30 noviembre 2016

Carente de sentido como la realidad



Cinco años separan la edición de El amo bueno, la recientísima novela de Damián Tabarovsky, de su anterior entrega narrativa, Una belleza vulgar. Fueron en realidad más los años, porque la anterior novela estaba ya ultimada en 2009, pero contratiempos editoriales hicieron que no fuera hasta 2011 cuando se editase en España y 2012 en Argentina. Esta meticulosa disertación filológica viene a cuento porque son dos novelas que, pese a la distancia temporal que las separa, están intrincadas por algo más que por su autoría. Tabarovsky ha decidido en El amo bueno continuar, ir más allá en realidad, en la consecución de una novela despegada de todos los clichés que asociamos a la narrativa tradicional. Una puesta en práctica de muchos de los argumentos que defendió en el tan polémico como necesario ensayo Literatura de izquierda. Polémico por estupideces, las polémicas son siempre estúpidas porque se aferran a detalles secundarios en lugar de escuchar el verdadero sentido del mensaje, que es donde reside lo necesario del mismo. Tabarovsky en ese ensayo, además de repasar la actualidad de la literatura argentina planteaba una estética, la de una literatura que se rebela contra la posibilidad de ser leída como sociología o de ser usada como entretenimiento, que rehúye condicionantes genéricos y que se presenta ante el lector desnuda, como una realidad material que no es símbolo ni metáfora de nada. En su primer libro, esa novela semiescondida hoy que tituló Fotos movidas, presentaba ya el programa de su literatura cuando el narrador se quejaba ante la certeza de que en el futuro algún crítico vendría a decir que lo verdaderamente importante del libro era lo que este no decía, lo que se dejaba traslucir en una lectura entre líneas. ¿Para qué escribir, elegir una tras otra las palabras que leídas en secuencia serán un texto si alguien tendrá la osadía de referirse a lo no dicho en ellas, de escapar a lo escrito para venir a decirle al autor lo que en realidad quiso decir? En esa paradoja, aparentemente sencilla pero que siempre se ignora, se encuentra la radicalidad de la escritura de Tabarovsky. Como sabe cualquier miembro de la Academia antes o después uno debe entregarse por imperativo laboral al gesto de la “lectura cercana” donde lo primero que desaparece es el texto que se presupone se está leyendo para comenzar a hablar de otras cosas que no están en el texto. Pareciera que, por arte de birlibirloque, lo que el escritor fraguó con tanto cuidado, su texto, fuera una celosía más o menos tupida que debe ser ignorada para hablar de lo que esconde. Tabarovsky señala esa falacia: miren la celosía, es eso lo que yo estuve cincelando frente a la página blanco durante tantas noches. 
El amo bueno es el triunfo de la escritura, de una escritura liberada de todo corsé genérico, que se desplaza con total libertad de lo narrativo, incluso de lo anecdótico, a lo ensayístico o lo filosófico, sin dar tregua al lector. Sí, se trata de un regalo enorme para los lectores más inquietos, una puesta en práctica no ya del ideal al que dedicó Una belleza vulgar, donde el referente era esa novela sin argumento que tanteó Flaubert, sino la realización de ese ideal de texto de placer al que aludió Barthes. No hay una trama reconocible y resumible en la novela de Tabarovsky, ni falta que le hace, ya que hay una escritura en estado de gracia, que crea el mundo al ir ensartándolo en su sintaxis. Por momentos cuenta, en otros pasajes analiza, más adelante filosofa, y luego se rinde a la eufonía de la frase. Lo que sucede es que todos esos cambios pueden tener lugar en la misma oración. 
«Miren cómo mueve la patita, es el perro lindo de la casa. Un idiota, pero lindo. ¿Quién no? Lo miro, me mira. ¿En qué estará pensando? ¿Estará pensando en sus pulgas? Estaban dos pulgas en un perro. De repente se tiran a pensar y una pulga le dice a la otra: “¿Habrá vida en otros perros?” Ya no me mira. Ahora Tato ladra. ¡Basta Tato! Pero no hay caso.» 
Esa libertad total y absoluta para hablar de todo y no hablar de nada permite que muchos de los pasajes de la novela coincidan con algunos de los ensayos del mismo Tabarovsky que la editorial chilena Alquimia ha reunido bajo el título Escritos de un insomne. ¿Cuál es la diferencia entre una novela y un ensayo? Ninguna, ya que los dos son escritura, realidad materializada en su enunciación, en el acto de lectura, en el mismo instante en que nacían como escritura. 
Una belleza vulgar se veía todavía atada a la idea de causalidad, a esa hoja que cae del árbol y que en su vuelo mecida por el viento sirve como hilo para el retrato de la vida burguesa de Palermo. Había mucho en aquella novela de diálogo con Urbana de Fogwill, y esta novela, desde su mismo inicio, se presenta como heredera de Fogwill, del mejor Fogwill, el que supo como casi ningún escritor entender las relaciones entre escritura y música. No es casual que El amo bueno tenga una estructura ternaria, como tantas composiciones, ni que en cada una de esos tres capítulos que la componen vayan reapareciendo temas, como ritornellos, que evidencian la filiación musical del libro. Desde el mismo inicio, con la alusión a las anécdotas de Charlie Parker, que retornarán una y otra vez al inicio de cada capítulo, así como cada uno de los temas en los que la escritura, la melodía, se desparrama: la vieja fábrica, la calle 14 de julio, totalmente intrascendente salvo por su nombre, las calles históricas del barrio, la Historia argentina, la actualidad de la Argentina, los olores del barrio, la energía, ya sea eléctrica o de combustibles fósiles, la misma inmanencia de la escritura y la imposibilidad de la novela salvo como bitácora de su misma imposibilidad. La escritura va acariciando esos y muchos más temas de modo reiterado, como una repetición que se hace diferencia en el mismo momento en que tiene lugar. Y no sólo eso, sino que está sembrada de ecos de Una belleza vulgar. No sólo el título de la novela, sino el manes del elefante, que en la anterior novela aparecía como un chiste sobre cómo esconder un elefante en la calle Florida y en esta bajo la máscara del poema de Marianne Moore. En esta aparece también la calle Florida, pero como escenario de la extravagancia de un escritor menor al que Neruda incluyó en sus memorias por miedo a no dar cuenta de que acaso se hubiera cruzado con un genio. Ironía y parodia del mismo texto que hace Tabarovsky, ya que ese escritor de segunda ya sólo aparece en las memorias del Nobel chileno y en su novela. 
He leído dos veces ya este libro. La primera lo hice fascinado por la libertad de su escritura, por su sintaxis libre y juguetona, la segunda constatando que esa sensación de libertad es un logro más del oficio del autor, ya que en verdad rigurosamente va pasando por cada uno de los mismos temas en cada capítulo, trazando un retrato descarnado de la Argentina de hoy y de su política, leyendo a la sociedad de hoy y los hechos históricos del país como sinécdoque y puesta en práctica del pensamiento occidental y de sus paradojas. No hay nada libre en esa escritura, y sin embargo parece leve y caprichosa como una hoja mecida por el viento. Creo que en breve la leeré una tercera vez y descubriré en ella nuevas cosas, nuevos detalles que, en realidad, suceden sólo en sus páginas, mientras somos los lectores a los que los tres perros que sirven como excusa argumental (Tato, Martu, Ringo) observan perplejos, sin pretender encontrarle sentido a lo que no lo tiene más allá de su rotunda materialidad. Tan carentes de sentido como lo real.

25 octubre 2016

No tan salvaje

Como moscas. Apenas Alfaguara y la agencia Wylie emitieron su comunicado los periodistas culturales –qué bello es el oxímoron que se genera en ese sintagma– se lanzaron a propagar la noticia haciendo buena la intuición de las multinacionales de la edición que, hace años ya, le cambiaron el nombre al departamento de prensa para convertirlo en promoción. Los inéditos están ya vendidos sin haberse siquiera impreso. Se logró pues el objetivo, el de la editorial y la agencia que le pidió mucho dinero para quedarse con la publicación de esos libros. Los periodistas cumplieron una vez más su función en el mercado: vender las producciones culturales. El sistema funciona. Aleluya. 
Como era más que previsible al instante se alzaron otras voces, la de los indignados custodios del canon de la literatura, preguntándose en qué consistirán esos textos inéditos, si es pertinente su publicación o le hará un flaco favor a la memoria de Bolaño que se pongan en circulación esos textos y, en última instancia, si puede publicarse absolutamente todo lo que un autor dejó escrito. Me llama mucho la atención este celo en la distribución de unos textos ajenos. Resulta obvio que todo lo que un escritor escribió debe ser publicado antes o después. Es, incluso, redundante y tautológico: si la labor de un escritor es escribir, de ahí el nombre de la profesión, todo su trabajo, su escritura, debe ser difundido. Lo que más me llama la atención es que algo tan obvio sea cuestionado. Absolutamente todo, sus listas de la compra, las anotaciones en el bloc de notas junto al teléfono –¿recuerdan cuando usábamos teléfonos fijos, atados por un cable a un receptor y no había otro modo de divertirse que hacer garabatos en vez de pasear y gesticular por la casa o en las veredas?–, sus informes médicos e, incluso, sus estados bancarios. Todo lo que rodee a un autor debe ser puesto a disposición de sus hipotéticos lectores. Acaso un lector, de Bolaño en este caso, que pueda leer sus listas de la compra en mitad del duro invierno de Helsinki descubra un hilo tenue en un principio, pero que finalmente arroje luz sobre ciertos aspectos de Archimboldi. Es más que posible que un académico de la universidad de Saigón encuentre en las variaciones de saldo de las cuentas de Bolaño un patrón directamente relacionado con los clímax de escritura de los cuentos de Llamadas telefónicas. No me cuesta imaginar a un scholar en una idílica universidad de Nueva Inglaterra reconstruyendo la escritura de Gorriones cogiendo altura en las cartas cruzadas con Montané. El otro día, en el café Bonafide que está en la estación de servicio de Libertador y Pampa, reparé en que los manteles de papel de las bandejas están decorados con citas de canciones de Charly García, Fito Páez y Gustavo Cerati. Frases que parecen sacadas de las dedicatorias de adolescentes en las carpetas clasificadoras y archivadores o de felicitaciones de cumpleaños grasas que venden en la cadena Yenny. Si varias generaciones de argentinos, e incluso de latinoamericanos, han sabido encontrar en esas verdades de Perogrullo y banalidades musicalizadas sentido a su existencia, ¿cómo podemos pensar que en las anotaciones perdidas y traspapeladas de un escritor determinante para el canon de hoy como lo es Bolaño no esté lo que aporte sentido a la literatura del mañana? O, al menos, unos cuantos versitos que puedan usar las multinacionales de comida rápida para decorar sus manteles. Algo habrá, seguro.
Y sin embargo lo que más me llama la atención es que el dedo acusador siempre señala al lucro como único motivo de publicar estos inéditos. ¿No es el lucro el que mueve a la publicación de cualquier libro? ¿No es ése el objetivo de los autores, editores, libreros? ¿Se publican libros para que no den plata? Parece que lo verdaderamente molesto es que el autor ya no esté vivo. ¿Lo estaba cuando se publicó 2666? Su albacea literario, Ignacio Echevarría, en connivencia con su editor de entonces, Jorge Herralde, decidió publicar como libro único lo que el autor planificó como cinco con la intención de que sus herederos ganaran más plata. Al final la jugada salió incluso mejor para sus beneficiarios, ya que esas cinco novelas, como una, se iluminan mejor entre sí y, además, formaron un novelón que abrió determinadas puertas, como las de la edición estadounidense, lo que supuso aún más dinero como herencia. ¿Eso no molestó? ¿Desde cuándo el rendimiento económico de un libro viene dado por su calidad? ¿Sucede a la inversa? No sé, por más que intento ver el problema en que Bolaño genere plata no termino de verlo. Y tampoco en que cualquier lector pueda acceder a cualquiera de sus libros sin necesidad de viajar a un archivo donde se ofrezca a estudiosos que dispongan del dinero o de las becas que faciliten el viaje necesario para su consulta. 
A mí, de esta noticia, me ha llamado la atención otra cosa distinta en la que, parece, nadie ha querido reparar. Para mí esta transacción económica es el último acto de una doma dirigida a desactivar a un autor que ha sido vendido al público como salvaje y marginal sin, en realidad, serlo tanto. Pasar a Alfaguara, cementerio de los elefantes de la literatura en castellano desde hace años, con una biblioteca de autor es la confirmación de que Bolaño ya no es peligroso, sino que es canónico, y puede ser un autor para sosegados lectores biempensantes. Y no es algo sorprendente. Lo más llamativo de Bolaño es que un autor que prácticamente desde sus inicios obtuvo uno tras otro diversos premios literarios, desde los pequeños certámenes locales que obtuvo con cuentos sueltos, a institucionales con libros completos, haya podido ser considerado como un escritor marginal o alternativo. No es necesario investigar mucho, basta con consultar la Wikipedia para comprobarlo. Y, ya en vida, apenas apareció Los detectives salvajes –para mí, por cierto, uno de sus peores libros– comenzó a ser un nombre recurrente en la nómina de grandes autores en castellano. Así que la pregunta que habría que hacerse es cuándo fue tan salvaje Bolaño, por qué cuatro clichés sobre la vida al límite que aparecen en sus novelas fueron leídos como autobiográficos y reales y devotamente reverenciados por tantos lectores. Esto de Alfaguara, siendo sincero, no es más que la confirmación de una trayectoria, la satisfacción de intuición certera, la caída final del telón en una biografía magnificada que está, tristemente, comenzando a hacer olvidar que, en medio de todo ese circo, hay cinco o seis libros maravillosos y que importa muy poco, apenas nada, quién los edite o gane dinero con ellos.

09 octubre 2016

Sobre la crítica contemporánea


«En algo hay que darle la razón al Enemigo del Arte Contemporáneo, y es que Duchamp tuvo la culpa.»
César Aira, Sobre el arte contemporáneo 
«Tan sólo el crítico ejecuta hoy en día la obra (admito el juego de palabras).»
Roland Barthes
Pocas veces César Aira se permite el lujo de no enmascarar su pensamiento ensayístico dentro de ficciones más o menos delirantes, y sólo por ese motivo, la edición de dos ensayos tan cercanos y al mismo tiempo tan distantes como Sobre el arte contemporáneo seguido de En La Habana (Random House) es todo un acontecimiento. En general cualquier libro de Aira es un acontecimiento, pero la generosidad de publicar varios al año ha llegado a confundir a los lectores más desprevenidos (o superficiales), que llegan a pensar que sus lanzamientos son algo tan habitual que puede ser, incluso, resumido en artículos anuales donde dan cuenta de ellos como si de un arqueo contable se tratase. La confusión de calidad con cantidad es algo más habitual de lo que pudiera pensar, así que no resulta sorprendente que una mente débil pueda confundirlas.
Aira lanza en el primero de estos ensayos, una lectura inaugural –posible eco barthesiano– de un coloquio realizado en Madrid una poética del arte contemporáneo, y al hacerlo desliza la idea de que su voluntad fue la de ser un artista contemporáneo, directamente influido por Duchamp, y trazar una peripecia donde acaso sea la crítica, o los aspectos críticos de su escritura, donde recaiga su voluntad más rupturista. Del texto, cincuenta páginas repletas de ideas y paradojas interesantísimas, podrían entresacarse tantas citas que, acaso, fuera más práctico reproducir al completo la conferencia y dejarse de glosas innecesarias. Pero motivos personales me llevan a hilar una serie de fragmentos que me han sorprendido porque vienen a probar las intuiciones de un texto que se publicó en este mismo escenario hará casi un año.
En primera instancia habría que destacar la diferencia que postula entre arte y artesanía. Para él, artesanía es la elaboración de una obra siguiendo los criterios existentes en cada época, buscando un ideal de perfección estética que agrade a los integrantes del espacio artístico. «El arte en cambio no es arte si se lo hace bien (es decir si se lo somete a los valores establecidos).» Resulta casi imposible no pensar al hacerlo en esos glosadores de sus libros que se detienen en comentar los argumentos de los mismos, y en base a ello franquean el paso o no de sus novelitas a los estantes del canon. Acaso esos apuntadores, que en algún caso han devenido críticos literarios por generación espontánea tras una vida dedicados al cine, y acaso por eso no sepan ver más allá de la trama del libro, no estén preparados para interpretar la propuesta del autor. Aira tiene claro que para funcionar en el mercado, que celosamente guardan esos apuntadores, hay que operar «traicionando la misión última del arte que es crear y poner en circulación valores nuevos».
La pregunta es obvia, ¿qué valores son esos? Aira no escribió una conferencia sobre la «literatura contemporánea», sino sobre arte. Y precisamente por eso debe atenderse a sus palabras, no caer en el ejercicio de desactivar el discurso del autor tildándolas de boutades, que es la opción a la que se recurre siempre para darle la vuelta a un discurso. Aira ubica una paradoja: «La obra de arte siempre llevó implícita su propia reproducción». Frente a la tan recurrida idea de Benjamin sobre la transformación del arte en el momento en que se produce su posibilidad de ser reproducida técnicamente, Aira defiende el estatus de la reproductibilidad como esencia misma del arte, y, estirando dicho criterio, el arte contemporáneo es el que es capaz de anticiparse a los mecanismos que se usarán para ello, «La obra se vuelve obra de arte, hoy, en tanto se adelanta un paso a la posibilidad de su reproducción…» Y, por si no hubiera quedado suficientemente claro lo explicita de nuevo al afirmar que «La reproducción misma se vuelve obra de arte, o, más precisamente, arte sin obra.» La herencia de Duchamp se hace así más clara. Como afirmé en mi mencionado texto, el proceso de Duchamp pasó por conceptualizar el arte, hacerlo inasible, etéreo, tan sólo una firma que puede añadirse a otros objetos. Y es ése mecanismo el que acerca el arte contemporáneo a la literatura, donde las reproducciones, cada uno de los ejemplares de un mismo título, son intercambiables entre sí, y es sólo la autoría la que los dota de esa aura que termina así desapareciendo. Por eso, para poseer el Arte sería necesario tener todos y cada uno de los ejemplares de una tirada, una ocasión vedada por su imposibilidad. Así, en palabras del mismo Aira, «La literatura como “reproducción ampliada”, en todas las direcciones de un continuo multidimensional, de una obra de arte en la que hubiera dejado de ser importante, o pertinente, que exista o no.» El arte es, pues, una firma, la que indica el poseedor del discurso.
Todo esto es algo que en el arte contemporáneo no está, en sí, explicitado en las obras, sino que permanece de modo más o menos latente, susceptible de ser leído por los que saben hacerlo, que son ese restringido, pero necesario, conjunto de críticos, interlocutores del arte, y que son, también, valga la paradoja, un discurso. La crítica, ironías de la existencia, es siempre un discurso. El crítico de cine no hace cine, el de pintura no pinta, el crítico de ficción no hace ficción. El ejercicio del criterio es siempre escritura, es un discurso. El arte contemporáneo tiene lugar cuando el artista pasa a ocupar un espacio en ese debate. En lugar de permanecer al margen, o de cultivar un arte dentro de las normas establecidas, y por eso perfectamente inteligible, el artista entra en ese debate. Ahí nace el gran personaje de este libro de Aira, que no es sino uno más en la serie de archivillanos que han desfilado por toda su producción: el Enemigo militante del Arte Contemporáneo.
Esta figura es la encarnación de esa mirada celosa de los principios del arte establecido, que forma parte, también, del entramado del mundo del arte, y que termina por concentrar sus reparos y diatribas en una única dirección: la obra de arte contemporánea no «habla por sí misma». Ahora el arte requiere de todo un discurso que lo envuelve y lo justifica, que en muchos casos no comprende y termina por tildar de «tontería». Lejos de imaginar o aceptar que en realidad ese discurso del arte contemporáneo es un código que no maneja, y que por lo tanto no entiende, hace como esos viejos que al encontrarse con un extranjero lo increpan con la gastada fórmula de que «hable en cristiano». El Enemigo del Arte Contemporáneo pretende ubicarse ante los que lo atienden como aquel que no tiene reparos en decir lo que nadie se atreve, ése que delata la inexistencia del Traje nuevo del emperador. Pero, en realidad, se trata más de un daltónico que sencillamente no es capaz de ver ciertos colores. Esta dualidad de las artes plásticas es más complicada de detectar en la escritura, ya que, como expone Aira, «A la literatura le es más difícil establecer la duplicidad de obra y discurso porque ella ya es discurso.»
Pero, además, continúa: «De todos modos, la pregunta es otra: ¿Por qué la literatura contemporánea no tiene un enemigo propio? ¿Por qué no existe un Enemigo de la Literatura Contemporánea? Quizás porque no existe algo que haya sido institucionalizado como «literatura contemporánea». Pero eso puede ser circular. Si no existe una «literatura contemporánea» etiquetada como tal, bien puede ser por no tener un enemigo específico que la haya conformado, en negativo, con sus indignaciones y sus sarcasmos». Y aquí es donde me atrevo a formular la hipótesis de que esa «literatura contemporánea» sí exista, pero que venga enmascarada como crítica. Sí hay numerosos Enemigos de la Crítica Contemporánea. Precisamente si hay algo que ha generado la obra de Aira es burlas a cuenta de los que la leen con atención y la interpretan. En esta conferencia Aira reconoce, hace explícita, la deuda que mantiene con Duchamp, y el modo en que su escritura ha querido encarnar esos ideales duchampianos que trastocaron el arte dentro de la literatura. Pero cuando se hace crítica sobre esa idea, y se señala dicha influencia, no dejan de aparecer Enemigos de la Crítica Contemporánea que califican la influencia de Duchamp en Aira tan sólo de «un tema de su obra y un elemento con el que le gusta jugar a la hora de pensar qué cosa es un artista», y las propuestas artísticas (duchampianas) que lleva a cabo al controlar la puesta en circulación de sus textos son «un gesto divertido, un gadget [sic] que hace sonreír a los seguidores del escritor y cebar a los coleccionistas con la idea de que las tres variantes juntas serán un lote muy valioso en cincuenta años». Así pues, quizás sí que Aira haya puesto en marcha la existencia de una Literatura Contemporánea, cuya existencia queda demostrada por la figura del Enemigo de la Literatura Contemporánea que intenta desactivar ese discurso crítico que la sustenta. No es culpa de Aira, ni de ese discurso que surge en torno a su obra, que esos enemigos no sepan quién es Duchamp ni cómo leerlo. Pero, bueno, a ver de quién es la culpa de que no sepan cuál es el significado de «gadget». A fin de cuentas ya explicó la teoría de la comunicación que hay una serie de elementos puesto en juego en cada acto comunicativo, y que muchas veces el acto falla por incapacidad del receptor. No hay que darle más vueltas.

26 marzo 2016

Su cuerpo dejará, no su cuidado


Uno escribe –decirse «escritor» me produce una vergüenza absoluta– y además tiene un interés enorme por el cine. No por todo el cine, como no por toda la literatura, sino especialmente por los terrenos en que ambas posibilidades se cruzan para emulsionar en productos tan sugerentes como inclasificables. Me refiero, por supuesto, a las películas de Chris Marker, a las de Resains, a las de Duras. Pero, también, aunque no suelen incluirse en la lista, a las de Bresson. Es más, creo que, paradójicamente, Bresson es el más literario de los cineastas, precisamente por su huida consciente y explícita de lo teatral, de todo lo que acerca al cine a su «hermano mayor» que es el teatro. No creo que sean casuales las constantes presencias de libros, de lecturas, o de escrituras en sus películas. El protagonista de Pickpocket, un carterista, convive en un cuartucho con sus libros, en su Diario de un cura de aldea aparece de modo reiterado la escritura, y esa hoja que siempre coloca el protagonista para que la tinta del diario se seque sin emborronarse, donde se van superponiendo las huellas de cada entrada del diario, es la metáfora perfecta de su cine, ensamblado de escrituras de la realidad, convertido en una huella involuntaria, un resto o un rastro, del acto creador. Esa técnica, que busca no planificar lo que se va a rodar, sino dejar que ocurra ante la cámara, que quede registrado así para siempre, es el legado fundamental del cine de Robert Bresson. Lo que es, para mí, el cine. 
Pensé en todo esto mientras veía, fascinado, 327 cuadernos. La película se plantea de un modo inquietante, incómodo. Rodar la lectura de un diario. Reescribir la vida a través de la lectura de sus huellas, de lo que el azar dejó en unos cuadernos que han acompañado a un escritor a lo largo de su vida. Las relaciones entre los escritores y el cine han sido, siempre, problemáticas. Darían para todo un libro, para toda una colección de libros. El modo en que la industria cinematográfica, léase Hollywood por ser la más evidente aunque podría ser cualquiera, ha devorado a los escritores a los que tentó con sus abultados cheques. Posiblemente Faulkner sería el mejor ejemplo de ello, aunque sean tantos. O los escritores como objeto de representación, que siempre son caricaturizados para poder resultar interesantes a ojos del gran público. Adentrándose en ese camino casi toda la producción de James Franco sería el ejemplo máximo de cómo se usa al escritor como referente de prestigio al mismo tiempo que se lo convierte en un cliché seudopsicológico para justificar una mirada deformante de su obra. Los escritores y el cine casan mal. Acaso el mejor ejemplo de todo ello sea el fallido proyecto de Michael Cimino de llevar a la pantalla una biografía de Dostoievsky en la que quiso contar con Raymond Carver como guionista. El escritor insistía en que debía verse al escritor haciendo lo que hace un escritor: leer y escribir. Y eso debía suceder muy a menudo, porque la vida de un escritor no va mucho más allá. Pero, claro, las vidas de los escritores son poco cinematográficas salvo que estén aliñadas con historias personales atribuladas como, por ejemplo, la de Scott Fitzgerald. Por eso resulta doblemente interesante la propuesta de Andrés Di Tella. Rodar no ya la escritura, sino la lectura. Un escritor se lee, se descubre, se descifra, ante la presencia de una cámara. Además una cámara que, en ningún momento, se esconde, que está explicitada en todo momento. Quizás tan sólo esa pequeña escena donde se registra la complicidad entre Piglia y su pareja, casi un eco de las imágenes inmediatamente anteriores de Horacio Quiroga en el montaje final, escapa un poco a esa conciencia de estar rodando, de la puesta en escena, del control de la imagen. Un control que ejerce, en buena medida, el propio retratado cuando indica cómo se puede rodar un plano u otro, las incomodidades que le origina estar «embromado», su obsesión por no ceder al patetismo cuando, ante el visionado de unas imágenes sobre la caída de Perón que irán en el montaje final, se toma la precaución de que la cámara no registre sus manos. 
327 cuadernos puede ser vista, acaso, como la sublimación de la película que, veinte años antes, hicieron Di Tella y Piglia sobre Macedonio Fernández. Entonces se trataba de rastrear los ya escasos restos de la presencia del escritor en Buenos Aires, abocetar, por así decirlo, el retrato de un fantasma. Ahora se trata de fijar la memoria, de anclarla a través de las palabras de uno, de las imágenes que las glosan, se enfrentan a ellas, dialogan con ellas. Porque ahí radica en buena medida el fascinante ejercicio de la película, no ya en obedecer a la fascinación generada por el mito que se apaga, sino en proponer una escritura fílmica, vertebrar y dar vida, de modo totalmente subjetivo y en total libertad, a esos recuerdos de Piglia que no han quedado recogidos en sus diarios, pero que él guarda límpidos en su memoria con la claridad de una fotografía. Sí, lo sé, se trata de hacer lo imposible, de construir castillos en el aire. Y, sin embargo, 327 cuadernos los levanta ante el espectador, convirtiéndolo en algo más: cómplice, un majestuoso edificio donde los recuerdos no son evanescentes y la memoria cobra cuerpo, una robustez material innegable. Todas esas imágenes domésticas, el archivo periodístico, las sosegadas tomas de calles de Buenos Aires o Mar del Plata, ni se someten al texto de Piglia ni lo acotan, al contrario, se entreveran con él, así como las contadas, medidas, intervenciones del narrador en off que marca el avance del rodaje y explica el montaje. Hay una paradoja que es la que convierte esta película en doblemente interesante: la imagen retrata al escritor y su entorno, la palabra de Di Tella narra la película, el montaje finalmente escribe la memoria. Como una sinestesia inesperada cada terreno parece invadir la finca cercana, se desborda sobre ella, y es en esa transgresión donde se da cita la magia que envuelve a la cinta. Bresson, lo deja caer muy a menudo en esas entrevista que aparecieron en Cuenco de Plata, era consciente de que la cámara estaba allí para registrar el milagro cuando sucediese. Los milagros no se ensayan, no se planifican, no obedecen a un guión preestablecido. Tienen lugar, y a veces una cámara los caza. 327 cuadernos está llena de esos incontrolables acontecimientos, y la habilidad en el montaje de Di Tella nos los apaga, al contrario, logra que emulsionen para que cómplices, los espectadores tengan la conciencia de que han podido presenciarlos antes de que se apaguen, de que han ardido gloriosamente ante sus pasmados ojos.

19 marzo 2016

Maneras de intervenir


Una de las ventajas de vivir fuera de tu país es que permaneces totalmente alejado de las murmuraciones, de los dimes y diretes y todo el resto de rumorología que afectan a todas las profesiones. Pero, también, que uno llegue tarde a ciertas controversias que son más interesantes de lo que pudiera parecer. Algo así me ha pasado con la edición en España de El camino de los difuntos, novela autobiográfica de François Sureau que puso en circulación hace unos meses la editorial Periférica. Resumido, muy gruesamente, el argumento de la novela es claro: un joven y brillante jurista del comité de refugiados políticos en Francia toma contacto con un problemático caso relacionado con un terrorista etarra. Aprisionado entre el rigor de la ley y su función política y diplomática y la compasión humanitaria y el sentido común, decide en primera instancia dejarse llevar por la profesionalidad, y las consecuencias de dicha decisión terminan por apartarlo de la judicatura sumido en una crisis vital. Todo ello en apenas cuarenta páginas de descriptiva y eficaz prosa que se tornan en una sentencia sobre los hechos relatados. Hasta aquí todo bien. Un libro estupendo que posibilita muchas reflexiones sobre el deber, la culpa y el sentido de la vida, bien recibido por un nutrido grupo de críticos y demás. 
Pero no es de eso, en realidad, de lo que quiero hablar. Me interesa mucho más el cómo se ha recibido el texto, los modos en que una novela así se lee o, por ser más exactos, se manipula políticamente su publicación. Apareciendo ETA de por medio, cualquier aportación al debate público va a generar controversia. Ahora bien, los modos en que esta se presenta no dejan de ser ridículos. Algunos reseñistas, tras leer el libro, dudan de la verdadera posición como juez del autor. Resulta sorprendente porque una búsqueda en internet arroja numerosas fotografías en las que aparece ataviado con la toga judicial francesa. Pero, bueno, ahora es letrado, y tras su crisis vital como juez pasó una temporada alistado en la Legión extranjera. Aún así, una búsqueda un poco más detenida permite corroborar que formó parte de la comisión dedicada a establecer dictámenes jurídicos sobre refugiados políticos. Otras de las críticas se dirigen a la inexistencia real de la persona que en la novela aparece como personaje: Ibarrategui. Efectivamente, no existe como tal. El mismo autor así lo ha reconocido, indicando que se trata de la fusión de tres personas distintas. No queda ahí la cosa, algunos periodistas han llegado a entrevistar a integrantes históricos, y arrepentidos, de la banda terrorista para poner en cuestión los detalles históricos de la novela. Pero estos detalles cronológicos fueron en su momento asumidos por el autor de modo consciente, y así lo dejó claro en las entrevistas concedidas en su momento de aparición en Francia: la novela, porque es una novela, no se pretende documento de unos hechos históricos, sino que busca precisamente alejarse de ellos para establecer una mirada desapegada, y por tanto universal, sobre los sentimientos del deber y la culpa. Resumiendo, de nuevo gruesamente, la recepción de una parte de los medios españoles: una novela es leída como documento histórico y respondida dentro de ese contexto. 
La respuesta más sencilla sea acaso la más acertada, pese a que Lönnrot pueda despreciar el punto de vista de Treviranus, y todo se explicaría con la proverbial ingenuidad de los medios españoles, aliñado con su falta de cultura literaria que los lleva a leer todo texto impreso como una verdad histórica. Algo similar sucedió hace unos años, cuando se publicó la novela Últimas conversaciones con Pilar Primo, de Antonio-Prometeo Moya, y fue reseñada de modo casi unánime dentro de la sección de monografías históricas de los suplementos culturales. Ninguno de esos críticos, ni los coordinadores o directores de los suplementos parecieron querer leer la solapa del libro donde se indicaba claramente la condición ficcional del texto. En este caso sucede más o menos lo mismo en primera instancia: lo que se alaba del libro no es su calidad literaria, sino su verdad en tanto que aportación a una conversación en marcha sobre asuntos que involucran a la sociedad española. Lo de que la novela haya sido traducida, y que encontrase un lugar crítico determinado en un país que carece de ese contexto, pareciera ser un hecho secundario bajo esta perspectiva. 
Y esto me lleva a pensar en las razones de publicar un texto así en España. Hay unas más o menos evidentes: considerarla una buena novela digna de encontrar lectores que no pueden leerla en su versión original; difundir una mirada crítica hacia la construcción del pensamiento hegemónico patrio que ha querido ver en una democracia todavía incipiente una solidez de la que carece y ha preferido obviar o silenciar una serie de prácticas cuestionables relacionadas con la eliminación de lo que, como eufemismo, se ha dado en llamar “enemigos de la sociedad”; quizás aportar la mirada de esa Europa ansiada y al mismo tiempo rechazada en la relación amor-odio que establece la sociedad hispana con su enclave geográfico y económico. O, y esto puede ser una mera proyección mía, pero creo que no anda muy desencaminado, visibilizar el pedestre escenario en que propuestas ambiguas y ambiciosas son recibidas. Julián Rodríguez, el director literario de Periférica, ha ido construyendo a lo largo de diez años un catálogo incómodo y complejo, donde se reúnen un puñado de títulos que lejos de trazar fronteras las desdibujan y que no sólo no encajan de modo acrítico en los cajones impuestos por el mercado sino que lo ponen en jaque sistemáticamente. Es más, como autor, Rodríguez ha esbozado una literatura de catalogación difusa y cambiante, que dice cosas diferentes en sucesivas ediciones gracias a retoques y correcciones, incluso nuevas distribuciones de los textos dentro de cada volumen, y que más allá de establecer una mirada unívoca sobre la realidad va dialogando consigo misma en una conversación infinita. Quiero leer en esa producción como autor y editor un ataque frontal, pero abierto a la negociación, de la más rancia actitud de la crítica y la prensa españolas: la de no leer un libro sino la de someterlo a la visión del mundo del lector, la de prejuzgarlo sin haber transitado por él, la de no ser capaz de sumergirse en sus páginas.