31 julio 2006

Churras con merinas


Ayer, para festejar el cumpleaños de mi padre, estuve dejando pasar la tarde como se suele hacer en estos casos: una buena comida -patatas con bacalao para ser exactos-, buena bebida -un delicioso Pata Negra Roble para más detalles- y una lectura, por encima, del ABC y su domincial -que es el periódico que compra mi padre.
La verdad es que si llego a saber lo que me iba a encontrar dentro no lo abro, porque casi regurgito todo lo ingerido. Entre otros artículos -con las plumas habituales de siempre, con los temas de siempre y el enfoque de siempre, literatura de hace siglo y medio- me encontré con una entrevista a Ildefonso Falcones, el autor de uno de esos tostones infumables que cada cierto tiempo llegan a las librerías y arrasan.
Por encima del aire reivindicativo y prepotente del entrevistado -que se ha limitado a hilvanar setecientas páginas, no a escribir una novela, algo que hasta el periodista desconoce- lo que más me desagradó del texto es que, en todo momento, se habla de mercado, nunca de literatura. Como ha sucedido desde el principio con los otros tostones que la gente -de la que ya conocíamos su lado masoquista, pero nunca hasta este punto de cargar con mamotretos que le obligan a uno a llevar una bolsa o algo así para el viaje- lee en el transporte público: el código, los pilares, la sombra y demás ejemplos de subliteratura fácil y acomodaticia de masas, los medios de comunicación han prestado atención tan sólo a lo que de fenómeno mercantil -no pueden hacerlo con la parte artística, claro- tiene el asunto. Uno no puede enfrentarse a una novelucha de estas con la misma atención y actitud con la que analiza una novela de Roth, DeLillo, Ishiguro o McEwan, eso es evidente, pero el problema que conlleva es que se le dedica el mismo espacio -o de hecho se ocupa el espacio que debería dedicarse a las otras- en los medios de comunicación.
Uno tiene la sospecha de que la misma cantidad de gente leería Never let me go de Ishiguro en el caso de contar con el mismo apoyo comercial y mediático de La catedral del mar. Antes de que el libro fuera un fenómeno la editorial se había asegurado de que todas las librerías de España tuvieran ejemplares en pilas a la entrada de los comercios, de que dedicaran escaparates enteros a la obra. De que el cliente se la topase.
Antes de la era del mercardo, antes de la tercera era del capitalismo -en la que, recuerdo al no enterado, se crea el cliente y no a la mercancía- todo el mundo tenía muy claro qué escritores había que tener en cuenta como creadores y qué gente producía objetos de consumo, más o menos fácil. Así nadie dudaba en la España del año 1930 que el intelectual era Unamuno, y que otros como Bueno, Blasco Ibáñez, etc... vendían libros.
Hoy no, hoy cuando un autor vende pasa, inmediatamente, por las leyes del mercado, a ser considerado un autor de prestigio que merece ser investigado y escuchado. Porque vende, que es lo que parece importar.
Lo de investigar, indagar, expresar el misterio de andar por este planeta les queda lejos, el propio Falcones lo reconoce en la entrevista: "De momento, no doy para más." -la cita, por supuesto, está sacada de contexto, si para ellos la literatura es lo que les da la gana, para mí las declaraciones de esta gente no valen mucho más y hago con ellas lo mismo: lo que me da la gana.
Antes esta situación uno cree que los medios de comunicación deberían ser consecuentes hasta los últimos términos del asunto. O bien entrevistan a escritores como Vázquez Figueroa -que lleva toda la vida escribiendo libros de este corte con dignidad y sin creerse más de lo que es: un entertainer- o bien deberían entrevistar a los chicos del departamento de mercadotecnia de las editoriales, y dejarse de mandangas.
La literatura, cada vez está más claro, está en otro lado.

26 julio 2006

El reverso de lo fantástico

En España, a pesar de que se han publicado estudios como los de Antonio Risco, o de Antologías como la que hizo Alejo Martínez Martín se ha insistido mucho, tal vez demasiado, en la escasa afición por la fantasía de los narradores patrios. Si entendemos por fantasía las narraciones de mundos llenos de seres mitológicos como hadas y elfos, escritas bajo códigos de género y dedicadas más al escapismo que a la creación de obras literarias hay que concluir que sí, en España se ha dado poco esa subliteratura hasta hace unos diez años en que los epígonos españoles de autores como Tolkien o Lewis han aparecido en las mesas de novedades de las librerías. Ahora bien, si entendemos como narraciones fantásticas las que se adscriben dentro de la delicada acepción de lo fantástico, en las que se pueden incluir todo elemento que consiga agredir nuestra idea de lo real o causal –como los fantasmas- o bien que cuestione la realidad tal y como nuestros sentidos la percibe o la asimilan, sí que ha habido muchos autores españoles dedicados a analizar el mundo desde esa perspectiva.
Juan Jacinto Muñoz Rengel estuvo viviendo unos años en Londres y se empapó del aire de terror gótico que se respira en sus calles. Es normal que un género así no se haya desarrollado en España, en el momento en que podía haber tenido lugar andábamos por aquí muy ocupados con guerras carlistas, repúblicas, restauraciones, pronunciamientos, desastres en ultramar, revueltas militares y dictaduras. No ha sido la acelerada historia de España un buen caldo de cultivo para narraciones pensadas para leer al calor de una chimenea. De hecho, cuando se ha dado el caso de geniales cultivadores de narraciones fantásticas capaces de socavar los principios del gótico victoriano, los academicistas se han ocupado, muy rápido, de oscurecer esas obras, como es el caso de Rafael Dieste, autor de unos de los libros fundamentales para entender el cuento fantástico español, y que sigue sepultado por los burdos criterios de los catedráticos universitarios a los que se responsabiliza de la edición de sus obras –claro que la culpa no la tienen los catedráticos, sino los incompetentes que les encargan las ediciones.
Muñoz Rengel ha respirado esas atmósferas y las ha volcado en cuentos donde la herencia de los grandes autores victorianos del género del terror y el horror –quién sabe si directa o subterránea- se hace evidente. Son narraciones en las que la atmósfera es tan importante como la acción, en la que a veces no tienen lugar las reglas de causalidad porque no hay lógica en sus caminos y en las que lo inexplicable está a la vuelta de cada rincón. Cualquier aficionado al género quedará plenamente satisfecho con estas historias, porque actualizan un modo de narrar poco transitado por los autores españoles. El triunfo de la trama, tal y como dijo Borges de la primera novela de Bioy Casares, se hace patentes en estos relatos góticos.
Pero, dentro de la recopilación, brillan con luz propia los textos que escapan a esa filiación genérica y decimonónica para presentarse como muestras alucinadas y alucinantes del fantástico más puro y turbador. La influencia borgeana de cuentos como El libro del Destino, estudio experimental, El ojo en la mano o La perla, el ojo, las esferas no los menoscaba, sino que, al contrario de lo que podría parecer, Muñoz Rengel sabe darle nuevos bríos a paradojas ya enunciadas por el autor argentino -que, por otra parte no fue sino un acertado parafraseador con cultura e ingenio, ya comentamos aquí que su vasta cultur era más de recetarios y resúmenes que de acercamientos reales a los libros de los que habla. Son sin duda esos tres las piezas de resistencia del libro. No parecen textos epigonales, sino acercamientos novedosos a cuestiones siempre vivas y latentes.
Hay en este libro un autor que se deleita en las virtudes de la trama, heredero de los narradores orales que, a la luz del fuego del hogar, acunaban nuestros sueños o alimentaban nuestras pesadillas. Sus aciertos a la hora de enlazar argumentos no quedan empañados por una voluntad real de trazar cuentos que entren bien a los ojos de los jurados de los numerosos premios que ha obtenido –se dice en la cubierta del libro que todos estos relatos han merecido algún premio literario- aunque se haga muy patente en algunos casos.
Hoy, mundo de realidades virtuales y bienes intangibles, esos sueños que acechan lo real se convierten cada vez en algo menos fantástico. Desde su casa, en el número ochenta y ocho de la calle del Molino, alguien va inventariándolos.

Juan Jacinto Muñoz Rengel 88 Mill Lane Alhulia, Granada, 2006

25 julio 2006

Donde nadie los ve

Es bien cierto que la industria ha obligado al narrador de distancias cortas a recoger sus piezas en conjuntos para facilitar su acercamiento a los lectores. Los editores se amparan en esa frase hecha de que, para publicarlos, los libros de relatos deben tener “lomo”, esto es, ser gruesos. Una novela de ciento y pico páginas encuentra acomodo en un catálogo, o un poemario de sesenta, pero un libro de setenta y ochenta páginas de relatos no tiene “lomo”. Y así muchos buenos autores de cuentos –a veces de un solo cuento- se quedan al margen porque, al contrario que el ganado, no tienen lomo.
Para mayor problema, al reunir esas historias se les pide que tengan un criterio unificador que estructure el libro. En uno de sus menos breves, y aún así corto, texto, Augusto Monterroso hablaba del horror diversitatis que estrangula la creatividad de los cuentistas a la hora de publicar sus relatos. Si ya de por sí es problemático encontrar editores que apuesten por libros de relatos, los que hay suelen preferir libros hechos y no meras recopilaciones de textos. Por eso los autores hacen peregrinos intentos para justificar la hermandad de un texto sobre las iguanas de las Galápagos y otro sobre las pelusas de su cuarto.
Y la mayoría de las veces lo que les da unidad a los libros es el tono, el estilo, más o menos decantado de su autor. Se considera que si el lector se esfuerza ya en vivir trece historias en vez de sólo una a lo largo de la lectura del libro, es complicarle mucho la existencia al andar haciéndole también acostumbrarse a distintos modos de contar las historias, cuando no, directamente, de plantear innovaciones constantes con ese objetivo.
Digo todo esto porque hay que valorar en su justa medida el esfuerzo realizado por Vicente Luis Mora en un libro como Subterráneos. Valorar, por encima de otras cuestiones, su voluntad de violentar la normalidad impuesta por el mercado en la narrativa, hasta el punto de marginar todo texto que no entre en esos restrictivos cánones al más severo ostracismo. Buena muestra de ello es la escasa repercusión que sus tres recientes publicaciones han suscitado. Por su radicalidad, poemarios como Construcción, ensayos como Singularidades y libros de relatos como Subterráneos, deberían despertar reacciones más convulsas de las que se han dado. Pero las escasas reseñas sobre ellos se han limitado a atender los pasajes de crítica más o menos explícita sin leer con detenimiento la parte de propuesta, de novedosa y arriesgada propuesta que suscitan.
La lectura de cada uno de los diecisiete relatos que componen este libro no provoca las mismas sensaciones. Hay textos en los que se aprecia, por encima de todo, una voluntad de violentar las fronteras del género desde una perspectiva más ensayística, como Habitat o Para un nuevo bestiario, hay una intención clara de actualizar los temas y las referencias a un nuevo mundo que la mayoría de los escritores ignoran o desdeñan, Los dos mundos o Psiquia, narraciones metadiscursivas como Así se cuenta un cuento, relecturas de textos ya clásicos como La biblioteca de Babel (versión 5.0), o narraciones que se descodifican a sí mismas a través de sus referencias, como textos de eso que se llamó “posmodernidad”: El texto urbanizado. La radicalidad de las propuestas no evita que, en determinadas ocasiones, los textos se resuelvan con fracasos: La prueba nº15 o Topo, si bien puede deberse a que en ellas se ha decantado en exceso la balanza hacia el discurso por encima de la narración en sí.
Del mismo modo que ha quedado ya claro que buscar la innovación a toda costa, sin reparar en los resultados, es un error que caducó con las vanguardias, despreciar un texto sólo por la voluntad de innovación que demuestre es igualmente erróneo. La capacidad de innovar, de salirse de lo que el propio Mora ha denominado normalidad, no es un mérito o demérito en sí, sino que es, solamente, una de las posibilidades que están a disposición de un autor.
Y más en el caso de autores como Vicente Luis Mora donde se aprecia de un modo claro que el vanguardismo de sus propuestas está directamente relacionado con una voluntad real de aprehender, de explicar y conocer el mundo que nos rodea. Ceñirse a los caminos trillados, a la mediocridad que no es normal pero que sí se ha vuelto, tristemente, norma, es una evidencia palpable de falta de ambición, de incapacidad y, en definitiva, de calidad. Todo artista que busque decir algo –y no repetir como un loro lo que otro ha dicho- debe ensanchar las fronteras de la expresión en la búsqueda de ese “algo” que no comprendemos, pero que, parece ser, buscamos. Llámenlo dios, esencia o vacío, amor, tanto da… pero toda expresión artística verdadera señala a un algo que quiere explicar.
Vicente Luis Mora ha ideado no diecisiete historias, sino diecisiete mecanismos para intentar desvelar ese algo. Unas veces has estado más cerca que otras, eso es indudable, pero ¿cómo no alegrarse de que se arriesgue para intentar buscarlo de otros modos entre tanto escritor adocenado?

Vicente Luis Mora Subterráneos DVD ediciones, Barcelona, 2006

24 julio 2006

El terror

Una muñequita, era una muñequita. Bajita, delgada, con una cabeza desproporciomnadamente grande, casi de hombro a hombro. Tenía la piel pálida de porcelana como una muñeca recién sacada del embalaje. Y un pelo rubio, refulgente, puro nórdico, que se recogía con una diadema encajada tras su orejas. Una muñequita.
Pero fumaba, un cigarro que parecía salir de su boca como la lengua de una serpiente, y al abrir la boca para echar el humo pude ver que le faltaban algunos dientes, y que los que le quedaban tenían un color ocre, más allá del amarillo. Y vestía como un puta, enseñando unas redondeces de las que carecía, no sé si por el calor por la uniformidad de la procesión.
Cualquiera diría que había salido de una pesadilla, pero me la he visto en el cruce de Duque de Alba con Estudios.
Parecía una muñeca.

El sabor de la carne

Cuando Hemingway escribió uno de sus relatos más famosos, llevado más tarde al cine, The killers, no suponía que unas décadas más tarde un trotamundos nacido en Cuba pero criado en el mundo entero iba a partir de un eje argumental similar para trazar una velocísima novela. En la fotografía del autor que ilustra la solapa del libro vemos a Ronaldo Menéndez en un forzado escorzo. Esa perspectiva tan forzada, tan inusual resulta, cuando uno comienza a leer la novela, un paradigma del enfoque que ha realizado el autor sobre la serie negra clásica. A primera vista –en sus primeras páginas, la novela se adentra en un denso magma de reflexiones, de dudas planteadas en un soliloquio que puede echar atrás a más de un lector. En esas primeras páginas se nos presenta un narrador algo farragoso, un Dostoiveski superficial como un traje de baño pero con pretensiones de hondo calado que, afortunadamente, abandona la narración para trocarse en uno de los grandes aciertos de este libro. Desenfadado, burlón, devorador no sólo de alta cultura sino de la cultura popular pret-á-porter que fusiona las referencias filosóficas de un profesor universitario con las películas de Quentin Tarantino, las canciones de Rubén Blades y todo artefacto narrativo que le venga a mano. La trituradora narrativa consigue así hacer honor a esa parte de la novela –la más larga, que abarca noventa páginas y se convierte en arquetipo de la novela- que recibe el nombre unitario de “La trama” porque es a lo largo de la misma cuando sucede toda la vibrante acción de la misma. Menéndez consigue, a lo largo de ese trecho una tensión creciente, un tempo narrativo subyugador –heredero del mejor cine negro norteamericano- y conduce al lector, enfrascado en el turbador mundo que se le presenta, hasta el final de la novela.
Seguramente serán esas ochenta páginas de inusual fuerza narrativa, de una economía y aceleración pasmosa, las que se quedarán en la memoria del que lea esta novela. Y hará bien en guardarlas porque son, sin duda, lo mejor de la misma. En ellas se aprecia la consolidada experiencia como cuentista de Ronaldo Menéndez: nada falta, nada sobra, los elementos van apareciendo de un modo graduado, certero, y en cada una de las secuencias de la novela –que parece más un guión de cine por lo bien trabadas y la visibilidad de la narración-, y uno tiene la cereza de que Ronaldo, admirador fiel del texto de Edith Wharton sobre la dimensión de una narración –“Todo tema contiene su propia extensión”- ha sabido escoger lo fundamental y desechar lo superfluo para mantener al lector pegado al libro.
Por eso decepcionan esas páginas finales, donde se suceden dos errores que al lector le resultan casi inexplicables después de lo que ha contemplado. Por un lado el desenlace de la trama, totalmente imprevisible porque es totalmente injustificado, aparece como un deus ex machina incoherente, en el que una narración de serie negra dura y pura deviene en pastiche de novela best seller muy alejado de la calidad de lo narrado. Además, las reflexiones seudofilosóficas del final de la novela, que buscan dar una mayor profundidad a una anécdota que por si sola ya justifica la novela –y que puede tener una profunda raigambre metafórica tal y como está planteada-, y esa cesión de la voz narradora, que pasa de ser la exacta y pericial tercera persona de un guión cinematográfico a una primera persona confesional tremendista, no hacen sino perder fuste a una narración de, como ya he dicho, inusual fuerza.
Y con todo, el mayor acierto de la novela no es tanto demostrar un oficio consolidado de su autor o la capacidad de generar tensión narrativa desde géneros que la crítica –tan pagada de sí misma como corta de miras- suele considerar menores: el cuento y el guión cinematográfico; no, su punto fuerte es desvelar la imagen de una ciudad, que no aparece nombrada como tal pero que puede ser percibida y asumida como La Habana, como escenario de historias de serie negra pura. Pedro Juan Gutiérrez ha logrado mostrar una Habana turbia, pútrida, pero no la degeneración moral, física y mental que Ronaldo Menéndez nos presenta. La degradación no sólo humana, con hombres que se convierten en cerdos y hombres dispuestos a cualquier cosa por sobrevivir; sino animal, ya que dejan de ser seres vivos para tornarse meros proveedores de alimentos, ya sean los cerdos que se crían en las bañeras de las casas con el sancocho –y que sirven como metáfora del modo en que la sociedad explota al hombre-, los avestruces del zoo o los gatos que vigilan las azoteas.
En la ciudad tropical, caribeña, que sirve de escenario a esta historia, no hay vida, tan sólo supervivencia, y es esa realidad patente y cortante la que da el tono y justa medida a toda la historia. Los personajes no actúan por motivos ideológicos –e intentar justificar sus comportamientos desde esa perspectiva es lo que lastra a la novela en su desenlace- sino meramente físicos, materiales. En una dictadura marxista donde los bienes escasean estos se convierten por tanto en piezas muy cotizadas dentro del mercado. La vida degradada, carente de perspectivas y supuestos éticos, no viene marcada por la ideología ni los sentimientos, sino por las necesidades de la carne.
Ronaldo Menéndez ha trazado un retrato fascinante de una ciudad que, como el retrato de Dorian Grey, sigue siendo a los ojos de los turistas en lugar bello pero que, de puertas para adentro se ha convertido en un pozo de podredumbre. Y acierta al no buscar culpables ni alzar estandartes. La carne es débil, eso es todo.

Ronaldo Menéndez Las bestias Lengua de Trapo, Madrid, 2006

22 julio 2006

El cuento del fin de semana (17)

He andado algo ocupado con menudencias que no me dejaban un resquicio para buscar algún texto que mereciera la pena copiarse en este blog para el disfrute del lector -que bastante sufrimiento tiene con la mayoría de las entradas que dejo aquí- y hoy, aprovechando el calor, y que pasaba por la puerta de la oficina donde tenemos aire acondicionado, me he animado a venir y colgar uno. Se trata de un cuento que leí por primera vez en una antología del nuevo relato norteamericano -está bien usado el adjetivo, no todos eran estadounidenses- que publicó Alfaguara. De todo el volumen -que tenía unas quinientas páginas- apenas me gustaron este cuento y otro de una autora a la que no he conseguido volver a leer. Tuve la suerte de que la gente de Ediciones del Bronce -Miriam Tey & friends- habían editado en castellano el libro de relatos de Lahiri con el que ganó el Pulitzer del año 2000: Interpreter of maladies. Su siguiente novela, Namesake, no ha estado a la altura, pero es una autora con mucho que decir y, sobre todo, una manera muy personal de decirlo.
Así que aquí estamos, a la espera de más textos de esta narradora tan subyugante -para reforzar el concepto he incluido la foto, y debo decir que además no me ha sido nada difícil localizar imágenes en las que está tan bella como en esta- que tanto nos deleita a mí y a Juan Bonilla, que incluyó este texto en su poética sobre el cuento de Pequeñas resistencias. La traducción es mexicana, he intentado pulir los mexicanismos más evidentes, pero con o sin ellos, el texto es bueno, a disfrutarlo.

Una medida temporal

La nota les informaba que era un medida temporal: que durante cinco días cortarían la electricidad una hora, a partir de las ocho de la noche. Se había caído un cable durante la última tormenta de nieve y los técnicos iban a aprovechar las tardes más tranquilas para arreglarlo. La reparación iba a afectar solamente a las casas de la tranquila calle arbolada, cercana a una hilera de tiendas con fachadas de ladrillo y una parada de tranvía, en la que Shoba y Shukumar habían vivido durante tres años.
“Está bien que nos avisen,” admitió Shoba después de leer el anuncio en voz alta, más para sí misma que para Shukumar. Dejó que la correa de su bolso de cuero, repleto de documentos, resbalara de sus hombros, y lo dejó en el pasillo mientras caminaba hacia la cocina. Llevaba un abrigo azul, pantalones grises y zapatillas blancas; se veía, a los treinta y tres, como el tipo de mujer al que alguna vez juró que nunca se parecería.
Venía del gimnasio. El carmín rojo se podía apreciar sólo en la comisura de su boca, y el delineador había dejado manchas de carbón bajo sus pestañas inferiores.
Solía verse así a veces, pensó Shukumar, en las mañanas después de una fiesta o de una noche en el bar, cuando ella tenía demasiada flojera para lavarse la cara, demasiado ávida de entregarse a sus brazos. Ella dejó caer la correspondencia en la mesa sin mirarla. Sus ojos estaban todavía fijos en el anuncio que tenía en las manos. “Deberían hacer esto durante el día”.
“Cuando yo estoy aquí, quieres decir,” dijo Shukumar. Puso la tapa de vidrio en una olla con cordero, ajustándola de tal modo que ni siquiera el vapor pudiese escapar. Desde enero, él había estadotrabajando en casa, intentando terminar los capítulos finales de su tesina sobre las revueltas agrarias en la India. “¿Cuándo empiezan las reparaciones?”
“Dice que el diecinueve de marzo. ¿Hoy es diecinueve?” Shoba se dirigió al corcho enmarcado y colgado en la pared junto al refrigerador, vacío salvo por un calendario con motivos decorativos sacados del papel pintado de William Morris. Ella lo miró como si lo viera por primera vez, estudiando cuidadosamente el diseño en la parte superior antes de permitir que sus ojos descendieran a la trama numerada de la parte de abajo. Un amigo les había enviado por correo el calendario como regalo navideño aunque Shoba y Shukumar no hubieran celebrado la navidad aquel año.
“Es hoy, entonces,” anunció Shoba. “Por cierto, tienes una cita con el dentista el viernes que viene.”
Él pasó su lengua por la parte superior de sus dientes. Había olvidado cepillárselos esa mañana. No era la primera vez. No había salido de casa en todo el día, ni el día anterior. Cuanto más estaba Shoba fuera de casa, cuanto más comenzaba ella a hacer horas extras y a tomar trabajos adicionales, más quería él quedarse en casa, ni siquiera para ir por el correo o comprar fruta o vino que estaban en las tiendas junto a la parada del tranvía.
Hacía seis meses, en septiembre, Shukumar estaba en un congreso académico en Baltimore cuando Shoba empezó el trabajo de parto, tres semanas antes de la fecha prevista. Él no había querido ir al congreso, pero ella insistió. Era importante empezar a hacer contactos y él iba a entrar al mercado laboral al año siguiente. Ella le dijo que tenía el teléfono del hotel y una copia de los horarios y números de vuelos y que se había organizado con su amigo Gillian para que la llevara al hospital si surgía una emergencia. Cuando el taxi salió de la casa aquella mañana hacia el aeropuerto, Shoba se despidió de él en la puerta de casa en bata, con una mano descansando en el montículo de su vientre como si fuera una parte perfectamente normal de su cuerpo.
Cada vez que pensaba en ese momento, el último en que vio a Shoba embarazada, lo que más recordaba era el taxi, una camioneta pintada de azul con letras rojas. Una caverna comparada con su propio coche. Aunque Shukumar medía casi unonoventa, con unas manos demasiado grandes hasta para acomodarlas en el bolsillo de sus jeans, se sintió diminuto en el asiento trasero. Mientras el taxi iba por la calle Beacon, se imaginó el día que él y Shoba necesitaran comprar su propia camioneta, para llevar y recoger a sus hijos de las clases de música y las citas con el dentista. Se imaginó a sí mismo sosteniendo el volante, mientras Shoba se daba la vuelta
para repartirles juguitos a los niños. Alguna vez estas imágenes de paternidad le habían molestado, sumándose a la preocupación de que aún era un estudiante a los treinta y cinco. Pero esa mañana de otoño, con los árboles todavía cargados con hojas de bronce, disfrutó por primera vez esa imagen.
De algún modo, alguien del personal lo había encontrado en una de las idénticas salas de convenciones y le había dado un cuadrado rígido de papel. Sólo había un número telefónico, pero Shukumar supo que era el del hospital. Cuando regresó a Boston ya todo había terminado. El bebé nació muerto. Shoba estaba en la cama dormida, en un cuarto privado tan pequeño que apenas había espacio para pararse junto a ella, en un ala del hospital que no estaba en el recorrido para futuros padres. Su placenta se había debilitado y le habían hecho una cesárea aunque no a tiempo. El doctor explicó que esas cosas pasaban. Sonrió del modo más amable posible en que es posible sonreírle a la gente y que sólo los profesionales conocen. Shoba podría ponerse de pie en unas cuantas semanas. No había nada que indicara que ella no pudiera tener niños en el futuro.
Esos días Shoba ya se había ido siempre que Shukumar se despertaba. Él abría los ojos y veía las negras hebras de cabello que ella había dejado en la almohada y pensaba en ella, vestida, sorbiendo su tercera taza de café del día, en su oficina en el centro, en la que buscaba errores tipográficos en los libros de texto y los marcaba con un ejército de lápices de diferentes colores y en un código que alguna vez le había explicado. Ella haría lo mismo con su tesina, le prometió, cuando estuviera lista. Envidiaba lo específico de su tarea tan diferente de la naturaleza elusiva de la suya. Él era un estudiante mediocre que tenía facilidad para absorber los detalles sin curiosidad. Hasta septiembre había sido dedicado, sino diligente, resumiendo capítulos, apuntando argumentaciones en bloques de papel amarillo con líneas. Pero ahora podía quedarse en la cama hasta aburrirse, mirando su lado del armario, que Shoba siempre dejaba medio abierto, en la fila de las chaquetas de tweed y los pantalones de pana que no tenía que elegir para dar sus clases este semestre.Tras la muerte del niño era demasiado tarde para dejar la docencia. Pero su tutor había arreglado las cosas para que tuviera el semestre de primavera para él. Shukumar estaba en su sexto año de la universidad. “Eso y el verano te darán un buen empujón”, le había dicho su tutor. “Ya tendrías que tener todo terminado para septiembre.”
Pero no había nada empujando a Shukumar. En lugar de eso pensaba en cómo él y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse el uno al otro en su casa de tres dormitorios, pasando todo el tiempo posible en plantas diferentes de la casa. Él pensaba en que ya no anhelaba los fines de semana, esos en los que ella se sentaba durante horas en el sillón con sus lápices de colores y sus archivos, de modo que él no quería poner un disco en su propia casa por miedo a parecer maleducado. Pensaba en cuánto tiempo había pasado desde que ella lo había mirado a los ojos y sonreído, o susurrado su nombre en las raras ocasiones en que todavía alcanzaban el cuerpo del otro antes de dormirse.
Al principio había creído que iba a pasar, que él y Shoba lo superarían de alguna manera. Ella sólo tenía treinta y tres. Era fuerte, estaba de pie de nuevo. Pero no significaba un consuelo. Normalmente, era casi hasta la hora del almuerzo cuando, al fin, Shukumar salía de la cama y bajaba hacia la cafetera, sirviéndose el café que Shoba le había dejado, junto a una taza, sobre la repisa.
Shukumar recogió las pieles de cebolla con la mano y las tiró a la basura, sobre las tiras de grasa que le había quitado al cordero. Dejó correr el agua en el fregadero, remojó el cuchillo y luego la tabla para picar, y se pasó un limón por los dedos para deshacerse del olor a ajo, un truco que había aprendido de Shoba. Eran las siete y media. A través de la ventana vio el cielo como un pequeño vacío negro. Todavía había sobre las banquetas algunos bancos disparejos de nieve, a pesar de que hacía el calor suficiente como para caminar sin gorro ni guantes. Habían caído casi noventa centímetros en la última tormenta, y la gente tenía que caminar en una sola fila, en surcos estrechos. Durante una semana ésa había sido la excusa de Shukumar para no salir de casa. Pero ahora los surcos se estaban ensanchando, y el agua escurría constantemente hacia los desagües en el pavimento.
“El cordero no va a estar listo a las ocho,” dijo Shukumar. “Vamos a tener que comer a oscuras.”
“Podemos prender velas,” sugirió Shoba. Se soltó el pelo, limpiamente recogido en la nuca durante el día, y se sacó las zapatillas sin desamarrarlas. “Voy a darme una ducha antes de que se vaya la luz”, dijo ella, dirigiéndose a la escalera. “Ahora bajo.”
Shukumar puso su morral y sus zapatillas a un costado del refrigerador. Ella nunca había sido así. Solía colgar su abrigo en una percha, sus zapatillas en el armario y pagaba las facturas tan pronto como llegaban; pero ahora ella trataba la casa como si ésta fuera un hotel. El hecho de que el sillón amarillo de la sala no combinara con la alfombra turca azul y marrón ya no le molestaba. En el porche de la parte trasera de la casa, sobre la silla de mimbre, había una bolsa blanca llena de encaje que ella alguna vez había pensado en convertir en cortinas.
Mientras Shoba se bañaba, Shukumar fue al baño de abajo y encontró un nuevo cepillo de dientes en su caja bajo el lavamanos. Las duras y baratas cerdas le hirieron las encías y escupió sangre en el lavabo. El cepillo que usaba era uno de los muchos almacenados en una caja de metal. Shoba los había comprado una vez en que estaban de descuento suponiendo que un invitado decidiera, a última hora, quedarse a pasar la noche.
Era típico de ella. Era del tipo que se prepara para las sorpresas, para las buenas y para las malas. Si encontraba una falda o un bolso que le gustara compraba dos. Guardaba las utilidades de su trabajo en una cuenta separada a su nombre. Eso no le había preocupado a él. Su propia madre se había destrozado cundo murió su padre, abandonando la casa en la que creció y regresando a Calcuta, dejando a Shukumar para que arreglara todo. Le gustaba que Shoba fuera diferente. Le asombraba la capacidad que tenía ella para pensar por adelantado. Cuando iba a hacer la compra, la despensa estaba siempre llena de botellas extra de aceite de oliva y de maíz, dependiendo de si iba a cocinar italiano o indio. Había innumerables cajas de pasta de todas las formas y colores, bolsas cerradas de arroz bastami, piernas enteras de cordero y de cabra de los carniceros musulmanes de Haymarket, cortadas y congeladas en interminables bolsas de plástico. Cada dos sábados recorrían el laberinto de puestos que Shukumar acabó aprendiendo de memoria. Observaba boquiabierto cómo ella compraba más comida, siguiéndola con bolsas de tela mientras ella se abría paso en la multitud, peleándose en el sol con niños demasiado jóvenes para afeitarse pero ya sin algunos dientes, que cerraban bolsas cafés de papel con alcachofas, ciruelas, raíces de jengibre y camotes, y los dejaban caer en sus básculas, y se los aventaban a Shoba uno por uno. A ella no le importaba que la trataran con brusquedad, ni siquiera cuando estaba embarazada. Era alta, y de hombros anchos, con unas caderas que la doctora aseguró estaban hechas para tener hijos. Durante el largo regreso en auto a casa, mientras el coche corría junto al Charles, invariablemente se maravillaban ante cuánta comida habían comprado.
Nunca se desperdiciaba nada. Cuando los amigos los visitaban, Shoba podía improvisar comidas que parecía que necesitaban medio día para prepararse, con cosas que había congelado y embotellado, no con cosas baratas de lata, sino con pimientos que ella misma había marinado en romero y chutneys que hacía los domingos, revolviendo jitomates y ciruelas en ollas hirviendo. Sus frascos etiquetados se alineaban en los estantes de la cocina, en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, habían decidido, para durar hasta que sus nietos las probaran. Ahora ya se habían comido todo. Shukumar había ido usando las reservas continuamente, preparando comidas para los dos, sacando tazas de arroz, descongelando bolsas de carne día tras día. Cada tarde revisaba con cuidado los libros de cocina, siguiendo las instrucciones a lápiz de Shoba para usar dos cucharadas de cilantro molido y no una, o lentejas rojas en lugar de amarillas. Cada receta estaba fechada, diciendo la primera vez que habían comido ese platillo juntos. Dos de abril, col con hinojo. Catorce de enero, pollo con almendras y pasas. No tenía recuerdo de haber comido esas cosas y, sin embargo, ahí estaban anotadas con su limpia letra de correctora.
Shukumar disfrutaba cocinar ahora. Era lo que hacía que él se sintiera productivo. Si no fuera por él, sabía, Shoba se comería un plato de cereal para cenar.
Esa noche, sin luces, tendrían que cenar juntos. Durante meses se habían servido de la estufa y él se llevaba el plato al estudio, dejando que se enfriara la comida sobre la mesa antes de llevársela, sin pausa, a la boca, mientras que Shoba se llevaba el plato a la sala y veía los programas de concursos o corregía las pruebas con su arsenal de lápices de colores a la mano.
En algún momento de la tarde ella lo visitaba. Cuando él escuchaba que ella se aproximaba apartaba la novela y se ponía a teclear frases. Ella apoyaba las manos en sus hombros y lo miraba a la luz azul de la computadora. “No trabajes tanto”, le decía tras uno o dos minutos y se dirigía a la cama. Era la única vez en todo el día que ella lo buscaba y él, aún así, lo temía. Sabía que era algo que ella misma se obligaba a hacer. Ella miraría las paredes de la habitación que habían decorado juntos el verano pasado con una cenefa de patos desfilando y conejos tocando trompetas y tambores. A finales de agosto había una cuna de cerezo bajo la ventana, una mesa blanca transformable con empuñaduras verde-menta y una mecedora con cojines a cuadros. Shukumar lo había desmontado todo antes traer a Shoba de vuelta a casa del hospital, rascando con una espátula los conejos y los patos. Por alguna razón la habitación no le asustaba tanto como a Shoba. En enero, cuando dejó de trabajar en la biblioteca, puso en esa habitación, deliberadamente, su escritorio, en parte porque la habitación lo calmaba, en parte porque era un lugar que Shoba evitaba.
Shukumar regresó a la cocina y empezó a abrir cajones. Trató de localizar una vela entre las tijeras, los batidores, el mortero que ella había comprado en un bazar en Calcuta y que usaba para moler dientes de ajo y vainas de cardamomo, cuando solía cocinar. Encontró una linterna, pero no las pilas, y una caja de velitas de cumpleaños medio vacía. Shoba le había hecho una fiesta sorpresa el mayo anterior. Ciento veinte personas se habían amontonado en la casa: todos los amigos y los amigos de los amigos que ahora evadían sistemáticamente. Botellas de vino verde anidadas en una cama de hielo en la tina en el baño. Shoba estaba en su quinto mes, bebiendo ginger ale en una copa de martini. Había hecho un pastel de vainilla con natillas y caramelo. En la fiesta, toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados
con los suyos mientras caminaban entre los invitados.
Desde septiembre su único invitado había sido la madre de Shoba. Llegó desde Arizona y se quedó con ellos dos meses después de que Shoba regresase del hospital. Cocinaba la cena todas las noches, manejaba hasta el supermercado, lavaba la ropa, la guardaba. Era una mujer religiosa. Tenía un pequeño altar, una imagen enmarcada de una diosa con cara color lavanda y un plato con pétalos de caléndula en la mesita junto a su cama en el cuarto de invitados, y dos veces al día rezaba pidiendo nietos saludables en un futuro. Era amable con Shukumar sin ser amistosa. Doblaba sus suéteres con la habilidad que había aprendido de su trabajo en una tienda departamental. Remplazó un botón en su abrigo de invierno y le tejió una bufanda azul y beige presentándosela a Shukumar sin ninguna ceremonia, como si sólo se le hubiera caído y no se hubiera dado cuenta. Nunca le hablaba de Shoba. Una vez, cuando él mencionó la muerte del bebé, dejó de tejer, lo miró, y le dijo “Pero tú ni siquiera estabas ahí.”
Le pareció extraño que no hubiera velas de verdad en la casa; que Shoba no se hubiera preparado para una emergencia tan común. Ahora buscaba algo para poner las velitas de cumpleaños, y se conformó con la tierra de la maceta de una enredadera que normalmente se estaba en la ventana sobre la tarja. Aunque la planta estaba cerca, la tierra estaba tan seca que tuvo que regarla para que las velas pudieran mantenerse en pie. Apartó las cosas de la mesa de la cocina, el montón de correo, los libros sin leer de la biblioteca. Recordaba sus primeras comidas ahí, cuando estaban tan emocionados de estar casados, de estar viviendo, al fin, en la misma casa, que simplemente se buscaban el uno al otro a lo loco, que estaban más ansiosos de hacer el amor que de comer. Quitó de la mesa dos manteles, regalo de boda de una tía de Lucknow, y colocó los platos y las copas de vino que normalmente guardaban para cuando había invitados. Puso la hiedra en medio, con las hojas en forma de estrella y bordes blancos. Encendió el reloj-radio digital y lo puso en una estación de jazz.
“¿Qué es todo esto?” dijo Shoba cuando bajó las escaleras. Su pelo estaba envuelto en una toalla blanca muy apretada. Se quitó la toalla y la dejó sobre una silla, dejando que su pelo, oscuro y húmedo, cayera por su espalda. Mientras andaba ausente hacia la estufa deshizo algunos nudos con los dedos. Llevaba un pantaloncillo limpio, una playera, una bata vieja de franela. Su estómago lucía plano de nuevo, su cintura delgada antes de la protuberancia de las caderas, el cinturón de la bata atado con un nudo apretado.
Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la mesa y las lentejas del día anterior en el microondas, apretando los números en el contador.
“Hiciste rogan josh,” observó Shoba mirando el brillante estofado con páprika por la tapa de cristal.
Shukumar agarró un trozo de cordero con los dedos rápidamente para no quemarse. Agarró otro trozo, mayor, con un cucharón para asegurarse de que la carne salía limpiamente del hueso. “Está listo,” anunció.
El microondas pitó cuando se apagaron las luces y se fue la música.
“Justo a tiempo,” dijo Shoba.
“Sólo pude encontrar velitas de cumpleaños.” Encendió las de la enredadera, dejando el resto delas velitas y una caja de cerillos junto a su plato.
“No importa,” dijo, moviendo un dedo a lo largo de su copa. “Se ve hermoso.”
En la penumbra, él sabía cómo se sentaba ella, un poco adelantada en la silla, los tobillos cruzados contra ésta, el codo izquierdo en la mesa. Durante su búsqueda de velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en una caja que pensaba estaba vacía. Detuvo la botella en sus rodillas mientras daba vueltas al sacacorchos. Para no tirar vino levantó los vasos y los sostuvo cerca de sus rodillas mientras los llenaba. Cada uno se sirvió, revolviendo el arroz con los tenedores, entrecerrando los ojos mientras extraían hojas y especias del guiso. Cada cierto tiempo, Shukumar encendía unas cuantas velitas más y las metía en la tierra de la maceta.
“Es como en la India,” dijo Shoba, observándolo cuidar su candelabro improvisado. “A veces la electricidad se va por horas. Una vez estuve en toda una ceremonia del arroz en la oscuridad. El bebé sólo lloraba y lloraba. Seguro hacía mucho calor.”
Su bebé nunca había llorado, reflexionó Shukumar. Su bebé nunca iba a tener una ceremonia del arroz, a pesar de que Shoba ya había hecho la lista de invitados y decidido a cuál de sus tres hermanos le iba a pedir que le diera al bebé su primer bocado de comida sólida, a los seis meses si era niño, a los siete si era niña.
“¿Tienes calor?” Le preguntó. Empujó la resplandeciente maceta al otro extremo de la mesa, más cerca de las pilas de libros y correo, haciendo todavía más difícil que se pudieran ver. De repente
le irritó no poder subir y sentarse enfrente de la computadora.
“No. Está delicioso,” dijo ella, golpeando el plato con su tenedor. “Lo está.”
Él le rellenó la copa. Ella se lo agradeció.
No eran así antes. Ahora él tenía que decir algo que le resultara interesante a ella, algo que la hiciera levantar la vista del plato o de sus galeradas. De hecho, él ya había desistido de entretenerla. Había aprendido a que no le afectaran los silencios.
“Recuerdo que durante los momentos que se iba la luz en casa de mi abuela, todos teníamos que contar algo”, continuó Shoba. Apenas podía ver su rostro pero por el tono de sus palabras él sabía que sus ojos estaban entornados como si intentara fijar su mirada en un objeto distante. Era uno de sus hábitos.
“¿Como qué?”
“No sé. Un poema. Un chiste. Un dato sobre el mundo. No sé por qué mis parientes siempre querían que les dijera el nombre de mis amigos de América. No sé por qué esa información era tan importante para ellos. La última vez que vi a mi tía me preguntó por cuatro muchachas que habían estudiado la primaria conmigo en Tucson. Apenas las recordaba.”
Shukumar no había pasado tanto tiempo en la India como Shoba. Sus padres, que se habían asentado en New Hampshire, solían regresar sin él. La primera vez que había ido, de niño, casi muere de disentería. Su padre, un tipo nervioso, tenía miedo de llevarlo otra vez, no fuera a ser que algo ocurriera, y lo dejaban con una tía y un tío en Concord. Como adolescente prefería ir a un campamento de vela o vender helados que pasar los veranos en Calcuta. No fue hasta que murió su padre, en su último año de universidad, que el país comenzó a interesarle y estudió su historia en los libros de texto como si fuera otra asignatura cualquiera. Ahora deseaba tener su propia historia de una infancia en la India.
“Hagámoslo,” dijo ella de repente.
“¿Hacer qué?”
“Decirnos algo en la oscuridad.”
“¿Cómo qué? No me sé ningún chiste.”
“No, chistes no.” Pensó un minuto. “¿Qué tal si nos contamos algo que nunca hayamos contado?”
“Yo jugaba este juego en la secundaria” recordó Shukumar, “cuando me emborrachaba.”
“Estás pensando en verdad o castigo. Esto es diferente. Bueno, yo empiezo.” Tomó un sorbo de vino. “La primera vez que estuve sola en tu departamento, miré en tu agenda para ver si me habías puesto. Creo que nos habíamos conocido hace dos semanas.”
“¿Yo dónde estaba?”
“Fuiste a contestar el teléfono en el otro cuarto. Era tu madre, y supuse que iba a ser una llamada larga. Quería saber si me habías ascendido de los márgenes de tu periódico.”
“¿Lo había hecho?”
“No. Pero no me rendí. Ahora es tu turno.”
No se le podía ocurrir nada, pero Shoba estaba esperando a que hablara. No había estado tan decidida en meses. ¿Qué quedaba que él le dijera? Recordó su primer encuentro, cuatro años antes en una sala de conferencias en Cambridge, donde un grupo de poetas bengalíes daban un recital. Terminaron uno al lado del otro, en sillas plegables de madera. Shukumar se aburrió rápido; era incapaz de descifrar la dicción literaria, y no podía unirse al resto del público mientras suspiraban y asentían solemnemente después de ciertas frases. Asomándoseal periódico doblado en sus piernas estudió la temperatura de distintas ciudades alrededor del mundo. Noventa y un grados ayer en Singapur, cincuenta y uno en Estocolmo. Cuando volvió la cabeza a la izquierda, vio junto a él a una mujer haciendo una lista de compras en la parte de atrás de un fólder, y se asombró al descubrir que era hermosa.
“Bueno” dijo, recordando. “La primera vez que salimos a cenar, en el restaurante portugués, se me olvidó dejarle propina al camarero. Regresé a la mañana siguiente, averigüé su nombre y le dejé el dinero al jefe de sala.”
“¿Regresaste desde Somerville sólo para darle la propina a un camarero?”
“Tomé un taxi.”
Las velas de cumpleaños se habían agotado pero él se imaginaba perfectamente la cara de ella en la oscuridad, los ojos abiertos y brillantes, los labios llenos y con tonalidad de uva, la caída a los dos años de una silla aún visible como una coma en su barbilla. Cada día, se había dado cuenta Shukumar, su belleza, que una vez lo había superado, parecía desvanecerse. El maquillaje que le había parecido superfluo ahora era necesario, no para mejorarla; sino para definirla.
“Pero al final de la cena tenía el raro presentimiento de que me casaría contigo,” dijo admitiéndolo para sí mismo y también para ella por primera vez. “Debo haberme distraído.”
La noche siguiente Shoba llegó a casa antes de lo normal. Estaba el cordero que había sobrado de la noche anterior y Shukumar lo calentó de tal modo que pudieran cenar a las siete. Ese día había salido, por entre la nieve que se fundía, y había comprado un paquete de velas en la tienda de la esquina y pilas para la linterna. Tenía las velas preparadas en la barra, en candelabros que semejaban lotos, pero comieron bajo la lámpara de techo color bronce que colgaba sobre la mesa.
Cuando terminaron de comer, Shukumar estaba sorprendido de ver que Shoba ponía su plato sobre el de él y después los llevaba a la tarja. Él había asumido que ella se retiraría a la sala, pertrechada detrás de su barricada de galeradas.
“No te preocupes de los platos,” dijo, quitándoselos de las manos.
“Me parece tonto no lavarlos,” respondió, dejando caer una gota de detergente en la esponja. “Ya son casi las ocho.”
Su corazón se aceleró. Todo el día Shukumar había esperado a que las luces se fueran. Pensó en lo que Shoba había dicho la noche anterior, que había mirado su agenda. Se sentía bien al recordarla como era antes, tan valiente y, sin embargo, tan nerviosa cuando se conocieron; tan esperanzada. Se pararon el uno junto al otro frente al fregadero, sus reflejos juntos enmarcados en la ventana. Lo hizo sentir tímido, de la misma manera que se sintió la primera vez que se habían visto juntos en un espejo. No podía recordar la última vez que los habían fotografiado. Habían dejado de asistir a fiestas, no iban a ningún lado juntos. El rollo de su cámara todavía tenía fotos de Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.
Después de terminar de lavar los platos, se apoyaron contra la repisa, secándose las manos con cada extremo de una toalla. A las ocho, la casa se apagó. Shukumar prendió las mechas de las velas, impresionado por sus largas y estables llamas.
“Vamos a sentarnos afuera” dijo Shoba. “Creo que todavía hace calor.”
Cada uno agarró una vela y se sentó en los escalones. Era extraño estar sentado afuera mientras todavía había manchas de nieve en la banqueta. Pero todos estaban fuera de sus casas esa noche, con una brisa lo suficientemente fría como para poner a la gente nerviosa. Se abrían y cerraban puertas con mosquiteros. Un pequeño desfile de vecinos pasó con linternas.
“Vamos a la librería a ojear los libros” dijo un hombre con el pelo plateado. Caminaba con su esposa, una señora delgada con rompevientos y que llevaba a un perro con su correa. Eran los Bradfords, y habían introducido una tarjeta de condolencia en su buzón en septiembre. “Escuché que tienen electricidad.”
“Eso espero” dijo Shukumar. “O si no van a tener que ojear en la oscuridad.”
La mujer se rió, pasando su brazo por el hueco que formaba el codo de su marido. “¿Quieren venir con nosotros?”
“No, gracias,” dijeron Shoba y Shukumar a la vez. A Shukumar le sorprendió que sus palabras coincidieran y se empataran con la voz de ella.
Se preguntaba qué le diría Shoba en la oscuridad. Las peores posibilidades ya habían corrido por su cabeza. Que tenía una aventura. Que no le respetaba por tener treinta y cinco y seguir siendo un estudiante. Que lo culpaba por estar en Baltimore como lo hacía la madre de ella. Pero sabía que esas cosas no eran ciertas. Ella había sido fiel como él lo había sido. Ella creía en él. Fue ella la que insistióque fuera a Baltimore. ¿Qué no sabían el uno del otro? Él sabía que ella cerraba los dedos cuando dormía, que ella temblaba en medio de las pesadillas. Sabía que prefería el melón dulce al melón normal. Sabía que cuando regresaron del hospital lo primero que ella hizo al entrar a la casa fue agarrar las cosas de ambos y tirarlas en el pasillo: libros de los estantes, plantas de las ventanas, cuadros de las paredes, fotografías de las mesas, cacerolas y sartenes que colgaban de ganchos sobre la estufa. Shukumar se había apartado de su lado observándola conforme se movía metódicamente de habitación en habitación. Cuando estuvo satisfecha se quedó allí mirando la pila que había hecho, loslabios hacia atrás con tal gesto de disgusto que Shukumar pensaba que iba a escupir. Después, empezó a llorar.
Empezó a sentirse frío mientras estaban ahí sentados en las escaleras. Sentía que ella debía hablar primero para comportarse recíprocamente.
“Aquella vez que vino tu madre a visitarnos,” dijo ella al fin. “Cuando te dije que tenía que quedarme a trabajar hasta tarde, me fui con Gillian a tomar un martini.”
Él miró su rostro, la nariz delgada, la forma casi masculina de su mandíbula. Recordaba aquella noche bien. Comiendo con su madre, cansado de dar dos clases seguidas, deseando que Shoba estuviera ahí para decir las cosas adecuadas pues a él sólo se le ocurrían las inadecuadas. Habían pasado doce años desde que su padre murió, y su madre había venido a pasar dos semanas con él y Shoba para que pudieran honrar la memoria de su padre juntos. Cada noche, su madre cocinaba algo que le gustaba a su padre, pero estaba demasiado afligida como para comer, y sus ojos se humedecían mientras Shoba acariciaba su mano. “Es tan conmovedor” le había dicho Shoba en esa época. Ahora se imaginaba a Shoba con Gillian, en el bar con sillones de terciopelo a rayas, al que solían ir después del cine, ella asegurándose de que le pusieran una aceituna extra, pidiéndole a Gillian un cigarrillo. La imaginó quejándose, y a Gillian simpatizando sobre las visitas de los suegros. Fue Gillian el que llevó a Shoba al hospital.
“Te toca” le dijo, deteniendo sus pensamientos.
Shukumar escuchó, viniendo del final de la calle, el ruido de un taladro y a los electricistas gritando. Miró las fachadas oscurecidas de las casas alineadas en la calle. Brillaban velas en las ventanas de una. A pesar del calor, salía humo de la chimenea.
“Hice trampa en mi examen de Civilización Oriental en la universidad” dijo. “Era mi último semestre, los últimos exámenes. Mi padre había
muerto unos meses antes. Podía ver el libro azul del tipo sentado junto a mí. Era un tipo americano, un maníaco. Sabía urdu y sánscrito. No me acordaba si el verso que teníamos que identificar era ejemplo de un ghazal o no. Vi su respuesta y la copié.”
Había sucedido hacía más de quince años. No se sintió aliviado al haberlo dicho.
Ella lo volteó a ver, mirando no su cara sino sus zapatos (mocasines viejos que usaba como pantuflas, el cuero de la parte de atrás permanentemente aplastado). Él se preguntó si le había molestado lo que había dicho, lo que diría ella. Tomó su mano y la apretó. “No tienes que decirme por qué lo hiciste,” dijo ella acercándose a él.
Se sentaron juntos hasta las nueve que regresó la luz. Oyeron que la gente en la calle aplaudía en los porches y las televisiones que se prendían. Los Bradfords regresaron por la calle, comiendo helado y los saludaron con la mano. Shoba y Shukumar devolvieron el saludo. Después se levantaron, la mano de él todavía en la de ella y entraron a la casa.
De algún modo, sin decir nada, se había convertido en eso. En un intercambio de confesiones, los modos en que se herían o se decepcionaban el uno al otro y a sí mismos. Al día siguiente, Shukumar se puso a pensar durante horas en lo que iba a decirle. Estaba dividido entre admitir que una vez había arrancado una fotografía de una mujer de una de las revistas de moda a las que ella estaba suscrita y la había llevado entre sus libros una semana o decirle que en realidad no había perdido el chaleco que ella le había regalado para su tercer aniversario sino que lo había cambiado por dinero en Filene’s y que se había emborrachado a mitad del día en el bar de un hotel. Para su primer aniversario, Shoba había cocinado una cena de diez platos para él. El chaleco le había deprimido. “Mi esposa me regaló un chaleco para nuestro aniversario,” se quejó con el cantinero, con la cabeza pesada por el coñac. “¿Qué esperaba?” respondió el cantinero. “Está casado.”
Él no sabía por qué había arrancado la fotografía de la mujer. No era tan hermosa como Shoba. Llevaba un vestido de lentejuelas y tenía un rostro tosco y magro, piernas masculinas. Sus brazos desnudos estaban alzados, los puños alrededor de la cabeza como si estuviera a punto de golpearse las orejas. Era un anuncio de medias. Shoba estaba embarazada en aquella época, su estómago de repente inmenso, a tal punto que Shukumar ya no la quería tocar. La primera vez que él vio la foto estaba en la cama acostado junto a ella, observándola mientras leía. Cuando descubrió la revista en la pila de reciclaje encontró a la mujer y arrancó la página lo más cuidadosamente que pudo. Durante una semana la estuvo mirando cada día. Sentía un deseo inmenso hacia la mujer, pero era un deseo que se convertía en asco después de uno o dos minutos. Era lo más cerca que había estado de la infidelidad.
Le contó a Shoba lo del chaleco la tercera noche, lo de la foto en la cuarta. Ella no dijo nada mientras él hablaba, no expresó protestas ni reproches. Simplemente lo escuchó, y luego agarró su mano, apretándola como hacía antes. La tercer noche ella le contó que una vez después de una conferencia a la que habían ido, lo dejó hablar con el jefe de su departamento sin decirle que tenía un poquito de paté en la barbilla. Estaba molesta con él por alguna razón y lo había dejado hablar y hablar acerca de asegurar su beca el próximo semestre, sin llevarse un dedo a su propia barbilla como señal. En la cuarta noche, dijo que nunca le había gustado el único poema que él había publicado en toda su vida, en una revista literaria de Utah. Había escrito el poema después de conocer a Shoba. Añadió que le parecía cursi.
Algo pasaba cuando la casa estaba oscura. Eran capaces de hablarse nuevamente. La tercera noche, después de cenar, se sentaron juntos en el sillón, y una vez que estuvo oscuro la empezó a besar torpemente en la frente y la cara y, aunque estaba oscuro, cerró los ojos y supo que ella también los cerró. La cuarta noche subieron cuidadosamente a la cama, buscando juntos con los pies el último escalón antes del descanso e hicieron el amor con una desesperación que habían olvidado. Ella lloró pero sin sonido y susurró su nombre y dibujó sus cejas con sus dedos en la oscuridad. Cuando le hacía el amor él se preguntaba lo que le diría la noche siguiente y lo que ella diría. Pensar en eso le excitaba. “Abrázame,” dijo él, “abrázame en tus brazos,” Para cuando regresaron las luces, se habían quedado dormidos.
La mañana de la quinta noche Shukumar encontró otra nota de la compañía eléctrica. Los cables habían sido reparados antes de lo previsto, decía. Se enojó. Él había planeado hacer camarón malai para Shoba pero al llegar de la tienda ya no se sintió con ganas de cocinar. No era lo mismo, pensaba, saber que las luces no se irían. En la tienda, el camarón parecía delgado y gris. La leche de coco estaba llena de polvo y era cara. Aún así, los compró, y también compró una vela de cera de abeja y dos botellas de vino.
Ella llegó a casa a la siete y media. “Supongo que es el final de nuestro juego” dijo él cuando la vio leer la nota.
Ella lo miró. “Si quieres puedes prender las velas.” Ella no había ido al gimnasio. Llevaba un traje debajo del abrigo. Se había retocado el maquillaje hacía poco.
Cuando ella subió las escaleras para cambiarse, Shukumar se sirvió vino y puso un disco, un álbum de Thelonius Monk que sabía que a ella le gustaba.Cuando bajó, cenaron juntos. Ella no le agradeció ni lo elogió. Simplemente comieron en una habitación oscura a la luz de una vela de cera de abeja. Habían sobrevivido una época difícil. Se terminaron los camarones. Se terminaron la primera botella de vino y comenzaron con la segunda. Se sentaron juntos hasta que la vela ardió casi por completo. Ella se movió en su silla y Shukumar pensaba que iba a decir algo. Pero ella se levantó, apagó la vela, se puso de pie, prendió la luz y se sentó de nuevo.
“¿No deberíamos seguir sin luz?” preguntó Shukumar.
Ella hizo su plato a un lado y puso sus manos sobre la mesa. “Quiero que me veas mientras te digo esto” dijo con suavidad.
El corazón de Shukumar empezó a latir con fuerza. Cuando le dijo que estaba embarazada usó las mismas palabras, las dijo con la misma suave manera, apagando el partido de básquetbol que él estaba viendo en la televisión. No había estado preparado entonces. Ahora sí lo estaba.
Sólo que él no quería que ella estuviera embarazada otra vez. No quería tener que fingir estar feliz.
“He estado buscando un departamento y encontré uno” dijo, fijando los ojos en algo que parecía estar por encima de su hombro derecho. “No es culpa de nadie,” continuó. Había soportado demasiadas cosas. Necesitaba estar sola un tiempo. Tenía algo de dinero ahorrado para hacer el primer depósito. El departamento estaba en la calle Beacon, y podía ir caminando al trabajo. Había firmado los papeles esa noche antes de llegar a casa.
Ella no lo veía, pero él la observaba. Era obvio que había practicado las líneas. Todo este tiempo había estado buscando un departamento, probando la presión del agua, preguntando si la calefacción y el agua caliente estaban incluidas en la renta.
A Shukumar le daba asco saber que había pasado los últimos tres días preparándose para una vida sin él. Se sentía aliviado y, a la vez, asqueado. Eso era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas veladas. Ése era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que había
jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible para sacarlo de su mente. Antes
del ultrasonido ella le había pedido al doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella quería que fuera una sorpresa.
Después, aquellas pocas veces que habían hablado
de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De alguna manera estaba
orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él había llegado demasiado
tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado
y ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo suficientemente pronto como para ver a su bebe y abrazarlo antes de que lo cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia
pero el doctor le había dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba
estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
“Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado
la fotografía de una mujer de una revista. Había
devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida
del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio.
Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación
se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.
era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas veladas. Ése era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que había jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible para sacarlo de su mente. Antes del ultrasonido ella le había pedido al doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella quería que fuera una sorpresa.
Después, aquellas pocas veces que habían hablado de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De alguna manera estaba orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él había llegado demasiado tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado y ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo suficientemente pronto como para ver a su bebe y abrazarlo antes de que lo cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia
pero el doctor le había dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
“Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado la fotografía de una mujer de una revista. Había devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio.
Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.
Jhumpa Lahiri

19 julio 2006

Concurso: Lecturas tórridas

El verano ya llegó y, a falta de a uno le inviten a la fiesta, la de la canción hortera, por supuesto, se entretiene uno viendo llegar e irse unos cuantos libros. A mí me está saliendo el verano a uno diario o cada dos días, dependiendo de las cabezadas que me proporcione. De hecho tengo distintos libros dependiendo de donde los vaya a leer distribuidos por casa. El de pensamiento político lo tengo junto al sofá, para las siestas, el de microcuentos junto a los fogones, para que no se me pasen los guisos, la novela sobre la cisterna del retrete, que es cuando me veo más centrado, y al lado de la cama uno para leer a una mano. Los malos están en una bolsa de papel junto a las guías telefónicas, todavía no sé si los venderé o los echaré al contenedor de papeles.
En fin, entre tanta lectura me he encontrado con dos ejemplares dos de Contar las olas, que han de lidiar los afortunados lectores que se animen a decirnos el título y autor de un cuento que debería estar en este libro. Por ejemplo -empiezo a sentirme un poco Mayra Gómez Kemp-, "El mar", de Medardo Fraile. Un, dos, tres, comente otra vez.

18 julio 2006

Una vida hecha desde las lecturas

Cuando alguien comienza a hablar de bibliotecas y autores el primer autor que viene a la cabeza es Borges. El escritor bibliotecario –sabemos que algunos de sus mejores cuentos los escribió en algunas de las bibliotecas en las que trabajó- ha quedado fijado en el ideario común como el escritor de los libros. La lectura de Construyendo Babel, de Hilario J. Rodríguez, presenta una alternativa muy interesante a la manera borgiana de ver el libro. Borges en muchas ocasiones se jactó de los libros que había leído y en sus textos vemos que son, sobre todo, los conceptos, ideas y paradojas que extrajo de ellos los que condicionaron su obra. Se ha dicho muchas veces –lo especificó Juan Bonilla en un gran cuento- que Borges extrajo todo de los libros. No porque tuviera poca vida, sino porque no supo ver lo que tenía ante los ojos. Pessoa, un autor de vida marcadamente anodina, resulta mucho más vitalista que el autor bonaerense, y eso se debe a que supo ver lo que tenía ante los ojos.
Hilario J. Rodríguez se nos presenta a través de este libro como un autor consciente de que su vida está muy marcada por los libros que ha leído y que atesora pero, frente a la visión borgeana, esas lecturas están íntimamente unidas a la vida. El gran acierto de este libro es mostrar a los ojos del lector la unión entre los libros y sus autores y las experiencias personales del propio Rodríguez. No hay una sola referencia “cultista” a un libro, no hay una sola anécdota que no encuentre su reflejo en algunas de las lecturas que se inventarían en el libro. No es fácil lograr un texto en que la vida literaria y la vida personal se unan, y este texto es un ejemplo de que las lecturas pueden enriquecer la vida y los modos de enfrentarse a ella, y de que la vida es una referencia más y un punto de partida y llegada de toda lectura.
Tras leer las páginas de Construyendo Babel el lector tiene una idea clara de la vida de su autor, de algunos de los momentos duros que ha tenido que pasar, de la terrible presencia de su padre –con el que establece una relación de herencia-resistencia evidente-y de las vivencias que tiene por vivir. Hilario J. Rodríguez ha hecho una biografía literaria en la que su vida se entrelaza con una de sus grandes pasiones –la otra, la del cine, lo ha convertido en uno de los críticos cinematográficos más lúcidos e interesantes de este país, y una de las razones por las que uno compraba el ABC los sábados hasta hace un par de meses- y el resultado es un libro que se lee con placer gracias a su estilo natural, con su prosa exacta y natural a partes iguales, y que va convenciendo a los puntos, porque no exagera los dramas de su existencia, los va mencionando en los sucesivos textos hasta que uno tiene una idea bastante aproximada de cómo ha llegado a donde ha llegado.
Si en la televisión pública se hicieran las cosas por profesionalidad y no por amiguismo, no sería el tostón de Rioyo el del programa de libros, sería Hilario J. Rodríguez, no creo que haya mucha gente que sienta tanto amor por los libros y sea capaz de transmitirlo con tanta sabiduría, enraizando el disfrute de la lectura en las vivencias del día a día.

Hilario J. Rodríguez Construyendo Babel Tropismos, Salamanca, 2004

17 julio 2006

Viñetas dominicales


En las horas de calor de la siesta de un mes de julio madrileño que está resultando especialmente caluroso y asfixiante hay tiempo para leer mucho. Este domingo me decidí a tener una tarde de lecturas comiqueras o tebeísticas, que tanto significa lo uno como lo otro aunque creo que ninguna de las dos palabras las acepta la RAE.
En ambos casos se trataba de la recopilación de historias breves publicadas en revistas –hubo un tiempo en que los quioscos españoles estaban llenos de revistas en las que se iba publicando lo mejor del cómic europeo y americano- y con una intencionalidad parecida: recoger los aspectos más sombríos de la realidad e ironizar sobre ellos.
La primera, menos afortunada a mi entender, es la del guionista Abulí –famoso y reconocido por su serie Torpedo- y el dibujante Oswal. Llamada 13 relatos negros, recoge una serie de historias en las que el humor negro y la ironía son los dos objetivos fundamentales de sus creadores. Lo que sucede es que en la plasmación de dichas historias el guión se queda casi siempre corto o, dicho de otro modo, el final se precipita casi siempre frene al ritmo de la narración establecido–tal vez condicionado por el tamaño que tenían disponible, aunque eso sólo demuestra un escaso esfuerzo de adaptación el medio- o quizá esté también marcado por la voluntad de enfocar las historias hacia una sorpresa final que, en la mayoría de los casos, es más un choque poco trabajado que deja un regusto amargo, de historia mal cerrada. También usa muchos clichés, genéricos y estructurales, que en la mayoría de los casos no terminan de jugar a favor de la historia –bien porque unas veces son respetados en exceso, bien porque otras están subvertidos sin gracia- y en algunos casos, como la historia llamada La carnada, se evidencian plagios de grandes autores de ciencia ficción. Pero, lo más evidente es la voluntad de no ir más allá del chiste, de construcción de historias intrascendentes que se agotan con una sola lectura –y eso teniendo en cuenta que muchas veces esa primera lectura se revela bastante sosa o descafeinada.
El dibujante Oswal parece comprender la escasa importancia de las historias que el guionista le entregó y su dibujo se muestra apenas esbozado, ya que casi ninguna plancha tiene un aspecto de dibujo acabado, sino de boceto a mano alzada que, en algunos casos, es directamente una acumulación de trazos difusos y mal perfilados –alguna historia presenta un dibujo casi indescifrable- y con unas viñetas generosas que no van tanto a favor de la narración visual como de la finalización rápida de las páginas que el editor de la revista fuera a pagar.
En Glénat, Joan Navarro ha estado llevando a cabo una labor fundamental de recuperación en volúmenes dignos de la obra de los grandes del tebeo español. Gracias a ellos hemos podido disfrutar de muchas obras de Carlos Giménez, de Alfonso Font o la propia serie de Torpedo realizada Bernet y Abulí. Estos relatos negros eran, la verdad, totalmente prescindibles.
Miguelanxo Prado es un referente básico a la hora de hablar de narrativa gráfica en España. Su álbum Trazo de tiza es, posiblemente, la mejor obra que se hizo en los noventa en el tebeo español. Su trayectoria profesional lo ha llevado a trabajar en Hollywood, a dirigir una película de animación, o a publicar sus cuadernos de viaje –preciosos los de Lisboa y Belo Horizonte.
La obra a la que ha dedicado un esfuerzo más continuado es Quotidianía delirante, que reúne las historias cortas que a lo largo de los años se han ido publicando en revistas y que se mueven dentro de la sátira social.
Recogidas en un solo volumen sirven para apreciar la unidad sorprendente que demuestran, tanto en la visión del mundo que ofrecen como en los mecanismos para representarla. Prado se fija en el día a día, en la enorme cantidad de hechos inexplicables con lo que convivimos de un modo, cuanto menos, sorprendente, y que no tienen explicación alguna. Para evidenciar lo absurdo o negligente de nuestra conducta nunca recurre al símbolo ni a la metáfora, prefiere un método más kafkiano: mostrar la realidad tal y como es, y, sólo en momentos puntuales, intensificarla –ojo, no hay invención aquí, sólo intensificación de las actitudes, no exageración n invenciones- con lo que uno nunca recibe la impresión de que lo contado es invención o modificación intencionada. No, lo que tiene ante sus ojos son los comportamientos que se encuentra cada día agudizados, evidenciados, puesto bajo el foco que evidencia lo ilógico de dichas actitudes. La lectura continua de estas historias revela una sociedad enferma y algo perdida, pero que se limita a adaptarse a los fenómenos cambiantes de una sociedad que no medita sus comportamientos.
La inmediatez, el humor –nada de risas, todo lo más un rictus desencajado- de las historias deja poco tiempo para un tratamiento gráfico deslumbrante. El lector de álbumes como el mencionado Trazo de tiza, Tangencias o Pedro y el lobo sabe que Prado es uno de los más delicados dibujantes que hay en el cómic mundial, y uno de los que mejor ha asimilado las posibilidades gráficas del medo y el espacio, el aire, interno de cada viñeta. No es ése el Prado que encontrará aquí pues, pese a mantener un nivel estético muy elevado –cuando uno es un buen dibujante no puede cortarse la mano-, no alcanza la sofisticación de otros álbumes. Sí que se puede apreciar, a lo largo de la lectura continua de este volumen, la evolución del autor, desde el grafismo más genérico de las primeras historias –planchas blancas, colores casi planos, dibujos entintados- a las planchas pintadas con pinceles, de una textura muy personal, en la que se aprecia una calidad casi pictórica en los acabados de cada viñeta. Prado es una delicia para todo buen gourmet del tebeo.
Con la misma realidad como materia se pueden hacer cosas tan distintas…

Abulí/ Oswal 13 relatos negros Glénat, Barcelona, 2003
Miguelanxo Prado Quotidianía delirante Norma, Barcelona, 2003

15 julio 2006

Todos (no) tenemos precio

Todos tenemos una vida y una muerte. El oro día me enteré de la muerte de un alumno. Sus familiares respondieron a uno de los habituales correos electrónicos en los que les hacemos llegar los materiales teórcos y los textos de los alumnos y nos/me informaron de que había muerto. No dijeron cuáles habían sido las circunstancias. No sé -no quiero- saber cómo ha muerto. Sólo sé que él es un alumno vivo de los talleres hasta dentro de un mes. Él pago un trimestre de taller y, por tanto, es alumno nuestro hasta que acabe dicho trimestre.
Una vez leí un artículo de Millás donde venía a decir lo mismo, un conocido suyo había estado pagando facturas hasta unos seis meses después de haber fallecido. En otros casos los familares de un difunto prolongan su vida tanto como sea necesario hasta que les soliciten una fe de vida y tengan que renunicar a la pensión del familiar. Algunas veces se ha llegado a la amputación de dedos del muerto para poder usar sus huellas dactilares.
Todo es hoy fungible. Todos tenemos un precio, todos tenemos una tarifa que sirve para que nos vendamos. Unos la tienen más alta, otros más baja.
La declaración de la renta -o el impuesto correspondiente en otros países- nos tasa, sirve para saber cuánto valemos a través de nuestro trabajo, del dinero que generamos, del dinero que poseemos. Somos en tanto generamos facturas. Existimos en tanto nuestros actos son computables por el sistema de la Agencia Tributaria.
Nuestras relaciones son fungiles, les ponemos un precio porque queremos algo, aunque sea cariño, a cambio de ellas. Una prostituta es alguien que evidencia, denota, la relación que se estalece entre distintos seres humanos. Tasa, tarifa, sus actos, algo que el resto hacemos de un modo encubierto, ilegal, como un bar que oculta la lista de precios.
Lo más terrible de todo esto es que estamos sobrevalorados. No podemos valer lo que alguien -nuestro empleador, el estado, la sociedad- daría por nosotros. De ser así eso querría decir que tenemos un precio -¿alto, bajo? qué mas da, un precio es tasar, limitar nuestra existencia- y en tal caso estamos sobrevalorados.
Una vida no vale nada, nos lo demuestran día a día las noticias que llegan de países de lo que llamamos, con un afán simplificador, Tercer mundo. Una vida no puede ser más o menos valiosa dependiendo del paritorio en el que hemos nacido. O podemos pensar, con un razonamiento tan certero como el anterior, que una vida vale todo, independientemente del médico que certifique su defunción.
Reducir a nuestra vida a un precio, como hacen los contratos, los impuestos, y toda la mecánica del estado el bienestar, es sobrevalorarnos. No valemos un duro o no tenemos precio, no puede -no debe- haber un término medio.
Lo demás es entrar en una dinámica enferma que no valora al ser humano como tal, sino como mercancía. Y en tal caso uno valdría mucho, aunque sea por que tiene más materia, peso, que otros.
Y no creo que el valor de uno sea cuestión de peso, o de precios.

14 julio 2006

Escritores y algo más

Leo en el ABC unas declaraciones de Almudena Grandes alarmantes: "criticó el «intrusismo que vivimos, que es cada vez mayor. Ahora las mises, los políticos y los presentadores de televisión escriben novelas»."
Uno, que es un poco más honrado que la señora Grandes, no piensa que haya intrusismo en el mundo de la escritura, porque no conoce uno un colegio de escritores que vele por asuntos como estos, que son, sin duda, de gran interés para el ciudadano. De hecho, eso del intrusismo siempre sale a colación -en la profesión que sea, ojo- cuando aparece alguien que está ganando mucho dinero, mucha más que el que protesta, se entiende, y representa un peligro para el negocio.
Uno comprende, y comparte, la alerta social ante cirujanos, arquitectos, pilotos, que no están debidamente colegiados y, por lo tanto, realizan su labor fuera de los mecanismos de control que se han dispuesto para velar por la sociedad civil y sus integrantes -que son, en la mayoría de los casos, mecanismos escasos e ineficaces, todo hay que decirlo-. Ahora, eso del intrusismo en el terreno del escritor, no acaba uno de entenderlo.
Almudena Grandes, que parece estar muy puesta en el asunto, nos podría sacar de dudas. A lo mejor ella sí tiene una titulación que demuestra su capacitación como escritora, y que podría presentar en el caso de que se aprobase una ley que regulase la lamentable costumbre que tiene la gente de escribir porque le da la gana. Se da el caso de que uno mismo está dentro del grupo que saldría más beneficiado en el caso de que el Estado, a través de su tentáculo denominado popularmente Ministerio de Educación, crease una titulación que certificase la preparación de un individuo para ejercer o no como escritor. Teniendo en cuenta el trabajo que uno desempeña en la empresa de referencia del sector de la enseñanza de la escritura creativa no creo que tardase en tener un cargo bien remunerado a cuenta de todos los españoles que, por fin, tendrían la seguridad de que alguien velase porque los emborronadores de cuartillas estén separados en profesionales colegiados -que publican en editoriales de prestigio y amplia distribución- y escritores clandestinos, condenados a deambular por cafés y tugurios de mala muerte con un montón de fotocopias en la mano, como camellos, rondando a los posibles compradores.
A lo mejor la señora Grandes debería preocuparse menos por el mercado –con sus valoraciones directamente marcadas por listas de ventas y balances de beneficios- y más por escribir buenos libros. Claro que no es eso lo que hace, porque en la misma noticia del ABC se lee otra declaración no menos curiosa: «no es cierto que España sea un país de no lectores. Nunca antes se ha escrito tanto, ni se ha vendido tanto ni se ha leído tanto» Sin caer en el peligroso mundo del sofismo, no entiende qué relación hay entre que en España se lea con que se escriba o se venda, pero claro, la señora Grandes seguramente no ve la diferencia entre esos términos. A lo mejor es uno un ingenuo, pero piensa que un escritor lo es porque necesita contar una serie de cosas, y sabe que, en el caso de hacerlo bien, llegará el reconocimiento crítico y del lector entendido. Luego, tal vez con algo de suerte, se puede dar el caso de que también venda suficientes libros como para que eso sea un apartado relevante a la hora de hacer la declaración de la renta.
No entiende uno porque una miss debe ser una inepta para eso de juntar palabras por el mero hecho de ser miss, y tanto monta en el caso del político y los presentadores de televisión. A lo mejor el problema –como sucede casi siempre- se descubre si le damos la vuelta al guante, porque sabemos que Almudena Grandes vive de lo que escribe –lo que no quiere decir que escriba bien, aunque eso, claro, no quiera oírlo la señora Grandes-, pero tenemos la seguridad de que, salvo que cambie mucho el mundo, no se podría ganar la vida como miss, sabemos también que tiene poca gracia como presentadora de televisión –o al menos no la ha demostrado como invitada en los programas en los que ha estado-, y, por último, que su candidez a la hora de enfrentarse a la política la incapacita para poder manejarse en la pecera de tiburones que está nombrada en los mapas como Congreso de los Diputados -hay una jaula de leones, no muy lejana, llamada Senado.
A mí me gusta tocar muchos palos, y una de las pocas cosas que me angustian en las noches de insomnio es saber que, con los treinta años que he cumplido, tengo la certeza de que no seré ya un deportista reconocido, que ya me voy haciendo mayor para hacer muchas cosas, y que en la vida a uno le obligan a renunciar a muchas más para poder dedicarse a otras. No entiendo que Grandes decida lo que uno puede o no hacer con su vida. Conoce uno varios ejemplos de profesionales de éxito que son muy polifacéticos, y demuestran en varios campos su excelencia -como Sam Shepard, de ahí la foto, no se crean que me he vuelto loco. No sucede lo mismo con Grandes, claro.

13 julio 2006

Civilización genérica

Me lo dijo Emilio Tomé apenas lo había leído, y me pareció desde el mismo momento en que lo oí un certero análisis del derrotero que está tomando el mundo:
“resulta extraño que quienes tienen menos dinero habiten el artículo más caro (la tierra), y los que pagan habiten lo que es gratis (el aire)”.
En un mundo abocado a la primacía del sucedáneo –es mejor por ser de producción más económica- y a proponer cíclicamente nuevos conceptos, nuevas realidades, sean o no tangibles, para mantener el mecanismo del mercado siempre en marcha, las ciudades genéricas parecen más habitables que las específicas. Koolhaas considera más habitable una ciudad en perpetuo crecimiento que carezca de las limitaciones legales o espaciales de las ciudades específicas, con sus cascos históricos siempre necesitados de mantenimiento, y capaz de asimilar el perpetuo movimiento de la sociedad y, por ende, de sus necesidades de habitabilidad.
Lejos de un delirio propuesto por un arquitecto que quiere –y necesita- construir, su propuesta no es más que una aplicación del comportamiento viral a la práctica urbanística. Un crecimiento continuo, realizado en módulos que se repiten hasta crear una red –rizoma- cambiante pese a su uniformidad y perfectamente adaptable a las necesidades de la población, que considera más sostenible que la trabajosa carga del mantenimiento de la especificidad de unas ciudades que han dejado de comportarse como tales para convertirse en parques temáticos enfocados al turista.
Lejos de ser una chaladura de arquitecto convertido en rotundo pensador social –pocos profesionales deben saber tanto de qué busca la gente como un arquitecto- en el libro La ciudad genérica el arquitecto holandés analiza los porqué del bulímico crecimiento de las ciudades tropicales –futuras megalópolis mestizas en las que la arquitectura high tech se mezcla con los barrios de chabolas- frente al estancamiento y encarecimiento descontrolado de las urbes históricas, o específicas.
Koolhaas señala un extraño fenómeno: ¿por qué en un mundo volcado a la construcción de la aldea global tal y como la concibió McLuhan, en la que las calles aparecen sembradas de las mismas tiendas, los mismos restaurantes las ciudades han de ser distintas y específicas? Los aeropuertos se han convertido en un no-lugar símbolo de un planeta en perpetuo movimiento que genera los arquetipos de su esencia a través de los medios de comunicación e Internet.
Si la conversación, la comunicación por tanto, es el eje de nuestra existencia y el mercado no es otra cosa que el intercambio de bienes y servicios –conversación al fin y al cabo-, ¿porque seguimos buscando de un modo alocado la especificidad en el entorno que habitamos?

Rem Koolhaas La ciudad genérica Gustavo Gili, Barcelona, 2006

12 julio 2006

Del deber de la desobediencia civil

En un mundo donde todo es fungible, desde los bienes y servicios hasta las relaciones interpersonales, no debe extrañar que el estado –esté dirigido por el gobierno que sea- no sea ya otra cosa que una máquina de recaudar dinero.
Para mayor inri, ese mecanismo recaudatorio no está, como sería lógico, al servicio del ciudadano, porque los gobiernos, lejos de acatar la voluntad del pueblo, se amparan en breves actos electorales cada cuatro años para mantenerse en el poder y efectuar un mal gobierno de los intereses y dineros de los ciudadanos.
Esta situación, perfectamente vigente, es la misma que se encontró Henry David Thoreau a mediados del siglo XIX en los Estados Unidos y, lejos de ser una reliquia del pasado se hace cada vez más patente su actualidad. La paradoja que se ha instaurado en la vida política hace que los ciudadanos voten y sufraguen unas instituciones manejadas desde las corporaciones comerciales a su antojo y con el único objetivo de su beneficio.
Frente a esta situación, Thoreau impuso una teoría, la de la desobediencia civil que algunos líderes sociales como Gandhi o Martin Luther King pusieron en marcha.
Hoy, paradojas del desarrollo y de la “evolución política”, el individuo está todavía más desprotegido que entonces. Thoreau, como acto de protesta antes la invasión de México por parte de su país –una acción de guerra orquestada por los grandes terratenientes del sur del país y vista con buenos ojos por el norte industrial, los mismos que unos años después se enfrentarían en una guerra civil-, se negó a pagar impuestos y fue por ello a la cárcel. Si hoy un individuo se niega a pagar sus impuestos, incluso a gobiernos que promueven guerras con fines políticos y objetivos personales –léase la intervención del gobierno Aznar en la invasión de Irak frente a las rotundas protestas sociales-, no sólo acabaría en la cárcel sino que posiblemente su vida se convirtiera en un arduo esfuerzo diario.
Pero eso no obvia para que la lectura de este manifiesto del habitante de Walden sea imprescindible, sobre todo para conocer las posibilidades éticas del individuo enfrentado de modo casi fatal con el mecanismo político y social que se nos impone desde el poder.

Henry David Thoreau Del deber de la desobediencia civil UNAM, México, 2005

Concurso: Pequeños pero sabrosones

Una de las cosas que se pueden hacer sin miedo este verano es acercarse al País Vasco y tomarse unos pintxitos en cualquier bar o taberna –lo pueden hacer incluso los que no quieren participar en el proceso de paz, mal que les pese.
A mí los pintxos que más me han gustao –me voy a ir metiendo en ambiente- los tomé en la plaza de Bilbao, o sea, en el centro mismo del mundo. Ahí es nada. Algunos me decían que en Donosti estaban para mojarse los dedos pero yo creo que tuve mala suerte porque no estuvieron al nivel de los bilbaínos.
En fin, unos tienen la delicia de la Concha y otros el adefesio del Guggenheim para compensar.
Seguimos con aire generoso y esta semana regalamos –así, con dos cojones- un librillo. Se trata de Pintxos. Nuevos cuentos vascos. Ojo, que nadie haga coña con lo de los viejos cuentos del linaje de Aitor y los nuevos, ¿eh?, que no va de eso el asunto.
En este caso la pregunta –ya sabéis, gana la que me parezca más divertida o inteligente, que vienen a ser casi la misma cosa- es menos cabrona que la de la semana pasada, ahora va de buen rollo: deciros que pintxito literario os gusta más. Una cosa así, pequeña pero sabrosa, que de ganas de seguir comiendo. A modo de ejemplo: A mí me gusta meterme entre pecho y espalda cada día un artículo de Camba. Ligerito y con sustancia, no como las recetas del Adriá.

11 julio 2006

Efemérides

Que Alianza haya cumplido cuarenta años es, qué duda cabe, una buena noticia. La manera escogida para celebrarlo no me lo parece tanto.
Uno, que tiene en su biblioteca muchos libros del Libro de bolsillo de Alianza no puede negar que han sido -y son todavía- una parte fundamental de su vida como lector, por eso pienso en un lector joven, de dieciséis o diecisiete años que puede comprar estos diez títulos en unas buenas ediciones y a un precio más o menos asequible, y me alegro.
Quien posiblemente no estaría tan contento sería el propio Daniel Gil, ni los creadores de la editorial, Salinas, Ortega Spottorno y Javier Pradera, al ver cómo se ha pervertido la idea de una colección histórica que puso la cultura al alcance de muchos. El objetivo era que un lector pudiera llevarse un libro por el mismo precio que entraba en el cine, y se diseño una colección de libros algo endebles -sobre todo a medida que pasaron los años y los costes de producción bajaron- pero que resultaban baratos y que, en el momento en que Gil se hizo cargo de las portadas de los mismos, muy atractivos. Esas portadas, en las que no dudaba a la hora de adaptar la tipografía, la disposición de los elementos y lo que hiciera falta para lograr una portada atractiva al lector, son ya míticas dentro de la historia del libro español.
Por eso a uno le extrañó en su momento que cambiaran el diseño de la colección para pasar al que ahora tiene, en el que los tipos de la portada son casi siempre los mismos, las viñetas son meras utilizaciones de bancos de imágenes, y además han perdido la singularidad que los diseños individualizados de Gil le daban a los textos. Hablando en plata: dieron unos pasos atrás.
Por eso que ahora recuperen, a bombo y platillo, diez títulos con el diseño y maqueta clásicas a uno le huele a chamusquina. Y lo de que los editen con tapa dura -un libro de bolsillo con tapa dura, una idea muy brillante, sí señor- y acabados en brillo satinado, que van directamente en contra de la concepción de Gil -a lo mejor porque como el hombre murió hace un par de años no va a pedirles cuentas- a uno le parece una decisión de departamento de mercadotecnia, pero no, desde luego, de un editor serio.
Claro que en Alianza están ya acostumbrados a hacer estas ediciones conmemorativas con poco criterio. Hace diez años publicaron la Biblioteca 30 aniversario. Encargaron su diseño a Alfonso Meléndez y Andrés Trapiello. Estos aparecieron con un diseño precioso, con tipos de fácil lectura y de un tamaño ajustado, un álbum de fotos y un ensayo cronológico sobre el autor al final de cada volumen, y una cubierta elegante y clásica. Todo preparado para editarse en un papel ligero y resistente, que permitiera volúmenes de fácil lectura pero livianos. Una preciosidad, vamos. Los que quieran ver esos libros deben comprar los de la colección Narrativa Clásicos de Pre-Textos. La gente de Alianza -suponemos que también debieron ser los lumbreras de mercadotecnia- decidieron que era mejor una sosa portada roja de hilo, que al menos era elegante, con una sobrecubierta de plástico de muy dudoso gusto y una caja gris que no acababa de casar con la pretendida elegancia de la edición -pero que al menos protegía el ejemplar, eso sí.
Menos mal que si una va a una librería de viejo puede comprar ejemplares de Alianza Libro de Bolsillo de los buenos.

10 julio 2006

Melodías

Creo, y es posible que ande equivocado, que del mismo modo que hay dos tipos de canciones hay dos tipos de cuentos.
Hay canciones que se indican y terminan de un modo claro, que en algunos casos tienen una estructura marcadísima y férrea que van cumpliendo compás a compás, acorde tras acorde, y que pretenden ser únicas, contundentes, y no precisan de ningún tipo de retoque en la producción de la grabación. Son canciones que terminan con una apoyatura o un redoble de percusión, que tienen delirios de enajenación y estructuras más o menos caprichosas. A veces sencillamente terminan con un rotundo acorde que se prolonga con un acople desde que llegó la electrificación de los instrumentos.
Las hay bellísimas en su acabamiento, en su perfección, en su ambiciosa búsqueda de una secuencia sonora que asimile y de por acabado un tema.
Hay otras canciones que parecen comenzar in media res, con unos acordes que, desde el primer momento, entran con la misma fuerza con la que se marcharán –salvo el acostumbrado descenso en el volumen que suelen realizar en la producción para marcar el final de la canción. Apenas tienen variación y entre las estrofas y el estribillo apenas cambia un acorde, hay una pequeña aceleración del tempo, o algún otro detalle nimio,pequeño, que sirve tan sólo para marcar la diferencia entre unas partes y otras de la canción. En estas canciones parece que la letra se engarzara en una melodía que viene de antes y se prolongará más allá del momento en que vayamos recitando la letra sobre sus notas. No tenemos la sensación de que la melodía haya nacido junto a la letra de la canción, sino que es como si esta la usara apenas los tres o cuatro minutos de la misma para sostenerse, y luego la dejase marchar.
Hay dos tipos de cuentos como hay dos tipos de canciones. Aunque puede ser que esté equivocado, claro.