentimientos. Que la poesía es muchas más cosas de lo que nos enseñaron en el colegio.
Mercedes Cebrián Mercado Común Caballo de Troya, Madrid, 2006

26 diciembre 2007

Un autor más allá de las clasificaciones

No termina uno de entender cómo se producen los encumbramientos de unos autores o de otros a los principales lugares del escalafón. Desde luego los hay que lo tienen muy difícil, como sería el caso de Copi. Hoy, pasado el tiempo, y después de que autores como Aira o Tabarovsky hayan escrito mucho y bien sobre su obra, se le tiene cada día más presente –no quiero olvidar que Herralde, en Anagrama, estuvo siempre atento a la edición de su obra, otra cosa es que se haya vendido mucho o poco.
La situación de Copi, pseudónimo de Raúl Damonte, es, desde luego, complicada. Un autor nacido en Argentina, que se cría en Montevideo, que finalmente reside en París y escribe su obra en francés. Un autor que escapa a una filiación genérica y hace tanto novela, como relato o teatro y, además, se convierte en un genial dibujante humorístico. Y, sin embargo, se puede decir que Copi tiró abajo todos esos obstáculos y es, cada día que pasa, un autor más importante para entender lo que nos sucede hoy.
Una de las decisiones que, en principio, más llaman la atención de Copi es que escribiese en francés –a excepción de La vida es un tango- y eligiese las traducciones al castellano de España que encargó Herralde de sus libros. Es un rasgo que destaca doblemente porque en la obra de Copi hay, siempre, una argentinidad latente. Copi eligió ser un extranjero que medita y piensa continuamente en su país, en lo que él es. Se puede decir que eligió lo contingente por encima de la esencia.
Al mismo tiempo, por su temática, siempre humorística, siempre irónica, la literatura de Copi corrió el riesgo de pasar desapercibida –ya sabemos el poco predicamento que tiene el humor- entre la pretenciosidad de sus compañeros del grupo Pánico. Pero, si releemos la obra que Arrabal, que Jodorwsky, que Topor han legado, palidecen frente a la tensión de la obra de Copi.
Hoy su literatura nos resulta más actual todavía que cuando fue escrita. Las narraciones que carecen de trama o argumento, con personajes superficiales donde tan sólo sucede el lenguaje, la escritura y lo que ella trae y representa. Todo sucede –todo puede suceder- en un libro de Copi, porque dentro del universo del lenguaje, que es donde él se mueve, todo puede tener lugar.
La escritura es el único fin y el único modo de salir del dolor de la vida, del sinsentido. Sus narraciones alocadas, zigzagueantes, libérrimas, son en realidad un intento de domesticar el acelerado mundo que suplantan al mismo tiempo que representan.
En La Internacional Argentina presenciamos la delirante peripecia de un escritor que se ve elegido como candidato a la presidencia del país por una estrella del polo, Nicanor Sigampa, hasta enterarse de que sus méritos se reducen a haber escrito un poema maoísta en su juventud.
Sorprende la actualidad de ese libro, que ironiza sobre el clientelismo de los escritores sudamericanos con el poder –con el que mantienen una extraña relación de fascinación que ha dado como fruto interesantísimos libros y penosísimas biografías- y al mismo tiempo desentraña los estúpidos mecanismos de la política contemporánea, donde las ideas y los programas son meras cortinas de humo para alcanzar el poder y ejercerlo en interés propio.
Aprovecho la coyuntura para solicitar a Herralde –yo sé que me lee, y si no él gente que hace de correveidile- que reedite los títulos de Copi, y que cuelgue información sobre sus títulos en su página web –no aparece ni tan siquiera Copi en la lista de autores.
Hay un escritor tremendamente moderno esperándonos en las librerías. Acudan a buscarle.

16 diciembre 2007

Una realidad masticada

Si hay un autor consciente de su físico, de su cuerpo, ése es Fogwill. Basta hacer una búsqueda de imágenes en Google para llevarse muchas sorpresas. En la mayoría de las fotografías abre los ojos exageradamente, para que se le quede una cara de alucinado con la que observa al que mira su foto. Hay muchas instantáneas así. En otras aparece fumando, y cuando lo hace no sostiene el cigarro con la mano o con los labios, sino que lo muerde, con la misma rabia con la que parece apresar una realidad que, mal que le pese, se le escapa a veces fugaz entre las manos.
Fogwill es un autor extraño, plenamente consciente de lo físico del mundo, de su realidad táctil, de su materialidad. Frente a otros autores, que se deslizan cuando trabajan con el lenguaje a un mundo de ideas y palabras, que no tiene más carnalidad que la del papel blanco y la tinta negra con que trabajan, un mundo virtual lleno de vacíos, de huecos que lo convierten en un entorno fantasmal por el que transitan los lectores como si de un sueño se tratase. Mundos de bordes imprecisos y caras desleídas, como los recuerdos borrados de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Olvídate de mí), en los que el lector debe no ya participar, sino directamente rematar esas labores que el autor ha dejado a medias.
Y esa conciencia de que le debe entregar al lector un mundo, una realidad tan vívida como en la que él vive, como esos cigarros que parece devorar más que fumar, como esos ojos que parecen salir de su cara en las fotografías, condiciona de un modo determinante el discurso y el estilo de Fogwill.
Quizá una de las mejores muestras de lo que digo sea el libro que ha publicado Periférica, Help a él. Partiendo de un cuento repleto de imágenes y de ideas como es El Aleph –por cierto, no está de más recordar esa otra genial relectura del cuento borgeano que hizo Ronaldo Menéndez y que llamó Menú insular-, Fogwill nos entrega una novela corta llena de carnalidad y de materia. Fogwill toma todos los componentes del relato de Borges, desde el título, que es una anagrama del original, a la mujer objeto de anhelo, esa Vera Ortiz Beti es otro anagrama, en este caso de Beatriz Viterbo, el primo mal escritor, las cenas a las que el escritor es invitado por parte de la familia de la muerta, etc.
Lo que sucede es que, frente al aleph borgeano, que es ése punto del universo en el que están reflejados todos, y que Borges se ve obligado a describir de un modo sucesivo, puesto que el lenguaje lo es, pese a que lo reflejado en él sucede de modo simultáneo, Fogwill recoge todas las posibilidades de encuentro carnal vividas o deseadas con la muerta. No sabemos si drogado o no, en el cuento original el narrador también teme haber sido drogado, el protagonista va reviviendo un encuentro sexual donde todo es explorado, donde todo tiene su lugar, donde se ve reflejado todo el amor y el deseo que pudieron sentir él y la fallecida cuando estuvieron juntos.
Hasta aquí la novela no pasaría de ser una relectura hábil, inteligente, del texto borgeano. Una cover acertada, que podría decir Fresán. Pero Fogwill va más allá, utiliza la excusa argumental para hacernos sentir esa sesión amatoria. Fogwill ha entendido que, frente al cuento frío e intelectual de Borges, la literatura debe presentar realidades, mundos que vayan más allá de la concatenación de imágenes sobre una pantalla plana. El cine ofrece eso, pero la literatura ofrece mundos, realidades palpables, escultóricas, por las que el lector transita. Y Fogwill lo sabe, y nos lo ofrece.
Leer esta novela supone sumergirse en un mundo que, pese a tener tintes oníricos, se nos muestra de un modo contundente, real. Leer Help a él es saborear los labios de la muerta, excitarse con el narrador, es tantear cada uno de los objetos, experimentar cada una de las acciones, que van apareciendo en el libro. Como la vida, como nuestra realidad cotidiana, carece de argumento, sencillamente está ahí, para ser experimentada, vivida, transitada.
Cuando leemos esta novela no perseguimos una idea, una trama, sencillamente tenemos la sensación de que le han abierto una nueva habitación de la casa que es nuestra vida para que podamos vivirla un poco más. Una extensión palpable, concreta, una realidad virtual en el sentido de que está guardada en un libro, pero que se nos torna vívida como el café de cada mañana.
Con los buenos libros uno tiene, siempre, la sensación de que han pasado a formar parte de la vida de uno, una vida mental y conceptual que es nuestro equipaje de mano para la vida real. Pero leer este libro se parece más a una transfusión de sensaciones, de vivencias, de experiencias sensibles, que hemos vivido durante su lectura. Y tenemos que esforzarnos para comprender que en realidad las hemos leído, de tan reales como son.
Fogwill Help a él Periférica, Cáceres, 2007

15 diciembre 2007

Basta una conexión a internet


Comentaba el otro día que en estas fechas me refugio en mi casa, subo un poco la calefacción, me pertrecho de un montón de libros -gracias a los amigos editores que tan bien me cuidan- y me dedico a pasar horas y horas bajo la manta del sofá, leyendo sin que nada me moleste.
De todos modos, de vez en cuando me apetece escuchar a alguien, tener la sensación de que no se ha producido un desastre nuclear y anda uno sin saberlo, refugiado en su casa recibiendo la radiación que mis paredes no son capaces de filtrar. Y en esos momentos lo que hago es conectarme a Internet y disfrutar del último de mis descubrimientos. No es que haya conocido su existencia hace unos pocos días, no es eso, pero sí que es cierto que hasta que uno no ha tenido ADSL en casa, conocerlo no servía para nada. Se trata de MySpace. No, tranquilos, no voy a hacer una apología de la plataforma y del programa, etc.
Pero, desde luego, si un grupo sabe aprovecharlo es lo mejor que existe. Una de las bandas sonoras que me acompañan desde hace unos meses es Elvis Perkins -qué buen disco es Ash Wednesday- y gracias a sus MySpace -tienen varios- uno puede escucharles en directo. Por ejemplo en Elvis Perkins in Dearland hay unas versiones maravillosas. Lo mejor es tener siempre la ventanita abierta del navegador y dejarse mecer por ellos. Hasta las webs de los periódicos son más soportables así.
Ahora que lo mejor es el MySpace de Señor Chinarro. Ya ha confesado uno aquí los problemas que tengo con Antonio Luque. Como todavía no está tipificada como adicción por parte del Colegio de Psicología no me dan la baja en el trabajo, así que me tengo que arrastrar por la web buscando nuevas dosis. Pero Luque, que es generoso, se ha marcado cinco -sí, no es broma, cinco- maquetas en su página para que los adictos nos calmemos un poco. O quizá no, tal vez es mucho más ladino y lo que está haciendo es regalarnos unas dosis para que salgamos corriendo a la tienda de discos en el mismo momento en que sepamos que hay nuevo disco grabado y convenientemente empaquetado. Es lo que tiene el mono, que ya no sabe uno por qué hace la gente las cosas, si es por generosidad o realmente nos están haciendo el lío.
Pero bueno, con estas cosas se olvida uno de toda la gente que pasea por mi calle con unos cuernos de reno o alce... No soy zoólogo, la verdad, así que a mí me parecen personas.

14 diciembre 2007

Catilinarias


Me escondo de la Navidad. Pese a vivir a dos pasos de la Plaza Mayor la evito, la rodeo cuando paseo o tengo que hacer cualquier recado –hay que ver lo que da de sí Cuchilleros y la Cava de San Miguel, por cierto-, no enciendo apenas la televisión porque cada dos segundos te asalta un anuncio de colonias o de juguetes. No compro dulces navideños y la única participación de la lotería que tengo me la regaló un amigo. Pero, pese a que vivo como si no la sintiera –que es, quizás, el modo de sentirla de un modo más acusado- hay veces que desborda mis defensas y se mete en mi vida. Bien sea en forma de fiesta navideña de empresa –ayer asistí a la única que tendré, ventajas de ser autónomo- o en un correo que, alguna jefa de prensa malintencionada te hace llegar. En este caso las pérfidas mentes de Temas de Hoy me mandan la información de un libro de un tal Paco Torreblanca –los únicos cocineros que conozco son Arguiñano y Adriá, y este porque sale en Muchachada Nui- llamado La cocina dulce donde enseña a cocinar, entre otras delicatessen, un turrón de kikos –de maíz tostado, para lo que no sean de España y no tengan que conocer tampoco la nocilla, ni el colacao.
Y, como me sucede cuando veo las luces, escucho los villancicos y sufro los atascos, me pregunto: para qué coño hacer una cosa tan repugnante como un turrón de maíz tostado.
O tempora, o mores!

10 diciembre 2007

Donde hay esperanza hay vida


No hace muchos días decidí otorgar el galardón de mejor blog en castellano a YoEtc de Martín López-Vega, y al hacerlo tuve en consideración a su gran rival, que no es otro que El síndrome Chéjov, de Miguel Ángel Muñoz. Si finalmente opté por el de Martín creo que se debió a que envidio toda la poesía qeu él ha leído, mientras que no envidio las lecturas de Miguel Ángel Muñoz porque son compartidas.
Lo que sí envidio es su energía, su voluntariosa dedicación y sus iniciativas. Hace unos meses lanzó una consulta para decidir el mejor libro de cuentos de los últimos veinticinco años. Por encima de lo arbitrario de la cifra, y de los curiosos fenómenos que desencadenó dentro del mundillo de los cuentistas -que, como el de los cervantistas o el de los coleccionistas de barbies, es tan reducido que todos nos conocemos entre todos-, a saber: envío de correos electrónicos pidiendo votos, correpasillos criticando estos envíos mientras sus lacayos le votan a él, etc.
Pero mucho más interesante es la que ahora ha lanzado. Se trata de un selección de autores noveles -o inéditos- que semanalmente irán apareciendo en el blog y en otros que se ha abierto a tal efecto.
La semana pasada, el primero fue Manuel Benet, con una serie de textos muy interesantes. La casualidad ha querido que esta semana me encuentre con un amigo y tallerista en la lista, José Antonio Ruiz. Digo tallerista y no esas cosas como alumno o discípulo porque me parecen de una pedantería insoportable, y porque pienso que en un taller de escritura no se convierte a nadie en escritor. Uno ha entrado ya por la puerta del taller -o se ha inscrito en el curso a distancia, como en el caso de José Antonio- siendo un escritor. Un taller le facilitará el camino pero no le va a convertir en escritor. Los talleres, lo ha dicho uno muchas veces, sirven sobre todo como proceso de formación lectora, de vertebración de un criterio estético, y de conocimiento de uno mismo y del medio. Y si uno, además, tiene la vocación y la capacidad, será escritor.
Conoce uno a muchos escritores -en el sentido de personas físicas que publican- que han pasado por un taller y siguen convencidos, sólo por eso, de que son escritores. Incluso los hay que se creen buenos novelistas o editores. Pasmoso.
Por eso hay que alabar bitácoras como la de Miguel Ángel Muñoz -no voy a poner aquí el enlace porque desde hace dos años está en la lista de enlaces recomendados de este blog- e iniciativas como la de los inéditos, donde puede uno encontrar maravillas como las que ha escrito José Antonio Ruiz.
Mi más sincera enhorabuena a los tres, Miguel Ángel, José Antonio y Manuel: Los inéditos del síndrome

02 diciembre 2007

Un estreno de primera clase

Cada cierto tiempo los medios sienten la necesidad de colocar a un nuevo autor como la gran esperanza de la literatura. Normalmente son actuaciones perversas, porque hoy sabe cualquiera que un autor novel e inédito que logre colocar su manuscrito a una editorial lo ha hecho mediante un libro irrebatible, un manuscrito que sobrepasa en calidad a muchos de los que los autores prestigiados colocan a los editores.
A modo de ejemplo –y para aviso de navegantes, que pueden ir centrando ya el objetivo en Perú y las afueras del país andino- estaría Vargas Llosa. La ciudad y los perros es uno de los grandes libros de su autor, por ejemplo, muy superior a libros de saldo como La tentación de lo imposible o El Paraíso en la otra esquina. Este último, por ejemplo, es parangonable a cualquiera de los trabajos que los alumnos de COU –creo que ahora se llama segundo de Bachillerato- pueden presentar a su profesor. Sólo que más largo, eso sí, porque sus quinientas páginas se hacen larguísimas. Si el trabajillo de clase de Vargas Llosa hubiese ido firmado por un autor desconocido, las risas del lector y del editor se habrían escuchado en Arequipa, en Kensington y en la calle Flora.
Por eso tiene especial mérito un libro como Guerra a la luz de la velas. Yo lo leí un poco de rebote, la verdad. Ha llegado un momento en que uno desconfía casi automáticamente de cualquier libro que edite Alfaguara. Está feo reconocerlo y si lo digo es porque creo que la sinceridad es un valor a retomar en esto de la crítica literaria. Los desmanes de la editorial del grupo Prisa han conducido a cualquier lector medianamente informado a dudar de la calidad de cualquier cosa que aparezca bajo su marchamo. Y es injusto, como se demuestra con la edición de este libro.
Yo me animé a leer a Daniel Alarcón después de conocerlo personalmente. Me llamó la atención la seriedad, el sólido conocimiento de la literatura y de sus mecanismos que exhibía y, lo que fue determinante, la seriedad con la que encaraba su trabajo y el escepticismo con que vive las servidumbres que el mercado impone a un autor. Lo lógico en un autor de tan sólo treinta años es que se deje deslumbrar por unos focos que no le persiguen por su calidad, sino por su juventud. Pero uno no se imagina a Alarcón apareciendo en la portada de un libro suyo o asistiendo a una presentación de una línea de ropa femenina.
La enorme fortuna que he tenido es encontrarme con que Alarcón es, no sólo una persona agradable y coherente, sino que, además, es un estupendo escritor. Un escritor que, como diría Armas Marcelo en su columna marciana del ABCD, se nos presenta ya como un autor insoslayable. Los incomprensibles mecanismos del mercado han obligado a que, hasta que no estaba lista la traducción de su novela, Radio Ciudad Perdida, no se haya editado en España su libro de relatos.
Y digo que es incomprensible, porque aunque una novela, cualquier novela, venda muchos más ejemplares que los libros de relatos, es evidente que un libro como este habría salido a la luz con o sin novela. Teniendo en cuenta que los ejemplares que están a la venta en España son, en realidad, ejemplares de la edición peruana retapados para que coincidan con el horroroso diseño que se ha impuesto en España –con ese medio marco negro-, uno se cuestiona muchos de los mecanismos de edición de las grandes editoriales españolas. Lo primero cuántos libros interesantes no llegan aquí mientras en las librerías se agolpan las naderías más insustanciales. Lo segundo por qué se gastan dinero en retapar un libro cuando la edición original era más bonita. Y muchas más cosas, claro, que no tienen nada que ver con la literatura y que, por eso, da un poco de pereza consignar aquí.
Habría que comentar, eso sí, el hecho peculiar de que cuando uno lee los cuentos de Guerra a la luz de las velas se ve sorprendido continuamente por una extraña sensación. Algunos de los cuentos tienen un aire indiscutiblemente norteamericano. Su temática, la realidad que plasman, está muy unida a los cuentos de Carver o de Ford. Pero al mismo tiempo la prosa suena muy potente, con detalles, con ciertos guiños que la hacen parecer propia. Ahí está la paradoja de este libro. Alarcón escribe en inglés, se ha formado en los Estados Unidos, trabaja en la universidad y sus influencias son, claramente, norteamericanas. Pero también ha leído, y convivido con sus compatriotas peruanos. Alarcón es un raro ejemplo de escritor que escribe en inglés pero que mantiene una inusual fuerza al ser traducido. Así como hay escritores, Umbral los llamó “angloaburridos”, que escribiendo en español parecen traducidos, lo curioso de este libro es que el trabajo de Jorge Cornejo, ayudado por el propio padre de Alarcón es único. Me gustaría saber un poco más de inglés para poder valorar
la particular prosa que debe exhibir el texto original.
Pero, dejándonos de rodeos, lo mejor del libro son sus cuentos. Podríamos gastar mucho tiempo y saliva en analizar las influencias del autor. En dilucidar en qué corriente se enmarca su obra –porque tiene ecos de Flannery O’Connor, del minimalismo yanqui, pero también de los grandes narradores del boom- y cuáles serán sus derroteros en un futuro. Y todo eso sería secundario. Lo más rotundo que ofrece Alarcón en su estreno literario son historias rotundas, imponentes, que te atrapan desde el primer momento y resultan subyugadoras. E historias trazadas con gran acierto literario, con una eficacia y sabiduría únicas. Cuando uno las va leyendo tiene la certeza de que sólo de ese modo podían existir, ser eficaces, funcionar como historias. Parecen no tener otra posibilidad, y eso las hace verdaderas piezas de orfebrería, cuidadas al detalle. La prosa resuena con fuerza y aún así natural, sabe que es literatura pero no se entrega a la retórica.
Y, lo que es más importante que todo eso teniendo en cuenta la edad de su autor. No condesciende a la moda. No pretende colarnos falsas originalidades ni banalidades a golpe de justificarlas con su juventud. No necesita más que las herramientas que se han usado, desde siempre, para conquistar al lector: Narraciones que alumbran y dan sentido a esta vida contadas con un espíritu y una vivacidad que las hace más verdaderas si cabe.
No sé si se puede leer este libro con indiferencia, sin caer arrebatado a medida que se va leyendo. Yo no puedo esperar ya para leer la novela y asumir que estamos ante una de las grandes voces de la literatura –no quiero decir el futuro porque es ya un presente más que sólido.
Se dice muy a menudo, pero hay veces en que sigue siendo cierto: no se lo pierdan.

27 noviembre 2007

Poesía y censura

Este mes aparece en una revista madrileña, una de esas que se publicitan como de ocio, cultura y tendencias -obsérvese el sandwich que le hacen a la cultura, a la que suelen estrangular en el camino-, un especial en el que reuní un grupo de poemas que hablan o aluden a la censura. La nómina no está nada mal y, además, hay cuatro inéditos, por lo que creo que merece la pena reproducirlo aquí. Más teniendo en cuenta que en la revista tienen una extraña concepción de lo tipográfico y, ya que no censuran, ponen muchos obstáculos a la lectura.

El valor de la palabra, por Antonio Jiménez Morato
La censura y la poesía son, quizá, las dos realidades que valoran más el peso de la palabra. Por lo tanto de las ideas y de los sentimientos. ¿Qué mejor reflejo de ello que pedir a un grupo de jóvenes poetas que escriban con la censura en su cabeza?
¿Qué existió primero, la censura o la ofensa que la generó? Seguramente la censura, pese a ser una realidad secundaria, que necesita de otros valores para ponerse en marcha. Una de las principales trabas que encuentra la censura es que es cambiante, que se debe al poder. No existe censura sin la aplicación sistemática de unas medidas emanadas del poder. Sea público o privado.
Los problemas de cada tipo de censura son contrarios. La censura pública –esto es, ejercida por algún garante de la realidad política, entendida como “lo público”, la “cosa común”- se debe a lo que se dice. A lo que se expresa. La censura privada, la que cada uno ejerce en su intimidad sobre sus palabras, y por lo tanto sus pensamientos, es más problemática, porque se refiere a lo que no se puede pensar. Por lo tanto sentir o soñar.
La censura encierra, dentro de sus principios, un objetivo quimérico. La censura, para funcionar, debe tender a la excelencia. Debe ser eficaz al ciento por ciento. De no serlo se convierte, de un modo paradójico, justo en su contrario. La ineficacia en la censura –esto es, en los mecanismos de desaparición y modificación de la realidad, del registro- supone una dilatación del mensaje del censurado. Si hoy leemos muchas obras se debe, sin duda, a que en sus momentos fueron censuradas. Incluso hoy tendemos de una manera automática a intentar ver en la repercusión de una obra el indicativo de su calidad. La censura debe, por lo tanto, eliminar no ya lo censurado, sino al censurado y toda memoria de su existencia. El mundo orwelliano representa, de un modo claro, ese problema. El ministerio de la Verdad debe eliminar todo vestigio de la censura, debe borrar sus huellas para ser eficaz.
Cuando dicha labor no se realiza convenientemente se refuerza el mensaje. Se dilata. Dura mucho más allá del tiempo que, en principio, parecía buscar. Tiene un nuevo marchamo, el de la censura, que sirve como indicativo de su calidad, de su capacidad de ofender, de dar –voluntariamente o no- en el blanco.
Siguiendo el silogismo podemos inferir que, al otorgar la censura un valor a la obra, muchos autores hayan elegido provocar a la censura. Surge así el provocador, el que tan sólo busca excitar la hipertrofia crítica del censor. Y, de un modo paradójico, esa censura premeditada sirve como carta de presentación de una obra. Basta contemplar muchas muestras de arte contemporáneo para ver que no persiguen más que la provocación, excitar al censor.
Por eso el mercado ignora, sabedor de que es el método más efectivo para desactivar todo mensaje.

Juan Antonio Bernier

VOLAR HONDO

1. Luz violenta de agosto
retenida,
furiosa,
en mis nervios opacos.

Declive sedicioso de la sangre.
Voz
reducida a un acento.

2. He templado por ti
la altura de mi gozo.

Por ti,
mi volar hondo,

penúltima ladera.

(de Así procede el pájaro, Pre-Textos)


Pablo García Casado

PADDY

acércate paddy ponte delante de la cámara
espera espera que la encienda (rec) ahora paddy mira a la cámara
hola muchacho ¿cómo te llamas? ¿paddy? ¿de dónde eres paddy? ¿de lincoln?
¿de lincoln, nebraska? conozco lincoln, nebraska estuve

una vez allí ¿verdad susan? (la cámara afirma) acércate
acércate un poco más (primer plano) estupendo paddy lo estás haciendo muy bien
¿quieres probar de este lado? (cambio de plano) así muy bien así ponte de este lado

me han dicho que te gustan los animales ¿te gustan los animales paddy?
aquí tenemos perros caballos también tenemos juguetes (plano de exteriores)
¿quieres que juguemos al columpio paddy? ¿te gusta el columpio? ¡eh paddy! no te muevas

quieto paddy quieto quieto así así... no te muevas...

(de El mapa de América, DVD ediciones). Este poema aparece aquí porque su autor se vio atacado a causa de su escritura y publicación. Decían que era una apología de la pornografía infantil. Confundieron tema con defensa, muy posiblemente.

Ana Gorría

del aire que nos falta.

E aunque les pesa, tienen silençio, mayormente si el que faze estas señas es persona a quien deben temor e obidençia. Donde se sigue que escuchan por fuerça lo que de grado escuchar no querían.
Teresa de Cartagena. Arboleda de enfermos.

sucede como espuma, la prisa el corazón el lento obstáculo. fuera fácil decir quien habla bajo explora los rincones y sin embargo calla. de espacio
y su vacío
no pudo el corazón
si levantarse
abrir
si con la lengua muerta
y fría
en la boca
como un pájaro muerto
las largas tempestades que suceden

alrededor de un muro. palabra tras palabra con palabra.

(Inédito) Para este poema ha recuperado la figura de Teresa de Cartagena, monja sordomuda del siglo XV que es considerada por unos como la primera escritora mística y por otros una protofeminista.

Martín López-Vega

POESÍA SOCIEDAD LIMITADA
Poema-documental
A prepara una antología. Me pide una poética
para que diga lo que piense. Digo lo que pienso.
Después de unos días me escribe (corrijo
las faltas de ortografía): "Querido Martín,
leo estos días tu poética y veo algunos puntos
para señalarte: te metes con B,
con C, con D, con E y hasta conmigo.
He suprimido esas partes con mucha delicadeza,
apenas se nota, y no afectan al texto".
Le digo a A: No acepto censuras, retira
mi texto. Mientras tanto, A llama a F
para contarle lo que pasa, y F le dice:
eso es censura, debes publicarlo como está.
Entonces A llama a B y le dice:
"Me ha dicho F que publique esto contra ti",
y a mí me escribe: "Que sepas que es G
quien me ha dicho que te diga esto" (G
tiene mucho poder en este mundillo nuestro
de sobras). H me dice: "Te has pasado
de generoso diciendo que B es la Paris Hilton
de la poesía española, lo que en realidad es
es la Norma Duval". Pues a mí, pese a todo,
sus primeros libros me parecen muy buenos,
le digo. "No los he leído", me responde H.
"Me voy, por cierto: he quedado a cenar
con él, que está preparando una antología".
I me pregunta qué opino de la poesía de su mentor,
el famoso G. Yo le digo que la aprecio con reparos.
Él está claro que no, pero prefiere decírmelo a mí
antes que a él. J me manda un sms: "A se va
a enfadar mucho, deberías publicar una rectificación".
K me llama para decirme: "A mí me ha pedido
que cambie mi poética, y ahora va diciendo por ahí
que me ha obligado a rectificar". Pero no se retira
de la antología de marras: traga, "me interesa", dice.
L, a quien no conozco de nada, me envía un mail
llamándome "mala persona". Será que no he entendido
nada, que ser buena persona es comportarse bien,
no molestar a nadie, no llamar Mierda a la Mierda,
ni Mentira a la Mentira, ni Censor al Censor.
Será que la Mierda, la Mentira y el Censor están bien,
y es de malas personas denunciar y limpiar,
lo apropiado es callar y aprender a convivir
con la basura, ella no tiene la culpa de serlo.

¿Qué gloria tan rara buscarán
A, B, C, D y el resto del alfabeto? ¿Un premio
nacional, una fundación con su nombre, un Nobel?
Qué formas tan raras de felicidad. Pensar una cosa
y decir otra para conseguir un pequeño ascenso
en el escalafón de los cojos. Eso era, muchachos,
la poesía, aprendedlo de una vez: el objetivo
no es aprender a vivir mejor, es conseguir la llave
de oro de la Fundación Con Mi Nombre en Mi Pueblo.
Y en posdata os paso la nueva definición de "Respeto":
La Mierda, La Mentira y el Censor tienen derecho a serlo.

(Inédito)
Elena Medel

PIEDRA, PAPEL, TIJERA

Cualquiera puede hacerlo. Es un juego sencillo, como el del escondite,
aunque en este poema todo ocurre con los ojos abiertos. La metodología:
uno, dos, tres. Esconded vuestras manos
el uno frente al otro. Si eliges el papel, envolverás
la piedra; si eliges la tijera, podrás cortar al otro.
La piedra, por su parte, romperá la tijera —esto no pasa nunca: a todos les parece
demasiado evidente—. Si coincidís, el juego se reanudará. Ganar o perder
es otro asunto. Puede hacerlo cualquiera.

(Inédito)

Andrés Navarro

[Algo que signifique]

Y aunque parece claro no es tan sencillo
concentrarse. Casi todo remite a una idea
anterior, como al tomarse el pulso.
¿Qué pasaría si mirásemos simplemente algo
no como rastreadores de símbolos sino
con los ojos? Cantos de violín, antiguos
vecindarios, esas cosas que sólo resultan tiernas
cuando dejan de resultar familiares…

Iniciativas firmes, promociones, todo puede esperar
salvo la falsedad o la verdad completas, pues es
su acción
lo que nos vuelve innecesarios. Creer que la virtud
consiste en encontrar un modelo común
desgranado en ideas, años después, por personas
que apenas nos conocen
puede ser lo bastante emotivo si al hilo del discurso
se enhebra cierta aguja de posibilidades, la muda
chispa afectiva, el olor del verano, las moscas…

Escucha, lo más callado habla.

(Inédito)

Mariano Peyrou

EL DISCURSO PASIONAL
La luna obligatoria, prohibido
el reflejo, prohibida
la luz del mediodía.
Obligatorio el musgo,
obligatorios el paso y el abismo.
El cielo obligatorio y el infierno
opcional. Lo contingente
prohibido, la paciencia prohibida
y la contabilidad. ¿Lo provisorio? Depende,
pero nunca opcional. Obligatorio
el velo, obligatorio despojarse del velo,
la llave obligatoria o prohibida.
Los fundamentos prohibidos, vuelo integral,
tensión obligatoria. Opcional el recurso a lo
biológico, opcional el empleo de tristezas,
opcional el de la analogía y otros síntomas.
La gota prohibida,
obligatorio el mar.
La herida obligatoria y la sangre
tampoco, circulación total y sin embargo prohibido
mencionar la mitral o la tricúspide.
Prohibida la ley, prohibido
redactar el contrato vigente, prohibidos los ojos
en sus órbitas y en órbitas extrañas.

El discurso opcional obligatorio.

(de La sal, Pre-Textos)

26 noviembre 2007

El presidente Gonzalo

Yo soy uno más de lo jóvenes que crecimos en España en los ochenta, escuchando hablar en las noticias de vez en cuando de Sendero Luminoso, comparándolo con las FARC, o con cualquier grupo paramilitar mantenido por los cárteles de la droga. Sólo más tarde escuché hablar de Abimael Guzmán, y sólo más tarde descubrí que el sendero lleno de luz que seguían era el de Mariátegui, fundador del Partido Comunista en el Perú. Y, la verdad, por suerte o por desgracia, no sé mucho más.
Me gustaría haber leído a Mariátegui, pero en España es casi imposible. Y me gustaría poder prescindir de la campaña negra que las grandes corporaciones económicas –poseedoras de los medios de comunicación- les hacen siempre a los grupos revolucionarios.
Explico todo esto para dejar claro que cuando inicié la lectura de La cuarta espada no sabía casi nada del asunto del que trataba. ¿Por qué lo leí entonces? Pues porque había conocido a Roncagliolo, su autor, y me cayó muy bien. Y me parecía que su trabajo se merecía una lectura atenta del libro.
La verdad es que no me ha decepcionado en nada. Es posible, muy posible, que muchos lectores que hayan manejado más monografías, que tengan un conocimiento más profundo de la historia del presidente Gonzalo y de sus seguidores, piensen que este es un libro superficial. Pero quizá eso se deba a que están haciendo una lectura equivocada de las intenciones, y por lo tanto de la plasmación de las mismas, del autor. Yo no creo que Roncaglilo pretenda que su libro quede como un texto insoslayable –qué Armas Marcelo me siento cuando uso esa palabra- para entender el movimiento revolucionario peruano. No, yo creo que ha intentado descubrir lo que quedó de aquellos años en su memoria y comprender un poco más la figura de Guzmán. Hay que tener en cuenta que Roncagliolo no pudo permanecer ajeno a aquel huracán que fue Sendero en la vida de los peruanos. Su padre es juez, su tío un político de primer nivel. En su casa se debió vivir a diario la tensión del conflicto.
Por eso el narrador quiere saber, quiere indagar en la mente del líder, pero es imposible. Aquí es donde yo pondría la única pega al libro y a cómo se le vende al lector. Porque si uno lee el libro no tiene una idea clara de cómo es Abimael Guzmán. Intuye cómo es, lo supone. Sabemos por los testimonios de los que lo han rodeado cómo es, pero no sabemos quién es aunque leamos el libro. Porque, y creo que eso habla muy bien de la honestidad de Roncagliolo, no pretende hacer creer al lector que sabe cómo es el objetivo. Precisamente los testimonios de sus lugartenientes, de su compañera sentimental, de sus víctimas, le confieren un aura todavía más mística que la tenía antes de la investigación. Se podría decir que Roncagliolo ha hecho la instrucción del caso y que deja al lector el veredicto. Escucha a todas las partes, no las cuestiona, y, ante la duda, cree a ambas. Quizá sea una de las ventajas de un saber literario, alejado de otros que buscan la verdad por encima de todo. Un escritor sabe que no hay una verdad, sino muchas, plurales, hermanadas unas veces y enfrentadas otras, que coexisten. Todo ese grupo de verdades forman la realidad. Como decía Juan Bonilla en su poema, La Verdad es tan sólo un periódico de Murcia. Uno transita por el libro y va conociendo quiénes fueron los miembros de Sendero. Entiende sus motivaciones para hacer la guerra, pero no llega a comprender nunca el pensamiento de Guzmán –quizá porque no existe, porque es tan sólo un maoísmo extremado y aplicado a la situación peruana- y no sabremos mucho más de él de lo que sabíamos en un principio. Cuál es el eje, por tanto de este libro. Pues, sin duda, haber renunciado a un reportaje sobre Abimael, pese a que se venda así porque se considere más comercial, y hacer un libro sobre el proceso por el que un joven de clase alta educado en una familia progresista llega a entender, a sentirse cercano a unos militantes de un grupo revolucionario que fungieron de sangrientos asesinos. Y no es poca cosa. Pero es ahí donde reside el verdadero centro del libro, en esa evolución, en cómo esa investigación cambia la vida de Roncagliolo. Es muy posible que, incluso desde algunos medios de comunicación, se quiera hacer pasar este libro como un título menor dentro de la producción de su autor. Y sería injusto. En primer lugar porque con este libro se evidencia una tendencia real que podemos ver en casi todos los escritores jóvenes, que es la de trabajar indistintamente con materiales enteramente ficcionales como con la realidad. Tanto lo uno como lo otro es material tratable, modificable, al que se puede dar forma del mismo modo. La vida nos ha enseñado que los mecanismos mediante los que se construye lo real y lo ficcional son semejantes. ¿Por qué tratarlos de un modo distinto? Tan reales son las dudas de Ana Karenina como las dudas de Roncagliolo al elegir un enfoque u otro sin ficción. Eso es lo de menos. La escritura equipara y torna igual de reales ambas posibilidades. La segunda razón por la que no se puede considerar un libro menor a La cuarta espada es por la calidad de su acabado. Su autor le ha dedicado tanto o más tiempo que a cualquier otro de sus libros a la redacción de éste, y eso se aprecia en la facilidad con la que el lector transita por los hechos históricos, las anécdotas personales, los testimonios recogidos y los análisis de todo ese material. Todo se lee con la misma sencillez, pero sin que quede rebajada su densidad. Es muy difícil, y eso lo sabe cualquiera que escriba, llegar a esa sencillez, que lo es sólo en apariencia. Precisamente Antonio Orejudo comenta que es sólo cuando comienza a tachar, a pulir el texto para desaparezca toda dificultad, toda marca de estilo, cuando tiene la sensación de que está escribiendo, de que está trabajando. No sé si La cuarta espada es un libro definitivo sobre Sendero Luminoso y su líder. La verdad es que me da igual, me interesa porque es un libro interesante y bien escrito, del que sale uno transformado. Y eso no es poco en medio de las banalidades que tiene uno que soportar.
Santiago Roncagliolo La cuarta espada Editorial Debate

22 noviembre 2007

Señales de vida

Ha querido la casualidad –y el hecho de que sea un tipo tremendamente fácil que dice sí a casi todo lo que le proponen, lo que me hace invertir mucho tiempo en proyectos inciertos que nunca sabe uno como van a salir- que haya tenido un poco abandonado el blog estos días. Y que hoy haya decidido no encender la televisión a mediodía y enterarme de lo que pasa por el mundo a través de la red. Y, la verdad, es que me he llevado una sorpresa. La primera enterarme de que ha muerto Fernán-Gómez –qué quieren, a la hora en la que estamos tampoco sé qué hizo ayer la selección nacional de fútbol, supongo que vivo en mi mundo- y lamentar la pérdida de uno de los hombres más interesantes que ha dado la cultura española del siglo pasado. Un actor genial, capaz de mutar para adaptarse a cualquier personaje, logrando que todos fueran el mismo, y al mismo tiempo que todos fueran distintos. Un escritor magistral –recordaré siempre la primera lectura que hice de Las bicicletas son para el verano, que fue lo primero que leí ambientado en la Guerra Civil- capaz de rescribir su biografía con humor e ironía tierna en El tiempo amarillo. Pero, por encima de todo eso, alguien capaz de decir las cosas claras, de no condescender con la idiocia que se extiende cada día más por los medios de comunicación –no sé si son el reflejo o el motor de la sociedad, pero en cualquiera de las posibilidades el futuro no es nada halagüeño- y de seguir viviendo la creación como un oficio esforzado, pero con una capacidad de recompensa enorme cuando se acierta al objetivo.
Han querido esas casualidades, que haya fallecido casi a la vez que Béjart –y he recordado ese día horrible de este verano en que se fueron Bergman y Antonioni- y con la muerte de esos dos referentes parece que el escenario se queda más vacío. Y parece que el mutis por el foro fuera la única salida. Qué absurdo parece el teatro hoy en día.
Menos mal que está Mayorga. Este año, no sé si porque es el último de la legislatura, parece que están acertando. Le dieron a Max el de cómic y ahora le dan el de teatro al mejor dramaturgo –si entendemos como mejor al que es capaz de aunar éxito de crítica y público no sólo aquí sino allá donde va- que tenemos. A mí me gusta mucho Mayorga, lo he dicho ya aquí, así que no debería ser una sorpresa para nadie. Sólo puedo alegrarme de que, por una vez, se acuerden de aquello que construyen la excusa del tinglado. En España no hay sindicato de escritores –de hecho hay un colegio de escritores que dirige uno de los peores que tenemos- así que es impensable que haya huelgas como la de los guionistas yanquis. Por eso se alegra uno de que le den el premio al dramaturgo. A veces se olvida que sin ellos no habría nada que representar.
No es, de todos modos, un buen día para la cultura. A Ferrán Adriá le van a hacer doctor honoris causa por la Autónoma de Barcelona. La propuesta ha salido de la facultad de Química. O sea, que entenderemos que se lo dan por químico. Al menos esta vez no lo llaman artista o creador, los catedráticos han estado más comedidos que los de la Documenta. No me parece mal que le den premios a Adriá, al contrario, esos doctorados se los dan casi a cualquiera –basta con ver los que tiene nuestro monarca- pero a uno le preocupa ver como se rebaja la cultura y el arte equiparándolos a la labor de los que hacen crêpes por las calles de París –ya se sabe, todo es cuestión de método en estos casos, no de arte.
Los cortometrajistas no tienen espacio en la gala de los Goya. En España consideramos que lo mejor del año es El orfanato –por qué no al menos una de Balagueró, que se molesta en innovar dentro del género en vez de hacer refritos- y todos los españoles tenemos que seguir manteniendo a los mastuerzos de la industria cinematográfica. Pero, eso sí, el único terreno donde se puede innovar y decir cosas nuevas, el único género donde España no desmerece frente a otras latitudes, no tiene hueco en la gala de los Goya. Eso sí, no hay manera de ver Los Cronocrímenes en ninguna sala comercial.
Menos mal que llega el invierno y no queda uno mal si dice que se queda encerrado en casa a leer.
Lamento mucho que este post parezca un artículo de Juan Cruz. Lo dicho, hay días que no son buenos para la cultura.

14 noviembre 2007

El mejor blog literario en español


Compruebo, no sin cierta sorpresa, que en el mundo de la blogosfera –lo de la web 2.0 todavía se me resiste un poco- se extiende, como en el mundo real del que es reflejo, la costumbre de reconocer y sancionar mediante premios unos lugares u otros. De momento, por fortuna, esa actividad de galardonar se hace sin dinero o publicidad de por medio, o quizá sí, no lo sabemos. Yo me reconozco, desde ya, como el primer vendido, porque como bien han señalado algunos lectores en esta bitácora aparece destacado –en la columna de la derecha, bajando un rato, para que lo vea todo el que entra dos segundos en la página- un libro porque en él se dice que esta es una de las bitácoras más chachis del interné. Así que he decidido unirme a la tendencia –me explicaron en los cursillos de supervivencia que nunca se me ocurra nadar contracorriente- y promover yo también un certamen. El de mejor bitácora literaria en castellano. Creo que es algo necesario y que a muchas personas les está comenzando a hacer falta indicaciones que le sirvan para bregar en el proceloso mar internáutico. Así que, en este preciso momento, declaro la existencia del “Premio Vivir del cuento a la mejor bitácora literaria en español”. Pensé en convocar una lluvia de ideas destinada a elegir un grupo de blogs que pudieran ser votados. Pero llegué a la conclusión de que cada uno iba a barrer para casa y se pondría a recomendar la suya o la de algún amigo. Así que mejor no. Ya me basto yo para elegir las cosas. Normalmente en las heladerías pido el sabor que quiero yo solito. Por otro lado pensé en invitar a la gente a votar un grupo seleccionado por mí. Tras pensar un poco no me convenció tampoco. Me imaginé a la gente mandando correos electrónicos pidiendo a la gente que les votase y gente abriendo cuentas nuevas en servidores gratuitos sólo para poder votarse. Y no es cuestión de que la gente pierda tanto tiempo para una cosa tan nimia, porque no le voy a dar un duro al que gane. Resolví elegir yo sin más opiniones la que me parezca más interesante. Tengo la ilusión de que algún día me llamen de alguna multinacional para hacer un anuncio, algo así como “Use tampones la Lechuza. Los recomienda un crítico literario de primer orden”. Total, yo creo que, como lector, sé distinguir cuál es el mejor aceite de coche del mercado. Yendo al grano: he decidido que la mejor bitácora literaria que hay hoy por hoy en el mundo este es Yo Etc, el blog de Martín López-Vega. ¿Por qué? Voy a ir detallando las razones que me han movido a hacer justicia.
1. Se renueva con frecuencia. En esto del internet hay páginas que permanecen con los mismos contenidos desde antes de que las programaran. Y que eso suceda en una página web es feo, pero que suceda en un blog no tiene perdón de Dios. Hay muchos que tienen el blog para publicar sus artículos de medios de prensa. Pues vale. Otros los utilizan para hablar bien de otros autores con más prestigio o mano, así que sólo aparecen cosas cuando hay que ir haciendo la pelota a alguien. Otros son tan sesudos y profundos que dejan transcurrir semanas para escribir lugares comunes sobre los graffitis o invitan a autores de fuera a darle algo de lustre al asunto con textos llenos de ideas regurgitadas. El blog de López-Vega se renueva casi a diario –a veces varias veces en un día- y siempre con cosas interesantes, que no suenan pedantes ni meditadas hasta la extenuación.
2. No es un blog narcisista. Ni escribe de cosas de su vida privada que solo a él le interesan, ni está publicando cosas suyas que no le admiten en otros lados, ni se dedica a estar todo el día hablando de su obra. Al contrario, Yo Etc es un blog donde los protagonistas son otros. Poetas a los que, en muchos casos, López-Vega pone voz por primera vez en castellano. No hay críticas, no hay valoraciones. No se cree mejor que nadie, se limita a poner al alcance de los lectores textos maravillosos, en ocasiones únicos, que nos alegran el día. Da miedo pensar en las horas de lectura de Martín para elegir los textos y traducirlos con tanto detalle y cuidado. Eso es conocer la literatura. Y muchos de los blogs de asunto literario que se leen por ahí no evidencian un conocimiento ni remotamente equiparable al de López-Vega de lo que hablan.
3. Es un blog donde se habla de literatura. Y sólo de literatura, al contrario que muchos otros.
4. Me gustaría leer todo lo que ha leído Martín López-Vega y saber verter todo eso al castellano con la elegancia con la que él lo hace. Yo Etc se lleva el premio porque sería injusto dárselo a cualquier otra bitácora que no le llega ni a la suela de los zapatos.
La entrega del premio tendrá lugar el próximo viernes 16 de noviembre en la Biblioteca Regional Joaquín Leguina, a las 19 horas de la tarde, aprovechando su presencia en el ciclo Poesía en mutación.
La verdad es que le doy el premio a Yo Etc a ver si de ese modo este blog mejora un poco, aunque sea por contacto.
Abajo copio uno de los mejores poemas que ha colgado últimamente López-Vega en su blog.

Arte de amar
(Manuel Bandeira, Brasil, 1886-1968)
Si quieres sentir la felicidad de amar,
olvídate de tu alma.
El alma es lo que arruina el amor.
Las almas son incomunicables.
Deja que tu cuerpo se entienda con otro cuerpo.
Porque los cuerpos se entienden, pero las almas no.

09 noviembre 2007

Registrar la realidad

Creo que hace no muchos días –podría echar un vistazo a través del Google y dar con la fecha exacta pero… qué más da-. Hará como un mes… Estuvo por Madrid Alan Pauls. La excusa fue el festival VivAmérica y dio un par de charlas en la capital. En una de ellas elaboró una interesante teoría sobre la evolución de la sociedad en la que vivimos. Hace unos años estábamos sumergidos en la era de la cultura, luego pasamos a la de la información –en esa están todavía los ingenuos ministros y políticos del ramo- y nos vemos inmersos ya en la del registro. Es verdad, hoy, sencillamente se archiva todo. Las cámaras, los servidores de Internet. Todo ser humano que camina sobre el planeta va dejando un rastro que es fácil de seguir. No importa tan siquiera tener controlada toda esa información, basta con tenerla archivada, indexada para que cualquier archivista nos la facilite cuando se la solicitemos. Guardamos incluso lo que nunca ha existido. Esa misma tarde me compré un disco duro externo de chorrocientos megas que voy poco a poco rellenando a la espera de poder decir que he estado en el mundo.
Al día siguiente entrevisté a Pauls. Tenía un libro calentito a la espera de que lo publicase Anagrama y me parecía una excusa inmejorable para sacarle unas cuentas palabras e ideas. Sé que, ahora mismo, Pauls está pletórico de forma. Tanto en Segovia como en Madrid cada cosa que decía tenía su miga, y era cuestión de aprovecharlo.
La entrevista fue ideal. Él estuvo generoso, habló de su nuevo libro y de los anteriores, de la película que ha hecho Babenco adaptando El pasado. Una delicia. Toda la conversación se estaba registrando en una grabadora de MP3 barata, obsequio de la empresa más poderosa del mundo de la informática. Al llegar a casa no había grabación alguna. Nada había quedado registrado de esa conversación, y, finalmente, esa hora y media de charla se había ido por el retrete.
Reconstruí esa misma tarde la conversación tirando de memoria y de intuición, y le envié el archivo resultante a Pauls explicándole lo sucedido. Él, generosamente, retocó sus palabras –que en realidad eran las palabras que mi memoria había guardado- y consiguió incluso que las mías que aparecen intercaladas sonaran más inteligentes.
Ayer se publicó la entrevista cercenada en el diario Público –el espacio manda, y había que meter otras informaciones más interesantes, se conoce-, así que he decidido colgar aquí el archivo tal y como me lo devolvió Alan Pauls tras echarle un vistazo y corregirlo.
Creo que merece la pena.

“Quería reconstruir la excitación casi erótica que sentía de adolescente cuando leía las revistas de las organizaciones guerrilleras”.

Alan Pauls publica su nueva novela, Historia del llanto (Anagrama), cuatro años después de ganar el premio Herralde con El pasado, cuya adaptación cinematográfica, llevada a cabo por Héctor Babenco, se estrenará en breve en España.

Alan Pauls ha decidido no permanecer en el cómodo diván desde el que analizó el amor en su anterior novela. Como autor descarta la tentación de convertirse en un autor de un solo libro a repetir eternamente para satisfacción de lectores y editor, y apuesta por un cambio en su trayectoria. “Yo no sé adónde voy cuando escribo. Con este libro me sucedió lo mismo que con El pasado: lo escribí a ciegas, sin saber hasta dónde llegaría. Pero tengo la impresión de que con Historia del llanto algo nuevo se abre. Ya lo intuí en La vida descalzo, y continúa en lo que estoy escribiendo ahora.”
No sabía hasta donde llegaría, pero sí sabía de dónde quería partir. “Los años setenta en la Argentina van desde el sueño peronista y revolucionario de la primera mitad a la sangre y el terror de la dictadura militar. Ésa fue quizá la época más intensa de mi vida. En aquellos años me convertí en quien soy. Son los años en que comencé realmente a leer y a escribir, en que conocí a mis maestros y experimenté las primeras pasiones”.
“Uno de los problemas con esa época en Argentina es que los ’70 parecen ser patrimonio exclusivo de los que los protagonizaron. De ahí que la época se aborde a menudo con la intención, consciente o no, de justificar algún tipo de comportamiento. Yo quería acercarme a todo aquello desde una posición doble, a la vez interna y externa, y por eso elegí como “héroe” a un joven como el que yo fui entonces”.
La novela está protagonizada por un chico extraordinariamente sensible, capaz de arrancarle las confesiones más recónditas a cualquier adulto con el que se cruce. Un confesor involuntario que asiste al delirio político que vive el país y lo descifra desde una perspectiva íntima y personal.
“Ése es el deseo que está en el origen del libro: fundir lo político y lo íntimo en un registro donde ambas dimensiones sean indistinguibles. Literatura y política rara vez han funcionado bien juntas; siempre es una la que ha preponderado. O bien el “mensaje político” sojuzgaba a la literatura, o bien la literatura reducía lo político al rango de un tema o un marco. En Historia del llanto las dos dimensiones se anudan en una posición específica: la posición de lector. El protagonista del libro no milita en política ni está en ningún grupo armado, pero lee con verdadero frenesí las revistas en las que la guerrilla narra sus epopeyas. Por ejemplo, la extraordinaria crónica del asesinato del general Aramburu que publicó La causa peronista, el órgano de prensa del grupo Montoneros. [El relato, contado por sus responsables, Mario Firmenich y Norma Arrostito, puede encontrarse en Internet.] Yo quería trabajar los 70 desde esa perspectiva extraña: la de un adolescente que consume lucha armada como otros, hoy, pueden consumir videojuegos”.
En esa línea, Pauls se inserta en la tendencia de otros autores, como Martín Kohan y su Museo de la revolución. “Me gustó mucho la novela de Martín, y es muy interesante porque él tiene treinta y pico años y su visión de los años setenta no tiene los lastres que tienen las de sus protagonistas históricos. Quizá por eso hay gente que no la acepta del todo bien: es una visión que se resiste a ser domesticada.” Aunque, puestos a buscar un referente para esa fusión de lo público y lo privado, Pauls señala a Manuel Puig. “Es la estela de Puig la que me ha servido como referente; especialmente el trabajo radical con lo íntimo y lo político que hay en El beso de la mujer araña.” Conviene no olvidar que Pauls escribió un libro de referencia sobre Puig.
Pauls, que se atrevió a escribir en El pasado sobre el amor –ese tema del que casi nadie se atreve a hablar en voz alta, y menos por escrito hoy en día- ha quedado satisfecho con la adaptación al cine llevada a cabo por Héctor Babenco. “Condensar casi seiscientas páginas, con diversos niveles de referencias y de lecturas, es algo muy complicado. Babenco eligió centrarse en la historia de dependencia amorosa, en la obsesión sentimental de Rímini y Sofía.” Lo que más le ha interesado a Pauls de la cinta ha sido el modo en que la tragedia se toca todo el tiempo con la risa y el extraño “desfase temporal con que Babenco ha trabajado el relato. La historia transcurre a lo largo de veinte años, pero es muy difícil identificar la época en que suceden las escenas. A veces todo parece indicar que están en los ochenta, pero siempre hay un detalle en un vestido, un coche que se cruza, una manera de hablar, que desplazan la acción hacia otra época. Todo sucede en una especie de tiempo interno que avanza y retrocede y nunca termina de pasar: el tiempo de la pesadilla”.
La obra de Alan Pauls se va tornando, cada día, más indispensable para entender el devenir de la literatura en castellano, una literatura que, para él, se distingue en que “una de las pocas prácticas que nos permiten hoy producir y encapsular tiempo; es decir: escapar del despotismo de la inmediatez. Tal vez ésa —inyectarle tiempo al mundo— sea la función que caracteriza hoy al arte”.

02 noviembre 2007

La vida potenciada

Casi todos los escritores trabajan, en mayor o menor medida, con sus recuerdos, sus vivencias y los manipulan para convertirlos en material ficcionable, en literatura. Por eso resulta especialmente interesante la única novela que, como tal, publicó Jorge Baron Biza, El desierto y su semilla.
El autor es hijo de un notable escritor y político argentino, descendiente de una rica familia de la ciudad de Córdoba, Raúl Baron Biza, que aparece ficcionalizado en la novela como Arón, y de Rosa Clotilde Sabattini, que aparece en la novela como Eligia. La relación entre ambos fue tormentosa. Su episodio final tuvo lugar el 16 de agosto de 1964, cuando se habían reunido en el domicilio de él, en la calle Esmeralda número 1200, con los abogados de ambos para discutir aspectos del divorcio. Raúl Baron Biza, radical revolucionario y pornógrafo profesional, se sirvió unos whiskeys. En un momento dado le tiró el contenido de uno de esos vasos a su mujer, pero en vez de contener la bebida alcohólica, lo había rellenado con ácido clorhídrico. De ese modo desfiguró el rostro de su mujer, hija de un caudillo cordobés del radicalismo y prestigiosa educadora. No sólo su rostro, que tuvo que ser convertido en una calavera por los cirujanos plásticos antes de su reconstrucción, sino otras partes de su cuerpo quedaron para siempre deformes. Cuando volvieron a buscarle a su domicilio para detenerle, Raúl Baron Biza se había pegado un tiro en la sien mientras permanecía tumbado en su cama.
Todo esto no se cuenta en la novela, que se inicia con el viaje que debe realizar Eligia a Milán para que le reconstruyan la cara. Todo nos lo narra su hijo, pese a que al principio de la novela oculta esa filiación, que permanecerá al lado de su madre los veinte meses que durará el tratamiento en tierras italianas. Tratamiento que terminará con la escasa fortuna familiar que no había dilapidado el padre con sus excesos.
La novela se cierra con otro suicidio, en este caso el de la madre que, catorce años después de aquél incidente, se arrojará por la ventana de la casa en la que su marido la atacó. Si la literatura se midiese, como quisieran en algunas redacciones de revistas del corazón, por la desgraciada biografía de sus autores, desde luego la de Jorge Baron Biza sería, sin duda, la más glorificada.
No es casual que el propio Baron Biza escribiese una vez “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En una secuencia como esta quedó atrapada mi soledad”.
Esas líneas cobran especial importancia si atendemos a sus últimos años de vida. En 1998 publicó El desierto y su semilla. Lo hizo en una editorial pequeña, excéntrica –como lo fue toda su vida- de la ciudad de Córdoba. Eso impidió una buena distribución y que se produjese un éxito clamoroso entre la crítica argentina. Y aún así, de un modo espaciado, se le fue reconociendo poco a poco la importancia de su novela dentro del canon argentino. Por eso sorprendió que siguiese el extraño destino fatal que le había sido impuesto un domingo de inicios de septiembre del año 2001, apenas dos días antes de que dos aviones echasen abajo las Torres gemelas, dejándose caer desde un duodécimo piso en un edificio de viviendas de la ciudad de Córdoba.
Con semejante biografía a cuestas, se corre el riesgo de que esta eclipse la obra hasta el punto de que se hable más de la desgracia del autor que de la fortuna de su novela. El propio Barón Biza fue consciente de ello: “El libro fue bien recibido, sí. Pero se leyó mucho lo autobiográfico y el sufrimiento no legitima la literatura. Lo que legitima la literatura es el texto” confesó en una entrevista publicada en Página/30 en 1999.
Y es verdad cada una de sus palabras. No se puede leer este libro sin un mínimo de escándalo, como bien dice Daniel Link en un precioso artículo de homenaje publicado en Página/12 –de donde se ha extraído la excelente cita que aparece en la cubierta del libro en la edición española. La verdad que aporta, su voluntad de no huir ni echarse atrás ante nada, desde los horrores físicos de la enfermedad y sufrimiento de la madre hasta las escenas de sexo explícito y extremo que salpican en el texto, es única. Todas las cosas que nos son mostradas son verdaderas, reales, pero siempre aparecen potenciadas, transmutadas en algo más mediante el mecanismo de la ficción. No pretende Baron Biza levantar un testimonio de sufrimiento, no es el suyo un libro destinado a purgar mediante la escritura el dolor y horror vivido o presenciado –libros estos de los que el siglo pasado nos ofreció numerosas y en algunos casos valiosas aportaciones. No, Baron Biza busca narrar, levantar una realidad desde modelos autobiográficos que sirva para preguntarse quiénes somos, cuál es nuestra esencia, si nuestra cara es verdaderamente nuestro rostro o apenas una máscara que no sabemos distinguir.
Las sucesivas operaciones a que es sometida Eligia, primero para retirar todos los tejidos dañados por el ácido, y luego para devolverle un rostro, sirven apenas como marco para las numerosas reflexiones que el alcoholizado hijo va realizando. En todo momento permanece el narrador junto al protagonista, todo lo sabemos por él, y todo nos es dado por él, y sin embargo tenemos la sensación de conocer a todos y cada uno de los personajes del relato. La madre, la prostituta, el doctor Calcaterra. Todos aparecen a través del filtro de un hombre que se ve, por mucho que le duela, mucho más parecido a su padre de lo que le gustaría reconocer, y que, al mismo tiempo, no puede dejar de sentirse cercano a su madre, que sufre la reconstrucción de sí misma en la camilla del hospital. ¿Cómo escribir, cómo hacer literatura de una tragedia semejante? Posiblemente mediante la distancia, mediante la exactitud y pulcritud con que nos va narrando cada operación o proceso de la curación –como el depilado del párpado- o mediante la parodia –paródicos son los discursos de los médicos; las escenas pornográficas que protagoniza con Dina, la prostituta callejera, parecen parodias de las escenas que imaginó Arón, el padre, como pornógrafo profesional.
Del mismo modo, sobre todo en Europa, la crítica se acercó siempre desde una perspectiva simbólica. La carne derretida por el ácido y su desfiguración representaban la trayectoria de un sector político importante en los años sesenta, ese progresismo elitista que choca con la masa proletaria que es más permeable a la política del mercado, que es más materialista, que nunca podrá ser comprendida por la gauche caviar a la que pertenece Eligia. Vila-Matas, por ejemplo, tal y como aparece en la contracubierta del libro, se inventa –es muy típico en Vila-Matas, inventar significados y mensajes en los libros de los otros, quizá esa sea, sin duda, su mayor virtud, la de crítico imaginario- una relación metafórica entre la reconstrucción del rostro de Eligia y la desfigurada Argentina del siglo xx. Llama la atención porque yo, al menos, no sé cómo era esa Argentina ideal que se fue viendo desfigurada.
Y, sin embargo, lo más importante es el texto en sí, de no ser porque suena muy gastado se podría decir que el esfuerzo es titánico, porque en este libro todo encuentra su discurso apropiado, no hay un sometimiento del discurso al estilo, sino que este se adapta de un modo casi inverosímil a lo que el escritor quiere construir mediante la palabra. Por ejemplo, el tratamiento del cocoliche, que es el habla de los emigrantes italianos y sus descendientes que se hace en el libro. O la plasmación sintáctica de los diferentes idiomas que aparecen en el texto: el italiano, el inglés, etc. Daniel Link, en su artículo, hace referencia a la tensión idiomática argentina, ya que su lengua es una lengua inexistente, como el lenguaje literario, que es una convención, y la novela plasma la reconstrucción de esa lengua mediante la metáfora de las operaciones a que es sometida la madre del protagonista.
Puede ser, en cualquier caso la lectura de esta novela impresiona en el perfilado de un nuevo personaje que añadir a la nómina de seres vacíos, carentes de sentimientos y de pulsiones que nos ha dado la literatura contemporánea. En la línea del Bartleby, que preferiría no hacerlo, se enmarca este Mario Gageac.
Novela sobre una enfermedad: la desintegración de un mundo, que puede apreciarse en cada uno de los síntomas que uno quiera. Esta novela nos transmite una porción de verdad, de sentimientos, que es poco común en la mayoría de los títulos que desde el mercado –y sus folletos publicitarios: las secciones de cultura de los diversos medios de comunicación- nos quieren colocar. Gracias al detalle que ha tenido la gente de 451 podemos leer en España este libro. Ahora toca a los lectores aceptar el desafío que supone su lectura.
Espero que este comentario fuera del agrado de Jorge Baron Biza, que dejó escrito este breviario que procuro seguir –esto es, no cayendo en los errores que indica- en cada uno de los comentarios de este blog:

EL DECÁLOGO DE LA MALA CRÍTICA 1. De un libro sólo se habla para explicarle al autor cómo debiera haberlo escrito. Privilegiar siempre lo negativo.
2. La crítica es el espacio ideal para ajustar cuentas con ese otro crítico al que invitaron al congreso en Acapulco en vez de invitarme a mí. Los escritores son piezas de ajedrez en ese juego. Los escritores de mi rival son una porquería; los míos, unos genios. Cualquier encono o teoría literaria o política sirve para dividir la literatura argentina.
3. No informar nunca al lector. Aburrirlo siempre. No analizar nada.
4. Los cheques se leen, los libros se hojean. No caer en el error de creer que un libro puede portar ideas y expresar tendencias. No descubrirlas, no sintetizarlas, no comunicarlas.
5. Publicar recensiones incomprensiblemente memorables. Si alguien se acuerda del libro que quiero reseñar, es problema de él. Yo me acuerdo de Susana Giménez gritando “shock”; la marca de jabón qué me importa. (Y lavarme, menos.)
6. Dejar siempre en el tintero estupideces como a qué género pertenece el libro, qué calidad tiene, a qué público se dirige, y si es o no aburrido.
7. No hacer crítica si se pueden hacer entrevistas, pastillitas con chimentos, contar cuál es el vicio del escritor o publicar alguna foto.
8. No olvidar que siempre el chiste triunfa sobre la verdad, que todo puede ser dicho con conventillera malignidad.
9. La imparcialidad es la mejor excusa para no decir nada. La neutralidad será el disfraz de tu nulidad.
10. Aceptar todas las invitaciones de las grandes editoriales porque este rebusque de crítico me sirve sólo hasta que publique mi libro. Entonces, van a ver esos escritores pelandrunes lo que es literatura en serio.