31 diciembre 2005

Siempre lleno de vida


A mis amigos
Como si hubierais muerto y os hablara
desde un ser que no fuese apenas mío;
como si sólo fuerais el vacío
de mi propia memoria, y os llorara
con una extraña pena que oscilara
entre un cálido amor y un gran desvío;
como si todo fuera ya ese frío
que deja un libro hermoso que cerrara
sus páginas sin voz; como si hablaros
no fuese como hablar, sino el tormento
de ver que hasta sin mí mi sangre gira.
Sólo puedo engañarme y engañaros,
hacer como que estáis, como que os siento,
cuando el mismo miraros ya es mentira.
Ramón Gaya
Cuando, a finales de año, aparecen los resúmenes de lo más importante que ha sucedido, de las noticias que han sido titulares a lo largo del año, suele aparecer, siempre, un breve resumen de los que se nos han ido, de los que se han marchado al otro barrio, como dice esa expresión tan castiza. La lectura de esas listas nos entristece, porque volvemos a pensar en las horas de alegría que algunos de esos creadores nos han dado, en las obras que disfrutamos y en el pesar que nos supuso su muerte cuando nos enteramos de ella a lo largo del año.
Pero hay veces en que estos reúmenes se convierten en fúnebres noticias, y al leer un nombre nos sobreviene la sorpresa y el desgarro, porque no sabíamos que había muerto. A mí me ha sucedido hoy al leer el suplemento cultural de El País. En el pequeño resumen de Javier Rodríguez Marcos hacía de los que se nos han ido estaba Ramón Gaya. No sabía que había muerto, no recordaba haber tenido noticia de su fallecimiento, y enterarme así, cuando las fechas no nos dejan reparar en nada, y está uno todo el día de cena en café, de turrón en cordero, y nos parece una tarea ardua el dedicar un poco de tiempo a la reflexión, me ha dejado aún más triste.
Lo primero que he hecho ha sido buscar en Internet la fecha de su muerte. Fue el 15 de octubre. ¿Qué hacía uno por esas fechas para no enterarse de algo así? Debieron publicar artículos en los periódicos, debieron de hablar de ello en la radio, en la televisión, alguien debió comentármelo. Pero no lo recuerdo. ¿En qué tenía la cabeza por esas fechas para no darle importancia a algo así si alguien se encargó de hacérmelo saber? Me entristece mucho ver hasta qué punto vive uno en las nubes, y me da algo de miedo que se pueda decir de mí lo que dice Carmen Baroja de su hermano Pío, que no se enteraba de nada de lo que sucedía a su alrededor.
Alguno dirá: si tan importante era esa persona para ti, algún amigo debería haberte dicho algo. Pero la verdad es que no éramos amigos. Yo nunca hablé con Gaya. Estuvimos una vez en la misma sala, en la inauguración de una exposición suya en el Círculo de Bellas Artes, pero no crucé palabra alguna con él. De hecho, en aquel momento casi no le conocía, no había leído ninguno de sus maravillosos libros, que son de lo más puro, de lo más sencillo, de lo más exacto que se ha escrito sobre la pintura y sobre la creación artística en general. Apenas había visto la reproducción de alguno de sus cuadros, por lo que aquella exposición fue mi bautizo en la obra de Gaya.
Luego sí hemos visto más exposiciones. Hemos ido a una galería que está junto a la plaza de París, que es donde él residía en Madrid, hemos ido a la exposición que le dedicaron en el Reina Sofía después de que se hiciera justicia con él y le dieran el premio Velázquez al que es, no ya uno de los mejores pintores españoles del siglo XX, sin seguramente el más cervantino de todos. Incluso viajé una vez a Murcia tan sólo para ver el precioso museo que le dedicaron y que está en una de las plazas más bonitas que he podido ver en mi vida, asomado a la vida de las terrazas de los cafés, perfumado de los naranjos en flor, lleno de luz como Murcia en esa primavera en que la visité.
En Lisboa tenía junto a la cama un cartel de una exposición que hicieron en Alicante. Recuerdo que vi el anuncio de pasada cuando llegué unas navidades a ver a mi madre, que vive en Campello. Y cuando, el lunes siguiente a la navidad, me acerqué a la ciudad para ver la muestra, ya la habían cerrado, y el guarda de la sala de exposiciones, una de la CAM que hay junto a la estación de trenes, buscó por ahí algo para darme, y encontró un cartel precioso en el que se reproducía el dibujo que sobre La Fragua de Vulcano había hecho Gaya en los noventa. Cuando regresé a casa de mi madre lo colgué junto a la cama. Lo colgué en mi casa de Lisboa, ahora está conmigo en mi nueva casa del Rastro.
Más que pena siento rabia, rabia contra esos dichosos arqueos del fin de año en el que se hace recuento de lo que ha sucedido. Para mí ha seguido vivo estos dos meses y medio -seguirá vivo siempre como corresponde a alguien capaz de dar vida con sus pinceles y sus palabras-, y ahora me molesta mucho tener que pensar en él como alguien que no está aquí.
Por eso he decidido tirar por la calle de en medio e ignorar lo que he leído. Voy a aprovechar que esta noche ceno de nuevo en la Alameda de Osuna, en la casa familiar donde me he criado y donde dueme toda mi biblioteca, para coger uno de sus libros, ya sea El sentimiento de la pintura o Velázquez, pájaro solitario, y volver a tenerle vivo entre mis manos. De hecho pienso quedarme así, con la mano abierta, esprando que él llegue a llenarla de vida.


La mano del pintor -su mano viva-
no puede ser ligera o minuciosa,
apresar, perseguir, ni puede ociosa,
dibujar sin razón, ni ser activa,
ni sabia, ni brutal, ni pensativa,
ni artesana, ni loca, ni ambiciosa,
ni puede ser sutil ni artificiosa;
la mano del pintor -la decisiva-
ha de ser una mano que se abstiene
-no muda, ni neutral, ni acobardada-,
una mano, vacante, de testigo,
intensa, temblorosa, que se aviene
a quedar extendida, entrecerrada:
una mano desnuda, de mendigo.
Ramón Gaya, Mano vacante.


30 diciembre 2005

Construir un futuro

Dice el tópico -que, como todos los tópicos, alberga en su interior una mentira flagrante y una verdad incontestable- que uno no debe irse a la tumba sin haber plantado un árbol, escrito un libro y haber tenido un hijo.
Árboles planto yo varios al día. Lo siento por el tono escatológico del asunto, pero desde bien pequeño he tenido el sistema digestivo delicado y necesito ir varias veces al día al baño. Hasta que cumplí los tres años, de hecho, tuve una colitis crónica que provocó mi expulsión en más de un jardín de infancia. "Qué mierda de niño" parece ser que le decían a mi madre cada tarde cuando iba a recogerme.
Lo de escribir un libro ya lo he hecho, e incluso he publicado alguno. Claro que no soy yo el que aparece como autor del mismo, sino una actriz andaluza que pasó de estar sola a pedir que le cuenten, y que se debió de hartar a trabajar para escribir ese libro de recetas andaluzas que yo me ventilé en una semana de investigación internaútica y un fin de semana de redacción alucinada. Si alguien sufre una indigestión por cocinar alguna de esas recetas no me hago responsable.
Y lo de tener un hijo se me parece cada día como algo más necesario. Máxime ahora que, con eso de que el precio de la vivienda está disparado, la gente no tiene para pagar su hipoteca. La solución la han encontrado unos chicos de una caja de ahorros vasca. Se trata de las hipotecas a 50 años. Teniendo en cuenta que, según las últimas estadísticas, la esperanza de vida en España -siento no regirme por la estadística vasca pero la desconozco y, hasta que las cosas cambien, vamos a considerar Euskadi como parte de España- es de 76 años, eso quiere decir que, apenas uno termine la enseñanza obligatoria, y haya decidido si va a hacer el bachillerato de ciencias o letras, debe ir corriendo al banco para firmar su hipoteca. Es la única manera de tenerla pagada para cuando nos vayamos a la tumba. Si en el camino no nos hemos acordado, o no nos hemos podido permitir, pagarnos un seguro de vida -que se encargue de los gastos de funeral y sepultura-, nuestros hijos, por lo que nos hemos deslomado con tal de dejar todas las letras de la hipoteca pagadas, no podrán negarse a pagar un entierro decente para ese hombre que, cuando todavía no se había acostad con mujer alguna, ya tuvo la previsión de dejarle pagada la casa.

29 diciembre 2005

Los correctores

Cuando, en la prehistoria de la impresión, o sea, no hace más de diez años, se imprimía lo que fuese -un periódico, un libro, un libelo, era condición indispensable que pasase por las manos de un corrector ortotipográfico que se encargaba de eliminar los errores que el autor o el cajista habían descuidado o introducido en el texto. Y los libros salían, siempre, con alguna errata, pero era ese error humano, comprensible, que se espera en cualquier trabajo.
Hoy, que la tecnología permite que los propios ordenadores corrijan los textos, que se pueden hacer tantas impresiones como se quiera para corregir antes de dar por buena una versión, ahora que podemos corregir un error casi hasta el último momento antes de que se pongan en marcha las máquinas, salen las publicaciones llenas de erratas. Algunas son comprensibles: una letra bailada, algún olvido. Pero otras son fascinantes: signos ortotipográficos que se han quedado en el camino, como las aperturas de interrogación, por ejemplo, o erratas que sobreviven a las sucesivas ediciones de un libro y al paso de esta a la edición de bolsillo -mira que yo le tengo cariño a sus libros, señor Herralde, pero hay que hacer algo más que coger siempre los mismos fotolitos para las reediciones-, o como el caso de A paso de cangrejo, de Günter Grass, que es una novela de apenas ciento cincuenta páginas con una letra de catorce o dieciséis puntos y que se publicó con unas doce erratas de bulto.
¿Es todo tan efímero que no es necesario corregir los textos? ¿Tan poco importa ya la calidad, el acabado de un mensaje?
Creo que ya lo he dicho todo, a buen entendedor pocas erratas bastan.

La promoción

No hace muchos días, unos doce o así, creo, hablaba en este mismo lugar de las pocas veces en las que vemos reconocido nuestro esfuerzo al hilo de la nominación de unos amigos para el premio al mejor corto de ficción en la edición de los Goya de este año. Ayer viví la que, para mí, es la segunda parte de esta historia.
A eso de las nueve de la noche me llama mi amigo Baringo, co-director de Bota de oro, para pedirme que vaya a echarle una mano con un mailing -podría decir buzoneo, pero nos entenderíamos peor- que van a hacer tanto ellos, Tarrés y él, mis amigos, como Xavi Sala, director de otro de los cortos propuestos para el premio: Hiyab, que es también, desde ayer, amigo. Resulta que la Academia se encarga de hacer llegar un DVD con los quince cortos que pueden ser premiados en cada una de las categorías: ficción, documental y animación pero, con todo el trabajo que tienen los académicos, hay que hacer un poco de promoción para que se animen a ver el corto, para que les suene y demás. Esto es algo que, cuando se trata de una película, se convierte en labor de la productora, que tiene unos departamentos de promoción y difusión dedicados a menesteres de este tipo, pero cuando uno es un cortometrajista que palma 18000 euros de su bolsillo para hacer el corto, esa labor se torna un trabajo más del director y, en este caso, de los amigos que se animan a ensobrar los mil y pico sobres, dirigidos a cada uno de los académicos con voto en la eleccción de los Goya. Eso sí, la labor consiste en recordarles la existencia de la producción, nunca pedir el voto, pero sí dejarse ver -una labor de refinada hipocresía en el caso de las grandes producciones pero de extrema necesidad en el caso de los cortometrajistas.
No se alarmen, no va a ser este comentario una crítica a las pocas ayudas que tienen los realizadores de cortos -tienen más que pintores, músicos o escritores-, ni de la escasa promoción que tiene su trabajo -a ver cuántas canciones, cuadros y novelas se van a la basura sin nadie que les preste atención-, ni tan siquiera de la dudosa capacidad de los académicos para valorar unos trabajos que, por imposibilidad física -no voy a entrar a valorar la intelectual, aunque he visto algunos nombres al poner las pegatinas que para qué...- pueden conocer.
Tampoco a la extraña mecánica seguida en la selección de candidatos que aparta a la que para muchos críticos -ahora salen los especiales estos de "lo mejor de la temporada" en muchos suplementos y puede uno hacer arqueo del año- es la mejor película española de este ejercicio, que se llama El cielo gira. Como no la he visto no voy a entrar a saco, pero a mí todo esto me huele un poco raro.
No, a mí me ha llamado la atención cómo se forja un premio cinematográfico. Porque ayer nos dieron las cinco de la mañana ensobrando postales -que habían impreso los amigos Móntanchez, gracias Oscar y Gero, a ti Charlie no te doy las gracias, te invito a unas cañas como siempre-, con el amigo Fernando -guionista de El último tren-, el amigo Emilio Tomé -que estrena el 23-F una obra nueva, no sé dónde, pero les tendré al tanto- y los amigos Pendasco: Pedro García Mochales y Gonzalo Munilla -que se acercaron después de rodar una de sus últimas chaladuras en la puerta de la sede del PP en Madrid-, en un clima de compadreo muy bonito. Alguno se preguntará por qué doy las gracias yo que no he hecho nada en el corto, y tendrá razón, pero esta entrada del blog servirá, de algún modo, como agradecimiento a los siete samurais que nos reunimos allí ayer. Incluso fuimos a cenar a la una de la madrugada a un chino de los de verdad, en los que éramos los únicos occidentales y te enseñan a pedir los platos por su nombre verdadero.
En fin, esta mañana, mientras yo me quedaba dormido y llegaba tarde al trabajo, tanto Xavi como Poti -que es el mote de Baringo desde que gastaba pantalón corto- se habrán acercado a Correos a enviar los chorrocientos sobres, y la suerta estará ya echada, con su sello correspondiente, claro.
Con un poco de suerte a finales de enero uno de ellos tendrá un Goya en casa. De no ser así prometemos acercarnos en un momento al cruce de Goya con Alcalá, a apenas cien metros de la vivienda de Baringo, a robar el enorme busto de Goya que plantaron allí y repartirlo entre los cortometrajistas españoles.

Boca a boca

Una de las cosas más terribles -y asquerosas, la verdad- del ser humano es su afán gregario. Basta con que alguien marque una ruta para que todos, borreguilmente, le sigan. Si el que lo dice dispone de un lugar de prestigio, un reconocimiento, mejor que mejor. Todavía recuerdo la enorme cantidad de papanatas que seguían a pie juntillas las propuestas que hizo García Márquez en Zacatecas, sin reparar en la ironía que destilaban sus palabras, del mismo modo que muchos, alarmados porque creían que cualquier cosa que el Nobel colombiano dijera iría directamente a los altares, se apresuraraon a escribir textos rebatiendo las propuestas del aracataqueño -aprovecho la aparición del gentilicio para pedir, por favor, que el alcalde de esta ciudad no logre su empeño de cambiarle el nombre a la misma y llamarla Macondo, no porque no puedan o no deban hacerlo, sino por estética, sería demasiado hortera que incluyeran Aracataca, perdón: McOndo, en las rutas turísticas de Colombia.
Hay otra cosa que surgió, creo, de la misma fuente y, como todas las tonterías si vienen de lo alto, no tardó en propagarse. Correveidiles varios -esa gente que, si es alguien, lo es por sus amistades y no por méritos propios- se apresuraraon a poner en práctica su uso y, todavía hoy, lo siguen haciendo. Son, en su mayor parte, cándidos directores de suplementos culturales, presentadores de programas televisivos, columnistas de todo a cien y demás. Se trata de la expresión "boca a oreja". Como cualquier ser humano medianamente enterado sabe, la usan en sustitución del "boca a boca" que, parece ser, no les gusta, no se sabe muy bien si porque no la entienden o porque no han meditado un poco sobre ella, aunque sospecha uno que porque otros la usan, y ya se sabe, esto es como en la juventud, si todos lo hacen, ¿por qué yo no he de hacerlo?
No es necesario ser un académico de la lengua, de hecho basta con ser un hablante competente del español, para darse cuenta de que la expresión "boca a oreja" designa el acto físico de la comunicación, casi diríamos del susurro, y poco más. Evidentemente, para que alguien se comunique, es necesario que diga algo y que el receptor del mensaje escuche, esto es, que haya una comunicación verbal. Es necesari, por tanto, que se usen esas dos partes del cuerpo, de la cabeza, que se indican en la expresión. Pero no va más allá. Cuando estos simpáticos y ocurrentes loros dicen eso del éxito del "boca a oreja" está machacando una expresión muy simple, un verbo: recomendar. Porque, maravillosos usuarios de la lengua, tenemos un verbo que sirve para eso: "Fulano le recomendó un libro a mengano".
Pero la expresión "boca a boca" es mucho más rica e interesante. No en vano muchas veces aparece modificando al verbo correr o ir, y así escuchamos: "corre el boca en boca" o "va de boca en boca", además de aquello de "el boca a boca ha funcionado". Lo que está indicando en este caso es que, además de la comunicación en sí, se está produciendo una propagación de dicha noticia, está divulgándose y llegando a más gente, porque frente al boca a oreja= un acto de comunicación, el boca a boca=muchos actos de comunicación.
Esa es la razón por la que, cuando de lo que se quiere hablar es del éxito de un libro, de un disco, de una película, cuya divulgación se ha producido por las recomedaciones que la gente ha hecho dentro de sus círculos de amistad, familia o trabajo, y no a través de la promoción publicitaria o mediática de la editorial, discográfica, productora o empresa que fuere, es más exacto recurrir al boca a boca.
Claro que, como muchas otras cosas, esto caerá en saco roto, porque no hay más ciego que el que no quiere ver.

28 diciembre 2005

El día de los inocentes

Cuando llega el día de los Inocentes, ese día en el que los jefes de redacción más simpáticos de los periódicos o de la radio -en la radio siempre hacen alguna, son muchos segundos a rellenar de programación-, incluso de la televisión, se dedican a asustarnos, o a ilusionarnos con alguna noticia falsa. También es un día de correos electrónicos extraños que el antivurus deja pasar aunque cuando los abres simulan el ataque de uno de esos programas parásitos que te van a destrozar el ordenador, y cuando ya estás a punto de soltar el cable de la conexión a internet y el enchufe, resulta que no, que era una graciosa broma que te recuerda lo inocente que eres. Y al cabo de unos días te llega un mensaje del mismo tipejo que te hizo llegar el otro preguntándote si estás enfadado, que tampoco era para tomárselo así, hombre. Y uno se lo toma como quiera, digo yo, si uno puede elegir como quiere el café también puede digerir las bromas como le salga del...
Y con todo, no son las inocentadas lo peor del día, a fin de cuentas el hecho de que te las hagan indica que, a pesar de cómo van las cosas, la gente todavía tiene ganas de bromear, de reírse, aunque sea de otros, claro. No, lo peor del 28 de diciembre -o el primero de abril en los países anglosajones- es que uno está todo el día con la mosca detrás de la oreja, y apenas entra uno por la mañana en un bar a tomarse el café vislumbra en la sonrisa irónica del camarero que le van a hacer alguna, y mira con detenimiento el sobre de café antes de abrirlo, y prueba con el corazón en un puño el café. Y así a lo largo de todo el día.
Aunque lo peor no es que a uno le gasten una broma, no, lo peor es cómo tomártelo. Si uno monta en cólera va a ser el borde para toda la vida; si, en cambio, actúa uno de un modo indiferente, como si uno tuviese cientos de trajes en el armario y no le importase que un listo le eche un chorro de tinta, es casi peor, porque entonces uno adquiere fama de estúpido, de altanero, y al año siguiente, si no antes, le van a estar esperando con alguna peor.
Y el día se va deslizando rápido hacia su final, sin saber si hay que sospechar hasta de la madre de uno, o si conviene dejarse mecer por el día, sin darle demasiada importancia a casi nada. Como si fuera un día festivo y pudiera uno irse a tomar el sol en algún banco, ignorando a esa lluvia de palomas -ese montón de graciosos esperando jugársela a uno- y esperando que las palomas le ignoren a uno.

27 diciembre 2005

La solidez de la imaginación

En mi labor docente -suena esto a catedrático de Instituto, pero es la manera más exacta de decirlo- me he dado cuenta de lo confusa que es la idea que la gente tiene de la imaginación, y de lo poco acostumbrados que estamos no ya a usarla, sino tan siquiera a entenderla.
Cuando los alumnos comienzan a mandar textos, en los primeros ejercicios, comprueba uno que suelen ser ejercicios abstractos, en los que predominan las ideas etéreas, las imágenes incorpóreas, la expresión de sentimientos algo presuntuosa y peraltada de los que quieren sonar, desde el principio, como muy cultos. Uno ya sabe que en los test de inteligencia se valora mucho la capacidad de explicar el significado de términos abstractos, y hay preguntas como: Defina levedad. Uno siempre ha pensado que esto es un poco idiota, más que inteligente. Levedad es la cualidad de ser ligero, poco pesado, etéreo.
Por eso, una de las primeras cosas que hay que fomentar en el alumnado -y me refiero a la gente que quiere escribir, por supuesto- es la visibilidad. Que las cosas que cuenten sean visibles, se hagan tangibles, y representen un mundo claro por el que se pueda mover el lector. Por eso les pido que metan objetos, cosas, en sus textos. Me parece mucho más inteligente, como ejercicio de capacidad de reflexión, que alguien me defina silla. Porque con decir "mueble pensado para sentarse" no sería válido. Una silla debe tener un respaldo, de no tenerlo es un taburete, que también sirve para sentarse, y puede prescindir de unos apoyabrazos que la convertirían en una butaca. Y le es indifetente el número de patas sobre las que se sostenga, pero debe ser para una sola persona, si no es un sofá o un banco. Con este tipo de reflexiones se entrena la capacidad de inventar, de crear mundos tangibles en los que el lector va a encontrar vida y no un diccionario de términos filosóficos.
Pero, sobre todo, es importante que los objetos sean visibles, que en seguida aparezcan a los ojos del lector, para que la imaginación funcione. Imaginación no es la capacidad de crear cosas extrañas que nadie imagine -al menos en literatura-, sino construir mundos en los que sucedan historias. Construir significa que se debe usar elementos físicos que sostengan la construcción. La imaginación no es hacer castillos en el aire, sino hacerlos tan sólidos que se pueda caminar por ellos.
Sobre todo porque la imaginación del escritor debe albergar la imaginación del lector. El escritor debe ser como un dios que crea un mundo por el que los lectores pueden deambualar y plasmar visualmente las historias que leen o imaginan.
Sirva como ejemplo un libro canónico: Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo -vale, son dos, pero en la edición que yo tengo forman un solo volumen-, que es, y en eso estaremos todos de acuerdo, un libro sobre la imaginación, entre otras cosas. Pues bien, en ese libro salen seres un tanto extraños, pero todos son visualizables, son concretos, y eso es porque Lewis Carroll puso mucho cuidado en ello. La Liebre de Marzo, el Sombrerero loco, la Reina de corazones, el Gato de Cheshire, todos son objetos imaginables: una liebre, un enano con un enorme sombrero, un gato que desaparece, una reina de naipe que ejerce la tiranía con sus súbditos. No son seres creados de la nada, como los que inventaba Lovecraft -y que aún así tienen siempre semejanzas con seres conocidos para que podamos imaginarlos, ya sean humanoides o babosas-, sino elementos cotidianos, conocidos por todos, sacados de su contexto, y de ese extrañamiento surge lo fascinante de la invención.
En eso consiste la imaginación, en usar elementos reales en contextos nuevos, usar elementos que todos conocemos en entornos que todos conocemos, pero que no relacionamos entre sí normalmente.
La imaginación no es etérea ni abstracta, es sólida, terriblemente sólida, y por eso hay que cimentarla.

26 diciembre 2005

Las felicitaciones

Cuando yo era más pequeño -porque con los años no he conseguido despegarme mucho del suelo, la verdad- hacíamos concursos de christmas en el colegio. Apenas habíamos vuelto de ese prólogo invernal que es el puente de la Constitución y nos lanzábamos a emborronar folios doblados por la mitad con las imágenes más variadas, pero, siempre, una misma temática: la Navidad. Cada año uno de los alumnos de la clase era el vencedor del premio al mejor christmas. El jurado, que solía estar compuesto por las tres profesoras de cada curso -en mi colegio fuimos siempre tres clases, desde párvulos, entonces se decía párvulos y no preescolar, hasta octavo: el A, el B y el C- junto con el director o el jefe de estudios del centro, se paseaba por las distintas clases, en cuyas paredes grapábamos nuestras pequeñas obras de arte haciendo gala de un horror vacui que todavía hoy me aterra. Elegía uno de cada grupo como el mejor del año. Sus decisiones eran, al menos para nosotros, pobres niños, icomprensibles. Mi amigo Rodri, que desde bien renacuajo era un hacha con el dibujo, y ha terminado licenciándose en Bellas Artes y ganando premios de pintura, dibujo y grabado, nunca se llevó el premio, jamás, en los nueve años que estuvo allí. Y yo, que siempre he recibido las más crueles burlas por mi capacidad de hacer monigotes jugando al Pictionary, gané en 1º de EGB el premio al mejor christmas. Me dieron una caja de rotuladores Carioca de seis colores como premio, mucho más práctica que la de 36 que me regaló mi abuela y que me costaba horrores utilizar por mi daltonismo. Mi imagen, mi premiada imagen, qué demonios, consistía en cuatro figuras, vagamente caracterizadas como los tres Reyes magos y Papá Noel, dándose la mano. Ahora me da por pensar que los profesores debieron premiar mi capacidad de integración de culturas, mi oda a la amistad, o sencillamente la calidad conceptual de unos monigotes que no habrían llamado la atención en mitad de una exposición de Saura.
También recuerdo la enorme cantidad de felicitaciones que se agolpaban en mi casa. O las que se amontonaban en la mesa de entrada de la oficina de mi padre -que me resultaban siempre muy curiosas: felicitaciones de marcas de carburantes, de fabricantes de vehículos pesados, de neumáticos, de mayoristas de viajes, los mismos que se promocionaban en muchas de las carteras que gasté en mi infancia. E incluso unas cartas que llegaban todos los inviernos, con unos cuantos christmas y un calendario hecho por pintores minusválidos, que te enviaban a casa con la intención de que les hicieras un ingreso desde un banco a una cuenta que te indicaban. Hasta las felicitaciones con tarjetas de Unicef que te vendían en el banco. Y luego, a medida que pasaba la Navidad iban llegando varias cartas con felicitaciones iguales o muy parecidas a las que habías rellenado el fin de semana anterior a las fiestas -aunque yo rellenaba pocas porque mi letra era un infierno, lo decían los profesores, mi familia y demás, y la de mi hermana era clara como el agua de un arroyo- y que se amontonaban a la entrada de casa. Y allí se juntaban la familia, sobre todo la que no veíamos nunca pero con los que nos cruzábamos felicitaciones cada año; los amigos del último campamento, que no escribían desde hacía un par de meses y que con el christmas daban por cerrado el intercambio de correspondencia; y la familia verdaderamente cercana que disfrutaba encontrándose su tarjeta cuando venían a comer un poco de turrón.
Ahora no me llega ninguna de esas tarjetas. La gente dice que la tecnología ha arruinado a la Kodak, pero yo creo que los que peor lo están pasando son los niños de Unicef. Este año he recibido algunas llamadas, algunos mensajes de móviles -aprovecho para felicitar al que se le ocurrió el mensaje del miembro viril o la memoria a elegir y el posible olvido de la felicitación, el que lo ha léido lo reconoce ya seguro, porque me han llegado varios- y algunos correos electrónicos muy simpáticos. Me quedo, en el número 1, con el de Hipólito G. Navarro, y la sorprendente noticia de que su relación con las bañeras sigue lozana -lean El pez volador-, que me desea buenos percances -y con que sean igual de buenos que sus libros a mí me basta-, el de Libros del Ateriode -por recordarme las mil y una horas que pasé con mis clicks de Famobil- y el de Lengua de Trapo, por la idea de aparecer el personal como Matrioschkas, aunque sean papanoelinas y la sorpresa de ver que Pote es ya el único hombre de la editorial -¿donde están Xavi y Cuqui?.
En fin, y, para terminar, me gustaría que la entrada de hoy sirviera como felicitación para todos. Ya me he puesto tierno, leñe, y luego la gente me lo recrimina.

23 diciembre 2005

Consejos económicos

Definir lo que es un cuento, o cómo se debe escribir uno, las condiciones que debe cumplir un buen relato y demás, es una de las aficiones más extendidas entre los escritores que se acercan a ese género. No deja de ser curiosa esa afición caracterizadora del cuentista. No se imagina uno a un poeta dedicando horas a pensar qué es la poesía, qué es lo que la diferencia del ensayo o de la novela, y tampoco es frecuente ver a novelistas partiendo pelos en tres a la hora de hablar sobre su oficio. Pero el cuestista sí lo hace, y buena muestra de ellos son los numerosos decálogos y dodecálogos y de la cantidad que cada uno quiera que puedes encontrar uno a poco que busque, y las reflexiones sobre la esencia del género. El cuentista es un tipo de escritor entregado a la reflexión sobre su labor, cosa que, ya de por sí, lo convierte en único dentro de la ya de por sí rara profesión de narrador.

Pero yo creo que, ante todo, el cuentista reflexiona tanto sobre su material de trabajo porque es un tipo económico. Un buen cuentista gasta poco. Gasta poco en palabras, por ejemplo, y gasta poco tiempo del lector. Quiere decir mucho en pocas palabras, y se ve que en eso es como las madres de las familias numerosas, haciendo siempre cuentas para llegar a fin de mes y poder solventar la enorme cantidad de gastos que tienen en casa. Por eso un pantalón pasa de mano en mano hasta que ya no sirve como pantalón y se convierte en trapos. Con el cuentista pasa un poco lo mismo, está más horas pensando como montarse una historia gastando lo mínimo, y tanto medita y tanto reflexiona que al final se le queda la manía y quiere inventar un método para ahorrar más. Enl cuentista se parece un poco a esos calendarios de antes, en los que cada día era una hoja, y a la vuelta te ofrecían historias, consejos y demás. Siente, por un raro sentido de hermandad, que debe ofrecer a la gente la fórmula que a él le ha dado la felicidad. Porque el cuenstista es generoso, y no quiere ghastar más tiempo del necesario en la vida del lector, y tampoco le gusta demasiado que los compañeros gasten tiempo pudiendo seguir sus consejos.

21 diciembre 2005

Vivir con lo puesto

Ya hice una anotación en esta bitácora al respecto del estreno de mi nueva casa. Un nuevo alquiler, una nueva vida. Como todo joven de mi generación he estado siempre escuchando los dos mensajes contradictorios enviados desde las dos referencias que todo ser humano tiene:
Los amigos, sobre todo los que hicieron la maleta pronto y se largaron a compartir piso, y por tanto alquiler -que es algo en lo que muchos siguen, con todas las ventajas sociales e incomodidades íntimas que eso suscita- siempre le han alentado a uno a firmar un contrato de alquiler.
-Total, mañana te has muerto y de que te sirve la casa. Además, es estar pagando toda la vida por una casa donde Cristo perdió el gorro. Píllate un alquiler en el centro, que eso es vida.
Por otro lado está la familia, esa gente que siempre mira lo mejor para ti, y para tus hijos, aunque no tengas ni tan siquiera novia y seas el primero que proponga acercarse a una farmacia de guardia para estar más seguros -que sí, reina, que no tienes ni idea de con cuántas he estado, mejor que nos acerquemos a una que esté de guardia camino de tu casa-, te recomiendan que te hipoteques.
-Que un alquiler es tirar el dinero, hijo, cuando te quieres dar cuenta has tirado unos millones para nada. Y así, si las cosas vienen mal dadas, siempre puedes vender y coméis todos.
-¿Qué todos, mamá? Si yo, salvo sorpresa, soy uno solo.
-Ay, hijo, tú ya me entiendes.
Pues eso, que hace poco que uno decidió hacer caso de las sirenas y olvidarse un poco de Penélope e Ítaca y alquilar un pisito. Uno céntrico, de esos de soltero, en los que poder estar tranquilo y encontrar a un minuto de paseo la intranquilidad de los fines de semana.

Cuál no será mi sorpresa cuando me cayó en las manos, gracias a Luis Miguel Solano de Libros del Ateroide, una novela excitante y curiosa, llamada Los inquilinos de Moonbloom y que dejó escrita su autor Edward Lewis Wallant poco antes de morir. La novela es fantástica, y no voy a destriparla como hizo Isabel Gómez Melenchón en el suplemento cultural de La Vanguardia -gracias, Isabel, el lector que la había iniciado, los lectores a los que les interesan las tramas y el propio editor, al que supongo que no le debe haber hecho mucha gracia, te dan las gracias-, tan sólo recomendarles que la lean y la disfruten, merece la pena. Tal vez estemos contemplando el renacer de uno de los autores que se vieron ensombrecidos por el éxito masivo de autores como Salinger, y quién sabe si veremos a otros autores, como Malamud, renacer también de sus cenizas. Si para ello es necesario que medie Dave Eggers, al que los medios de comunicación ahora definen como agitador cultural -¿puede la cultura no ser agitadora?- como ha sucedido con Lewis Wallanat, que así sea.
Pues bien, apenas abro el libro me encuentro con un prólogo de Rodrigo Fresán, que se está convirtiendo en el prologuista por excelencia de los autores estadounidenses del siglo pasado, -y si alguien lo duda ahí está la biblioteca Cheever para demostrarlo, con sus buenos, muy buenos, prólogos- y me encuentro con una maravilla que no puedo sino reproducir aquí. El copyright es de Fresán, pero supongo que, como realmente esto es promoción, tanto él como el editor me dejarán copiarlo:
Para empezar, podemos pensar que nuestras existencias —el piso o el apartamento de nuestras vidas— no son de nuestra propiedad sino que son rentadas: que firmamos un contrato de alquiler el día que nacemos y que el día de nuestra muerte nos mudamos lejos, más allá. Las diferencias de nuestras estadías –sean éstas confortables como penthouse o cercanas al under de los okupas— no alcanzan para esconder lo inevitable: estamos aquí de paso, tarde o temprano tendremos que devolver la llave de la buhardilla o del palacio y, cuando nos vayamos, otros no demorarán en ocupar los metros cuadrados que alguna vez sentimos propios e intransferibles. Para continuar, podemos teorizar que esta cualidad inmobiliaria del ciclo vital ya se hace evidente desde el principio de los tiempos: los inquilinos Adán y Eva rompen las reglas del convenio establecido y son expulsados del Paraíso por un arrendador indignado ante semejante afrenta contra su propiedad. Y lo peor de todo: no les devuelve los meses del depósito.
Una idea originalísima, y muy acertada, que me ha dejado algo tocado y dubitativo. Cuando ahora abro la mesa-cajón que tengo junto al sofá, donde está metida mi copia del contrato de alquiler, me da la sensación de que eso es lo más parecido a una justificación para estar en este mundo. Y me deja perplejo.
Si un buen libro debe cambiar tu visión del mundo, este es doblemente bueno, porque además del descubrimiento de un escritor, ha sido el germen de un muy buen prólogo.


20 diciembre 2005

Democracia cultural

Recién leído en un rotativo digital -qué bonito es esto de mezclar siglos en un solo sintagma-: Hoy han nombrado a seis nuevos miembros del patronato del Reina Sofía, el Museo Nacional, Centro de Arte o lo que sea, que se suman a los ya ejercientes para, supongo, velar por el buen funcionamiento de la entidad. Entre los nuevos miembros están un ex-ministro socialista, Carlos Solchaga, que fue ministro de Economía si mal no recuerdo, pero al que no se le conoce ensayo o artículo alguno que nos haga pensar en su valía dentro de una institución que se pretende cultural, y el ex-secretario de Cultura Miguel Ángel Cortés -no sabemos qué mangoneos ejerce este hombre, pero fue capaz de sobrevivir a su destitución como Secretario de Estado de Cultura y puenteó al Cervantes con su Sociedad para la promoción Cultural de España, y ahora, con un gobierno de evidente talante contrario, sigue sumando cargos y, suponemos, emonumentos o prebendas. Resumiendo, que todos los españoles vamos a tener que hacernos cargo de nuevos gastos ya sea en sueldos o en dietas para estos hombres que ejercen una labor fundamental para el discurrir de la vida del ciudadano medio español.

¿Por qué las instituciones que deben velar y promover la cultura española son pasto de ajustes de cuentas y de pagos de favores?, ¿por qué no se nombran comités y cargos independientes que realicen su fución como buenos profesionales?, y, rizando ya el rizo, ¿por qué se destituyó a Juan Manuel Bonet, posiblemente el mejor director de la institución de la reina -porque uno ya no sabe si eso es un museo, un centro de arte, una biblioteca, un teatro, una librería pija o un restaurante más pijo aún- para colocar a alguien tan eficiente como la ministra, o sea: nada, vamos a dejarnos de ironías de una vez, y que tarda casi tres meses en darse cuenta de que una gotera que sale de su despacho se está cepillando un cuadro?
Hace treinta años que murió Franco y esto se convirtió en un régimen democrático, todos los días se encargan de recordárnoslo. Pero, ¿cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que los políticos tengan presente que el ejercicio de su función debe ser democrático? Van ya treinta años de gobiernos y no ha habido un solo ministros de cultura con un mínimo conocimiento del significado de la palabra -lo siento, señor Semprún, pero se le notó poco-, ¿por qué no quitar ese ministerio y dedicar un poco más de empeño en que la gente tenga una formación, disfrute de una educación como está mandado, y así veremos como la cultura va mucho mejor que de este modo? ¿Hasta cuando van a tener que pagar los ciudadanos obras de arte faraónicas cuando muchos no entienden tan siquiera un texto sencillo tras haberlo leído un par de veces?
Vaya mi enhorabuena a los recién nombrados, espero que tengan un poco de vergüenza y renuncien pronto a sus cargos.

19 diciembre 2005

Un buen libro es difícil de encontrar


Acabo de darme una vuelta por los centros comerciales del centro de Madrid, es una de las pocas ventajas de trabajar y vivir tan cerca del centro, puede uno vivir su consumismo inducido con libertad y en cualquier hueco que propicie la agenda diaria, y, como hago siempre, he perdido mucho más tiempo en mirar libros que camisas. A veces miro las camisas de los libros, pero eso sólo sucede cuando la edición es lujosa, y no está el panorama editorial para muchas alegrías.
Me ha sorpendido ver cómo a veces la buena crítica funciona. Como ha sucedido con Flannery O'Connor. Flannery es una autora de continua vigencia como narradora y de referencia insoslayable -perdón por este adjetivo a lo Armas Marcelo- en el ámbito de la reflexión sobre la creación literaria. Por eso ha sido una autora de éxito reducido, de boca a boca -escaso, limitado pero efectivo- que hasta ahora había sobrevivido a base de las ediciones que en los sesenta hiciera Lumen -Esther Tusquets, hablando en plata- de un par de libros de cuentos y una novela. Pero a finales de los noventa comenzó la republicación de su obra, que había estado silenciada por prejuicios estúpidos de una progresía mal entendida. A fin de cuentas, O'Connor -o, mejor dicho, Flannery como la denomina todo lector medianamente asiduo de su obra, con esa familiaridad que se reserva a la gente a la que franqueamos nuestra intimidad-, ha pasado un calvario de ostracismo por ser religiosa y creer en Dios a lo largo de los cincuenta y los sesenta en los Estados Unidos. En la vida cultural española, ya se sabe, las cosas son así. Flannery está mal vista por su catolicismo, pero otros, se lían la manta a la cabeza y se van de España porque huyen del régimen, largándose a vivir a Marruecos bajo la chilaba de un déspota cruelísimo que, con el tiempo, engendró a otro leviathan -Mohammed VI-, sin decir ni mu al respecto, y aprovechándose de las condiciones sociales y económicas de un país en vías de desarrollo -ese eufemismo para no decir país pobre, pobrísimo, donde el rey vive como tal mientras sus súbditos se comen las piedras- para llevar una vida desahogada, y no sólo en lo económico, sino en lo sexual, porque allí no está tan perseguido el amigo extranjero con deseos y la billetera llena. Pero esos son intelectuales y librepensadores, a los que, por cierto, no les tiembla la mano a la hora de censurar a quien no comulga con sus ideas.
Pues bien, afortunadamente, Flannery O'Connor ha ido siendo editada en colecciones como la de Clásicos Universales de Cátedra, con su Sangre sabia (Wise blood) -que tiene entre las manos en la foto que acompaña a este texto-, o en la excelente edición que una editorial, de ideario católico, sí, pero con excelente criterio, de Encuentro, llamada El negro artificial y otros escritos, o la más reciente de Sígueme, de su correspondencia, la devolvieron a la actualidad y a los estantes de las librerías, que es donde debe estar un autor, cerca de los lectores.
Por eso creo que estaba el terreno preparado para cuando, este año, la gente de Lumen se decidió a recuperar y actualizar esas traducciones que tenían y editaron un volumen único, los Cuentos completos de Flannery O'Connor, que, para sorpresa de todos, sobre todo de los editores y mía, he visto hoy que ha llegado ya a una segunda edición y que está destacada en las mesas de novedades. La verdad sea dicha -no me voy a dedicar a dar palos siempre a los compañeros y aún así amigos de los suplementos- la edición apareció reseñada en todos los suplementos, en algunos, como el Bobelia, fue libro de la semana, y siempre con muy buena crítica.
Así que sí, a veces la crítica funciona bien, y sirve para llevar un gran libro -con una portada horrible, lo siento, si no lo digo me pudro por dentro, pero la niña esa pidiendo silencio es una portada horrorosa- a muchos lectores. Para cualquiera que haya aprendido tanto de Flannery como lo ha hecho uno es agradable saber que la gente puede disfrutar de esta rara joya que son sus cuentos, extraños y fascinantes al mismo tiempo, horrorosos y subyugadores, preciosos en su extravagancia como esos pavos reales que ella criaba en su finca, Andalusia, como único entretenimiento de una mujer que sabía que moriría joven.

Los regalitos de la Navidad

Cuando llegan estas fechas en las revistas, los suplementos de los periódicos y demás medios de comunicación impresa se sucede ese engendro de variado grosor -aunque siempre de un grosor mucho más evidente que en cualquier número del año, a veces es hasta un número extra que se acompaña con el habitual- que se llama, indefectiblemente, Extra Navidad. Suele llevar el subtítulo de Regalos para todos, o algo por el estilo.
Y la verdad es que es uno de los títulos más honestos que se pueden poner, porque uno, que algo conoce el mundo de la prensa, puede afirmar, y afirma, que esos números se hacen para colmar de regalos a los redactores, directores, comcerciales y demás trabajadores de los citados medios, que se ahorran unas monedillas en bienes y regalos para las navidades.

Yo tuve una novia, una loca o una arrojada, cualquiera de los dos adjetivos podía calificar su patología, que trabajaba en un suplemento dominical de amplio aspecto. Sus familiares y yo mismo recibíamos unas pocholadas maravillosas por Navidad. Su madre tenía los mejores utensilios de cocina que uno pueda imaginar, su padre se deleitaba con unos vinitos del diez, su hermano tenía las últimas chorradas tecnológicas y a mí me caían unas ediciones ilustradas monísimas, que en algunos casos siguen siendo la envidia de las chicas que tienen un pequeño rastro de cultivadas y pasan por casa a tomar un café.
Por eso, cada vez que veo que se acercan estas fechas y en los periódicos, las revistas y toda publicación medianamente seria, aparecen esos especiales de Navidades, llenos de originales ideas para regalar, me reconforta saber que tanta gente recibirá sus regalos estas navidades.

15 diciembre 2005

El reconocimiento




Me acaban de llamar unos amigos que han tenido la suerte de ver su trabajo reconocido. No es muy frecuente y ya sólo por ello sería motivo de celebración. Imaginarlo: Un amigo os llama y os dice, Antonio, mi jefe ha entrado en nuestra habitación, donde estamos todos los de contabilidad, y me ha dicho que mis balances son muy buenos, que conmigo las cuentas son más claras y que soy muy eficiente. Inimaginable.
Los premios que se otorgan en las disciplinas artísticas hacen un poco esa labor. A mis amigos les han nominado por un cortometraje, el primero que hacen, que se llama Bota de oro, al premio al mejor cortometraje de los Goya de este año. Ya se han llevado varios premios dentro del circuito de certámenes, pero este es como lo más. Y están que no se lo creen. Y por eso nos vamos a ir a celebrarlo esta noche.
Esta anotación la hago porque me alegro mucho de que mis amigos, que se lo merecen, vean reconocida su labor. Pero, sobre todo, porque me parece que la historia que cuentan en importante, y porque lo han hecho de una forma sincera. Hablan de la amistad, por encima de todo condicionante, y lo hacen sin trucos, con una historia clara, sencilla, directa. Y eso es lo más extraño de todo, porque a la gente le tiran más los efectos, las historias barrocas, pero la de ellos es muy clara, la puede entender cualquiera, y está hecha con el barro de la tierra, con la materia que pueden usar todos. Desde que lo hicieron les he dicho que es un corto que, a cualquiera que le guste contar historias, le gustaría, porque es una carta de póker abierto, donde se ven todas las cartas, y donde uno gana porque ha sabido aprovechar las manos en las que llevaba algo.
Es un gran corto, espero que se lleve algo en esa gala de los Goya, pero, sobre todo, espero que todo el que pueda lo vea para disfrutarlo.

Na beira da minha rua

Se ha visto uno obligado, en varias ocasiones a lo largo de su vida, y por razones que ahora no vienen al caso, obligado a confesar su nacionalidad, y siempre ha salido uno por la tangente reconociéndose ibérico, como el buen jamón, y se ha quedado uno tan contento viendo la cara de no entender nada que ponía el interlocutor de cada momento. Pero es la verdad. Mi familia materna es de un pueblo que prosperó mientras fue cabeza de partido de la frontera, Valencia de Alcántara, fue acabarse eso de las fronteras y venirse el pueblo abajo, todo uno. Y mi apellido, Morato, es bastante común en Portugal, así que supongo que, de algún modo, algo de portugués lleva uno en la sangre. Alguno pensará que son ganas de darse lustre, pero es de las pocas veces que puede uno apuntar con la nariz al cielo y mostrar lo poco de aristócrata –de portugués para los que no saben leer entre líneas- que tiene uno. Cuando en 1999, antes de que acabara el siglo, para poder presumir más tarde de que uno vivió en Portugal el siglo pasado, me marché a pasar un año a Lisboa, no había estado nunca allí. Tenía un pequeño bagaje de lecturas: Pessoa, Saramago, Camões, Lobo Antunes y algún que otro despistado que se dejó caer en mis manos, y la necesidad casi compulsiva de vivir lejos de mi entorno y tener la sensación de que podía tirar hacia delante. Me fue maravillosamente, a veces me pregunto –y muchos amigos me preguntan- por qué volví. Y la verdad es que uno no sabe qué contestar, porque tiene la sensación de que, en algún momento, volverá uno a poner casa por allí. Lo que sí he podido constatar es que la mayoría de los españoles que van a Portugal vuelven con mejor sabor de boca del que esperaban antes de partir. Porque Portugal es un país de gente noble, más noble que nosotros, y les vemos con la condescendencia y cariño con que ve un nuevo rico a esos nobles que, aunque venidos a menos, saben conservar sus maneras, su aire generoso y su clase. Algunos, es verdad, no hablan bien de las tierras lusas después de haberlas visitado, pero eso es porque son envidiosos, son de ese tipo de nuevo rico que envidia todo lo que sabe que no podrá comprar, y se dedica por eso a señalar todas esas cosas que no son culpa del otro, sino una consecuencia de su circunstancia. Hay algo que se olvida muy a menudo cuando se revisan las relaciones entre españoles y portugueses, y es que ese imperio lozano que nos permitió forjar nuestra hoy cada vez más traída hispanidad, se debe a que seguimos a pie juntillas a los marineros portugueses en sus expediciones, y que nos aprovechamos de su experiencia. De todos modos, todos esos son detalles intrascendentes, política de salón. Lo que a mí me convence de que uno tiene sangre portuguesa corriéndole por las venas es que no consigo entender ese aire de continua alegría obligada que parece que un español debe tener, y a que siento una terrible nostalgia de cosas que no me han sucedido ni me llegaran tan siquiera a suceder. Y a que me basta llegar a Lisboa para sentirme en casa, tanto o más que en Madrid.

14 diciembre 2005

La compañía de los solitarios

Andaba el otro día quejándome -que es una de las cosas que, como todo ser humano que se precie de serlo, mejor se me dan- de que no recibía cartas en el buzón y que eso me ponía muy triste. Alguno debió entender, con perspicacia, que lo que este blog venía a ser era, de algún modo, lanzar botellas al mar con el objeto de esparar que alguien las encuentre y me mande un par de línas que anestesien un poco la soledad. Por eso hoy me he llevado la alegría de encontrarme con que la gente no sólo lee mis mensajes embotellados sino que tiene el detalle de devolverme esas botellas llenas de embriagador y maravilloso jugo de la compañía. Nietzsche comenzaba una de sus cartas con un genial "Nosotros, los solitarios", creo que, como todos los grandes que han paseado por este mundo -aunque fuera enajenados como el propio Nietzsche- no hacía sino anticiparse, predecir la existencia de las bitácoras, que son un tipo de diario curioso y algo desesperado, pero que no dejan de ser muy atractivas por lo que suponen y prometen. Uno, que ha leído muchos diarios de grandes escritores porque le gustan y los disfruta, y al que le habría gustado haber leído el diario de muchas grandes mujeres -me gusta la ambigüedad del adjetivo-, sabe que son textos de almas que sufren en soledad y que ansían alguien que les comprenda alguien, aunque sea en la posteridad. En un mundo como en el que hoy vivimos, cada vez más plagado de sucedáneos que intentan colarlos como si fueran vida, raro es el que no tiene una necesidad casi compulsiva de comunicarse. Por eso abre la gente las puertas de su casa a través de las bitacóras, y por eso le llena a un de alegría que alguien que pase por delante de la casa de uno no se conforme con echar un vistazo, sino que entre, y le diga a uno lo bonito que está su jardín, o lo bien que lo pasó el otro día cuando estuvo echándose un cafecito con un par de amigos. Es una enorme alegría saber que alguien va a venir a aporrearle la puerta a uno en lo más crudo del crudo invierno, vayan desde aquí mis gracias a quien lo ha hecho. Esa persona es la que da nombre a esta entrada, nombre que, por cierto, le he cogido prestado a Juan Bonilla, un estupendo escritor que también está solo y que, como todo buen solitario, odia y ama a su soledad al mismo tiempo.

12 diciembre 2005

¿Para qué sirve Internet?

He bajado al bar de enfrente de la oficina para echarme un café al cuerpo y he estado echando un ojo al periódico al que están suscritos en esa santa casa -y digo santa porque como ya hay confianza me fían si es necesario- que no es otro que El Mundo.
Como hago siempre me he dirigido a las páginas de Cultura que son las que me interesan y me he encontrado con un texto sobre la edición del cómic de David Mazzuchelli "La ciudad de cristal", basado en la novela homónima de Paul Auster.
El artículo, no voy a citar el nombre del periodista para no darle publicidad inmerecida, es un desastre. Gasta mucho tiempo en decidir si es o no una novela gráfica, que es algo que preocupará a un estudioso del género, aunque ese estudioso sabrá que eso de la graphic novel es un invento de un editor yanqui y del dibujante Will Eisner para colocar lo que en Europa, donde siempre ha habido mayor cultivo del cómic dirigido a adultos, se llama álbum.
Luego obvia el hecho de que este cómic, -o tebeo, qué narices- ya se publicó en España. Lo hizo la gente de La Cúpula, en el sello Brut Comix, y lo hizo a un precio mucho más económico, en tres entregas de unos dos euros cada una. No sé si la traducción es mejor o peor en esta edición -aún recuerdo que la edición en un solo volumen de Watchmen estaba mucho peor traducida que la original en doce comic-books de Zinco-, pero sí sé que es la edición británica, de Faber & Faber con prólogo de Art Spiegelman que también tengo en casa. O sea, que novedad, lo que se dice novedad, poca.
Pero lo mejor es que resulta que al inicio del artículo habla mucho de Paul Auster, pero poco o nada de Mazzuchelli. Y cuando lo hace nos enteramos de que, gracias a esta obra es hoy quien es dentro del panorama editorial estadounidense.

Pero resulta que no, que el señor Mazzuchelli lleva publicando cómics desde los años ochenta. Que desde el principio todo el mundo habló de él como heredero de la síntesis de Gene Colan, y de su proximidad a la línea clara franco-belga, algo muy extraño dentro de la profesión yanqui.
Y que tan prestigioso era que el guionista y dibujante más prestigioso del cómic norteamericano, el hoy ya famosísimo Frank Miller -léanlo antes de ir a ver Sim City y sabrán porque es grande-, le eligió a él para plasmar en imágenes dos de los cómics fundamentales del género, publicados en su día dentro de las series habituales de los personajes protagonistas -Daredevil y Batman- y luego reeditados como álbumes únicos e imprescindibles: Daredevil: Born Again y Batman: Año uno. Los dos los puede comprar en cualquier librería de cómics especializada.
Pero para saber esto no es necesario ser un fanático del tebeo, ni tan siquiera un aficionado ocasional como es uno, basta con buscar en Internet.
Por eso, teniendo en cuenta que este hombre ha escrito un artículo para el que, casi seguro, no ha leído el tebeo en cuestión, sino tan sólo el dossier de prensa de Anagrama -y esto habría que verlo-, uno se plantea si es tan difícil ponerle a este chico un ordenador con conexión a Internet en su periódico, y por qué no han hecho otro tanto en Anagrama a la hora de hacer la campaña de prensa con el responsable.
Tras decir esto es posible que me hagan llegar un ejemplar con su dossier y que uno se encuentre conque todo lo que yo he dicho está incluido en dicho dossier. Entonces me meteré la lengua en el culo, pero hoy nadie me quita la alegría de poder decir que hay mucha chapuza en el mundo de la comunicación.

Una mirada prodigiosa

El otro día mi compañero del trabajo me sorprendió trayendo a la oficina un libro que encontró en una librería de viejo barcelonesa. Se trata de la segunda edición del libro Madrid de Juan Antonio Cabezas. Es, para el que no lo conozca, un libro que editó Destino en 1954 dentro de la colección Guías de España, y que es una descripción de Madrid, de sus costumbres y gentes, que se ha convertido en un libro casi mítico porque las fotografías que ilustran el texto son de Francisco Català-Roca. Lamentaba mi amigo, no sin razón, que se notaba que las fotos eran una maravilla, pero que la mala reproducción de las mismas evidenciaba la calidad del trabajo del fotógrafo y los escasos medios materiales de la edición española de aquellos años.
Le prometí traer a la oficina al día siguiente una joyita: el catálogo de la exposición que Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello comisariaron en el Centro de Arte Reina Sofía hace un par de años, y que se llamó Català-Roca Barcelona/ Madrid. Años cincuenta. Recogía una amplia selección de las fotografías hechas para el libro mencionado y para otro llamado Barcelona que publicó la editorial Barna en el mismo año 1954. Pues bien, esa misma tarde, al llegar a casa y buscar el volumen, que no había hojeado desde dicha exposición, me dediqué a perder la tarde - y fueron casi tres horas- a ver una fotografía detrás de otra, porque me encontré con que estaba totalmente emocionado al presenciar esas fotos. Estaban reproducidas magníficamente, y los textos de Vila-Matas y Trapiello, sobre la Barcelona y el Madrid -respectivamente- de Català-Roca eran mejor que buenos, y tenía uno una alegría como tonta de estar en este mundo con ese libro entre las manos.

Se ha hablado ya mucho del Síndrome de Stendhal al hilo de esos momentos en que uno llega a sentirse mal, verdaderamente enfermo, ante la contemplación de la belleza, que no es sino celebración de la vida, de esa vida que se nos aparece de pronto al doblar una esquina y nos arrebata de la muerte cotidiana en la que nos hundimos. Yo aquella tarde me sentí muy vivo, enormemente vivo, y por eso al día siguiente le traje el libro a mi compañero para que los disfrutara.
No sé porque esos momentos de comunión con un libro, con una imagen, los tiene uno a solas, parece que la presencia de la gente nos incomoda, como cuando va uno al cine y le sorprende una escena emotiva que le lleva a las lágrimas -porque, como Cortázar tiene uno un gusto pésimo con esto del arte y lloraría en el cine como una magdalena de no ser porque se contiene, que en público no se llora, ni se mea, ni se pierden los papeles.
Pues bien, hoy he reencontrado el libro debajo de una pila de ellos en la mesa supletoria de mi mesa de trabajo, donde los libros parecen desaparecer durante meses tras haber despertado el más vivo de los intereses, y he vuelto a hojearlo. Y he vuelto a emocionarme. Estaba a solas, claro.
Por eso me he animado a registrar este sentimiento antes de que vuelva a irse volando. Porque no creo que ya me separe mucho de ese catálogo, y porque tengo la sensación de que, cada vez que me sienta un poco solo, podré echar un ojo a sus reproducciones y sentirme un poco más viv gracias a Català-Roca.

09 diciembre 2005

Las sorpresas del correo

Una de las cosas más maravillosas que se puede encontrar uno al abrir el buzón es el sobre de un amigo. Normalmente el buzón está lleno de propaganda, de facturas y a veces hasta de la porquería que echan los niños de los vecinos. Por eso es maravilloso encontrarse con la carta de un amigo, uno de los de verdad, que guarda algo de su tiempo para escribir en un papel unas líneas, acompañarlas con alguna foto o un compacto -la era digital tiene estas cosas- e ir a un buzón a echar la carta.
Hoy no, hoy con un SMS o un e-mail tiene que tener uno suficiente.
Pero no puedo evitar volverme loco de alegría cada vez que llega una de esas cartas. Normalmente suelen ser de amigos que, como seres humanos, son algo esquinados. Y no tienen teléfono móvil, y las más de las veces echan pestes de los ordenadores, y no les convences de lo maravillosa que es la tecnología ni cuando han bajado la guardia con algunas cervezas.
Es maravilloso encontrarse con gente así de vez en cuando, y una manera de encontrarlos es que te llegue una carta suya al buzón.
La pena es que, últimamente, cada vez me llegan menos cartas de esas, qué se le va a hacer, y que si escribo todo esto no es porque me haya llegado alguna, sino porque hace mucho que no llegan y me he puesto algo triste al pensar en ellas.

07 diciembre 2005

Viajar es maravilloso

Tampoco puedo hablar demasiado porque no lo he vivido, pero me gustaría saber qué hacía la gente antes de que existieran las mayoristas de viaje, que han abaratado los precios de los viajes hasta permitir que cualquier burgués normalito -y ojo que no me parece mal que lo hayan hecho, tanto un rico como un trabajador tienen derecho a conocer la Gran Muralla China- pueda aprovechar el veraneo, los puentes y demás días libres para salir de viaje.
Lo digo porque todo el mundo me pregunta dónde voy a ir este puente, y cuando les digo que a ningún sitio me miran como si me hubieran salido unas branquias junto a la cabeza o algo así. A mí me parece maravilloso tener unos días para estar en casa, levantarme tarde y leer algo. De hecho no creo que estar comprobando que el coche está bien, hacer reservas de hotel y/ o avión, meterse una paliza de varias horas de viaje y luego estar tres o cuatro días andando arriba y abajo para ver todo lo que se ha señalado en la guía turística sea un descanso. Y volver la noche anterior del día en que uno tiene que volver al trabajo medio muerto y agotado es un desastre.
Yo prefiero quedarme en casa, meterme en la cama -si puede ser acompañado mejor, sino me vale un libro, no hace falta ni que sea bueno- y santas pascuas.
No conozco otro ocio que no sea el no hacer nada.

06 diciembre 2005

Amor del bueno




Hoy está de suerte: Puede ir corriendo a la librería y comprar un muy buen libro. Seguramente lo tendrá que encargar porque está editado por la Obra social de Caja España. También puede aprovechar este maravilloso medio que es Internet e ir a la página de la obra socia de esa caja de ahorros y comprarlo a través de la web. Se llama Amor del bueno, su autor es Víctor García Antón y resulto vencedor del certamen Caja España de libros de cuentos del año 2004. Además, uno de ellos, Un cisne de porcelana (o las mujeres francesas) ganó el Gabriel Aresti al mejor cuento el mismo año.
Tengo la suerte de haber leído algunos de los cuentos que componen el volumen antes de que este se editara. La razón es que Víctor y yo somos amigos, creo que buenos amigos porque estoy en la lista de agradecimientos que cierra el libro, porque tuve la suerte de compartir con él un curso de verano de estos que organizan las universidades para que los profesores asociados saquen un sobresueldo y pasen unas vacaciones económicas con algunos amiguetes. Luego fuimos cortésmente invitados a una tertulia, -gracias Javi, gracias Juan Carlos, no me olvidos de vosotros- donde conocimos a más gente maja y nos hicimos amigos.
Benítez Reyes dice que el único encuentro veraniego de estos que ha servido para algo fue al que acudió Giovanni Tomasi de Lampedusa con su primo y que le hizo ver que cualquiera puede dedicarse a eso de la literatura, por lo que se puso manos a la obra y de ahí surgió esa maravilla llamada El gatopardo. Yo creo que aquel taller en Aranjuez fue muy importante para mí, ahí conocí a muy buenos amigos y la vida me ha hecho situar allí el inicio de parte de lo que soy ahora. Y de eso hace tan sólo tres años y medio, a veces da vértigo ver qué rápido va todo.
Vuelvo al asunto. En esa tertulia tuve la suerte de leer por primera vez algunos de los cuentos que están aquí reunidos. Recuerdo esas historias como algunas de las mejores que leímos en el café Comercial por aquella época y una de las grandes alegrías que me deparó la tertulia fueron esos relatos.
Es una pena, porque de no conocerlos antes los habría podido descubrir ahora en este estupendo libro, junto a otro montón de cuentos que no había leído, y que me han tenido abstraído durante una tarde. Casi me alegro más de no conocerlos todos antes de haber leído el libro, o tal vez lamento el no haberlos leído ya para haber podido releerlos esta vez. Una tarde, no se tarda más en leer el libro, porque lo va uno engullendo como un buen pata negra, porque sin darse cuenta ya ha acabado uno el plato.
Alguno estará pensando: claro, todo esto lo dice porque el autor es amigo suyo, y es verdad, lo escribo aquí porque Víctor es mi amigo, y puedo referirme a él con su nombre de pila, sin usar apellidos, pero por esa razón podría uno poner aquí comentarios de otro montón de libros y no lo hace uno porque tiene vergüenza, y no le gusta dar gato por liebre. Si un amigo hace un mal libro le doy las gracias cuando me lo regala y santas pascuas, que tampoco va a estar uno perdiendo el tiempo el tiempo en hablar de él y hacérselo perder a los demás porque sí. Si ocupa espacio aquí es porque este es un libro muy bueno.
Lo son algunos de sus cuentos por separado y lo son todos como conjunto. Y esta frase ya debería ser aviso de navegantes porque significa lo que quiere decir, que algunos cuentos como tal, independientes, no serían brillantes, pero que como conjuntos son necesarios para dar todas las caras de esa cosa tan extraña que hemos dado en llamar amor.
Este libro tiene las características de El por qué de las cosas de Quim Monzó, al que tanto debe y se parece y del que es tan distinto, ya que es, más que una colección de relatos, un libro de relatos, un conjunto que cobra un sentido mayor cuando leemos todas y cada una de las piezas que lo componen.

Me contaba el otro día Víctor, y esto lo debería haber contado en un prólogo, que el libro se llama así porque en un viaje por América, no recuerdo si me dijo Cuba o México o algún otro lugar del Caribe, había visto un bar que se llamaba así: Amor del bueno, y que por lo visto era un bar de lesbianas. El conjunto de hombres y mujeres patéticos que protagonizan estas historias deberían pasar por allí a tomarse una copa, ya que el dueño de ese bar tuvo el acierto de ponerle ese nombre y permitirnos que así todo ser humanos pueda conocer ese concepto maravilloso.
La lectura de este libro nos demuestra que ese amor no existe, que el amor no puede ser bueno para serlo de verdad, porque el amor ni es oro, ni es un brillante. El amor tiene que ser, por definición, malo, impuro, mestizo, humano.
Son diecisiete cuentos, poco más de cien páginas, pero se leen con la ligereza de un artículo y dejan el poso de una metafísica. ¿Estoy siendo exagerado? Es posible, Víctor es mi amigo, lean ustedes el libro y ya me contarán si he sido generoso o, como todo humano que ve que a un amigo le va bien, he sido un poco envidioso y he regateado los elogios.

05 diciembre 2005

A vueltas con la crítica

Hoy me he animado y me he puesto al día con unos cuantos números de suplementos culturales que tenía por leer.
Los lee uno por su trabajo: Uno publica reseñas en algunos medios, trabaja en una editorial -de cuyos títulos nunca hago reseñas- y escribe, así que le gusta estar un poco al tanto de lo que sucede. Pues bien, hoy aprovechando ese invento tan español que se llama puente -este año en su versión acueducto o viaducto- he estado leyendo los último números del Bobelia, del Gutural, del ABCDario y demás. Pido perdón desde ya a los que no le vean la gracia a mi manera de llamar a los suplementos culturales y les remito al estilo, mucho más pulido y humorístico, de Cabrera Infante.
Ha sido un horror. En el Bobelia un novelista de prestigio sin lectores dice que Libra es la última novela de DeLillo, y tiene veinte años lo menos, en el ABCDario el crítico español con menor capacidad para juntar dos palabras... sí, el amigo Juristo -protagonista de una delicatessen como la reseña que de su libro hiciera hace ya tiempo Benítez Reyes en Clarín- realiza una crítica extrañamente benévola del tufo que ganó el Planeta y del Gutural mejor no hablemos porque al menos en este número no hay ningún artículo cortado o con erratas, marca de la casa, ya que se conoce que Pedro Jeta no les da dinero para correctores a las huestes llegada de LA sinRAZÓN.
Todo esto en apenas unas lecturillas rápidas, sin intención de hacer sangre. De haberla resultaría curioso hablar del escaso nivel de la crítica en este país, capaz de hacer cosas tan raras como la crítica de Masoliver Ródenas sobre el libro que se ha ido alzando a lo largo de este año con el premio Setenil al mejor libro de relatos, el de la crítica de narrativa, el nacional más tarde -perdonen también que, dependiendo del respecto que me merezcan, coloque las mayúsculas en los nombres de unos u otros premios- que no es otro que el estupendo Los girasoles ciegos.
Aprovecho para pegar aquí la crítica que publiqué en El Duende de Madrid al mes o así de la publicación del libro, en el número 43 de la misma, cuya fecha no recuerdo:
Cuatro derrotas. Eso es lo que guarda en su interior este iluminador libro que se abre con un precepto claro: servir de alguna manera como duelo a un conflicto, la Guerra civil española, del que se ha hablado mucho pero que todavía hoy no está cerrado. A lo largo de estas intensísimas ciento cincuenta páginas, se nos muestran historias que tenemos que imaginar como ficciones por su presentación aunque estén recubiertas de vida. Historias de gente, de seres humanos que, por encima de su vertiente ideológica, sufren los efectos que una guerra deja en la vida de todos.
Que sean derrotas nos indica de qué lado están: el de los vencidos, el de los que en algún momento deciden dejar de luchar por la vida. Queda tras la lectura del libro una necesidad de abrazar a alguien. Y una pregunta que hacer a muchos de los escritores que empiezan a publicar sin estar preparados, ¿por qué no aprenden de Alberto Méndez, que ha esperado a tener más de sesenta años para darnos un libro tan lleno de vida como este?
Hay que ser justos y recordar que Francisco Solano habló bien de él en el Bobelia, que en El Gutural también recibieron el texto como se merecía, incluso en el ABCDario, pero lo mejor fue lo de Masoliver Ródenas en el Sutura/s de La Vanguardia -muy buen suplemento menos la parte de libros, por cierto-, que agradeció este bello libro de cuentos, porque el compañero Méndez había escrito, y cito el final de la reseña: "una gran novela". Pues bien, este chico que publicó una antología de nuevos cuentistas en Anagrama no sabe diferenciar un libro de relatos de una novela. Da miedo, la verdad.
Por eso he decidido ilustrar este comentario con una fotografía del genial Josef Koudelka.
Me parece un buen retrato de los críticos, de la mayoría de los críticos mercenarios, tampoco vamos a generalizar, que son unos simpáticos hombres que mean en cualquier parte sin pensar demasiado -bien por imposibilidad bien por incapacidad- y no dan la cara al hacerlo.

02 diciembre 2005

Las historias por escribir

Cuántas historias quedan por escribir es cuestión de estadística. Desde los trabajos de Propp y Greimas sabemos que un argumento es un puro efecto de combinatoria. De estos trabajos se están sirviendo hasta la saciedad los guionistas de Hollywood, y hoy hay, incluso, programas de ordenador que componen historias perfectamente convincentes. Naturalmente, los idiotas siguen repitiendo como loros que lo que esperan de un libro es que les cuente una buena historia. Yo no es que no sea idiota -lo soy a ratos- pero busco leer y escribir cuentos fuera de esa mecánica previsible, o puerilmente sorpresiva, que implican las "historias". Uno es idiota y no, lo real es discontinuo, tiene grietas, no obedece a la lógica, no se rige por la causalidad. Es falso que la vida tenga forma de "historia". Un texto artístico es una peripecia del sentido... Y esto es lo que hace, precisamente, que aún queden muchos cuentos por escribir.

Esta maravilla no la he dicho yo, la he transcrito porque es de mi amigo Ángel Zapata, y me parece tan cargada de verdad que se merecía pasearse un rato por aquí para que todo el que quiera la lea.

Otro día más

Hoy voy a dormir por primera vez en mi casa. Hasta el día de hoy, usar ese posesivo era un poco generoso por mi parte, ya que era la casa de mis padres, o la casa que compartía con algunos amigos, la casa que te prestan, etc.
Pero hoy no, hoy es mi casa, la que pago mes a mes, la que tendré ordenada o hecha un asco a mi gusto. Y tengo la sensación de que la lluvia que cae hoy en Madrid sin parar es algún tipo de bautizo para esta nueva vida.
Todos los que queráis estáis invitados a ella, ahora sólo tenéis que encontrarla.
Nos leemos,
Antonio Jiménez Morato