30 junio 2006

La senda de los rinocerontes

Salir a la calle buscando la primera de las novelas de Beckett –Molloy- y volver a casa con un libro de artículos de Camba –Sobre casi nada- a alguno le podría parecer una muestra evidente de la falta de coherencia que rige la vida de uno o de los extraños giros que demuestra tener la existencia. Pero se equivocaría. Que uno, algo perplejo por el espectáculo del mundo, se lance como un adicto a la búsqueda del libro de un autor que, frente al absurdo de la existencia señaló el vacío sobre la que esta gira y la incapacidad del hombre para nombrarlo, demuestra que los años en la enseñanza pública –colegio, institutos y universidad pública, todo el cursus honorum para el paro- no se han ido por el retrete. Beckett es un autor que fusiona al autor terminal –es casi imposible ir más allá de donde el llegó- con el seminal –no conozco a nadie que lo haya leído al que no se le note la influencia en estilo y temas- y por eso tiene asegurado, y cada vez más reforzado, su lugar en el canon.
Camba, por el contrario, parece condenado a tener que batirse siempre por un plato de lentejas. Al fin y al cabo no fue otra la razón que le llevó a practicar un periodismo de opinión muy zumbón, algo verbenero, pero de una plasticidad única. Lo primero que salta a la vista cuando se lee a Camba es la modernidad de su estilo. Frente a otros columnistas de la época, Camba huye de la retórica, se escuda sólo en el ingenio de sus ideas, en el fulgor de su capacidad de encontrar nexos entre aspectos casi inverosímiles, y en penetrar hasta los tejidos más profundos de la realidad con el bisturí del humor. La mayoría de los sesenta y pico textos que componen el volumen que he leído podrían publicarse sin problema alguno en un periódico de hoy. Alguno, cínico, dirá que eso es porque las noticias de hoy vienen a ser las mismas que las de antes, pero yo creo que es porque Camba supo ver las verdaderas causas de las cosas, y esas causas no cambiarán hasta que no se acabe el hombre.
Devorar las columnas de Camba no es un mérito de nadie, están escritas con la delicadeza de unos pinchos vascos de primer orden, deliciosos, para comer en dos bocados y dejar un sabor de boca único. Porque Camba fue más de tapear que de sentarse en la mesa a comer de carta. Y no por esnobismo, no, sino porque desde la barra se ven más cosas, se escucha a más gente, tiene uno una impresión más certera de qué es todo esto.
Por eso, donde Beckett se pasma y se ve abocado al silencio y el absurdo, Camba observa la sinrazón de la existencia y no puede hacer otra cosa que reflexionar en voz alta sobre ello, ponerle voz a la otra cara de la moneda de la visión de Beckett: la del humor desenfadado, rápido, sutil y fino que practicaba Camba en casa uno de sus textos, y que es una manera única de enfrentarse a la vida.
Alguno podría pensar que hice algo raro aquella tarde de librerías de viejo, pero creo que no, que ya que no encontré el libro que buscaba me llevé al hermano gemelo a casa.

29 junio 2006

Por el mar corren las liebres

ABC lanza una nueva campaña de promoción en televisión. La gente del grupo Vocento ha decidido que el buque insignia del sector prensa destaque en su publicidad la importancia que se le otorga en el periódico a la palabra frente al resto de los diarios, que cada día se centran más en la imagen –a ser posible a todo color y bien grande- a imitación de los modos de la prensa deportiva o del corazón, que son los que realmente venden. Que en un medio escrito haya que darle más importancia a la palabra, y hacer gala de ello, revela hasta dónde hemos llegado en la idiotización progresiva y preocupante de los medios de comunicación.
A uno le gustaría por otro lado que en el ABC le dieran importancia no sólo a las palabras –la palabrería es otra de las posibilidades de alguien que se centra en la palabra, como sabe cualquiera- sino a la información, a ser posible lo más veraz e imparcial posible –ya ven que al final es uno ingenuo y todavía busca estas cosas, pero tampoco va a andar por ahí diciéndolo, no vaya a ser que los “enteraos” le señalen a uno por la calle como a un bicho raro- que es lo que se espera.
Pero lo que más me ha sorprendido es que esta campaña encuentre su principal medio de difusión en la televisión –que no es un medio precisamente escrito ni muy leído- y que el anuncio se dedique a resaltar la emisión radiofónica del Mercury Thatre comandado por Welles como un modelo a seguir.
No quiero yo sacarles los colores a los directivos del ABC y del grupo Vocento en general, ni tampoco a los publicistas que han montado la campaña, pero me gustaría señalar la incoherencia de destacar una emisión ficcional que logró engañar a un buen número de oyentes a pesar de su falsedad, con la idea de información “veraz” y “contrastada” que uno asocia con un medio de comunicación. Supongo que al periodista del Usa Today que se inventaba las crónicas le habrán ofrecido un contrato en el ABC, o al periodista de guerra que mandaba las noticias sobre la guerra –no sé si la del Golfo, la de Yugoslavia, la de Afganistán o la de Iraq, hay tantas guerras tontas- desde el salón de su casa.
Tampoco quiero parecer listillo, pero tampoco supondría una novedad respecto a la línea habitual. Yo cuando hojeo el ABC, y lo hago casi todos los sábados cuando lo compro por el suplemento cultural, tengo la sensación de que se lo inventan todo, porque las noticias y los enfoques parecen de otro mundo, como de Marte, a lo mejor por eso les gusta tanto la retransmisión del gran Orson Welles.

28 junio 2006

El libro de la industria

Soy uno de los más fervorosos lectores de libros de editores. Supongo que porque uno tiene una vocación suicida y ha decidido ser editor –como uno puede elegir cualquier otra manera de autoflagelación-y cada uno tiene derecho a destrozarse la vida como quiera. Y, regalo de una empresa dedicada a la formación de futuros editores y trabajadores de la industria, me cayó en las manos el libro de Jason Epstein donde mezcla sus memorias y experiencias narradas como editor –para el que no le conozca decir que es una figura importantísima en la edición estadounidense porque estuvo muchos años al frente de Random House y es el creador de la New York Review of Books, otra institución en el mundo de la lectura norteamericana, y de la edición en rústica de calidad a través de la colección Anchor Books- con una serie de reflexiones sobre el futuro del negocio editorial.
Tal vez lo que más se echa de menos en el libro sea un poco más de literatura, pero no hay duda de que es una lectura enriquecedora. Se hace evidente desde el prefacio que hay una serie de ideas sobre el futuro de la edición que son las que han movido a Epstein a escribir el libro. Parece ser que el origen fueron unas charlas, y el proceso posterior ha sido engrosar el libro trufando esas ideas con ejemplos de cómo el mundo editorial estadounidense ha ido cambiando a lo largo de los últimos cincuenta años hasta llegar a convertirse en una industria en la que participan grandes emporios de la comunicación pero que sigue evidenciando que, para funcionar realmente, necesita de la labor de pequeños corpúsculos, sea integrados en grandes grupos o de modo independiente.
Muchos de los problemas a los que se enfrenta hoy la edición están reflejados en este libro, donde se acierta a indicar las causas de esos problemas y encauzar unas posibles terapias, pero no soluciones mágicas, lo que demuestra la experiencia del autor en estas cuestiones. Resulta curioso que la mayoría de esos obstáculos que señala dentro de la industria de su país se estén repitiendo en este en el que vivo, pero supongo que es un síntoma de que al adoptar los métodos estamos también, de un modo claro, asumiendo las consecuencias de una política editorial errónea, en la que los grandes grupos manejan las editoriales como si se tratase de una empresa más, sin tener en cuentas las particularidades de un negocio como el de la edición. De ahí nacen al situación tan absurda a la que nos enfrentamos, en la que cualquier mesa de novedades de una librería demuestra como se intenta matar moscas con cañones.
Lo mejor del libro en cualquier caso es el entusiasmo del que hace gala. El autor deja claro desde el inicio –lo peor del libro es que leído el prólogo se conoce ya casi todo lo que ampliará a lo largo del libro- que la edición sobrevivirá. Seguramente modificará de un modo radical sus mecanismos, pero habrá edición de textos durante muchos siglos y, seguramente, libros impresos en papel para una buena temporada. Pero la industria se deberá modificar de un modo integral. Frente a la acumulación de editoriales, autores y monopolización de los puestos de venta, Epstein intuye las librerías del futuro más parecidas a las farmacias yanquis, donde un bote espera al paciente con el tratamiento prescrito por el doctor, sin necesidad de tener amplios lugares de almacenamiento de existencias. Uno solicita un libro, el dependiente lo solicita a su vez al editor que envía el archivo electrónico para que la máquina que tiene el librero en su local imprima el libro y lo encuaderne, listo para que el cliente lo lleve a casa. Dentro de una industria montada de ese modo es evidente que tanto los distribuidores como las grandes industrias editoriales dejan de tener razón de ser, y un editor se basta con su ordenador, una conexión a Internet y algo de tiempo para poder mantener su negocio. Incluso se puede dar el caso de que sea el propio autor el que se encargue de editarse a sí mismo –posibilidad cada día más difundida gracias a la tecnología e Internet- lo que supondría una atomización de la industria pero, al mismo tiempo, una liberación sin precedentes.
Epstein no revela verdades originales, no fascina por la variedad de sus anécdotas y tampoco escribe de un modo embriagador, pero, por encima de esos detalles, nos traslada un diagnóstico agudo y exacto del panorama actual, y se atreve a proponer tratamientos para un futuro mejor.

27 junio 2006

Contar las olas

Uno no sabe si termina de estar de acuerdo con las antologías o no. A través de algunas de ellas ha descubierto uno a autores que, hoy, le resultan fundamentales, pero eso no hace olvidar que, en la mayoría de los casos, resulten una pérdida de tiempo. Sobre todo las temáticas. Si a mí me dieran la opción de montar un menú degustación haría una lista de platos que cocino bien y que fueran variados, pero no me centraría en una variación constante de la misma carne o pescado. ¿Imaginan un menú en torno a la anchoa? Por razones como esas termina uno siempre pensando que una antología es un mal menor.
Además, de un tiempo a esta parte uno hace con las antologías lo mismo que con los sucesivos platos que le sirven en un banquete, uno de boda por ejemplo, que no es otra cosa que probarlo y, si no me convence demasiado, dejar el plato lleno, sin el más mínimo temor a que alguien vea que el guiso no me ha gustado.
Que la antología –que tiene un nombre muy bonito, por cierto, las cosas como son- aparezca a la venta justo cuando todo el mundo está preparando las lecturas del veraneo, y que la temática de la antología sea el mar –o, mejor dicho, la costa, ya que son cuentos para bañistas-, no deja de ser una percha evidente y oportuna. Porque, como dijo Carlos Segarra, el cantante de Los Rebeldes en una entrevista que vi una vez, “si lanzo a la venta Mediterráneo [nada que ver con Serrat, es un hit de éxito en los ochenta, revisen la web en su búsqueda] en verano me llaman oportunista, y si lo hago en diciembre me llaman imbécil, así que puestos a elegir me quedo con lo de oportunista.” Evidentemente, poner a la venta una colección de trece relatos para bañistas en el mes de noviembre demostraría una estupidez evidente. AL menos si se publica en España, seguramente en el cono sur no sería así.
Lo que sucede es que las antologías temáticas es, todavía, más arriesgado que lo de las generacionales o nacionales. Sobre todo si no se hacen con el tiempo suficiente, o si se pretende que dicha antología esté formada por textos inéditos o de difícil alcance. Yo creo que el objetivo de Ronaldo Menéndez y Pote Huerta al idear esta antología iba por ahí, por ofrecer al lector material inédito para leer en la playa, bajo una sombrilla y con una bebida bien fría al lado, si es posible. Para el que no lo haya entendido: que sea una lectura refrescante. Pero creo que el objetivo no se ha logrado, la verdad.
Por un lado por que creo que, obrando con cierta lógica, han echado mano de lo que había, esto es, autores de la casa, que seguramente habían puesto la existencia de estos textos en conocimiento de la editorial –y sería el caso, intuyo, de Cerrada, Frabetti, F.M., Menéndez, Monteserín, Reig y Royuela, que presentan, todos, relatos inéditos-, o de amistades del seleccionador con los que es fácil contactar y conseguir un texto rápido, que es lo que hacemos todos cuando vemos que se nos echa la fecha límite de entrega encima.
Pero es que una antología de este tipo, temática, requiere más tiempo. Cortázar, que fue un archivo viviente en lo tocante a los cuentos, los tenía perfectamente catalogados en su cabeza por temática y por técnica. Es curioso que dos escritores que parecen hoy tan alejados –y digo parecen porque en realidad nunca han sido vidas más paralelas y simétricas como ahora- como son García Márquez y Vargas Llosa hayan aludido en sendos textos de circunstancias a esa capacidad del autor de Bestiario para tener fichados todos los relatos que había leído. Sospecha uno que la idea de la antología le debe haber rondado a uno la cabeza mucho tiempo para que pueda salir un libro de referencia.
Escoger textos que tengan el nexo común del verano, de las vacaciones, y de la costa o la playa, es por un lado cómodo porque ha habido muchos, pero es un arduo trabajo si de entre ese numeroso corpus hay que espigar los verdaderamente buenos. Y eso requiere tiempo.
Ronaldo Menéndez, que lleva unos años por aquí y posee una tradición más hispanoamericana que hispánica de lecturas, ha olvidado –o tal vez no lo conoce, no olvidemos que nadie nace sabiendo- el que posiblemente es el mejor, o al menos de los mejores, relatos que se han escrito sobre el mar, los bañistas y el veraneo. Se trata de “El mar”, de Medardo Fraile, con el que ganó en su momento el premio Hucha de Oro y que merecería estar en todas las antologías, sean o no marineras, que se hagan. No sé si se debe a también parece haber un criterio generacional en la elección, ya que todos los autores están entre los treinta y cinco y los cuarenta y pico, a excepción de Monteserín y Frabetti que están ya más talluditos pero que, no se olvide, son autores que “juegan en casa”. No puedo olvidar, en cualquier caso, mencionar ese cuento como el que ha sabido expresar mejor que ningún otro la soledad del hombre frente a lo que no entiende, y como la revelación se esconde en la rutina menos cotidiana que uno puede imaginar.
De todos modos, más que el proceso de selección seguido, que parece más dictado por las circunstancias que otra cosa, lo que menos convence del volumen es la posible voluntad “refrescante” del mismo. Me explico. La verdad es que, de los trece relatos que componen el volumen a mí sólo me parece memorable uno, hay otros tres que merecen una lectura completa y algo de digestión posterior, y otros nueve que, la verdad, son muy poco interesantes. Como me parece de mal carácter dar nombres lo voy a obviar, que es una manera tan sencilla como cualquier otra para lograr que Ronaldo se enfade conmigo y todos y cada uno de los otros doce autores antologados le sigan en la irritación –lo que, añadido al hecho de que trabajo frecuentemente con dos de ellos y veo con asiduidad, o colaboran con nosotros, otros tres autores, me coloca en una situación bastante incómoda.
Pero bueno, qué demonios, no escribe uno el blog para hacer amigos. En el de Bonilla, el propio autor reconoce –tengo la nota de prensa donde lo explica- que lo de ambientarlo en la playa es porque la imagen del escultor de figuras en la arena era imprescindible, y por eso necesitaba la playa. Por lo demás el texto transcurre en una playa como podía hacerlo en Manhattan. Lo mismo sucede con el cuento de Paz Soldán, donde la playa es apenas un sustantivo en una frase de un texto que transcurre en unas navidades en Miami –por cierto, ¿cuál es el gentilicio o al menos el adjetivo de Miami?-, o en el e Menéndez, donde hay playa como podía haber monte. Tan sólo el de F.M. transcurre plenamente en la playa, en un ambiente de bañistas, chiringuitos, humedad y actos sin sentido.
Y ahí es donde radica, a mi parecer, el problema de la antología, en que parece estar pillada por los pelos, por un lado, y en que parece una antología de textos estivales más por lo adocenado, lo perezoso de su redacción que por lo refrescante de las narraciones. La mayoría están redactadas de un modo clásico, poco intenso, con los “tricks” del perfecto cuentista en la cabeza, como si fuesen encargo de una edición estival –algunos lo son, otros puede que lo sean para esta antología- y en la mayoría de los casos se aprecia una monotonía, una falta de ambición, muy notable.
Paz Soldán juega muy bien la baza del segundo giro y del punto de vista infantil de su narración, F.M. vence por puntos en el sabio tratamiento de la familia moderna en descomposición y los modos de actuación de los miembros de la misma, Menéndez hace una relectura al menos astuta de los pilares de la tradición, en este caso Cortázar frente a Borges del texto que se incluyó en esta bitácora, y Bonilla usa con desenfado un texto más natural, menos artificioso, y se permite un análisis profundo del conflicto de sus personajes y de su narración.
Pero por lo demás hay poco que mencionar, y tal vez por eso parece que sea un buen libro para el verano. Ligerito, amanerado, con pocas sorpresas agradables o no, previsible y relajado. Un libro perfectamente olvidable. Como las vacaciones que, lo reconozcamos o no, queremos todos.

26 junio 2006

Las lecturas del verano

De un tiempo a esta parte me pregunta la gente qué voy a leer en verano. Y la mayoría de las veces no se qué contestar. Pero esta sí.
Como me paso el año leyendo los ejercicios de los alumnos, los libros para las reseñas y demás, o sea que estoy todo el día rodeado de literatura, he decidido que, este verano, me voy a dar un atracón de textos cotidianos. Nada de esos enormes libros que todo el mundo guarda para el verano –y que al final suponen sobrepeso de equipaje a la ida y sobrepeso a la vuelta-, como los de Mann o Dostoievsky –el crimen es empezarlo y el castigo terminarlo-, o aprovechar la lejanía de los conocidos para leer esos libros con los que nos da vergüenza que nos vean –como el del croasán o el de Ana Rosa.
Me voy a leer, así, del tirón, las instrucciones de la crema protectora, porque debo ser tonto y, por mucho que la uso -mi madre siempre insistió en eso-, siempre me quemo. Y no hay nada más latoso que intentar dormir en uno de esos cojines de gomaespuma –siempre que vas a visitar a un amigo con casa en la playa coincides con ciento y la madre y te toca dormir en el colchón de gomaespuma del sofá-nido o en la colchoneta de plástico, no falla- con la espalda quemada.
Me voy a leer también la letra pequeña del folleto de la agencia de viajes, porque siempre hay un hotel, un transfer, algo de lo que me han hecho pagar sin que yo lo supiera o a veces sabiéndolo que no es como aparece en el catálogo de la mayorista. Así que me lo voy a leer todo, las dos o tres páginas de letra minúscula y el reverso del billete. Así al menos me la harán igual que siempre, pero cuando discuta con el guía que nos lleva de una tienda de cristales a una talabartería porque se saca comisión en todas partes, no me podrá torear como lo hace siempre, y al menos por una vez mi novia no me calentará la cabeza en la habitación repitiéndome, como siempre, que me dejó comer por todo el mundo.
Me voy a leer todas las cartas de los restaurantes. Nada de pedir la recomendación del camarero, que encima siempre me coloca lo que está a punto de pasarse, y uno está siempre en el trono en la habitación del hotel de turno. No, me voy a leer la carta entera, aunque no entienda ni jota, para ver todos los platos que tengan, a ver si hay un poco de suerte y tienen una tortillita o algo así. Porque que a uno le hayan convencido de que hay que dejar la casa sola e ir por esos mundos de dios a ver cómo es la gente tiene un pase, pero que encima tenga uno que comer las asquerosidades que se meten para el cuerpo…
Voy a leerme, enteros, de cabo a rabo, los folletos de la oficina de turismo del país en cuestión al que me marche de vacaciones, porque cada año tengo la misma sensación de imbécil cuando vuelvo a la oficina y me pregunta qué tal estaba tal o cuál sitio maravilloso al que van todos los turistas. Entonces yo les recuerdo que al lugar que yo me he ido de vacaciones es X, noY, que se deben estar equivocando. Pero me responden que no, que ellos ya estuvieron en X y vieron tofdas esas cosas. Y por si me quedan dudas siempre llega alguien de otro departamento -casi siempre es contabilidad, como se nota que no se les pasa una- y me dice que claro, que ahí se llega haciendo tal o cuál camino, y que él tiene unas fotos muy bonitas. Ya me las pasará. No, no te molestes, hombre. No, si no es molestia, si te las envío por correo electrónico y punto. Y cuando te llegan están ahí, todos sonrientes, delante de un montón de ruinas con la bandera del país en el que tú has estado.
Voy a leerlo todo. Todo lo que nunca leo. Y voy a dejar de pasar el verano como hago siempre, todo el día leyendo tirado en la playa o en el sofá de casa.
O a lo mejor no, lo mejor es que haga como siempre –no lo comentéis por ahí- que es decirle a todos que me ido a Pernambuco, desconectar la roseta del teléfono, y quedarme los quince días tirado en el sofá leyendo. Cualquier cosa, hasta la fecha de caducidad de las cervezas.

24 junio 2006

El cuento del fin de semana (15)

Nunca he sido un aficionado especialmente vehemente de Conan Doyle. Bueno, la verdad, no he leído casi nada, por no decir nada de Conan Doyle. No soy un fan de Sherlock Holmes, y menos aún del doctor Watson. Y sin embargo creo que he visto casi todas las películas que han hecho sobre los libros, algunas, como la de Billy Wilder me parece magistral. Y no me duelen prendas al decir que es uno de los personajes más envidiables que puede crear cualquier escritor. A mí me gustaría que, como le paso a Doyle, una multitud de lectores me escribieran solicitándome la resurrección de mi personaje, incluida su propia madre.
Pero, al mismo tiempo, no me gustaría ser Doyle. Lo primero porque llegó a sir, y a mí eso de la nobleza inducida por el éxito comercial no me convence demasiado. Por el mismo aro pasó Cela, Marqués de Iria Flavia a los ochenta y cartero honorario catorce años antes, o Valle-Inclán, que se pasó la vida presumiendo de un título del que carecía y que el rey -como se estira este tío, ¿eh?- le dio a sus herederos, y, puesto a pasar por un Haro, me quedo con el de la Rioja, donde tienen muy buen vino.
Y tampoco me gustaría ser Conan Doyle porque al final de su vida se le fue la cabeza más aún que durante su madurez y unas niñas le engañaron con un par de trucajes fotográficos que él tomó por reales. Para muestra de la locura ahí está foto.
Pero, por encima de esos detalles, tuvo destellos geniales como este breve cuento, más que cuento ocurrencia, pero que es de una naturalidad que sobrecoje. Me parece una de las definiciones más certeras de lo fantástico, del terror, que se pueden encontrar. Disfrútenla.


La cabeza del perro

Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que recuerdo que no tengo perro.
Arthur Conan Doyle

23 junio 2006

Non olet

Me encontré ayer, apenas había puesto un pie en la calle, con el que fue mi profesor de literatura de mi segundo de COU: Alejo Martínez Martín, culpable de buena parte de las adicciones que me aquejan y de algunas que me han aquejado. Me refiero a las literarias, no clamen al cielo imaginándose un profesor de esos que les da porros a sus alumnos -de esos también he tenido, pero no viene al caso-, y nos ha sorprendido ver que los dos teníamos el mismo plan para el día: pagar a Hacienda.
Uno nunca piensa que paga a la sociedad, ni a la comunidad como diría un yanqui, sino que el dinero se lo suelta a esos señores que están al otro lado de las mesas y mostradores de las oficinas de la agencia tributaria para que hagan con él lo que les venga en gana. Y si tiene esa sensación es porque esos señores son confesores a los que uno les dice cosas que ni a su señora le confesaría, les enseña facturas que no conoce ni su socio, y se inventa gastos que ni el gestor -qué curiosa la idea de alguien que está más al tanto de lo que sucede en tu empresa que tú mismo- podría imaginar. Toda esa información que uno les facilita alegremente sirve para saber qué lugar ocupa uno en la sociedad. En la sociedad anónima que somos todos -o somos tontos como dicen las pintadas- y a la que se supone que debemos mantener.
Me decía Alejo, con su sorna habitual, que Hacienda es maravillosa, porque ha conseguido que los ricos paguen para que los pobres tengan servicios sociales. Y lo dice con toda la retranca del que, como yo, se ve en el brete de ser un soltero con un salario saneado y sin familiares con los que desgravar. O sea, que uno es lo suficientemente rico como para tener que pagar en la Declaración de la Renta, y lo suficientemente pobre como para no poder tener unos gestores que se encarguen de escamotearle dinero a Hacienda para no tener que declararlo.
Así que se siente uno como los imbéciles que siempre, pero siempre, sacan el dinero al ir a pagar unas cañas -con la sorpresa de que el otro no lo saca nunca, y que otras tiene que sacar la cartera cuando el otro saca una tarjeta de crédito que, casualmente, nunca acepta el camarero.
Al final no le queda a uno otra salida que emborracharse para olvidarse de todo, y sólo a veces se encuentra uno con un camarero amable y comprensivo que nos invita a alguna ronda.

22 junio 2006

Chico Buarque y el urbanismo

Han pasado ocho años, pero si uno sabe que está en el camino cierto, hay pocas razones para andar dando bandazos estúpidos. En la ONU andan alertados porque el hombre, siguiendo las intuiciones de Aristóteles, ha decido convertirse, del todo, en un animal político –esto es, que vive en la polis, la ciudad- y desde este año hay más gente viviendo en las urbes que hay repartidas por este mundo que en zonas rurales.
Por cierto que hace nada nos dieron una noticia que se contradice un poco con esta y era que, por primera vez en la historia, había más almas –en este caso, ahora verán, queda mejor almas que hombres- caminando sobre la tierra que la que se calcula que se ha muerto a lo largo de toda la historia. Y, uno, que para estas cosas –para estas y para entender un poco a Góngora- sigue a Dámaso Alonso, se acuerda de aquello de la ciudad de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas.
Lo que sucede es que esta nutrida población urbana no vive, precisamente, en palacios –ni tan siquiera en esas viviendas de la ministra Trujillo que, con dieciocho añitos, a mí me habrían sabido a gloria, a qué mentirnos- sino que habita en chabolas. Los nombres, vayan aprendiéndolos, son los nuevos pseudónimos de la injusticia, son muy variados: villas miseria, favelas, iskwaters, hoods, shammasas, y hay más. Las ciudades del futuro son tropicales, carecen de casco histórico y en su carencia de historia puede estar su principal recurso para proyectarse hacia el futuro. No lo digo yo, lo dice Rem Koolhas. Pero, a la espera de que los países donde están puedan tener una renta per cápita real –que cada ciudadano se vea con dinero, hablemos claro- la realidad de esas ciudades es el conflicto. Y es en esa realidad donde radica la fascinación que ejercen.
Como le sucede a Chico Buarque. En numerosas entrevistas destaca que Rio de Janeiro –una megaurbe de más de diez millones de personas censadas, muchos de los favelistas no están controlados estadísticamente- es una ciudad enclavada en un entorno privilegiado, construida con un mal gusto evidente, en la que los ricos, riquísimos, conviven con la mayor pobreza. Él mismo dice que el rico, desde su condominio fechado, puede escuchar los tiros de la calle.
Por eso le ha dedicado su último disco, Carioca, a la ciudad en la que habita. Un disco que, por cierto, se abre con una canción sobe los suburbios, esos que siempre van al final en las estadísticas, que no aparecen en las guías de viaje, de los que nadie habla.
Pero tampoco hay que sorprenderse de esta preocupación urbanística –y política- de Buarque. Su disco anterior, lanzado hace ya ocho años, se llama As cidades. Y si en este último la portada muestra a Chico Buarque de blanco impoluto como pantalla de una proyección de un mapa de Rio, y las fotos del libreto son numerosos planos de la ciudad fluminense, en el disco anterior la portada era un tratamiento digital del rostro de Buarque transformado en ejemplos de las diversas razas que habitan su país y las diez metaciudades de las que nos alerta la ONU, al mismo tiempo que el libreto era una secesión de representaciones de soluciones urbanísticas de todo tipo.
Pero es que, además, la novela que escribió entre ambos discos tiene el nombre de una ciudad, Budapest, en la que un escritor anónimo, un negro se pierde, hasta el punto de, seducido por la lengua magiar, abandonar a su mujer para quedarse a vivir con una joven traductora que ha conocido en las ciudades del Danubio, porque no es casual que la novela tenga como marco a dos ciudades: Buda y Pest, que se unieron, como hacen las modernas conurbaciones, para formar una realidad más grande.
Buarque está obsesionado por la incomunicación y los nexos que nos unen en ese entorno que el hombre ha sido capaz de imponer al entorno. La ciudad es el gran invento del hombre: hay ciudades en el Sahara, las hay en el altiplano boliviano, en entornos de clima extremo como Canadá o sobre aguas debido a la necesidad de un suelo a veces inexistente, como en Bangkok o Hong Kong.
La ciudad es el hombre, y el hombre es la ciudad. Por eso no entiendo la voluntad de tantos hombres de vivir con alegría desaforada en esos chalets adosados a las afueras de a ciudad, prolongando hasta el infinito un rizoma invertebrado, sucedáneo descafeinado del original, o en los nuevos barrios que toman eriales llenos de urbanizaciones cerradas con guardia de seguridad en la puerta que protege el interior del castillo al mismo tiempo que señala de modo evidente los lugares idóneos para el latrocinio. Guetos voluntarios en los que el burgués de la tercera era del capitalismo se siente virtualmente seguro.
Nunca como hasta ahora hemos tenido tanta capacidad de comunicarnos, nunca como hasta ahora ha habido tanto miedo al otro, aquel que es un clon de nosotros mismos y con el que compartimos las cuerdas de tender la ropa.
Chico Buarque se dio cuenta hace tiempo de esto, y en vez de dar bandazos estúpidos está trabajando sobre ello.

21 junio 2006

Yo, que imaginaba el paraíso bajo la especie de una… librería

Uno tiene muchos defectos –bueno, también virtudes, pero no está bien airearlas uno mismo- y uno de los mayores es la manía, casi compulsiva, de comprar libros. Pero, y esto es importante, no un libro cualquiera. O sea, no me vale con bajar la Ribera de Curtidores hasta el VIPS y comprar el primer libro de oferta o uno de los pocos de novedades –de fondo ni hablamos- que tienen. No, yo no busco “un libro cualquiera”, lo que hace que la afición lectora se vuelva un defecto es que cuando quiero un libro quiero ése y tan sólo ese. Así que no puedo ir a una tienda cualquiera de esas en las que venden libros como si se tratase de clavos, toallas o unas zapatillas. No, uno tiene que irse a una librería, una de las de verdad.
El otro día comentaba que eso no es muy frecuente –lo de que haya librerías como Dios manda-, y por eso acostumbra a andar uno como alma en pena de librería en librería en busca de ese libro que quiere.
Tengo suerte, dentro de lo que cabe, de vivir en una ciudad más o menos bien surtida de librerías, y de habitar en un barrio suficientemente céntrico para que no me caigan muy retiradas de mi casa. Y aún así creo que hay pocas, y aún así hay veces que me vuelvo a casa sin el libro que quería.
A veces uno vuelve acompañado por otro. Este es otro de mis defectos, que tengo una visión del mundo, y por lo tanto de la satisfacción de mis deseos, por extensión de mis necesidades, suficientemente dócil como para no tener que retirarme a casa y cortarme las venas. Y digo que es un defecto porque esa docilidad y adaptabilidad la pongo en práctica no sólo con los libros, sino también por ejemplo a la hora de ligar. Yo creo, como Bauman, que la modernidad es líquida, y que hay que saber adaptarse igual que hace la modernidad a las situaciones.
Pero esto siempre choca con las limitaciones propias del entorno. Por ejemplo, no hay manera de ligar con una persona u otra si no hay personas con las que ligar y, del mismo modo, no hay manera de conseguir ese libro si no hay donde comprarlo.
Así que estos días me he alegrado mucho de vivir aquí y no en Cáceres. Llevo un par de días leyendo con cierta angustia la historia de la librería Boxoyo, que han cerrado sin dar demasiadas explicaciones. Del asunto me he enterado por el blog de Álvaro Valverde –lo tienen en la lista de enlaces del lateral, así me ahorro tener que andar generando otro en mitad del texto, que los hipervínculos son poco agradables estéticamente- en el que se da buena cuenta de los sucedido.
Parece ser que no es la primera vez que los lectores de Cáceres se ven en una de estas, ya que los libreros –que tuvieron el detalle de llevarse la librería del centro histórico, moderno y algo descafeinado como todos los centros urbanos de las capitales de provincia que se construyeron en el franquismo, al casco histórico, y así les pagan- ya se vieron obligados, por la denuncia de un vecino al que le preocupaba el peso de los libros en las estanterías, a reducir la oferta de este paraíso –Borges, veinte años lejos de nosotros, dixit- y dejar a los lectores un poco más desamparados. Le sorprende a uno que, la misma técnica que se usa para acabar con los bares y las salas de fiesta –el control de aforo- sea la misma con la que se cierren las librerías en Cáceres. Supongo que el vecino debe seguir la vieja doctrina franquista –a más sean, y si actúan en comandita, más peligrosos son.
Yo creo que esto se soluciona de un modo muy sencillo. Basta con que el ayuntamiento mande un perito y que decida cuántos libros aguantan las paredes del inmueble. Que indique si hay algún tipo de reforma estructural que permita a los libreros llevar tantos libros como deseen y, en caso de haberla, que la pague el ayuntamiento –si el libro es un bien cultural hay que ponerlo al alcance del dueño, que bastante tiene con pagar la letra del local-, y, para eliminar futuros problemas, que realoje al vecino latoso en algún barrio descafeinado de casas de hormigón sin estanterías cargadas que pongan en peligro su estructura.
Y que dejen a la gente morirse a gusto entre libros, coño, que no hacen daño a nadie de ese modo.

20 junio 2006

De camisetas y balones

El fútbol no vende, como afición propia de escritor quiero decir -no se vayan a asustar los publicistas- porque parece que juntar palabras está reñido con darle patadas a un balón. En Sudamérica tienen la ventaja de que esto no es así, pero aquí en el Viejo continente las cosas no parece que tengan mucho aire de cambiar. Y eso que cada vez más escritores no tienen el más mínimo reparo en confesar su afición balompié. A mí, a bote pronto -leo en el Diccionario de Manuel Seco que el origen de dicha expresión tiene un origen político-, se me ocurre Juan Bonilla, por ejemplo, y sé que hay más, pero no me apetece citarlos.
A mí me gustan poses como la de Trapiello, que cuando le piden un cuento sobre fútbol hace uno sobre el futbolín -por cierto, qué fino estilista he sido yo en los billares, la de noches que he pasado siendo del Real o del Atleti alternativamente- y queda la mar de bien, porque del mismo modo que un campo de fútbol puede ser el reflejo del universo puede serlo también el pequeño recinto de los muñecos ensartados por un hierro, de hecho a mí me parece una imagen más vanguardista y acabada.
Además, en unas fechas como estas, en que la gente sale a la calle con banderas rojigualdas con siluetas de toros -¿le habrán dado alguna vez a Manolo Prieto derechos de autor por el dichoso toro los del brandy?- no queda muy cool ir diciendo por ahí que en lo que va de mes se va uno corriendo de la oficina a casa para poder ver los partidos a las nueve de la noche. Pero es lo que hay, y es lo que uno hace, a quien no le guste tiene otros cinco canales.
No, los escritores no suelen confesar que les gustan los deportes. Sobre todo verlos, como cualquier hijo de vecina, tirado en el sillón con una cerveza. Pero, qué demonios, hay pocas cosas tan divertidas como estar con unos colegas, cañas de por medio, comentando los errores en los que está cayendo tal o cual equipo -todos los españoles somos seleccionadores, ya lo dijo Camacho- y dar un grito cuando tu equipo -del que eres aficionado, no se confundan, que ya sabemos que Dimitri Piterman hay solo uno- mete un gol.
Lo peor de todo es que uno, que de fanático tiene poco, se pone más cerril cuando alguien le quiere afear o prohibir algo. Así que a mí, que me gusta el fútbol lo justo y que no renunciaría a demasiados planes por ver un partido, me sale el futbolero que llevo dentro si me dicen que no debo serlo.
Me pasó el otro día, estaba tomando un par de cañas con un amigo en un bar en el que tenían puesto el fútbol, y me llamó una chica a la que conocí en una fiesta una semana antes. Al escuchar el ruido de fondo me dijo: ¿Estás en un bar viendo el fútbol? No pensé que fueras de "esos".
Por fortuna en ese momento me dejé guiar por la intuición -Valdano dice que todo buen delantero debe tener intuición, la velocidad punta de la inteligencia, para definir la jugada, y no se si lo sabe o no pero entronca así con el pensamiento medieval de Dante- para contestar, y yo, que de "esos" no me he sentido nunca, en ese momento dije que sí, que he pedido vacaciones en el trabajo para poder verme todos los partidos, que le he dicho al quiosquero que, en vez de un periódico de verdad, me guarde el Marca, y que lo de vernos lo dejamos para mediados de julio, cuando haya terminado el Mundial.
Y eso si no me engancho al Tour, qué leches.

19 junio 2006

Vivo en la jungla

Después de un fin de semana dedicado, por un lado, a las labores profesionales propias de mi condición -perdón por esta manera tan rebuscada de hablar pero es que he recordado los comentarios de un periodista deportivo cuando hablaba de que un jugador se había podido romper los huesos propios del pie-, en fin, que estuve corregiendo ejercicios de los alumnos de mis talleres de cuento; y, como eso no suele ser suficiente, de excederme un poco con la ginebra, porque no me bastó con ir bebiendo al buen tuntún Beefeater y Tanqueray dependiendo del bar al que fuera, incluso creo que cayó algo de Bombay, aunque lo de Sapphire creo que fue el miércoles en la inauguración de la terraza Skynight, diseñada por Nouvel, del hotel Puerta de América -qué quieren, ya sé que es contradictorio estar siempre hablando mal del mercado y evidenciar esta superficialidad, pero uno es humano, y había barra libre, si no puedes vencerlos desde fuera no está mal la táctica de guerrillas, y además un poco de buena vida no vuelve a nadie tonto-, total que no me auerdo ya ni de las copas de este semana, y eso debido a que además de la ginebra cayeron antes un montón de cervezas. Por eso llegué al domingo con el hígado algo perjudicado y tremendamente cansado, necesitado de sueño.
El domingo transcurrió entre partidos de fútbol, aburridísimos los jugadores, más aún los locutores, y el libro de Mercedes Cebrián, del que ya hablaremos un día de estos, no se preocupen, aunque fue lo mejor del domigo, la verdad.
Así que poca cosa me apetecía contar hoy y, para colmo, he estado todo el día buscando contactos para promocionar los talleres intensivos de verano de la empresa para la que trabajo, así que tampoco he tenido tiempo de meditar mucho qué decir aquí.
Podría haberme puesto a despotricar contra la variedad de medias verdades a vueltas del referéndum con que los rotativos nos han recibido esta mañana. Mañana que, por cierto, ha empezado muy pronto para mí porque el amigo Gonzalo quería que hiciese de profesor para una delicia en forma de corto que se llamará Benelux y que hemos estado rodando esta mañana en el aula donde pasé tercero, cuarto y quinto de EGB. ¿Quién me iba a decir que acabaría haciendo de profesor en ella? No se impacienten, en cuanto esté acabado el corto intentaremos que lo vean, aunque sea a través de You Tube.
O podría haber comentado los curiosos cambios en el organigrama de El País, en los que el hasta ahora jefe de deportes pasa a cultura. Total, como en El País a nadie le preocupa informar, tampoco hay que extrañarse de que uno pase de Butragueño o Ronaldo a Heidegger. También podría haber colgado el segundo capítulo, esperemos que el último, de la historia de Iker Jiménez -no puede ser de mi familia, nadie de mi familia puede ser tan tonto- y el "cosmonauta fasntasma". El muy caradura ni tan siquiera reconoce que la ha cagado. Eso sí, el colaborador que trajo la historia, por lo visto, a la puta calle. Lo explican muy bien en Magonia.
Total, que había tanta tontería en el ambiente que he aprovechado la hora de la comida para navegar un poco y encontrarme con que en Microsiervos hay otro fanático de Escher como yo. Alvy ha colgado unas cuantas imágenes en Flickr para los que, como he hecho yo, quieran utilizarlas.
He escogido esta no porque me parezca la mejor de Escher, al igual que Alvy posiblemente la que más me gusta sea el mural Metamorfosis -que, por cierto, estamos nostálgicos y escolares hoy, fue una de las imágenes que tuve en mi carpeta de escolar desde tercero de bachillerato hasta tercero o cuarto de carrera-, sino porque al lado de mi casa, en la calle Conde Romanones 14 o 16, ahora no recuerdo bien, están terminando de rehabilitar un edificio y en el enfoscado de la fachada han usado la trama de lagartos claros y oscuros encadenados como tópico de la decoración. Y, desde el primer día que lo vi -y paso por allí a menudo-, me ha llamado la atención ese pequeño rincon escheriano en la parte más romana de Madrid.
Vaya por Maurits Cornelius Escher, que se permitó el lujo de mandar a paseo a Mick Jagger cuando le pidió una imagen para la portada de un disco.

17 junio 2006

El cuento del fin de semana (14)


Lo prometido es deuda, así que aquí está el cuento con el que Ricardo Menéndez Salmón ganó el Premio José Nogales de la Diputación de Huelva en su edición del año 2005. Como broche a toda la historia que se ha ido comentando en el blog, su autor ha tenido a bien enivarlo para que pudiérais disfrutarlo todos. Parece ser que, en un futuro no muy lejano, habrá libro nuevo en Seix-Barral. Lo esperamos.
Y entre tanto aquí está el cuento. Disfrutadlo, creo que lo merece.

Gritar
Para Ignacio del Valle
La primera vez que Balboa leyó el anuncio no pudo evitar sonreír:

«SE ALQUILA HABITACIÓN PARA GRITAR.
ECONÓMICA. ABSOLUTA DISCRECIÓN.»

Y aunque pasó la página del diario buscando las necrológicas, algo lo retuvo, una fuerza que tiró de él obligándole a volver atrás, a leer por segunda vez, muy despacio, con extraordinaria atención, como si cada una de aquellas ocho palabras pudiera contener un enigma, el texto que hacía sólo un instante acababa de arrancarle una sonrisa.

«SE ALQUILA HABITACIÓN PARA GRITAR.
ECONÓMICA. ABSOLUTA DISCRECIÓN.»

El anuncio, estratégicamente situado entre los avisos de inmobiliarias y los de compraventa de muebles, automóviles y joyas, brillaba con luz propia, como un faro en la noche. Entonces, al leerlo por segunda vez, la sonrisa de Balboa dejó paso a la curiosidad.
En efecto, minutos más tarde, mientras llamaba al número de teléfono indicado e imaginaba la clase de voz que respondería al otro lado de la línea, el ánimo de burla y la más pura admiración jugaban dentro de él una partida confusa. En cualquier caso, se sintió bastante reconfortado cuando una voz de hombre, una voz viril y autoritaria, un poco insolente, le comunicó un precio y le sugirió una hora.
Balboa recordaría siempre aquella primera visita con una mezcla de placer y pudor, como si estuviera yendo a un burdel o acudiendo a presenciar, en lo más cerrado de la noche, una pelea clandestina de perros.
La casa le sorprendió por el buen gusto con que sus paredes estaban decoradas, la profusión de libros que adornaban las estanterías, las flores que perfumaban cada estancia. El propietario, el hombre que respondió al teléfono, vestía un traje de un corte exquisito.
—No quiero saber su nombre —le dijo a Balboa tras estrechar su mano, invitarle a sentarse y ofrecerle un café—. Y espero que usted no me pregunte el mío. Lo que haga allí dentro es cosa suya. Así que disfrute. —Y añadió, mirándose largo rato las uñas—: Y no se preocupe por el ruido. El inmueble está insonorizado. Grite cuanto quiera.
El grito, tan ancestral, nos inflama de vergüenza. Pocos actos como el grito nos permiten comprobar hasta qué punto hemos olvidado nuestra animalidad y nuestro pasado, los lugares de donde procedemos. Incluso quien sube a lo alto de una colina para gritar, aun sabiendo que está completamente solo, experimenta cierto sonrojo al emitir sus primeros gritos. Sólo los niños, que tienen una experiencia de la libertad que los adultos hemos olvidado, y los agonizantes, a quienes ya no afecta la escuela de las buenas costumbres, gritan sin avergonzarse.
En consecuencia, el primer encierro no fue el más memorable para Balboa.
Al comienzo sus gritos se le antojaron absurdos y falsos, impostados, carentes de sentido, y aunque al final de los treinta minutos (ese era el tiempo convenido) se fue sintiendo más confiado, más seguro de sí mismo y del resquemor no del todo desagradable que notaba en la garganta, abandonó la habitación prometiéndose no volver.
Su decisión duró apenas cuarenta y ocho horas. El viernes por la tarde, al salir del trabajo y pisar la calle, echó algo de menos, como dicen que los mutilados extrañan un miembro amputado o que los ex fumadores añoran la nicotina décadas después de dejar el tabaco. Una dulce pero rotunda nostalgia le había pillado desprevenido, como un hombre al que disparan por la espalda. Acababa de descubrir que necesitaba gritar a toda costa.
De modo que, en vez de ir andando, cogió un taxi para llegar a casa lo antes posible, subió las escaleras casi corriendo, se quitó el traje y la corbata, se encerró en el baño, se aclaró la garganta y…
Y siguió callado.
Al descubrir su cara blanca y algo avejentada en el espejo, al percatarse de la flacidez de las mejillas y la falta de carácter del mentón, supo que no podía gritar allí dentro, que su lugar era otro, la cálida y cómoda casa del hombre que se miraba las uñas al hablar.
Así que llamó, concertó una cita y respiró aliviado.

*****

Desde aquel viernes, indefectiblemente, Balboa acudía a gritar media hora a la habitación del anuncio.
Aquello duró, más o menos, un mes. Balboa había alcanzado un gran dominio sobre su grito, se había convertido en un perito ciertamente diestro, en un notable gestor del ruido. En líneas generales, podría decirse que estaba satisfecho. Pero también era consciente de que algo le faltaba, de que su grito, al tiempo que ganaba perfección, perdía frescura.
Fue por eso que una tarde, al despedirse del dueño, se atrevió a hacerle una oferta.
—Perdone que le moleste —dijo—, pero quiero proponerle algo.
El hombre le invitó a sentarse.
—Usted dirá, querido amigo. Le escucho.
La casa estaba tan silenciosa que las palabras parecían poseer relieve, como si fueran de mármol.
Balboa no vaciló. Le dijo que le gustaría gritarle a él, al dueño de la casa, en vez de hacerlo a la habitación vacía. Inmediatamente se sintió traicionado por su propia voz, ganado por el pánico, y recordó la advertencia que, a propósito de los límites de su intimidad, el hombre le había hecho durante su primera visita. Comprendió entonces que había cruzado un punto sin retorno: le iban a echar sin mediar palabra…
Pero Balboa se equivocaba.
—En fin —dijo el hombre mirándose las uñas como quien mira un prodigio—, es una proposición un tanto insólita. Nunca antes nadie me la había planteado…
—Por supuesto —le interrumpió Balboa recuperando el pulso— le pagaré más dinero.
Así fue como comenzó el segundo mes de alquiler. Balboa había encontrado a quien gritarle.

*****

Es probable que la esencia del grito sea la insatisfacción. Gritamos porque no somos felices, porque estamos hambrientos, porque queremos dormir, porque nos han abandonado o porque no aceptamos la muerte. Gritamos lo que no tenemos.
Durante aquel segundo mes Balboa gritó al dueño de la casa como si éste fuera la encarnación de todas sus desdichas. El dueño cumplía su papel estoicamente. A Balboa le recordaba a Laurence Olivier interpretando a un senador romano o a un cínico aristócrata educado en Eton, con una sonrisa displicente flotando siempre en sus labios. Cada tarde, alrededor de las siete, incluidos los fines de semana, Balboa se encerraba con su cómplice y empezaba la representación.
La habitación, en la que había una cama de hierro, dos sillas, un espejo de cuerpo entero y una jofaina con agua y toallas para las abluciones, deslumbraba por su austeridad. Balboa había descubierto en ella cuanto más fácil es gritar en un ambiente espartano que en un salón de la alta sociedad.
A menudo el dueño se tumbaba en la cama, aunque Balboa prefería que se mantuviera sentado en cualquiera de las sillas. (En todo caso nunca se atrevió a exigírselo, pues el miedo a que el hombre diera marcha atrás no dejó de acompañar a Balboa durante aquella segunda etapa.) Balboa procedía siempre del mismo modo. Se quitaba la chaqueta del traje, que colgaba meticulosamente del respaldo de una de las sillas, se remangaba los puños de la camisa hasta la altura del codo, se aflojaba la corbata, se lavaba las manos, los antebrazos y la cara, se secaba vigorosamente, hasta que la piel enrojecía, y entonces, de pie en el centro geométrico de la estancia, encaraba a su oyente. Sesión tras sesión, la destreza adquirida en el arte de gritar le permitía acompañar su voz con elocuentes gestos de brazos y piernas, hasta el punto de que, en ocasiones, se podría pensar que, trasunto de un derviche atrapado por su musa, Balboa danzaba a la búsqueda de alguna enigmática forma de inmortalidad.
El hombre es un animal de costumbres, cierto, acaso lo mejor de su legado proceda de ahí, de su capacidad para reglar el tiempo, crear una rutina y ordenar el caos. Pero el hombre es también un animal disconforme, y muchas de sus grandes conquistas —el hallazgo de la belleza, su capacidad como arquitecto o inventor, el dominio de la naturaleza— proceden de esa fuente de insatisfacción en la que a menudo abreva.
Por eso, al final de aquel segundo mes, Balboa decidió dar un nuevo paso en su experiencia del grito.

*****

La cosa empezó un sábado por la tarde, mientras Balboa se hacía el nudo de la corbata en el portal de la casa. Hasta ese día, y aunque era consciente de que otros hombres y mujeres acudían allí para gritar (en más de una ocasión había oído cómo la puerta de la habitación del grito se abría y cerraba), jamás se le había ocurrido abordar a uno de sus correligionarios.
Pero esa tarde, envalentonado acaso por una sesión excepcionalmente fecunda por la calidad y la cantidad de los gritos proferidos, se sintió con ánimo de presentarse a un hombre que, consultando su reloj de pulsera, le hizo una breve inclinación de cabeza al cruzar el umbral.
Las palabras que empleó no importan; sus argumentos, en cualquier caso, debieron ser harto convincentes, pues a los pocos minutos no sólo había salvado la inicial reticencia del hombre, sino que le había convencido para subir juntos y exponerle al dueño la nueva idea.
Ésta, por otro lado consecuente con el rumbo que los acontecimientos habían ido tomando en los últimos tiempos, consistía en ampliar el teatro de los participantes en la ceremonia del grito, de modo que, a partir de ahora, serían dos, y no una sola, las personas que gritarían al propietario de la casa y, llegado el caso, se gritarían también la una a la otra.
Al cabo de quince días, y salvo entre un puñado de escépticos que prefirieron mantener su independencia, la idea de Balboa se había extendido como un virus entre los usufructuarios de la habitación del grito, quienes en grupos más o menos nutridos, y de forma periódica (Balboa era el único que acudía todos los días a la casa y, como instigador de la idea, el único al que se le concedía el privilegio de gritar con todos los grupos), se encerraban para satisfacer su íntimo deseo de aullar. Estas comunidades, autodenominadas «falansterios del grito», adquirieron pronto una serie de peculiaridades (intensidad, frecuencia, carácter homo o heterosexual del grito) de las que se sirvieron para diferenciarse unas de otras.

*****

Balboa conoció a la mujer en una de las sesiones de los falansterios.
No le llamaron la atención sus ojos, ciertamente hermosos, ni sus formas, en verdad rotundas, sino la gran distancia que mediaba entre su rostro cuando entraba en la habitación y ese mismo rostro cuando se entregaba al éxtasis del grito.
De modo que se enamoró sin remedio.
A ella le sucedió lo mismo, aunque en su caso es más que probable que el prestigio adquirido por Balboa dentro de la casa jugara un papel no del todo despreciable.
Fue así como en horas insólitas, cuando ya nadie acudía a la casa, ambos buscaban un hueco en sus agendas para poder encontrarse y gritar a dúo al hombre que se miraba las uñas, quien, por lo demás, no había perdido, a pesar del diluvio de gritos que ahora soportaba cada día, un ápice de aquel aspecto laurenceoliveriano que tanto admiraba a Balboa. (El mundo es un lugar muy extraño, y es razonable deducir que también él, el propietario de la casa, había hallado, por caminos insospechados, una vocación genuina: la de ser gritado.)
Y también fue así como cada vez ambos sintieron con mayor fuerza la necesidad de apartarse del resto de gritadores, al punto de que Balboa fingía toda clase de excusas (persistentes ronqueras, inexcusables obligaciones laborales, misteriosas enfermedades de misteriosos familiares) para eludir la casa durante las horas de luz y ya sólo acudía cerca de la medianoche para encontrarse con la mujer.
Su amor, huelga decirlo, era purísimo, no contaminado por contacto físico alguno. Se amaban a distancia, a través de sus gargantas, expresando en aquellos gritos todo lo que millones de amantes a lo largo y ancho del planeta, las más de las veces de forma infructuosa, trataban de expresar mediante besos, abrazos y coitos. De hecho, al abandonar la casa cada uno se iba por su lado, y en muy raras ocasiones, por pura cortesía, se dirigían la palabra el uno al otro.
Precisamente fue en una de aquellas raras ocasiones en que Balboa le habló a la mujer, una noche tan fría que la voz temblaba como hojas en el viento, cuando se atrevió a contarle su nueva idea.
—Me aterra perderla —le dijo sin mirarla a los ojos, avergonzado como un chiquillo que declarara su amor a una compañera de pupitre.
Pero cuando Balboa le propuso no volver nunca a aquella casa, sino citarse en su propio apartamento de soltero para gritarse a solas, sin la presencia de un tercero vigilante, por vez primera desde que se conocían (y también por vez última, pues jamás volvió a hacerlo) ella le tocó una mejilla y dijo:
—Estaba deseando que me lo propusiera.

*****

Desde entonces, cada medianoche, en la sosegada vigilia de su vida solitaria, Balboa aguardaba la llegada de la mujer con una emoción imprecisa. Se sentía al borde de algo, a punto para arrojarse al abismo, pero no sabía qué encontraría allá abajo una vez dado el salto, si una recompensa o una condena.
Y cada medianoche, solventado el trámite de la cordialidad, tras colgar el abrigo de la mujer de una percha y obviando todo preámbulo que pudiera resultar enojoso, ambos se encerraban en la cocina.
Balboa había optado por la cocina por ser la pieza más alejada de la entrada, en la que menos podían molestar a los vecinos, y porque sugerir el dormitorio le había parecido ofensivo, un rasgo inoportuno de seducción. Allí, entre la fría mecánica de los electrodomésticos y la aséptica funcionalidad del suelo de gres, se entregaban a aquel canto gutural, a aquella sinfonía anhelante en la que ambos sudaban como esforzados luchadores y en la que sus carótidas, como cuerdas de violín, se tensaban a punto de romperse.
Qué insólitas músicas no compondrían durante aquellas largas jornadas. A qué grado de audacia, de vértigo, de nostalgia de edades ya idas no llegarían con sus gritos. Y cómo no admirarlos allí reunidos, a veces hasta que rompía el día, igual que pioneros a punto de descubrir un nuevo país.
Por eso no es de extrañar que un miércoles, tras una apabullante sesión que los dejó demacrados y exhaustos, como regresados de una guerra, la mujer le pidiera permiso a Balboa para pasar lo que restaba de noche en el sofá. Estaba tan rendida que la mera idea de volver a su casa se le antojaba absurda, como levantar una pirámide con agua en vez de con piedra. Balboa, todo un caballero, se deshizo en atenciones y le cedió su propia cama, un gesto que ella aceptó con una mirada profunda en la que había más gratitud que deseo.
A la mañana siguiente, cuando Balboa despertó de un agitado sueño en el que aparecían cantantes de ópera y cristales que se rompían, se dirigió a la cocina para preparar el desayuno, pero se encontró a la mujer esperándole con el café, la leche y las tostadas ya sobre la mesa. Ella no dijo nada, limitándose a señalar el desayuno y a gritarle con toda su alma. Balboa suspiró, sonrió y le devolvió el barrito de amor, como un elefante en celo. Al fin había tocado con los dedos el fondo del abismo. Y era dulce. Dulce como un grito.
Entonces los dos supieron que lo habían logrado. Había llegado el momento de gritarse a todas horas, sin protocolo, sin pautas establecidas, sin otro antojo que el de la expresión de su amor.
Al fin, como los primeros hombres, ambos estaban más allá de las palabras.
Ricardo Menéndez Salmón

16 junio 2006

Animación a la lectura

Qué tonto soy, no darme cuenta de que los cuentos de Quim Monzó son pornografía para haberme puesto a leerlos sujetando el libro con una sola mano. Si al final van a tener razón mis amigos: no es que no ligues, tío, es que no te das cuenta de cuando las tienes a punto de nieve.
Visita uno un poco los sitios de este universo paralelo -domésticamente lo llamo Uqbar y ése es el nombre de mi alias, en el mundo PC es conocido como acceso directo, del navegador en el escritorio- y no puede hacer otra cosa que quedarse gratamente sorprendido al ver que en la Generalitat -sí, chicos, lo escribo en catalán porque la palabra Generalidad me da un poco de irisipela y además soy como Aznar, hablo catalán en círculos íntimos, y le leo a Ana Botella mis poemas- ha puesto en marcha otra posibilidad de "animación a la lectura" que ya se me ocurrió a mí cuando cursaba COU. Lamento ponerme las medallas, pero es que es así, pueden constatarlo los compañeros que dormitaban conmigo en los pupitres del instituto en aquellos años.
Recuerdo que en la asignatura de Literatura española del siglo XX había dos lecturas de narrativa hispanoamericana propuestas de las que había que escoger una: o Pédro Páramo o Cien años de soledad. En mis instituto la obligatoria era la de García Márquez, y los enfermos -de literatura- nos leíamos las dos. Bueno, aunque quede inmodesto, yo ya las había leído, así que a mí me tocó Rayuela. Muchos de mis compañeros se quejaban de que el libro era muy gordo -ya lo habían hecho con La colmena- y recordé que lo que más les gustaba a todos de la novela de Cela eran los pasajes más sexuales -decir sensuales para caracterizarlos me parece sonrojante. Así que, en medio de clase, sin cortarme un pelo, dije que la novela del colmbiano era mejor que la del gallego porque había más polvos. Lo dije así, y la verdad es que la profesora no me corrigió.
Pues bien, apelar a los bajos instintos, ésa es otra técnica que, cada vez más, se descubre infalible para acercar a la gente a los libros. Se dio cuenta de ello Vargas Llosa en La ciudad y los perros, y se han dado cuenta de ello en la Generalitat. Así que han decidido colocar como lectura del programa el libro de Quim Monzó Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux et Maury. Que es un libro magnífico, como todos los de Monzó.
Pues bien, en ese libro hay pasajes que a los siempre brillantes cerebros de los colaboradores de la COPE, de Libertad digital, y de demás medios que se caracterizan por su aprecio por la cultura, a la que ceden todo su espacio, les parecen pornográficos. Al que no lo crea, le invito a que lea, por sí mismo, la noticia. Es más, se ha encargado de que su lector promedio pueda leer todo lo que soporta leer de un tirón, que es foilio y medio, y se ahorre los ocho euros del libro. La muestra de la selección pornográfica está aquí.
La verdad es que la lectura de estos artículos a uno le reconforta. Primero porque supone que la estela reaccionaria de este país -Catalunya, amigos, es también España- sigue siendo tan cateta como ha sido siempre, sin saber leer y entender cabalmente un libro. Lo segundo porque uno estaba ya preocupado con las nuevas técnicas filomarxistas del PP -manifestaciones, convertirse en adalides de la libertad de expresión y de la libertad en general- y ya las cosas han vuelto a su cauce. Menos mal que todavía hay políticos como Dios -o Rouco Varela- manda.
En la Genralitat hay alguien con cabeza. Aprovecho para sugerirles otro título para el año que viene, también es un autor catalán y es todavía más descarnado. Se trata del libro de Sergi Pàmies: La gran novel.la sobre Barcelona. Una maravilla, sobre todo el cuento del tipo que, por divertirse un fin de semana se marca una orgía homosexual con drogas y todo. A lo de la COPE les va a encantar, y a los chavales también, todos contentos.

15 junio 2006

El milagro del secreto

Para el niño todo es misterio, todo es un mundo por descubrir, y por eso miran con ojos golosos todo lo que se pone a tiro de su mirada. Pocos seres hay más desagradables que esos que parecen "estar de vuelta de todo", cínicos que consideran que ya han visto todo, que todo lo conocen, que la vida no les ofrece ningún misterio que les haga verla con deseo.
Necesitamos del misterio, del secreto. Nos sentimos atraídos por todo lo que se nos oculta. ¿Qué explicaría sino el misterio el éxito de engrudos intragables como los centones de Dan Brown o las estupideces hercianas o catódicas de Iker Jiménez -¡por Dios que no seamos familia, por favor!-y demás seudocultura de baratillo?
Por eso sorprende el afán que ahora exhiben los masones españoles por ser conocidos por todos: hacen jornadas de puertas abiertas, publican revistas, cualquier cosa para que la sociedad les conozca, sepa cuáles son sus objetivos, sus métodos, etc. Pero uno, que algo ha viajado, cuando ha estado por esos mundos de Dios -dos veces la palabrita en un post, para que luego la Conferencia Episcopal se queje de que la Iglesia ya no tiene presencia en la vida diaria de los hombres-, y a veces ha sacado el comentario -yo soy así, si estoy en el boulevard Raspail no hablo de Balzac, sino de masones- con los nativos de los lugares se ha quedado siempre sorprendido de la escasa importancia que tiene la masonería por ahí. Y supongo que es porque nunca han sido perseguidos, siempre ha sido cosa de cuatro iniciados y punto.
Si alguien busca en la base de datos del ISBN libros sobre masonería, verá que en España es un tema que interesa mucho, pero que eso sucede porque durante cuarenta años había conjuras imposibles entre la Hidra judeomarxista y los masones -vaya un cóctel, la verdad- que eran los causantes de todos los males que aquejaban a la reserva espiritual de occidente. Y durante todos esos años ser masón era tan guay, tan cool, tan trendy -la de revistas fashion que leo-, como tener el carné del partido comunista clandestino, llamarse Francisco o Federico Sánchez -tampoco soy asiduo de Semprún-, o leer las ediciones de libros socialistas editadas en América que llegaban de estraperlo a las librerías de Madrid -y vendía Jesús Ayuso a rojetes del momento como mi padre en San Bernardo 48.
Pero ahora que se van a convertir en un club más, con sus normas públicas, sus departamento de comunicación y hasta publicaciones, ¿quién va a querer ser masón? Los aburridos, los que están en los clubs de fans, o en los de golf, o hasta los socios del Madrid -que deben ser todos los madrileños, porque de no ser así no se explica el despliegue mediático en torno a las elecciones a la presidencia de este club, que, como diría algún culé, a fin de cuentas no es más que un club. Hoy, si alguien quiere estar en una sociedad secreta se va a la iglesia de Tom Cruise en la calle del Prado, con dos narices.
A todos nos gusta el secreto. Es lo que nos llama la atención. Nos atrae más una desconocida que nuestra mujer, de quien ya sabemos hasta cómo se hace la pedicura o se depila las piernas. El poder es enigmático porque no sabemos de qué modo actúa, cómo se mueve para lograr sus objetivos. Decía Faulkner que en sus novelas había sexo pero no amor, porque del amor no se habla, requiere el secreto. Y por eso a todos nos atrae el amor.
Ahora, que hay tantas campañas de fomento de la lectura y cada vez se lee menos, no sabe uno si la mejor manera de hacer que la gente lea es prohibírselo, hablar de los libros como si se tratase de drogas ilegales y venderlos de tapadillo, como hacen los camellos en las esquinas o en los parques. Seguro que, de ese modo, a todos les parecerían los libros objetos deseables y su lectura algo arriesgado y atractivo, digno de emplear tiempo en ello, y de presumir que uno lo hace.

14 junio 2006

De la necesidad del error



Cada vez que releo alguno de mis textos, y procuro hacerlo varias veces antes de darlo por bueno, me encuentro siempre con pequeños detalles: erratas, construcciones sintácticas, palabras, que no me gustan, bien porque me resultan desagradables o poco estéticas, o bien porque me sorprendo al ver que puedo no estar diciendo lo que quiero decir. Todo esto antes de dar el texto por bueno.
Por eso me he dado cuenta de la importancia que tiene la errata, el error –sea achacable a la mano el hombre o no- como incentivo para la continua depuración del texto.
Supongo que a muchos no les gustará escuchar esto, pero en mi caso no hay nada que me incite más a rescribir un texto, a darle una nueva vuelta para mejorarlo, que encontrar errores en él cuando lo leo. No hace muchos días me contaba un reconocido autor de relatos que uno de sus cuentos había nacido de la lectura de un cuento de otro reconocido autor que él había encontrado manifiestamente mejorable. Me lo confesaba cuando yo le indiqué la cercanía de tema y trama entre ambos textos. Pero no hizo otra cosa que arreglar, corregir el texto que el autor primero había dejado a medio hacer.
Así funciona la labor del escritor. Primero se ve obligado a rellenar huecos, matices, significados, en la producción literaria o a mejorar los existentes. Ese es el inicio del acto de escritura, la voluntad de corregir los fallos que la creación ha dejado en su camino.
Cuando escribe, normalmente, se deja llevar por la emoción o la intención primigenia y el escritor corrige poco o nada. Pero luego debe releer el texto hasta dejarlo, a su juicio, acabado. Y lo hará muchas veces más hasta que entregue el libro al editor que se anime a sacarlo a la luz, a colocarlo en las mesas de las novedades de las librerías, en su catálogo, en su página de Internet. Porque no hay otro camino hacia la excelencia que la corrección. Esa es la suerte del escritor, que puede corregir los errores que ha cometido a través de sus textos. Muchas veces creo que no es otra la voluntad primera que lleva a una persona, a un ser humano perfectamente normal, a encarar el trabajo de convertirse en escritor. De vivir cada uno de nuestros momentos con plenitud y exactitud no necesitaríamos escribir, no necesitaríamos rescribir nuestras vidas. Pero el escritor no hace otra cosa que eso: percibe un error e intenta eliminarlo, borrarlo, corregirlo, subsanarlo. Y emprende el arduo trayecto que le lleva hasta el libro editado que ya hemos comentado.

Pero, aunque haya sido meticuloso en el proceso, cuando tenga en las manos el libro, como el que tenéis vosotros ahora fruto de vuestro esfuerzo, se dará cuenta de que todavía hay errores en él. Lo lógico es sentir primero un poco de rabia, la misma que sentimos ante un atentado aunque sepamos que ni por acción u omisión hubiéramos podido cambiar nada de lo que ha sucedido.
Luego uno asume el error como parte inevitable del ser humano. El propio escritor, el corrector, el impresor, hasta el programador de ordenadores que hizo la aplicación con la que ahora maquetamos los libros son seres humanos, y el error está en sus genes.
Y, finalmente, llegamos a la alegría. Hay que entender el error como un regalo, una posibilidad de mejora. Una obra perfecta es hermética. No permite el acceso a ella, porque penetrar en ella, aunque sea como lector, la hace imperfecta, la vicia, la hiere de muerte al hacerle perder su principal virtud: la de la perfección. Pero un error es una puerta abierta, es una invitación a entrar, a conocer cada uno de los recovecos de la obra para encontrar una solución, algo que podamos hacer que la haga ser más perfecta, algo que nos haga ver que nuestra intervención es necesaria.

13 junio 2006

La ficción y la televisión

La vida rara vez imita a la literatura que uno practica
y demasiadas veces a la literatura que uno desprecia.

Rodrigo Fresán

Desde hace unas semanas dedico el final de la semana, la noche de los domingos, al siempre divertido deporte de la adicción televisiva. Como si se hubieran puesto de acuerdo, en la noche del día del señor las televisiones sacan sus mejores galas, los trajes del domingo, para entretener al personal. Ayer, tras una llamada telefónica que me desveló -el partido Portugal-Angola se había encargado de dormirme-, estuve transitando entre dos perlas de la programación. Por un lado La hora de la verdad, donde la gente se somete a test de paternidad y sesiones de polígrafo con una facilidad pasmosa. Y deben ser muchos más, porque han conseguido que unos laboratorios dedicados a estos análisis les patrocinen parte del programa. Ayer apareció una tierna pareja de jóvenes gallegos en la que él, enfermo de celos al ver marcas en el cuello de su mujer, se dedicaba a limpiar pulcramente el retrete de su casa tras sus micciones para poder encontrar restos de otros orines masculinos de alguien más descuidado, supone él que serán del amante que, mucho más sucio, no se encarga de limpiarlos. Así, de golpe, ofrecen la solución al problema que más reproches genera en la convivencia conyugal: Señora, hágase unas marcas en el cuello que parezcan chupetones y su marido, celoso irredento, le tendrá no sólo la taza del retrete, sino toda la casa, como una patena en su busca de evidencias de adulterio. Si a cualquier escritor o guionista se le ocurriese algo así lo tacharían de inverosímil, pero, una vez más, se demuestra aquello de que la realidad va más allá que la ficción.
Aunque más refinada fue la cagada -la verdad es que son irónicas las relaciones a las que se establecen en el pensamiento y en la pantalla gracias al zaping- del famosísimo Iker Jiménez. En su traslación de El Caso a sustrato catódico Iker es capaz de soltar cualquier cosa por la pantalla, y la de ayer fue muy buena. Comienza a hablar de la poco conocida carrera espacial soviética, de las purgas y, lo que es más sorprendente, de los montajes fotográficos a que tan aficionadas eran las autoridades del Polit Buró en lo referente a la modificación de la historia. Qué interesante se ponía el asunto, por fin algo con un poco de sustancia en la pantalla, un asunto orwelliano de primer orden.
Comienzan a aparecer fotografías de un supuesto cosmonauta depurado por las autoridades soviéticas y, para sorpresa del que escribe, se ve una extraña textura en las fotografías que se muestran. Se comparan dos fotografías, en una de ellas hay un hombre más que en la otra, situado entre otras dos figuras, y se nos dice que la retocada es aquella en la que dicho hombre no está -aunque a simple vista esta parece mucho más verdadera, aunque, luego lo veremos, es, como todas, falsa, no como foto sino como documento histórico.
Hasta aquí no es más sorprendente que otros casos que uno ha leído. Lo mejor es que, acto seguido, nos ponen una fotografía que es, a primera vista, el primer plano de un astronauta con su escafandra. Se nos dice que es el retrato de Ivan Istochnikov, el cosmonauta depurado tras fracasar en su misión. Pero es la cara de Joan Fontcuberta. La misma que mete en todas sus exposiciones, en cada una de sus series en las que juega a hacer falsos documentales. Es Fontcuberta, por Dios, es un fotógrafo español, qué me están diciendo.
Enciendo el ordenador y tecleo "Fontcuberta", y me voy a su página web. Allí, entre sus diferentes series, hay una, llamada Sputnik, que estuvo hace diez años dando vueltas por las salas de exposiciones de medio mundo.
A poco que uno busque llega a la web que contenía el proyecto Sputnik con varios textos del catálogo. Para ir a ella hagan click aquí. Fascinante.
Y, como por arte de birlibirloque, el programa sobre los misterios y el ocultismo de Iker Jiménez se convirtió en monotemático. Ya sólo hay un misterio que resolver: ¿cómo demonios se puede ser tan tonto y demostrar que se sabe tan poco? Nadie, en todo el programa, ha oído hablar de Fontcuberta, ni del retoque fotográfico, ni por lo visto, de casi nada. Sorprendente. Todo un misterio. Supongo que es porque, para hacer un programa así, uno no se documenta, va a un adivino o a una sesión de Ouija y "to pa'lante".
O tal vez es todo mucho más refinado, y la realidad es que el programa lo lleva un ser sibilino que va filtrando hechos ficcionales como reales con tal de socavar la noción real del universo. Todo un misterio.

12 junio 2006

Apostillas a Umberto Eco

No he leído, como muchísimos españoles, El nombre de la rosa. Pero sí he leído las Apostillas a El nombre de la rosa. He de reconocer que, aunque tengo la novela en casa –como casi todos los españoles, de ahí el comentario de la frase anterior- nunca me ha llamado demasiado la atención. Pero el otro día me animé a leer las ochenta y pico páginas que tiene las Apostillas. Y creo que voy a seguir sin leer la novela, pero las Apostillas me parece un libro extraordinario. Uno, que siempre ha sentido un respeto enorme por Umberto Eco, y que le considera uno de los intelectuales más sólidos que existen hoy, y uno de los que mejor saben transmitir sus conocimientos en sus textos, sólo puede leer fascinado estas confesiones en las que, más que puntualizar ciertos aspectos sobre la novela –hay un par de pinceladas y son insignificantes para lo que debe ser la novela-, lo que quiere Eco es realizar una poética, la de su narrativa para ser exactos y que luego aplicó a sus otras tres novelas, y dilucidar su pertenencia o no a eso que se ha llamado “posmodernismo”. Y son, siempre, unas líneas magistrales.
Eco es un novelista que sigue, casi a pie juntillas, muchas de las actitudes y usos de la novela decimonónica, pero que es plenamente consciente de aquellos detalles que no son hoy válidos y que, por lo tanto, deben ser adaptados a los tiempos actuales. Defiende la trama, defiende el entretenimiento, defiende los pasajes didácticos de la novela, pero siempre desde la perspectiva de un escritor que conoce la evolución del laberinto desde el ideal clásico al moderno rizoma, que sabe que el posmodernismo es, más que un movimiento, una manera de encarar la creación y el análisis del arte –lo denomina Kunstwollen.
Así que lo que está haciendo es indicar al posible comentarista por dónde debe dirigir sus pasos. Está, para el que sepa entenderlo, una primera crítica de su novela. Es algo inevitable en un autor tan intelectualizado como Eco, que antes de ponerse a escribir narrativa ha sido uno de los teóricos punteros no ya sólo de la literatura, sino del signo en sí, del acto de comunicación por extenso. Uno tiene la certeza de que el propio Eco escribió su novela con la mente de un crítico, lo que la convierte en una novela posmoderna y en una obra de referencia que todavía hoy marca a muchos “escribidores” de novela histórica que se han quedado apenas con el maquillaje de la obra de Eco. El nombre de la rosa es una novela única, un hito, que marca un antes y un después en la manera de entenderse la literatura y, lo que es más preocupante, el mercado de la misma. Su enorme éxito popular se debe a la capacidad analítica de Eco de saber refrescar fórmulas perfectamente asimiladas por la sociedad y permitir por ello una digestión exitosa del libro. Y la gracia de estas Apostillas es saber defender las razones y los métodos de dicha actualización.
Que numerosos epígonos hayan venido detrás publicando pálidos reflejos de su novela no es, evidentemente, un problema suyo, y habría que pedir responsabilidades a los editores todo lo más, pero no a él. Porque lo que todos esos clones no podrán escribir nunca es estas Apostillas, que son las que marcan la diferencia entre el original y las copias.

10 junio 2006

El cuento del fin de semana (13)

No se puede ser demasiado objetivo con la obra de un amigo, aunque tal vez deberíamos serlo más que con la de los desconocidos, ya que tan sólo aparecen en nuestras vidas si nosotros queremos abrir sus libros. Un amigo no, un amigo es un visitante muchas veces inoportuno que, por eso mismo, conoce tus flaquezas y tus virtudes. Si yo estoy hoy donde estoy es porque trabé buena relación con Ángel Zapata, y si Ángel está aquí es porque me ha dejado transitar de modo inoportuno por su vida.
A punto de publicar un nuevo libro de relatos que hará temblar a críticos y autores -los unos porque se sentirán enormemente perdidos, los otros verdes de envidia- es el momento de recuperar uno de sus cuentos más celebrados. Incluido en Las buenas intenciones y otros cuentos, es una muestra de la asimilación de la estética del absurdo por parte de esta trituradora de los movimientos estéticos y contraculturales del siglo pasado.
El lector superficial encontrará un retrato humorístico de una escena algo absurda, el atento podrá intuir que, bajo el barniz del humor, se nos está indicando la profunda frustración que todos sentimos en nuestras carnes por el mero hecho de existir.
Degústenlo.

La dura realidad
-Quería un bombón de nata -le digo al hombre de los helados.
-No me quedan -me contesta él.
-¡Vaya! Pues tenía yo capricho con la nata, ya ve. En fin. Entonces deme uno de vainilla. De los que llevan almendra.
-No hay.
-Ya bien… pues un polo de hielo, venga. De estos de aquí: de naranja.
-Se han acabado -dice.
-¿Está usted seguro de que vende helados?
-Sí.
-Muy bien: pues deme un polo de limón.
-Tampoco hay.
-Entiendo. ¿Y un heladito del corte?¿No tendrá usted por casualidad un heladito del corte?
-No me quedan galletas.
-Ajá. Oiga: ¿y si en vez de este cartel que pone “Helados” coloca otro que diga “Se fastidia a la gente”?¿No piensa que sería más comercial?
-Puede.
-Porque polo de fresa tampoco tendrá.
-No.
-Y de pistacho, mucho menos; claro.
-Se han terminado.
-Está bien. Ahora deje que lo adivine yo: si le digo si tiene tarrinas, me va a decir usted que no le quedan cucharillas ¿a que sí?
-Eso es.
-Ya. Mire: dígame una cosa y acabamos antes: ¿de que leches le quedan helados?
-Me queda lo que ve. Caramelos y latas frías.
-Pero helados no tiene.
-No.
-Y en cambio aquí arriba, en el cartel del puesto, dice “Helados”. No dice: “Se da por saco con caramelos y latas frías”. Dice “Helados”. Yo lo leo perfectamente: “Helados”.
-Sí.
-Ya. Oiga, dígame otra cosa: hay una cámaro oculta ¿no es eso? Dentro de un momentito va a salir de aquella furgoneta un gilipichis trajeado, con un micrófono en la mano y un montón de helados de nata. Lo he acertado ¿verdad?
-No.
-Entonces es cierto que no vende helados.
-Sí vendo helados.
-No: no me quiera hacer ver lo blanco negro. Usted no vende helados. Usted tiene un puesto de no vender helados.
-Vendo helados.
-Está bien. Pues véndame uno. Quería un bombón de nata por favor.
-No me quedan.
-Bien… pues uno de vainilla entonces. De los que llevan almendra.
-No hay.
-¿Lo ve?
-Qué.
-Que usted no vende helados después de todo.
-Sí vendo helados.
-No señor. No los vende. ¿O es que me toma por idiota? Usted está aquí, en su puesto, haciendo como si vendiera helados, con el único fin de enmierdar a la gente. Esa es la realidad.
-No. La realidad no es esa. Yo vendo helados. ¿No lo ha leído? Lo dice aquí, en el cartel del puesto: “Helados”. De qué se extraña. No hay cámaras ocultas. Esto es la dura realidad.
-De acuerdo. Usted gana. ¿Qué tal si comenzamos otra vez? Vamos a ver: no importa el tiempo que nos lleve ¿vale? Quiero un helado. Sólo eso. Es todo lo que quiero es esta vida. Usted los vende ¿no? Muy bien. Pues véndame entonces una mierda de helado.
-De qué lo quiere.
-De nata. Lo que yo quiero es un bombón de nata -le digo al hombre de los helados.
-No me quedan -me contesta él.

Ángel Zapata

09 junio 2006

El fin de las librerías


Con la hipocresía habitual, los dirigentes de las asociaciones más o menos profesionales dedicadas al libro –y que pagamos un poco todos- se lamentan de la desaparición de la pequeña librería, del librero independiente que “no puede hacer frente” a las cadenas o grandes superficies de librería y que la única salida es mantener el precio fijo del libro. Digo hipocresía porque sí veo dinero público malgastado en mantener otros negocios igual, por lo visto de ruinosos, así que no sé por qué no gastarlo en este.
Por un lado hay que señalar que seguir reivindicando el precio fijo como única receta de defensa del librero es, a todas luces, muy ingenuo. El precio fijo ha estado establecido desde hace años y el número de librerías no deja de descender. Siempre queda la misma excusa, que sale siempre a colación, y que no es otra que el libro de texto. El Director General del Libro, Rogelio Blanco, señala que la solución sería la gratuidad del libro de texto, que el estado se encargue de pagar dicho material escolar. Yo, en tal caso, sólo veo beneficios para el editor –que podría fijar un precio que el estado pagaría y punto-, pero no para el librero, que se queda sin poder vender dichos libros.
Así que, salvo que el comportamiento social cambie –esto lo podría analizar mejor un sociólogo que yo- creo que no va a cambiar una tendencia que es natural y que está provocada por otra causa que, uno no sabe si por vergüenza o por piedad, no se dice: que muchas librerías cierran porque no son librerías. Cuando uno se imagina una librería piensa en un comercio que va más allá del mero receptáculo de mercancía con un precio marcado que se paga por dichos objetos. Uno se imagina un lugar donde además de mercado hay cultura, donde el dependiente puede asesorarle a uno, donde hay un cariño por el objeto que se vende y que pasa por no considerar un libro como un legajo de papeles cosidos, sino como un contenedor de pensamiento a la espera de ser vaciado por un lector.
Pero la práctica demuestra que no es así en la mayoría de los casos. Por un lado porque se llama librería a comercios que son entendibles como tal en un pueblo pero no en una capital de provincia y menos aún en una ciudad de más de un millón de habitantes. Llamar librería a ese local donde se pueden encargar los libros de texto de los dos colegios del barrio, donde hay una nutrida variedad de material escolar, algunos juguetes y una mesa, de un metro cuadrado como mucho, con algunas novedades editoriales –las mismas siempre, por cierto, que se encuentra uno en un hipermercado- y un par de ediciones escolares o de bolsillo de los libros que exige el profesor de turno es de una hipocresía notable. Es en esos establecimientos donde se cumple lo que indican los estudios del sector: que se sustituyen los libros por prensa y chucherías. Pero es que no se sustituye nada, porque para los que regentan esos locales un libro no es muy distinto de una caja de gominolas, de hecho es muy probable que la caja de gominolas sea más apetecible para ellos. Si los establecimientos que mueren son esos uno sólo puede decir, sinceramente, que se alegra.
Porque lo que yo veo –y esto sí que hay que circunscribirlo a una gran ciudad como Madrid- es que hay más librerías que antes. Son más pequeñas y sus dueños, que por regla general son seres atravesados por una locura doble: la del lector y la del Quijote que se mete a batallas perdidas, demuestran conocer un poco mejor, pese a su ingenuidad, el mundo que les rodea.
La nueva librería, y la clásica que se mantiene, o bien está especializada o bien es un territorio mestizo donde se genera un entorno cultural. Hace unos años en Madrid no había casi ninguna librería especializada en libro infantil. Hoy hay unas cuantas, y algunas son deliciosas, como la Biblioketa, Leo el Dragón lector, y más que me dejo en el tintero. En otros casos se crean entornos donde a uno le apetezca pasar el rato, como la librería de los Pita Púertolas, El bandido doblemente armado, donde uno puede tomar algo en la barra o en las mesas, comprar libros –están especializados en novela negra-, música o cómics.
Pero incluso las librería general, si está bien planteada, funciona. Ahí está La Central, que tiene ya cinco tiendas y cuya única receta ha sido contratar a gente a la que le gustan los libros, considerar que el lector moderno está interesado en una variedad de materias y por lo tanto ofrecerlas al lector, hacerlo en numerosos idiomas –en un mundo globalizado una librería de verdad no puede ser local-, y tener fondo –porque eso de “se lo encargo” es uno de los coitus interruptus más desagradables para un lector.
Y por otro lado están las librerías de viejo. Cada vez hay más, tienen más negocio y está montado de un modo más inteligente. Si hay un sector que ha entendido fantásticamente las posibilidades de Internet, ése es el del librero de viejo. Hoy, con una página web y un poco de cabeza no hace falta ni pagar un local comercial donde tener los libros, basta un trastero bien ordenado.
Que las librerías están muriendo… yo la verdad es que no sé a qué se dedican estos gerentes del mundo del libro. Está claro que a leer y a comprar libros no.

08 junio 2006

Gritar

En los seis meses que tiene esta bitácora de vida han pasado pocas cosas que fueran más allá de la anécdota. Entre ellas estuvieron las reacciones que despertó mi comentario a tres libros de relatos de autores jóvenes. Uno de ellos era Ricardo Menéndez Salmón. Los asiduos –que son pocos- del blog recordarán la lamentable intervención que realizó un lector cuestionando mi capacidad de juicio sobre una obra literaria. Por supuesto, de un modo coherente con su incapacidad para juzgar los actos de los demás –y con su lamentable uso de la prosa que ha demostrado en sus colaboraciones con otro blog de críticas de libros diarios, como ya le han hecho notar varios lectores de la misma- dichos comentarios los hizo de un modo encubierto, bajo seudónimo, y hubo que exigirle que, ya que se columpiaba de ese modo, al menos tuviera el coraje de hacerlo dando la cara. Eso fue, recapitulado, lo que se puede leer en los archivos de esta bitácora.
Algunos de mis amigos me comentaron de modo privado el rifi-rafe y uno en particular me informó de la excelencia de un relato, llamado “Gritar” con el que Menéndez Salmón se había hecho con el Premio José Nogales por la cabezonería de dicho amigo. Me comentó por encima el asunto del texto y no puede evitar quedarme con ganas de leerlo, sobre todo porque ni temática ni estilísticamente parecía tener nada que ver con los que tan poco me habían gustado del libro que comenté.
Lo más sorprendente para mí fue el correo electrónico que, de modo privado, me dirigió el autor del libro a los cuatro días de esta conversación que he referido. Mucho más mesurado, bastante mejor escrito que la intervención de su estólido fan, me indicaba los puntos de mis comentarios con los que no estaba de acuerdo. Tras el intercambio de un par de correctísimos correos, en los que, en honor del propio Menéndez Salmón diré que demostró tener un arte importante para manejar el toro que tenía entre manos y salir airoso de la plaza, se comprometió a mandarme un ejemplar de la edición no venal que se hace el relato ganador en el certamen comentado.
De este modo, al mes o así del comentario en la bitácora de su libro Los caballos azules, apareció en mi buzón un ejemplar de “Gritar” dedicado por el propio autor con un escueto: “Para Antonio, desapasionadamente".
Por supuesto, lo leí al instante y me pareció un muy buen cuento. Me gusta mucho por que subvierte la dinámica habitual de los relatos –y de la vida- en la que se pasa de la normalidad a lo delirante. En este caso el cuento se inicia en un contexto marcadamente extraño y termina por desembocar en la más gris normalidad. Además de una narración que investiga los mecanismos y estructuras tradicionales del cuento, me gustó porque pervierte en cierto modo la dinámica propia de una pareja, ya que comienzan por los gritos para desembocar en el amor, y disecciones de un modo irónico las relaciones de pareja.
Tampoco voy a extenderme demasiado porque, si el propio Menéndez Salmón tiene a bien permitírmelo –y remitirme el documento de Word, qué demonios- intentaré colgar el cuento aquí para que todo lector que ande por estos lares pueda disfrutarlo. Bien lo merece.
Aunque, lo que más me ha sorprendido –o me sorprendió cuando lo leí, y ahora de nuevo cuando he vuelto a leerlo para hacer esta entrada, que he postergado no por pereza, sino porque me parecía que había que dejar correr un poco el agua- es lo diferente que es a los que incluyó el propio autor en su libro. Donde los otros resultaban pretenciosos este es ambicioso, donde los otros eran rimbombantes, algo redichos, este es seco y directo como la hoja de un bisturí. Cualquier lector atento sabrá ya que me alegro mucho de la evolución que parece estar experimentando su autor.
Algunas cosas ha habido, en estos seis meses, que me hayan hecho alegrarme de ponerme manos a la obra con este invento. Toda esta historia de Menéndez Salmón –no sé si me puedo tomar la licencia todavía de llamarlo Ricardo a secas-, y sobre todo el cómo se ha resuelto, es de lo mejor. Y sobre todo el poder decir que espero un futuro libro “apasionadamente”.