06 mayo 2015

La ingeniería de la memoria


El fotógrafo venezolano Vasco Szinetar lleva muchos años realizando unos interesantes retratos frente al espejo en que, de modo explícito, aparece siempre junto al autor retratado. Paradojas del destino, creo que son lo más cercano a estos perfiles en que, de modo narcisista, siempre me introduzco. Así que, para los que quieran salir huyendo de aquí e irse a un espacio más interesante les dejo el enlace a su blog, lleno de fotografías fascinantes: http://vascoszinetar.blogspot.com

Todavía hoy, en este liminar siglo XXI que en nada se parece a lo que predijo la ficción anticipatoria, el debate entre la importancia de la inspiración o del trabajo sigue vigente. Basta con que alguien tenga un micrófono en la mano para que se explaye sobre su visión particular cuando es preguntado. Y, casi siempre, su discurso trata de postular su experiencia como generalidad. A mí, personalmente, me gusta que los autores todavía se pregunten si todo se debe a arrebatos de genialidad, de los que muchas veces son poco o nada responsables, o que la obra es la decantación del esfuerzo y del trabajo sostenido, única posibilidad de obtener un fruto apetecible.
No sé qué pensará Eduardo Halfon a este respecto, nunca le he preguntado sobre el tema y no he leído o escuchado tantas entrevistas suyas como para poder responder de un modo tajante. Pero si sé que, hará ya varios años, fui el responsable de coordinar un evento incluido en estos festivales que pretenden convertir la literatura en espectáculo porque están convencidos de que no tiene futuro si se mantiene como la actividad solitaria y antisocial que es. Sería tema para conversar más largo y tendido, aunque no veo que nadie considere que la masturbación frente a internet tenga los días contados, aunque se trate, también, de una actividad solitaria y antisocial. Mejor volver al evento del que hablaba. Se trataba de una de esas performances de escritura en público, donde un autor crea frente a la mirada más o menos interesado de un público que lee en común, y presencia los arrebatos o arrepentimientos del autor en tiempo real. A día de hoy no tengo constancia de que nadie haya editado un libro con los textos que se han generado mediante este proceso, así que no debe ser el mejor contexto para que surja la literatura. Pero sí que me ha parecido, desde siempre, el más honesto de todos los inventos con los que se quiere convertir a la escritura en algo mediático. Al menos se trata, exclusivamente, de hacer lo mismo que siempre, aunque sea de un modo más exhibicionista. El asunto es que los tres participantes del evento me fueron sugeridos, o sea, no los elegí yo, y quizás por eso me pareció mucho más interesante el asunto, ya que podía uno hacer de espectador con la misma felicidad e intrascendencia del resto de los asistentes.
Entre ellos estaba Eduardo Halfon, al que ya conocía personalmente de alguna conversación anterior, y me pareció simpatiquísimo que, desde el primer momento, no tuviera nada claro de qué iba todo aquello o cómo iba a resultar. Frente a los otros dos participantes, mucho más entusiasmados con la idea, la actitud de Halfon siempre fue más bien reticente, recelosa, pero jamás se negó a participar en el asunto. Lo que le despertaba más dudas era, sin duda, pensar que su tiempo se le pasara sin haber llegado a teclear más allá de una frase completa. No hacía más que preguntarme cuánto tiempo tenía cada uno. Le dije que entre 15 y 30 minutos. No menos de quince, jamás más de treinta. Veinte era lo idóneo. Y se me quedaba mirando con total perplejidad desde esos ojos que apenas esconden los lentes redondos de escribiente del siglo XIX tras los que se parapeta. (Casi nunca se habla de las gafas de los escritores, y es un error no ver en un objeto tan personal mucho más significados de los que se acostumbra a pensar, por otro lado no creo que sea algo intrascendente que la fotografía elegida para el libro que colocó a Halfon en el panorama internacional, El ángel literario, mostrara dos pares de lentes además de una pipa.) Esa mirada, en la que está valorando si su interlocutor es alguien más o menos cuerdo, se carga de sentido cuando uno ha leído a Halfon, sobre todo al que de unos años ahora ha publicado un libro anual de precisa y exacta prosa –una prosa que no se improvisa–, en los que ha ido desgranando anécdotas personales y familiares a las que vuelve recurrentemente. La narrativa de Halfon es, conviene recordarlo para quienes no lo hayan leído todavía, una construcción meticulosa, obra de un ingeniero, que va edificando ante los ojos del lector, el extenso panorama de una memoria, la biográfica, pero también la de los ancestros, la histórica, que ha alcanzado hasta ahora su plenitud en una novela tan breve como certera, Monasterio, donde Halfon revisita su pasado como autor y como ser humano.
Hay un libro, que a Halfon le llevó cuatro años escribir, pulir y cincelar, el volumen de cuentos El boxeador polaco, que alberga una especie de grandes éxitos a la inversa de su literatura. Y digo a la inversa porque, con el transcurrir de los años, esos seis cuentos se han ido transformando en novelas, como el caso de Epístrofe que creció hasta convertirse en La pirueta, o Fumata blanca y el cuento que dio título al libro, que aparecen refundidos y trenzados en diversos pasajes de Monasterio, sin que el lector que ya los conoce tenga problema alguno en transitar de nuevo sus frases, ya que insertas en una narración distinta y con otro contexto terminan por tornarse nuevas, diferentes, y alumbran hechos distintos. Es precisamente en esos dos detalles del proceso de Halfon donde yo veo su mirada de ingeniero, la profesión para la que estudió, por cierto, ya que retorna siempre a los mismos materiales, los recuerdos, pero siempre levanta nuevos edificios, nuevas canalizaciones, realidades nuevas con ellos. La reutilización, un procedimiento tan habitual hoy en la literatura, sobre todo la de los autores más jóvenes, que van publicando varias veces el mismo libro con títulos distintos en otras editoriales (como si la publicación siguiera las reglas de Instagram, siempre el mismo y repetido selfie sobre fondos cambiantes), no se hace en Halfon aburrida, no suena oportunista. No es jamás un mecanismo para engañar al editor y colocarle un manuscrito como inédito cuando no lo es. Las imágenes de la infancia, de una ciudad como la capital guatemalteca donde transcurren todos los textos, ya desaparecida por la violencia de la guerra civil o los terremotos, que formaban el mosaico de Mañana nunca lo hablamos se engarzan perfectamente con las experiencias vagabundas, a la busca de un sentido para una vocación de El ángel literario o de experiencias que deben ser relatadas en La pirueta o El boxeador polaco, hasta la mirada, totalmente externa e inmersa al mismo tiempo que se despliega sobre uno de esos terrenos que sirven de sinécdoque de la contemporaneidad: Israel y Palestina, de Monasterio. La escritura de Halfon ha ido reconstruyendo su pasado para construirlo como literatura y, al hacerlo, ha ido reescribiendo la Historia.
Descendiente de libaneses y judíos, no termina de ser nunca plenamente de uno u otro lado, y es en esa tensión cambiante donde radica la fuerza de su mirada. Acaso, quizás por todo eso, los dos libros suyos que prefiero sean Monasterio y Mañana nunca lo hablamos, porque en cada uno de ellos domina más una mirada, la del judío que no termina de serlo en la novela, la del libanés por costumbres y tradiciones que crece en medio de un barrio burgués de Guatemala. En todo caso, son percepciones totalmente subjetivas. Toda la obra de Halfon obedece a una mirada sólida e intercambiable, y quizás por eso cada año apetece dejarse mecer una vez más en sus palabras. Hace unos meses apareció la traducción francesa del inédito en castellano Señor Hoffman. Si no ando mal informado en unos meses aparecerá en Libros del Asteroide. Yo, personalmente, cuento ya los días que faltan.