20 diciembre 2011

Dos relatos de Lydia Davis


La luna
Me levanto de la cama en mitad de la noche para ir al baño. La habitación en la que estoy es grande y, salvo por el perro blanco sobre el suelo, oscura. El distribuidor, ancho y largo, parece inmerso en algún tipo de crepúsculo submarino. Cuando alcanzo la puerta del baño veo que está inundado por un resplandor. La luna llena brilla, suspendida, en lo alto. Alumbra a través de la ventana e ilumina directamente el asiento del retrete, como si estuviera enviada por un dios servicial. De vuelta en la cama me echo un rato sin dormirme. La habitación se ve más iluminada de lo que estaba. Pienso que la luna ha debido dar la vuelta al edificio. Pero no, es el inicio del amanecer.

En la estación de trenes
La estación de trenes está muy concurrida. La gente camina al mismo tiempo en todas direcciones. Algunos permanecen parados. Un monje budista tibetano con la cabeza afeitada y una larga túnica color vino está en medio de la multitud, con aspecto preocupado. Yo estoy de pie, contemplándole. Tengo mucho tiempo antes de la salida de mi tren porque acabo de perder el anterior. El monje me ve mirarle. Se acerca hasta mí y me dice que está buscando el andén número 3. Sé dónde están los andenes. Le enseño el camino.
(Traducción de A. Jiménez Morato)

Publicados en edición limitada de 102 copias conmemorativas de una lectura en la Universidad de Arizona el 16 de octubre de 2007

15 diciembre 2011

Los primeros pasos, las mismas certezas


En varias de las fotos que he podido encontrar de él a través de una búsqueda de Google -no hay, desde luego, muchos más medios de encontrar imágenes suyas o de cualquier otra persona hoy-, José Israel Carranza aparece casi siempre con unos auriculares alrededor de su cuello. Me ha llamado mucho la atención porque uno tiende a pensar que los auriculares sirven, sobre todo, para aislarse del entorno en el que uno se mueve, y nadie más necesitado de estar totalmente inmerso en su entorno que un ensayista. A veces, cosa curiosa, se lleva uno sorpresas de este tipo con algo tan sencillo como hacer una búsqueda en internet. Luego volveré a esos omnipresentes auriculares.
El origen de dicha búsqueda hay que buscarlo en la mención del primero de los libros de ensayos de Carranza, La estrella portátil, dentro del último de los textos de Una habitación desordenada de Vivian Abebshushan. Allí, Carranza estaba incluido en esa hipotética nómina de ensayistas mexicanos a tener en cuenta como grandes practicantes del género. Como ya comenté en su momento, había que leer más allá de la mera mención dentro de un listado, la autora estaba generando una lista de referencias. No creo que haya sido casual que la colección Derivas de la editorial Tumbona (dirigida por Abenshushan y Amara), dedicada a las recopilaciones de ensayos, se iniciase con un libro de Carranza unos años después. Siempre, en todo texto crítico, hay que leer algo más que una valoración, no es complicado encontrar poéticas y, sobre todo, la voluntad de ir modificando poco a poco la Historia de la Literatura para acercarla a las propuestas privadas. Abenshusan tiene la audacia de ir más allá y poner en práctica esa lectura de la tradición y cómo se va modificando a través de su editorial. No es, desde luego, algo que pueda dejarse de lado sin más comentario. Abenshushan, como autora, leyó el estado del género en la literatura de su país y, como editora, va generando senderos para que esa visión del ensayo se vaya apoderando de los estantes de librerías y bibliotecas. En el futuro, si la apuesta sale bien, de los manuales de literatura. Hoy Carranza es ya un autor con una trayectoria y el apoyo de una plataforma editorial volcada en los textos ensayísticos.
Pero, qué puede encontrarse en La estrella portátil. Yo he encontrado a un ensayista no tan forjado como las palabras de Abenshushan podrían dar a entender en principio, pero sí desde luego a un practicante del género con un evidente respeto a la línea dura del ensayo literario -caso de que esa clasificación pueda, tan siquiera, existir- y muy dotado para las libres asociaciones que son, en sí, una de las características más impactantes del género.
Hablo constantemente del género y temo que con un sencillo cuestionamiento de la idea de género dentro de un género tan elusivo como el ensayo vengan a tirar por tierra todo el razonamiento. Qué genero de texto estoy, en realidad, utilizando, es la pregunta que habría que hacerse.
Carranza monta su colección con textos de similar extensión, la de un columnista de prensa que colabora con un medio de maqueta generosa, y siempre desarrollando una idea expuesta de modo explícito en el título el relato. Esa uniformidad de títulos es la que enlaza y da cohesión al volumen, copio: "De la memoria y sus imprevistos", "Sobre el asombro", "Del imprevisto y sus méritos", "Sobre la contemplación", Del mérito y las leyendas", "Sobre la conjetura", "De la leyenda y los turnos nocturnos", etc. Por un lado la similitud onomástica con el modelo de Montaigne es evidente. Cada texto se plantea como una ponderación de un tema, el sopesar la traslación entre una idea y otra. El movimiento sintáctico que conforma el texto no es sino la bitácora de esa trayectoria para llegar de una idea a otra. Pero, al mismo tiempo, la reiteración de temas y la trabazón de las mismas a través de una estructura simple pero seguida de modo estricta permite pensar en algo un poco más moderno que la sencilla exploración de las posibilidades del género: la de la voluntad determinada de construir un libro de ensayos de modo unitario.
Cuando cumplió cuarenta y cuatro años, Bolaño osó hacer su propio inventario de normas para el cuento. En realidad era más una serie de filias y fobias marcadas por su gusto e intereses como lector. Son, en todo caso, muy interesantes y de lectura más que recomendada. Lo más destacado de su propuesta, y quizás lo menos asimilado todavía por los cuentistas, es la idea de concebir los libros de cuentos de modo serial y escribirlos del mismo modo. Bolaño apuesta por la escritura conjunta de los cuentos, de modo que se alumbren entre ellos. Leer sus libros de relatos breves sirve para confirmar que, muy posiblemente, es algo que él mismo llevó a la práctica. Hay extraños túneles y pasadizos entre esos cuentos, obsesiones, presencias que los atan y dan mayor firmeza al conjunto. Como todos las colecciones de cuentos se leen de uno en uno, pero terminan funcionando como un todo único. Y eso no es algo tan común cuando uno lee un libro de relatos. Con el libro de Carranza sucede algo parecido, la concepción parece ser más cercana a lo serial, y por lo tanto el libro funciona mejor como conjunto que en cada una de sus piezas. Eso habla, sobre todo, de una escritura vocacional, que plantea una doble articulación en su mensaje: cada texto dice una cosa, obvio, pero el conjunto dice otra más, en la que se reúnen cada uno de los mensajes unitarios ligeramente desplazados.
Quizás lo que escucha de modo obsesivo el autor en esos auriculares no son sino los ensayos anteriores del proyecto que tiene entre manos. Como una manera más de hacer esas obsesiones presencias constantes. Una técnica tan anacrónica o vigente como cualquier otra.
José Israel Carranza, La estrella portátil, Fondo Editorial Tierra Adentro, México D.F., 1997

06 diciembre 2011

Circo del hombre de Charles Simic

Circo del hombre

Malabarista de sombreros y granadas cargadas.
Acróbata, contorsionista, imitador,
Estatua viviente, funámbulo, escapista,
Ventrílocuo aficionado y lector de mentes,

Todo eso ejecutado sin que nadie repare en ti
Mientras paseas tranquilamente por la calle,
Compras el periódico en alguna esquina,
Te agachas para acariciar el perro de un ciego,

Y, al sentarte frente a tu mujer para cenar,
Sin atender a su cháchara sobre el tiempo,
Te concentras en el trapecio que hay en tu cabeza,
El movimiento furioso de los tigres en su jaula.
(Traducción A. Jiménez Morato)

Poema aparecido en The New Yorker, edición del 12 de diciembre de 2011
La fotografía, de Michael Hutcherson, pertenece a la edición limitada del libro Lingering Ghosts

23 noviembre 2011

Los Noveles ya no lo son tanto


Durante diez años, Salvador Luis, ha venido poniendo en práctica algo imposible: generar un espacio de conocimiento, y por tanto diálogo, entre los autores más o menos jóvenes de esa identidad vasta y difícilmente definible que unos llaman Latinoamérica, otros Hispanoamérica y los de más allá Iberoamérica. Lo bautizó como Los noveles con la clara intención de servir como carta de presentación de voces nuevas. Con el número 49, antes de cumplir la cincuentena -que no es, por mucho que se empeñen los cincuentones en convencernos de los contrario, signo de juventud-, cierra el chiringuito para dedicarse a otros proyectos. El número final incluye muchas cartas de despedida y una pequeña antología de textos. Hay, como siempre, cosas muy buenas y otras que no lo son tanto. Entre ellas -que cada uno interprete en qué grupo me he ubicado a su gusto- hay un pequeño anticipo de una cosa más larga que ando escribiendo. Sirva esto, también, como despedida a Los noveles, sobre todo ahora que ya no somos tan jóvenes.

14 noviembre 2011

Trazar senderos

El deber leer es el mejor tónico contra el libro. No leas nunca.
Vivian Abenshushan

El ensayo, paradojas de la literatura, sigue siendo hoy el más difuso de los géneros. Pese a que siempre se exalta la novela como el género más polimorfo y abierto, en realidad sigue pendiendo sobre ella la restricción de la narratividad. Una novela debe, ante todo, contar una historia. Así lo espera el lector común. Tan sólo lectores más rodados admiten también la idea de la novela como escenario donde ocurren cosas, sin necesidad de que haya, en sí, una narración tras ella. Incluso, y esos son ya una decantada minoría, no le piden a la novela naada más que exista. No confundir con los lectores fanáticos de autores mediocres que están, también dichosos por la existencia de los libros de sus totems particulares, pero no por las mismas razones. El ensayo, curiosamente, parece ser, incluso, más elusivo a un hipotética descripción o clasificación. Muchas veces se usa la palabra ensayo para nombrar monografías, por ejemplo, cuando en realidad el ensayo es, sobre todo, ponderación de ideas, sopesar intuiciones, ensayar -valga la redundancia- posibles interpretaciones o argumentos y no explicar argumentos o querer convencer con los mismos. El ensayo es maravillosamente dúctil, y nace todavía más marcado por la personalidad del autor incluso que la narración puesto que, si bien al narrador le está permitido esconderse bajo la máscara de sus personajes, el ensayista se presenta desnudo con sus ideas ante el lector. No considero casual que uno de los novelistas más inquietos y deslumbrantes de hoy, J.M. Coetzee, haya recurrido de modo reiterado al ensayo como marco de su experimentación narrativa. La obra del Nobel sudafricano es un ejemplo evidente de que la literatura del futuro pasa por el deslinde de las fronteras genéricas, por la invasión e incluso la parodia de los mimbres más alejados a los supuestos narrativos.
Por eso, un libro como Una habitación desordenada es doblemente refrescante. Por un lado porque es una muestra palpable de esa indefinición del género. Frente al academicismo de una biblioteca, perfectamente clasificada, o al necesario orden de una cocina, donde se elaboran las narraciones con el máximo esfuerzo antes de dejarlo todo incólume y limpio para otra nueva elaboración, o incluso a la charla amena y con bebidas de por medio que tiene lugar en el salón, tan cercano a la sociabilidad de la correspondencia, la habitación desordenada de Abenshushan parece remitir más al dormitorio, al lugar donde se es uno mismo sin cortapisas, dejándose llevar por ráfagas, de modo antojadizo, siguiendo los dictados del capricho y la pasión. Los ensayos de este libro son así, fulminantes y, en muchas ocasiones, de una lucidez pasmosa. Y siempre están atravesados por un conocimiento profundo de la literatura, sobre todo de la ensayística.
Porque ese es, quizás el gran problema del ensayo. La mayoría de los autores se acercan a él con la sensación de que todo vale, que es algo cierto, pero en realidad como excusa para hacer de su capa un sayo y colar cualquier cosa al lector. O sea, el novelista de éxito, el prestigiado poeta, el reputado dramaturgo o incluso el prometedor cuentista -los cuentistas, injustamente, parecen siempre prometedores, basta con leer a Borges para comprobarlo- son invitados a veces a escribir un ensayo, en una publicación cualquiera, y las más de las veces fracasan en sus intentos porque no saben a ciencia cierta qué les están pidiendo. Muchas veces exponen argumentaciones, otras recuerdos o pasajes biográficos, a veces poéticas, en contadas ocasiones destellos líricos. Pero no ensayan, no juegan con conceptos e ideas, no las trabajan con la misma libertad con la que juegan con los sentimientos, las imágenes, las palabras. No quiero sonar categórico ni ortodoxo, si hay un género poroso y abierto a la interpretación, ése es el ensayo, y , sin embargo, Montaigne sigue siendo la referencia indudable porque pocos han sabido construir una obra ensayística de calado y originalidad. Abenshushan viene a reclamar eso en, por ejemplo, el último de los textos reunidos en el libro, donde incluso llega a elaborar una nómina local, mexicana, pero muy seductora en la que llega a incluir un libro que no ha llegado a existir más allá de la fase manuscrita. Quizás esa seducción por el género es la que la llevó a fundar la editorial Tumbona que destaca, entre otras cuestiones, por su especial atención a este género, con colecciones como, por ejemplo, Versus -verdadera genialidad que uno no se cansa de exaltar-.
Pero hay mucho más en Una habitación desordenada, que puede servir casi como muestrario de la flexibilidad del ensayo. Colecciones de aforismos -como el del epígrafe, tan cercano a la prédica de la prohibición que llevo años expandiendo cuando me preguntan sobre las políticas de fomento de la lectura: cuánto no se leería si estuviera prohibido-, listados e inventarios -esa forma que hemos terminado asociando con Perec por pereza e incapacidad de investigar más allá-, comentarios que gravitan en torno a costumbres y espacios -leer en la cama es como todos saben uno de los tres placeres a los que está destinado dicho mueble-, reinterpretaciones de libros clásicos que arrojan una nueva luz sobre ellos -lo atrabilario no puede ser visto del mismo modo tras la lectura de estos ensayos-, etc.
Abenshushan pone en práctica lo más complicado: elaborar una fórmula para revitalizar el género al mismo tiempo que lo practica. Una de las grandes complicaciones de la crítica es que es, siempre, un género literario. ¿Existe la crítica cinematográfica consistente en una película que rebate los planteamientos de otro realizador? No, como mucho eso se considera una diálogo entre creadores. Lo mismo sucede con la música o la pintura, por ejemplo. La crítica es un género literario, le pese a quien le pese. Pero este libro viene a demostrar que el modo más acertado de la crítica es la creación. La crítica es creación en sí misma y por eso a través del repaso al género que se propone se elaboran nuevos paradigmas y, lo que es más importante, se definen senderos y modelos. Ahora hay que esperar a nuevos ensayos, nuevos riesgos, nuevos modos de dialogar con una tradición errática que este libro viene a consolidar con una determinación envidiable.
Vivian Abenshushan. Una habitación desordenada. UNAM, México D.F., 2007

10 noviembre 2011

La huella mestiza

En literatura no existe el llegar antes. O dejar claro que no es lo relevante a efectos de la importancia de un texto. Todo esto no se trata de una carrera. Pero sí que es cierto que en este mundo "globalizado", los flujos de información tienen un mayor eco dependiendo de dónde vengan. Y que muchas veces la relevancia de un texto viene condicionada por la imagen de su hipotética novedad como un valor en sí. Hace tres años ya, la publicación de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, novela con la que Junot Díaz obtuvo el premio Pulitzer de novela, supuso un hito dentro de esa nueva realidad cultural llamada "spanglish". La novela, a la que se ha tildado injustamente de mero artefacto comercial, obviando con ello el alcance real de sus hallazgos lingüísticos -el hecho de que se descartase una primera traducción por parte de sus editores españoles para optar por la realizada por Archy Obejas que estaba destinada en principio para el mercado latino de los Estados Unidos puede servir como muestra de lo complejo de su entramado discursivo-, obtuvo una resonancia global debido a estar escrita en inglés y ser sancionada con un galardón prestigioso dentro del mundo anglosajón. No hay que obviar que el "imperio" lo es, entre otras razones, porque impone sus propias referencias culturales. Referencias tan peregrinas y antojadizas como el premio Pulitzer -un vistazo a la lista de galardonados demuestra que fallan más que una escopeta de feria, cosa que también ha sucedido con el Nobel, no hay que asustarse de nada a estas alturas-. Pero, sobre todo, supuso la sanción desde la academia anglosajona a la nueva realidad de la mezcolanza lingüística. Y como tal se ofreció como una novedad a la que el resto del mundo debía rendir pleitesía. Comparemos con otro ejemplo: no deja de ser curioso que, todavía hoy, se declare A sangre fría de Capote como la primera novela de no ficción, pese a que una década antes se publicó Operación masacre de Rodolfo Walsh. Ojo, no se dice que una sea mejor que otra, ni que una deba ser preterida por la otra, lo que se señala es la primera, como si esto fuera una competición de velocidad. Pero es mentira porque la primera fue la de Walsh, hay que recordarlo una vez más. Y, de paso, recordar también que es, como mínimo, tan buena como la de Capote. Papi, de Rita Indiana se publicó por primera vez en 2005 en San Juan de Puerto Rico. Y está publicada en castellano. No es ni mejor ni peor que el libro de Díaz, pero es importante tener presente esa cuestión temporal.
¿Por qué un libro que apuesta de un modo tan decantado por la mezcla de inglés y español no tuvo en su momento más eco dentro de la literatura en castellano? Hay que observar varias razones. La primera es el mapa fragmentario de nuestra literatura. ¿Cuánta gente tiene un conocimiento real de lo que se edita en Puerto Rico más allá de los propios puertorriqueños? Esa misma pregunta es perfectamente modificable a lo largo de toda nuestra huella cultural, basta cambiar el país y el gentilicio para que pueda ser usada tantas veces como queramos. Pero el segundo obstáculo, mayor incluso, pasa por la idea de lo que es cultura y subcultura dentro del ámbito hispanohablante. Las elites intelectuales, más incluso las que pertenecen a países con mayor presencia indígena, se han encargado siempre de custodiar el acceso a la cultura despreciando todo aquello que pudiera tener algún tipo de sombra popular. El pueblo es inculto, es iletrado y, por lo tanto, sus producciones culturales deben ser despreciadas y sometidas a un estudio meramente antropológico. Un autor tan prestigioso como Vargas Llosa es un paradigma evidente de esta cuestión, yendo incluso más allá de lo que a él mismo seguramente le gustaría reconocer: en sus novelas los indígenas peruanos son siempre seres feos y sucios, muchas veces deformes, que escupen al hablar porque en su habla hay dejes del quechua. No culpemos sólo a la ideología de Vargas Llosa, que de joven se creía comunista -sí, hay un momento para la sonrisa incluso la carcajada-, un autor asociado a la progresía como Cortázar se quiso sentir más unido a la burguesía parisina y abogar por un castellano pulcro y elitista que permitiera un entendimiento panhispánico... Pero, ¿un entendimiento entre quiénes y a qué costa? Entre lo intelectuales y a costa de empobrecer las variedades geográficas de la lengua. Algo que contrasta, radicalmente con la permeabilidad de la lengua inglesa, lo que le confiere un vocabulario amplísimo: cualquier realidad pasa a ser nombrada y de ese nombre surge un verbo en pocos segundos.
Todo esto se agudiza, todavía más, cuando esas variedades vienen directamente originadas por la generación de léxico de las clases populares y la facilidad de admitir barbarismos de los jóvenes. Esa lengua, formada por costurones del Quijote y Sor Juana Inés de la Cruz, del pop yanqui, de los ritmos populares y de expresiones indígenas, es el castellano (o español) del futuro. Y, normalmente, está vedado a la literatura. Por eso cuando una autora, como sucede con Rita Indiana y su Papi, construye una narración con esos materiales, muchos académicos, reseñistas, incluso autores, arrugan la nariz. Si un autor en lengua inglesa, yanqui además, deja caer léxico dominicano, es cool y abre fronteras a la lengua y la literatura, pero que una autora deje que nuestro pulcro español para catedráticos se contamine con el habla de las calles o las palabras de esos bárbaros -ojo, que las palabras no las queremos, pero las plazas como profesor en sus universidades, sí, obvio-, merece ser vigilado con detenimiento. Sin embargo, ese es, sin duda alguna, el gran acierto de Papi, generar un discurso acorde con el mundo que quiere retratar y, de ese modo, crear un mundo verdadero a través de su discurso. No verificable, no verosímil, ni tan siquiera demostrable. Pero verdadero.
Por otro lado, Rita Indiana va más allá de lo sencillo, de lo fácil: el escándalo, la originalidad. El trabajo arduo de labrar ese lenguaje tiene su recompensa porque sirve como vehículo para una historia más que interesante. O, mejor dicho, dos historias. Quizás la única pega que se le pueda hacer a la novela es no haber trabado de modo más eficiente esas dos historias que alberga la novela. Y digo trabar porque no veo obstáculo alguno para haberlas desarrollado a lo largo de toda la extensión de la misma. Pero no, una comienza, en un momento dado pasa a un segundo plano para mostrar la otra y, finalmente, se retoma para el cierre del libro.
Rita Indiana, en las entrevistas que ha concedido desde que apareciera el libro hace ya seis años, ha insistido en que tuvo un proceso de germinación lento pero un parto rápido. Se fue acumulando lo que quería decir en el libro y, en apenas tres meses, dio con la forma final del texto. Ella ha hablado, de algún modo, de vómito. Y posiblemente esté relacionado con la importante huella biográfica que subyace en el texto. El padre de la autora fue, también, un exitoso hombre de negocios y tuvo, también, un trágico final. El deseo de esa niña de ser como su papi quizás tenga mucho que ver con el modo en que se ha desarrollado la vida de Rita Indiana. Y no es casual que la narración de la vida del padre, de su mito y su final, contada de modo oblicuo desde la mirada de la niña sea, sin duda, lo más acabado del libro. Puede ser muy difícil mantener, por un lado, la perspectiva de una mirada infantil y al mismo tiempo dar cuenta de todas las atrocidades que tienen lugar en la vida de su padre mafioso. Sin embargo, todo eso está construido ante los ojos del lector con una vivacidad y un acierto incuestionables. Ahí se produce el perfecto acoplamiento entre la narración, el punto de vista elegido y el discurso construido. En esos momentos, Papi es una grandísima novela.
Es una pena que, en un momento dado, Rita Indiana quiera desplazarse, también, al terreno sociológico y representar el modo en que se vive en la familia dominicana. Las cuarenta páginas en las que parece olvidarse la narración del padre, que es, debe ser recordado, lo que da título al libro, son, quizás, lo más flojo del libro. Había dos posibles soluciones. Una habría sido vertebrar ese segmento con el mismo detalle y dedicándole el mismo esfuerzo que al otro hilo argumental. Habría sido una novela más larga, el narrador sería un poco distinto, pero no rechinaría tanto el desajuste. La otra, más drástica y por eso quizás menos inteligente, sería prescindir de esa historia. Pero es evidente que si está en el libro es porque su autora cree importante que esté ahí. Por eso la primera opción me parece, creo, más lúcida y, sobre todo, interesante.
De todos modos, no son más que conjeturas y, sobre todo, hay que aferrarse al deleite que proporciona Papi en muchas de sus páginas. Una experiencia de alto voltaje, perfectamente moldeada por esa incómoda y arriesgada artista que es Rita Indiana.
Rita Indiana Papi Editorial Periférica, Cáceres, 2011

23 octubre 2011

Eternal Sunshine of the Spotless Mind


The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Alexander Pope

Hasta que Muybridge sentó las bases del cinematógrafo mediante su uso de cámaras múltiples capaces de representar el movimiento, nadie pareció reparar en algo tan evidente como que la imagen fija no representaba el movimiento. Hasta entonces las únicas artes durativas eran la literatura y la música, que requieren de un percepción extendida a lo largo del tiempo para ser aprehendidas por el destinatario. Pero la llegada del cine modificó radicalmente el estatuto de la imagen fija. El movimiento dejó de ser algo asociado a esa imagen detenida de la pintura porque podía ya representarse de modo más fiel. Pero, al mismo tiempo, se creó un nuevo tipo de narración, la formada por una serie de imágenes estáticas que el cerebro cierra. Es, por ejemplo, lo que ocurre en el mundo del cómic y, paradójicamente, en el de la literatura. La elipsis no es más que un espacio que el cerebro del receptor rellena con mayor o menor exactitud dependiendo de su calidad como lector y de la habilidad del autor. ¿Por qué digo todo esto? Porque lo más llamativo de las enfermedades degenerativas como el Alzheimer o la demencia senil es que se rompe la capacidad de establecer esas relaciones, de trazar argumentos que las relacionen y, por lo tanto, de establecer patrones narrativos. No es que los pacientes no recuerden, muchas veces sí lo hacen, sino que no son capaces de hilar esos recuerdos con el momento presente o de enlazar lo que ha sucedido unos momentos anteriores. La vida de un enfermo así está hecha de imágenes estáticas y perfectas y su mundo no es más que una serie de instantáneas desarticuladas.
De ahí el acierto en el título de la última novela de Sylvia Molloy y, sobre todo, de su estructura. La novela presenta ante el lector las visitas, las llamadas, los momentos en que la narradora se encuentra con su vieja amiga enferma. No es casual que los fragmentos reciban muchas veces títulos relacionados con la narratología o cuestiones afines a la labor literaria. Por un lado porque la narradora es escritora, pero también porque es todo lo relacionado con esas facultades lo que está desapareciendo de la vida de la paciente. Léxico, nombres, conjugaciones... La sintaxis que rige la codificación de la memoria y sirve para relacionar las palabras está poco a poco desapareciendo de la vida de una de las dos protagonistas, y en este caso el objeto de las instantáneas que la narradora compila es, quizás, fijar lo que se está deshaciendo.
Porque la novela sucede realmente en el desvanecimiento de esa relación, de la amistad de ambas, que va poco a poco siendo pasto del olvido. Y que, tal vez asustada ante lo doloroso del ejercicio, la narradora interrumpe antes de haber agotado todo el material disponible. La continuidad de la que la enferma carece y a la que la narradora renuncia es, en sí, la metáfora perfecta de la muerte, que no viene dada por la desaparición de la memoria, sino por la incapacidad de usarla con eficacia. De qué sirve una memoria vaga, imprecisa y antojadiza, se pregunta el lector tras haber presenciado el inventario de despropósitos y escenas curiosas que provoca la enfermedad.
Y, al mismo tiempo, se va modelando la figura de la narradora. Ahí es donde, además, la sutilidad de Molloy resulta doblemente fascinante. No es, desde luego, una narradora amable. Es una narradora preocupada por su amiga y por lo que la enfermedad está haciendo con ella, por supuesto, pero, también, es juguetona y sádica, y es lo suficientemente honesta como para no ocultar esos juegos amablemente sádicos, para la paciente y para ella, que va refiriendo en el texto. Historias sexuales pasadas, los caprichos de la memoria, la planificación de un futuro. Todo va pasando ante los ojos del lector, porque la narradora no oculta nada. Habría sido tan fácil un texto más o menos melodramático sobre la degeneración de la amiga... Pero Molloy quiere, ante todo, levantar ante el lector un aparato textual que funciona como la relación ya condicionada por la enfermedad. Y lo consigue, vaya si lo consigue, porque esta novela -el lector, que sí puede trazar la sintaxis de los recuerdos la lee como tal- se lee con la velocidad con la que pasan los segundos y el deleite de haberlos disfrutado uno a uno. Cuando uno quiere darse cuenta, está volando, con las cuatro patas en el aire, cabalgando frenético por los senderos de la memoria, tan llenos de trampas y de seductores rincones.
Sylvia Molloy Desarticulaciones Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010
La foto, homenaje y apropiación del trabajo de Muybridge, es de Mike Stimpson

19 octubre 2011

La revolución ambulatoria

Toda planificación urbana
modela la participación en algo
de lo que es imposible participar.
Raoul Vaneigem

No sé si puede entenderse la voluntad revolucionaria del libro de Luigi Amara sin haber estado nunca en el DF. Yo, desde luego, he tenido que visitarlo y moverme por él para hacerme una idea real de la socavadora idea que acoge este poema de largo aliento que se integra en la escasa producción de poemas ensayos que tenemos en castellano. La capital mexicana es una ciudad desmedida, en la que muchos ciudadanos usan la bicicleta pero tan sólo cuando apenas deben moverse dentro de su colonia o, como mucho, en las aledañas a la suya. Para cualquier otro traslado, un defeño debe usar o bien el abarrotado transporte público -entrar en el metro del DF en hora punta es más que un duro ejercicio, es casi un milagro- o bien usar su propio coche -y asumir los periodos de inmovilidad en el continuo atasco en que se han convertido las vías rápidas de la ciudad, donde rara vez el conductor puede acelerar. Eso le da a México DF un aspecto muy curioso. Visto desde la ventanilla de un coche es, todavía, un collage formado por los coches fresas de los ricos -casi siempre enormes coches cuatro por cuatro impolutos- con el todavía enorme parque móvil de bochos -los VolksWagen Dragon, conocidos como Escarabajos o Beetles- que pueden alcanzar sin problema las limitadas velocidades a que esos embotellamientos constantes obligan. Y, aún así, nada más incomprensible, más extraño, que un peatón en el DF. De ahí la radical apuesta de Amara, que traslada algo tan común y habitual en Europa como la asimilación de una ciudad a pie a un espacio donde apenas esto puede comprenderse.
Por eso el paseo de la voz poética que enhebra este poema está hecho de colonias, de diferentes temas que aparecen y reaparecen al mismo tiempo que cambia el paisaje por el que se camina. Y las avenidas se convierten en cicatrices que señalan la solución de continuidad que se efectuó al ir construyendo colonia tras colonia, pero al mismo tiempo las costuras que disimulan esas desgarraduras suturadas para conformar el patchwork que es la ciudad. Los estampados de las distintas telas cosidas están hechos de pensamientos, de digresiones -identificar al paseante con el diletante es algo que surge ya de las prosas de Baudelaire-, pero también de imágenes, de objetos de enorme fuerza poética. Y de cultura, de culturas en general. Como ocurría en Mis dos mundos de Sergio Chejfec, la ciudad se despliega ante el que la habita -o la visita- de un modo nuevo, llena de hipervínculos, que la densifican y multiplican de modo exponencial. Una ciudad no es ya sólo el espacio en el que nos movemos, sino las referencias culturales ligadas a cada esquina, la memoria enraizada en sus rincones e, incluso, las futuras posibilidades que la planificación urbana parece ir dibujando en sus actuaciones sobre el terreno. La ciudad es un presente ramificado hasta el extremo que no se puede decodificar o entender, y que espera tan sólo a ser disfrutada. Experimentada, y apenas tanteada mediante la palabra.
De ahí el verdadero interés del texto de Amara, que se presenta como una digresión de tono panfletario para redescubrir la ciudad. Una poesía intelectual que elucubra sobre los materiales con que se encuentra y que los retuerce, modifica, recorta para integrarlos en su discurso. La cita de Vaneigem que abre este post está sacada del poema, pero en realidad dentro del mismo aparece recortada. Se ha "perdido" la referencia directa a la publicidad y, por extensión, a la condición de espacio de plusvalía que la ciudad genera. El DF, extensa ciudad de casas bajas, no experimenta la especulación del terreno de, por ejemplo, Nueva York, que justifica de modo mucho más certero la afirmación con que abre Vaneigem su Programa urbanístico:
El urbanismo no existe: no es más que una "ideología" en el sentido de Marx. La arquitectura existe realmente, como la coca-cola: es una producción investida de ideología que satisface falsamente una falsa necesidad, pero es real. Mientras que el urbanismo es, como la ostentación publicitaria que rodea la coca-cola, pura ideología espectacular. El capitalismo moderno, que organiza la reducción de toda vida social a espectáculo, es incapaz de ofrecer otro espectáculo que el de nuestra alienación. Su sueño urbanístico es su maestro de obras.
Con todo, la experiencia de transitar por el poema de Amara es tan placentera y reconfortante como la del paseo en sí. De hecho, quizás por mantener el tono del poema, yo no puedo separar mi paseo por sus páginas del zumo de naranja y el sandwich de pan blanco que comí en un puesto de la calle Córdoba de la colonia Roma mientras me dejaba mecer por los versos de Amara. La ciudad, incomprensible, desborda las páginas del libro para introducirse en él. Y lo mejor del libro es que es un dispositivo poroso que la alberga y refuerza para otorgarle sentido.
Luigi Amara A pie Almadía, Oaxaca, 2010
La foto es de Lisette Model, otra genial diletante que aparece citada en el libro

07 octubre 2011

In memoriam


Cioran dijo que "toda amistad es un drama oculto, una serie de heridas sutiles", y precisamente este libro es, en sí, un inventario de heridas, de síntomas, que sirven al autor para diagnosticar la verdadera razón del drama: por qué no supo ver lo que se estaba larvando. La búsqueda obsesiva de pistas, de marcas, de confesiones entre lo restos de su amigo -sus cartas, sus textos, sus colaboraciones en prensa- lleva al autor, al amigo, a encontrar avisos, advertencias premonitorias en todos ellos. Se pregunta, también, hasta qué punto son verdaderas llamadas de auxilio de una mente ya perdida en su melancolía asfixiante o tan sólo imposturas creativas. Lo enriquecedor del libro, más allá de la valentía y honestidad de Romeo a la hora de trabajar con materiales tan íntimos e hirientes, radica en el análisis casi obsesivo de la culpa. No se trata de esclarecer el por qué, de hecho, el narrador que busca saber llega a elucubrar una teoría sobre ello, sino de que la escritura sirva como descargo de la culpa, tener la certeza de que no son más que fantasmas esas continuas llamadas de atención que ahora encuentra en cada una de las palabras y gestos del amigo. La grandeza del texto reside en reconocer su total incapacidad de lograr su objetivo. No puede trazar una biografía del amigo y no hace sino aumentar las preguntas en torno a lo sucedido. La literatura, la gran literatura no simplifica el mundo, sino que lo torna más complejo. ¿Para qué escribir pues este libro? ¿Se trata tan sólo de una sencilla purga del alma? No, hay que ir más allá y entenderlo como un ejercicio único de humildad frente a la incapacidad del lenguaje para retratar la vida. La escritura como una vía de investigación, pero no una finalidad en sí. Como en el caso de Pavese, callar supone, quizás, la muerte.
Fragmento de la crítica que publiqué en febrero de 2008 en el diario Público sobre Amarillo

28 septiembre 2011

Gótico posmoderno


Como todo el mundo sabe, el cuento moderno nació dentro del género gótico. A lo largo de su trayectoria como cuentista, Edgar Allan Poe se deslizó desde las temáticas de terror u horror al género policial, cuya taxonomía moderna está ya dibujada por él, y en todo momento lo hizo exhibiendo una envidiable capacidad en la elaboración de tramas y creación de ambientes. No es casual que hasta la llegada de Chéjov ningún cuentista se le haya igualado y que los dos sean los padres del relato moderno. Desde entonces muchos han sido los autores que se han acercado con mayor o menor fortuna a las temáticas góticas, pero, y es algo que no deja de ser curioso, siempre han demostrado un respeto por los orígenes del género que ha alejado esas narraciones de lo que sucede en nuestro entorno, las ha distanciado del mundo contemporáneo. Salvo las aproximaciones que han tenido lugar dentro del mundo del cómic, y en ese sentido hay que recordar, una vez más al genial y mítico Alan Moore y a su discípulo más servil y al mismo tiempo original, Neil Gaiman, todas las narraciones que se insertaban en estos ambientes o temática destacaban, siempre, por su anacronismo, su total y absoluta incapacidad para trasladar a nuestro entorno cotidiano esas historias. Por eso resulta doblemente interesante, ya de partida, el lugar desde el que trabaja Mariana Enríquez, sobre todo en su excepcional, en todos los sentidos, libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama.
Lo primero que a cualquier lector que se acerque al libro le llamará la atención es la solidez de las narraciones, que hablan de la decantación sosegada y meditada de cada una de las historias. No en vano, Enríquez era autora de dos novelas, pero estos relatos parecen ser el fruto de toda su producción dentro del género hasta el día de hoy. Y son, desde luego, excelentes, todos y cada uno, por lo que es difícil quitarse de encima la sensación de que uno lee un recopilatorio de grandes éxitos. Así de intensos y de bien trabajados están cada uno de los cuentos del libro.
En él, Mariana Enríquez ha sabido arrastrar todos y cada uno de los mitos clásicos del terror: los fantasmas, la brujería, los monstruos, zombies, hasta el presente. Dicho de otro modo: lo más llamativo de esta colección de relatos góticos es que son perfectamente contemporáneos, al contrario de lo que suele ocurrir. Para hacerlo ha recurrido, en la mayoría de los casos, a la leyenda urbana, esa modalidad asfaltada del fuego de campamento. Cada uno de los argumentos de los doce relatos van reinventando ese concepto tan rebatido y por momento gastado de las historias apócrifas que aterrorizan las noches de verano y que subyacen en nuestra memoria de por vida. Lo hacen, sin duda, porque en todas esas historias interviene, siempre, la idea de algo horroroso que nos paraliza porque lo sabemos mucho más cercano de lo que nos gustaría reconocer. Las leyendas urbanas recurren siempre a enseñar lo real, lo ominoso a través de una fractura que se cuela en la realidad. Noticias extrañas, comportamientos poco frecuentes, suelen ser los camino elegidos. En Los peligros de fumar en la cama hay un uso muy inteligente de la imaginería de esas leyendas urbanas, de sus tics y recursos, desde las brujas adolescentes, a las maldiciones de seres marginales o la relectura de noticias truculentas de las secciones de sucesos. Todo es válido cuando entra en la trituradora que Enríquez ha armado con plena sabiduría. Porque, lo verdaderamente complicado, del género gótico es hacer sentir miedo al lector. Los anacrónicos cuentos de los padres del género nos parecen hoy algo ingenuos y echamos de menos el alto voltaje del terror que nos producen ciertas películas o las siniestras narraciones de maestros del género como Stephen King. Enríquez, y esto es lo más importante, sí lo consigue. Cada uno de los cuentos, y eso evidencia la maestría que Enríquez exhibe en el género, experimenta en un momento dado un giro, un salto cuantitativo que inserta al lector en el terreno del terror. Esas fracturas están, siempre, cuidadosamente construidas. En unos cuentos suponen el desenlace de la narración, cuando la aparición de lo sobrenatural, de lo no racional, sirve como broche para la historia. En otros casos sirven como detonante de un pavoroso ejercicio de duplicación del universo, en el que el lector es invitado a ir desvelando la cara horrorosa que se esconde tras la aparentemente inocua realidad.
Tiernos e ingenuos, demoledores y turbios, los cuentos de Mariana Enríquez le entregan al lector algo casi olvidado: el temblor durante la lectura. No es, desde luego, algo sencillo ni que deba ser tomado a la ligera. Es un libro de una intensidad inusual, y por momentos inolvidable.
Mariana Enríquez Los peligros de fumar en la cama Emecé, Argentina, 2009

20 septiembre 2011

El personal mundo de Adrian Tomine



Ejemplo perfecto de lo que será el artista del siglo XXI, o al menos de la idea de un artista mestizo, precoz y en constante transformación que se nos ofrece como la distintiva del futuro, Adrian Tomine reúne el sabor y la esencia de la mejor narrativa norteamericana, literaria o cinematográfica, combinada con el refinamiento y la sofisticación estéticas de la estampa japonesa. También por la deriva cada vez más autobiográfica, o quizás sea más exacto decir explícitamente autobiográfica, que han ido tomando sus narraciones. Y todo ello siendo, además, indignantemente joven, sobre todo si uno repara en la contundencia y calidad inapelable de su trayectoria: joven sí, pero para nada un advenedizo.

1. El joven superdotado: Optic Nerve
Adrian Tomine comenzó a autoeditarse sus propias revistas cuando contaba con apenas diecisiete años. Bautizó su revista con el título de Optic Nerve, y llegó a publicar ocho números en total aprovechando sus ratos libres como estudiante de bachillerato en Sacramento. Hoy en día es casi imposible encontrar, claro, ejemplares de esa primera época de la publicación. Buena parte de esas primeras historias se recopilaron en 1998 con el título "32 Stories: The Complete Optic Nerve Mini-Comics". Es de sus pocos álbumes que todavía no se ha animado ningún editor a traducir al castellano.
Tras autoeditarla durante cuatro años, recibe una oferta de Chris Oliveros para editar de modo profesional su revista dentro del catálogo de Drawn & Quaterly. Dicha editorial, afincada en Montreal, constituye, junto a la editorial de los hermanos Hernández, Fantagraphics, la punta de lanza del cómic underground e independiente norteamericano. Comienza así la segunda época de Optic Nerve, que abarca hasta el día de hoy once números. Que el último de ellos se editase hace ya cuatro años, en 2007, permite sospechar que es muy probable que la revista duerma ya el sueño de los justos.

2. El “Carver del cómic”: "Rubia de verano" y "Noctámbulo y otras historias"
Raymond Carver llegó para cambiarlo todo: la historia de la literatura estadounidense reciente y por extensión la de occidente, la supuesta primacía de la novela sobre el cuento e, incluso, los temas sobre los que debían girar las narraciones. Así que no es de extrañar que cualquier periodista use a Carver como referencia para ensalzar a un autor que quiera contar historias y que pueda tener algo en común con la estrella literaria. Tomine ha sido, de hecho, muchas veces comparado con él, ya que comparten una mirada similar y desoladora hacia la condición humana, en especial sobre nuestra incapacidad de comunicarnos. En palabras del propio Tomine: “ Me hice dolorosamente consciente de mi desprendimiento de cualquier tipo de interacción social en mi primer año de instituto. Fue una de esas tranquilas noches de fin de semana cuando incluso mis padres estaban fuera divirtiéndose que comencé a hacer intentos serios para crear historias en formato cómic. Es una forma barata para mantenerme ocupado, y cuando una historieta comenzó a juntarse, en realidad me olvidé de que la mayoría de mis compañeros estaban interactuando y socializándose".
Aunque, quizás, el nexo más evidente se origina en la misma elección de formatos breves. Como es sabido, Carver repartió su obra entre pequeños ensayos, poemas y cuentos, y a lo largo de los ocho primeros números de la edición profesional de Optic Nerve Tomine se decanta, también, por historias cortas, cercanas en el tono y el espíritu a las narraciones carverianas. Son esas las historias reunidas en los dos volúmenes recopilatorios publicados por La Cúpula que lo presentaron al público español: "Noctámbulo y otras historias" y "Rubia de verano", que ha sido recientemente reeditado en una edición más lujosa.
Es ahí, con casi total certeza, donde se inició la identificación habitual entre ambos autores. Algo que se vio reforzado, sin duda, cuando el omnipresente Dave Eggers incluyó “Amenaza de bomba”, la historia que se publicó en el número octavo de Optic Nerve y cierra el álbum "Rubia de verano" dentro del volumen de 2002 de la colección The Best American Non-Required Reading , una serie de antologías publicadas anualmente que reúnen narraciones incómodas o alejadas de las recomendaciones de lectura escolares y que están destinadas a hipotéticos lectores de entre 15 y 25 años. La inclusión de un cómic dentro de dicha selección supuso un acontecimiento evidente: la narración gráfica podía ya tratarse de tú a tú con la literatura más sofisticada. Un hito para un autor que, con apenas veintiocho años, podría ser, casi, uno de esos lectores hipotéticos de la antología.

3. El salto a la novela (gráfica): "Shortcomings".
Aunque pueda parecer sorprendente, una de las críticas más reiteradas que Tomine había sufrido a lo largo de su carrera pasaba por una cuestión racial. Descendiente de japoneses, él supone la cuarta generación de su familia nacida en los Estados Unidos, muchos lectores le cuestionaban por no haber usado en ninguna de sus narraciones los choques culturales y los conflictos de integración que todavía hoy viven los americano-japoneses. Tal vez motivado por ello se lanza a escribir la más larga de las narraciones que ha encarado, que se extiende a lo largo de los tres últimos números de Optic Nerve y más tarde fue recogida en el álbum "Shortcomings". Este álbum supone incluso su reconocimiento de pleno derecho dentro del panteón de los grandes autores de cómic actuales, que refrendó el vanguardista Chris Ware, elegido por Eggers como editor del número 13 de McSweeney’s, un especial dedicado al cómic, al incluir varias páginas de esta historia en dicho especial.
Este álbum, que recibió alabanzas de modo casi unánime, supone el cierre de muchas cuestiones pendientes en la trayectoria de Tomine. Por un lado sirve para terminar de evidenciar la contundente influencia de Jaime Hernández y de la estilizada estampa japonesa en su estilo de dibujo, frente a las acusaciones de mero imitador de Daniel Clowes que había tenido que sufrir por parte de muchos críticos poco o nada enterados a lo largo de los años anteriores. También logra articular una narración de largo aliento y de mayor profundidad psicológica, si cabe, que las de sus pequeños relatos anteriores, lo que sirve para sacudirse el estigma de “Carver del cómic” y abrazar de modo mucho más intenso a narradores actuales como Foster Wallace o Jonathan Lethem. De hecho, fue el propio Lethem, que ha elegido a veces ilustraciones de Tomine como cubiertas de sus libros, quien se descolgó con el más intenso y entusiasta de los piropos hacia "Shortcomings", al decir que combinaba la capacidad narrativa del realizador Eric Rohmer con un retrato de personajes digno de Alice Munro. Ahí es nada.
La realidad es que Tomine se muestra en esta obra como un narrador de una madurez portentosa. Capaz de reflejar los vaivenes sentimentales de sus personajes y el modo en que su contexto los obliga a tomar decisiones con la sobriedad y limpieza de una película de Ozu, del que Tomine es un rendido admirador. Es obvio que cualquiera con dos dedos de frente es un rendido admirador del cineasta japonés, pero es que Tomine ha sabido asimilar la mejor de sus herencias: la capacidad narrativa llena de naturalidad y estremecedoramente acogedora con el espectador de Ozu.

4. La autobiografía: Scenes From an Impending Marriage
En una entrevista concedida a Ricardo Mena, Tomine declaraba: “ Una persona más inteligente, o más calculadora que yo, probablemente diría que su obra es enteramente autobiográfica o completamente ficticia. Hace poco leí una entrevista con Charlie Kaufman donde decía que, incluso una película como Transformers podría ser vista como algo autobiográfico y personal. Creo que un montón de esas cosas son indefinibles, imposibles de medir, y muy a menudo escapan de las manos del propio escritor.”
Todo esto sería válido dentro del contexto de su obra anterior, pero a comienzos de este año 2011, Tomine publicó su más reciente álbum: Scenes From an Impending Marriage: A Prenuptial Memoir ("Escenas de un matrimonio inminente: unas memorias prenupciales"), que, supongo, será traducido en breve al castellano. Es, sin duda, su trabajo más autobiográfico, y lo es de modo explícito. Comenzó siendo un pequeño opúsculo de apenas dieciséis páginas fotocopiadas que se entregó a los asistentes a su boda. Pero se ha convertido en un álbum de cincuenta y cuatro páginas donde el estilo muta para acercarse a la caricatura. Sirva como ejemplo perfecto la cubierta que puede ser vista como un homenaje a Charles Schulz, el primer dibujante de cómics cuya obra Tomine devoró según ha confesado en alguna entrevista. En el álbum, además de usar la comicidad y angustia inherentes a los preparativos de una boda, se explaya con las diferencias entre su familia de origen japonés y la de su mujer, de ascendencia irlandesa, con los contrastes entre los modos de vida de la costa Este y la Oeste y su particular estatus de hombre recién trasladado a Brooklyn para convertirse en el esposo de la señora Brennan. Una delicia más salida de los pinceles de Tomine.

Artículo realizado para la sección "Manual de uso" de la revista virtual numerozero.es
La ilustración, del propio Tomine, apareció como ilustración de Sunday Book Review de The New York Times

15 septiembre 2011

El ocaso de un seductor

Hay una pregunta que todo lector se hace, supongo, antes de leer Piña. ¿Le estarían dando tanto bombo a este relato y lo habrían traducido de estar escrito por alguien desconocido -un autor de 23 años al que nadie conociera, quiero decir- o tiene mucho que ver el hecho de que Michael Cera sea uno de los jóvenes actores más reputados de Hollywood? Conviene responderla desde ya: tiene mucho que ver. No porque el relato sea malo. No lo es, para nada, pero es evidente que el eco obtenido está directamente relacionado con la noticia de "oye, el chaval ese no sólo actúa bien, también escribe". Que nadie se llame engaño.
Cuando apareció Pinecone en el número 30 de McSweeney's, estaba introducido por unas entusiastas palabras de Dave Eggers, uno de los gurús de la literatura norteamericana actual y el fundador de la mencionada revista. Eso sí, conviene ir aclarando cuestiones: la experiencia demuestra que lo mejor es coger con pinzas las recomendaciones de Eggers. Su posición, como autor inquieto y de extraordinaria influencia en el mundo cultural de los USA -y por extensión en el resto del mundo, el imperio es el imperio- se confunde muchas veces con una infalibilidad que parece tener más en común con la fe ciega que muchos católicos tienen en el papa de Roma.
Sin ir más lejos, la audaz propuesta estética de la revista McSweeney's no tiene un correlato similar en lo tocante a los riesgos estéticos de buena parte de los colaboradores habituales de la misma, por ejemplo, y aún así, por haber sido publicados en ella se les presupone un marchamo vanguardista del que carecen. Por mucho que Eggers lo haya publicado. Eso de seguir a Eggers como las ratas al flautista de Hamelin puede ser peligroso.
Un ejemplo de ello es la revista española El estado mental, cuyo formato recuerda demasiado a la otra revista de Eggers, The Believer. The Believer es una revista estéticamente torpe. Es cuadrada, que es lo que todo diseñador pide para tener más margen de experimentación en la maqueta, o sea, el formato es el idóneo para una revista de tendencias y grafismo, no para una revista de texto. Pero luego el interior es una sucesión de textos maquetados en una horrorosa doble columna que convierte a sus páginas en una secuencia horrorosamente estática, menos dinámica, incluso, que la triple columna del "clásico" The New Yorker. Por otro lado, la unidad estética que propician las portadas de Charles Burns se pierde totalmente en el batiburrillo estético que intenta recoger El estado mental, que se desliza a los terrenos de McSweeney's en la inclusión de formatos extraños que casan mal con el resto de la revista. Toda esta disertación sobre revistas pretende ofrecer un ejemplo válido de los peligros de la imitación poco o nada razonada. Muy próximos a los de la exaltación acrítica, que le da poco, o ningún juego a cualquier proyecto artístico o intelectual.
Pero es mejor volver al asunto de estas líneas: Piña. Michael Cera ofrece, sí, un texto interesante, que permite intuir hasta dónde puede llegar un autor capaz de rebuscar en las miserias del alma humana. Además sabe, y es importante también, construir un relato donde no haya elementos que sobren y cada página haya sido calibrada en su justa medida para permitir que la trama avance de modo coherente. O sea, que el señor Cera ha hecho lo que cualquier autor con un poco de vergüenza debería hacer: trabajar su texto. Nada más, y nada menos. El relato está bien, es una lectura recomendadísima, pero tampoco conviene echar las campanas al vuelo. La pregunta que hay que hacerse después de leerlo es: ¿habría conseguido un autor con un solo relato publicado en una revista ser traducido al español en un libro autónomo? No, seguramente, no. Conviene no ser ingenuo al respecto.
La historia de este actor venido a menos, de un seductor que ya tan sólo atrae a las dependientas de los restaurantes de comida rápida, tiene tintes de crueldad, de ironía que contrastan con el estilo ingenuo, muy plano, quizás pretendidamente anodino, que Mercedes Cebrián ha sabido captar en su traducción. Con todo, es quizás ahí, en la casi total ausencia de trabajo linguístico donde más flojea el texto. Porque lo mejor es la crueldad con la que dibuja al acto adolescente venido a menos, mezquino y sin demasiadas salidas. Se trata pues de un texto que, siguiendo la tradición de las revistas literarias estadounidenses -aunque casi todas se hagan entre New York y San Francisco usaremos el gentilicio de la federación íntegra-, sirve como lectura idónea para acompañar un buen café -bueno, la bebida la dejo a la elección del lector- la idea es que tiene la extensión adecuada para ese cuarto de hora de relax.
Con todo, y ya pensando en el lector, mejor la opción elegida por la editorial de traducir buenos relatos puntuales que no otras cosas que se han ofrecido al lector. Al menos, la profundidad e ironía de Piña sirve para dar cera y servir como modelo válido a los autores patrios. Con veintitrés añitos se pueden escribir buenos relatos.
Michael Cera Piña Alpha-Decay, Barcelona, 2011

09 septiembre 2011

Game over

Esteban Castromán es quizás más conocido por su capacidad de agitación cultural dentro de la editorial Clase Turista que por su faceta como autor. Es, desde luego, injusto, pero se comprende dentro de los parámetros de la información cultural de hoy en día. Si uno tiene una idea genial como las de los formatos en los que presentan sus publicaciones, como las Mental Movies, que han conseguido comenzar a exportar desde Argentina a España o México, es muy posible que los medios de comunicación se pongan en contacto con uno para hablar de eso. Y uno quede para siempre encasillado dentro de la etiqueta de "editor de vanguardia", "gestor cultural" o, en el mejor de los casos, "agitador artístico". No parece que pueda esperarse mucho más de la prensa cultural (ese oxímoron).
Pero Esteban Castromán es mucho más, es, entre otras cosas, un autor inquieto capaz de desbordar las fronteras rígidamente establecidas del discurso literario. Lo ha demostrado con sus poemarios, desenfadados y perturbadores, capaces de mirar a la cara del hombre actual y de hablarle con su mismo lenguaje, desplazando así la poesía a terrenos insospechados para el común de los lectores. Sirva, como ejemplo, uno de sus poemas más conocidos:
MARCELINO

Le pegábamos porque era un pelotudo.
Pero también, Marcelino era el instrumento
que nos permitía discriminar de qué lado de la vida
uno se encontraba.


En los recreos corríamos tras él
para molestarlo.
“Tu mamá es una puta”,
le decíamos todo el tiempo.

Marcelino se escondía, corría y
se hacía amigo de las chicas.
Nosotros, le bajábamos los pantalones
delante de ellas.

Mientras lloraba le pegábamos.
Y temíamos ser Marcelino.
Por eso, la noticia de la edición de 380 voltios en la editorial Pánico el pánico es un verdadero acontecimiento. Cuatro narraciones relacionadas que permitirán a algunos hablar de novela y a otros de libro de cuentos, dependiendo de lo que más les convenga. Pero lo verdaderamente interesante del libro no radica en el deslinde de su condición genérica, sino en el lugar elegido para las narraciones, el modo en que se establece el diálogo con el lector. El voltaje que da título al volumen, como algunos sabrán, es el de la maquinaria industrial y en buena medida Castromán se deja llevar por el juego de someter a un lector acostumbrado a voltajes más bajos, los 220 de las casas, por ejemplo, a una descarga de mayor potencia de la esperada. Ángel González García, uno de los más interesantes ensayistas españoles dice que el arte contemporáneo se basa en buena medida en ese recurso, en someter al espectador a cargas para las que no está preparado, sin ofrecer nada más como discurso que el mero impacto, la descarga, para ver hasta donde aguanta. Como si se tratase de esos borrachos que se someten en las cantinas del DF a las máquinas de toques, sólo por ver quién es capaz de someterse a descargas eléctricas de mayor voltaje durante más tiempo. El lector se ve sometido a esa descarga también. Porque no sabe a ciencia cierta qué está pasando. Las narraciones reúnen una serie de recursos, como las referencias cinematográficas y el subgénero del terror, para ir envolviendo al lector en una realidad distorsionada, donde todo parece adulterado y las acciones y reacciones de los protagonistas algo exagerado, incluso por momentos un poco salido de madre. Sólo cuando la lectura permite sumergirse en el universo que proponen las historias uno entiende que sí hay una lógica detrás: la del videojuego. Todos los personajes parecen empeñarse en hacer algo, en cumplir una misión, en lograr algo que les permita pasar a la siguiente fase. Y para ello deben superar una serie de obstáculos a cual más extraño y comprometido.
Mucho se está hablando y escribiendo de la influencia del videojuego en la literatura y viceversa. Pero, en realidad, esa presencia es hoy, todavía, mínima. Y todo eso pese a que el videojuego está basado en lo mismo que la literatura más vanguardista: en la interacción con el destinatario del producto, sea el lector o el jugador. Frente a la narrativa que parece prescindir del lector más allá de su mero lugar de destinatario, hay textos en los que el autor ha tenido muy en cuenta la participación de ese lector, que debe ser activo y no pasivo ante la obra. Los videojuegos, resulta obvio, son ese sentido mucho más cercanos a esa literatura, y por eso triunfan más entre el público, que se ve no sólo inmerso en un nuevo universo, sino que puede manipular los hechos de esa realidad, ese universo, con sus acciones.
Castromán ha ensartado cuatro misiles que se leen con la velocidad de una partida del mejor arcade y que sirven para evidenciar que la literatura puede dialogar con el mundo en que ha sido concebida si su autor tiene la voluntad de que así sea. Muy lejos de la mayoría de la literatura que abarrota la mesa de novedades y que es tan escapista como un best seller de Follet aunque se pretenda culta.
Esteban castromán 380 voltios Pánico el pánico, Buenos Aires, 2011
Foto: Esteban Castromán, en el centro, acompañado por sus socios de la editorial Clase Turista, Lorena Iglesias e Iván Moiseff.

27 agosto 2011

Montaje del narrador


La del montador es una labor que tan sólo los verdaderos entendidos en narrativa cinematográfica han sabido valorar en su justa medida. La mayoría cree que su trabajo se limita a seguir las instrucciones del director –o del productor en el caso de las grandes superproducciones- y desconocen la importancia determinante que tienen para el acabado final de un film. Curiosamente, estos dos libros de Maximiliano Barrientos hablan de la excepcional labor como montador de narraciones que exhibe el autor y, secundariamente, de la habilidad del editor a la hora de editar –no es casual que en inglés el montaje se llame editing- los materiales del autor.
Barrientos había publicado dos libros en Bolivia cuando Julián Rodríguez se interesó por su obra para editarla en Periférica. Dos años después, tras una redistribución de los textos incluidos en los libros bolivianos y un profundo trabajo de reescritura de Barrientos y edición de Rodríguez, han cobrado forma definitiva la novela Hoteles y el libro de relatos Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer. La comparación con los libros originales, tanto Los daños como Hoteles, evidencia que los textos han ganado en solidez y pegada. La novela brilla mucho más en solitario, sin la compañía de otras narraciones, y los cuentos se han pulido para hacer más patentes los aciertos que apuntaban en esas primeras ediciones. Todo este proceso demuestra que la destilación inteligente y el trabajo bien encaminado sirve para resaltar las virtudes latentes en unos buenos textos.
Virtudes que son palpables para el lector más clásico como pueda ser la capacidad de reflejar los conflictos sentimentales de unos personajes dibujados con maestría inusual. Porque, como los grandes cuentistas que han marcado la historia del género, Barrientos se vale de unas pocas páginas para entregar toda la intensidad vital de sus personajes, que se quedan impregnados en la memoria del lector.
El lector más arriesgado encontrará quizás más interesante lo que tiene de novedoso el tratamiento que se da en los cuentos a la herencia de la narrativa cinematográfica. No como una mera cita, porque es obvio que el cine ha supuesto un punto de inflexión en la narración literaria y muchos autores jóvenes dejan traslucir una formación más audiovisual que letrada, y muchos caen en el recurso fácil de explicitar referentes y terminología cinematográfica sin función narrativa alguna a la hora de vestir de modernidad sus narraciones. Barrientos opera de modo mucho más inteligente. En sus narraciones uno puede apreciar el cuidado labor de un montador de alto nivel, que puede al mismo tiempo fusionar imágenes y momentos a través de las palabras, o bien trasladar el curioso efecto de los testimonios y la voz en off de un narrador en un documental que trata de encontrar en la experiencia de los protagonistas la razón de vida de un realizador que no sabe qué hacer con los recursos que ha grabado.
Hoteles, la novela, narra precisamente eso, traspone al papel la grabación y montaje de un documental sobre una huida, un viaje sin sentido de dos personajes que sólo buscan ocultarse, que sirve a un director para tomar conciencia del vacío de su propia vida. Los relatos reunidos en Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer exhiben un abanico de procesos narrativos más variado, pero en todos el narrador aparece como ese observador que se mueve entre la condición del montador o del testigo, aunque quizás se trate de la misma, ya que un montador se ve obligado, fatalmente, a tomar partido en la narración al descartar unos materiales o potenciar otros, para poder vertebrar la historia.
La narrativa de Maximiliano Barrientos luce, pues, como un modo de contar esplendorosamente moderno porque, con enorme acierto, ha asimilado la fuerza y rotundidad de la narración clásica, eterna y siempre moderna.
Maximiliano Barrientos Hoteles Periférica, Cáceres, 2011
Maximiliano Barrientos Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer Periférica, Cáceres, 2011
Texto publicado el día 23 de julio de 2011 en suplemento ABC Cultura

17 agosto 2011

La violencia nuestra de cada día


Nos resulta más consolador pensar que la violencia está encerrada en las pantallas, del cine o de la televisión o dentro de las páginas de un libro, de las noticias del periódico, de algún noticiero de la radio. Son cosas que suceden siempre lejos, en la ficción, en las secciones de sucesos. Como mucho las asumimos cuando se trata de una narración “basada en hechos reales”, que finalmente nos convence de la suerte que tenemos de vivir en un mundo más o menos pacífico gracias al simulacro de algo que, en realidad, nosotros hemos consumido como ficción. Por fortuna casi nadie contempla un tiroteo en su vida. Pocos son los ciudadanos europeos que hayan visto morir a un semejante alcanzando por un arma de fuego si no es en algún telediario. Pero la violencia está mucho más cerca de lo que nos gusta pensar , de lo que preferimos creer. Muchas veces al otro lado de la pared que separa nuestra casa de la del vecino. De eso trata este cómic.
No moriré cazado no está basado en un hecho real, sino en una novela homónima de Guillaume Guéraud, pero hay algo en ella que nos dice que hechos como esos están sucediendo todos los días al lado nuestro, que son inquietantemente más reales de lo que podríamos pensar cuando decidimos arriesgarnos a abrir el libro y lanzarnos a su lectura. No me refiero con ello tanto a la matanza que sirve como inicio y final de la narración y que es, a la postre, lo que puede parecer más significativo de esa violencia sobre la que pivota la narración, porque es ahí donde se da lo extraordinario y singular que alberga la historia -por fortuna no todos los días nos sorprenden noticias como las de Puerto Hurraco-, sino el modo en que los miembros de la sociedad van poco a poco inoculándose ante la violencia, que es el verdadero germen de esa matanza final. Ya sea porque prefieren mirar hacia otro lado cuando esta sucede o, más terrible todavía, porque la han convertido en una parte más de su existencia hasta el punto de que disfrutan de ella o no son, siquiera, conscientes de su presencia. Lo cotidiano pasa inadvertido. Ahí es donde reside el verdadero interés de la historia de Guéraud y la habilidad de Alfred para trasladar eso a una narración gráfica consistente, que es el reto al que se ha sometido al hacer este álbum.
Lo más interesante del enfoque de Alfred es que la violencia aparece tan sólo en el momento en que puede ser asumida por el lector, cuando está ya preparado para, si no identificarse con ella, sí justificarla, comprenderla. Antes se ha ido presentando la vida cotidiana del pueblo, las miserias de sus habitantes y, sobre todo, el entorno sádico en que el protagonista y narrador se ha visto envuelto desde la infancia; para, finalmente mostrarnos al tonto del pueblo y sus relaciones con la sociedad. Porque es el elemento que funciona como vórtice de la historia, ya que es él quien sufre de modo totalmente silencioso, sin capacidad alguna de defenderse, esa violencia. Alfred no cae en la tentación de poner ante los ojos del lector el acto violento en sí, sino los resultados, el cuerpo lacerado y sangrante de la víctima, pero no la violencia que ha ocasionado esas heridas.Más adelante, cuando los resultados son fatales ni siquiera se llega a mostrar el cuerpo torturado de la víctima. Se sirve de un escueto texto de apoyo, uno más de los que han servido para vertebrar la voz en off del narrador, y un fuera de campo pudoroso que deja a la imaginación del lector la clausura de la escena, construir en su propia imaginación la imagen de la víctima moribunda. Para qué más, parece decirse Alfred, ¿cómo va a poder construir gráficamente esa barbarie? Ahí hay que buscar uno de los principales aciertos del autor. Frente a la tendencia casi absurda de mostrar hasta el más mínimo detalle la violencia, de recrearse en su vacua espectacularidad, Alfred prefiere dejar en las manos del lector la labor de visualizar, de construir esa violencia. ¿Cuánta violencia podemos imaginar? Parece dirigirse a ese algo turbio que duerme en nosotros, a obligarnos a atisbar cosas que no queremos reconocer.
En cambio, sí decide mostrar esa violencia en acto cuando se retorna al inicio de la narración, el momento de la matanza. Una salida trasera y falsa, un desesperado grito de derrota al que el narrador no puede escapar, porque aunque ha intentado no caer en la molicie de su entorno, tampoco ha logrado finalmente salir de ella, escapar al destino trágico y violento al que parecía condenado. Eso hace que la hipotética lectura de este álbum como una mera muestra más de serie negra sea absurda. Por muchas referencias y homenajes que haya en él, como el que se intuye a Jim Thompson y su Pop. 1280 (1280 almas), por ejemplo. No, Alfred va más allá de un sencillo thriller, ahí reside el verdadero acierto de este álbum. En la capacidad de trascender la historia que tiene entre manos para forzar al lector a pensar, a tomar conciencia clara de lo que sucede a su alrededor.
Sería una pena que, por el simple hecho de que el libro se pusiese a la venta en el mes de agosto del año pasado, no tuviera todos los lectores que merece. De momento han sido pocos, pero quizás se trate de uno de esos casos en que la obra va llegando poco a poco a un público más amplio. Pensemos que, a veces, tiene razón la canción popular: “No hay que llegar primero, pero hay que saber llegar.”
Alfred No moriré cazado Astiberri, 2010
Este texto apareció dentro de la sección Lost & Found de la revista virtual numerocero.es

20 julio 2011

Las entrañas de la familia

Posiblemente, si me preguntan qué escritor recordaré de entre mis lecturas del año 2011, Gay Talese ocupe un lugar destacado. Hace tres años era casi imposible encontrar ejemplares de sus libros y la publicación de Retratos y encuentros el año pasado en Alfaguara sirvió como detonante para la recuperación de su obra. En Debate han recuperado la edición ya descatalogada que se publicó en los ochenta en Grijalbo de La mujer de tu prójimo y ahora, con nueva traducción respecto a la antigua edición de Grijalbo, aparece en Alfaguara Honrarás a tu padre. Y he devorado ambos con el placer casi adolescente que se encuentra en los mundos que te ofrecen un mundo en el que sumergirte. Con la diferencia de que, en el caso de ambos libros, ese mundo es el mismo en el que, día a día, desempañamos nuestras rutinas. Porque lo verdaderamente fantástico, valga la paradoja, de los libros de Talese es que están construidos desde hechos reales perfectamente contrastados. Buena parte de la atención que la no-ficción y la crónica merece hoy entre los lectores tiene que ver con los patrones y modelos que Talase ha ayudado a instaurar.
De Honrarás a tu padre podría decirse prácticamente lo mismo que ya escribí sobre La mujer de tu prójimo. Sin duda lo más determinante, lo que convierte estos libros de Talese en piezas fundamentales, es el modo en que el autor se ha acercado a las fuentes para construir su discurso. No basta con entrevistarlos, no es suficiente con documentarse hasta la extenuación. Si uno quiere escribir un texto donde realmente aparezcan las motivaciones y las dudas de los personajes y que éstos no tengan problema en aparecer allí con sus nombres verdaderos, sin que haya ningún tipo de máscara que oculte la verdad al lector, hay que formar parte de sus vidas. Talese lo hace. En un esclarecedor epílogo -los epílogos de sus libros son una muestra de que puede irse un poco más allá cuando ya parece que se han hecho todas las acrobacias, demostrando que trabaja, siempre, sin red- queda clara la relación de amistad que se ha llegado a establecer entre Talase y Bill Bonnano, y la participación que el propio Talese ha tenido en la historia, algo que hasta ese momento nos sospechábamos por la capacidad de construir la objetividad del autor. Incluso, llega a implicarse con los personajes del libro hasta el punto de que, como confiesa en el prólogo, llegó a involucrarse personalmente en la financiación de la universidad de los hijos de Bill Bonnano. No es, me temo, una sencilla cuestión de agradecimiento por el material facilitado para un éxito. En absoluto. Bill Bonnano y Gay Talese tienen mucho más en común de lo que podría pensarse.
En el ya citado epílogo, Talese explicita que el origen del libro tiene mucho que ver con la rabia que su padre sentía cuando, por tener un apellido italiano, era automáticamente señalado por la sociedad como un hipotético delincuente. Bill Bonnano, curiosamente, es alguien que pese a haber crecido como un joven estadounidense más, casi un WASP, se ve abocado a continuar con la tradición familiar dentro del crimen organizado. Y es eso, el modo en que la segunda generación vive esa herencia, lo que une mucho a Bill Bonnano y Gay Talase. Son más parecidos de lo que podría pensarse, y eso facilita la relación que se establece entre ellos. Hay un momento, de hecho, cuando queda claro que muchos de los implicados en el libro, sobre todo la familia más íntima de los Bonnano, ha terminado usando al periodista como un modo de comunicarse, que en buena medida han terminado sabiendo muchas más cosas de sí mismos y de sus seres queridos a través de la lectura del libro. Porque la ley del silencio que rige la convivencia de la familia es un lastre demasiado pesado en ciertos aspectos. Y en medio de todos ellos, el hombre, verdadera leyenda, Joseph Bonnano, del que apenas llegamos a saber nada, lo que no hace sino engrandecer el mito que proyecta sobre toda su familia y el resto de sus colegas dentro del crimen organizado por su singularidad.
Por lo demás hay que repetir lo que tantas veces se ha dicho de este libro. Frente a creaciones audiovisuales como la saga de El Padrino, las incursiones de Scorsese o la ya mítica por derecho propio The Soprano's, y a algunas creaciones literarias -curiosamente mucho menos vistosas y reconocidas- la importancia de Honrarás a tu padre tiene mucho que ver con la cantidad de información de primera mano que Talese manejó, en muchos casos más que los propios investigadores del FBI o los fiscales, lo que humaniza mucho más la visión que ofrece de esa entidad todavía discutida que ha dado en llamarse Mafia. La articulación narrativa de lo que podría haber sido tan sólo un libro de entrevistas y testimonios hace de su lectura un placer constante, una agitación -thrill- que no da tregua al lector desde la primera hasta la última página, y son seiscientas. Así que el lector tiene el doble regalo de poder documentarse de modo muy pormenorizado en las acciones criminales, la organización de las familias, la vida rutinaria de todos ellos y hacerlo de un modo vivaz y entretenido gracias a la habilidad narrativa de este autor de no-ficción que sabe extraer de la realidad los más jugosos frutos.
Gay Talese Honrarás a tu padre Alfaguara, Madrid, 2011
En la foto aparece el autor comiendo pasta y tras él una edición original del libro

19 julio 2011

La vida metida en unas páginas


A juzgar por lo que dice la crítica literaria de hoy, todas las semanas aparecen una plétora de obras maestras fundamentales para la evolución de la literatura. Visto así es fácil convencerse de que vivimos un momento único y maravilloso. Pero, paradoja curiosa, casi todos esos libros imprescindibles se convierten al cabo de dos semanas en pasto del olvido para ceder su hueco a una nueva batería de obras cumbre del devenir artístico.
En medio de esos libros destinados a ser hitos literarios destaca mucho más Sobre la felicidad a ultranza de Ugo Cornia, un libro que crece con las relecturas, que se agiganta a medida que uno reflexiona sobre lo leído y vivido y que, finalmente, se convierte en una experiencia destinada a marcar la vida de sus lectores.
Porque Cornia no ha escrito una simple novela, ha hecho mucho más: ha sabido meter buena parte de sus experiencias personales en una narración aparentemente espontánea y, sin embargo, muy sofisticada en la presentación de los personajes y el manejo del tiempo que, más allá de la mera acumulación de hechos y anécdotas, transpira una singularísima poesía que trasciende la expresión de unos sentimientos para convertirse en experiencia propia para un lector que sale de su lectura profundamente conmovido.
Don DeLillo, casi al inicio de su novela Punto Omega, afirma que “La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos.” Evidentemente, Ugo Cornia no pudo leer estas líneas antes de escribir Sobre la felicidad a ultranza, que es una novela publicada diez años antes de la de DeLillo, pero sí que podría, haciendo una pirueta crítica, afirmarse que parece escrito con la idea de rebatir dicha afirmación. Porque Cornia sabe que la vida, en toda su riqueza, no puede, efectivamente encerrarse en sus páginas, pero sí puede ser recreada por el autor y experimentada por el lector mediante la narración de una selección de hechos fundamentales y la vivencia y contraste de esos mismos hechos por parte del lector.
La novela de Cornia va creciendo a medida que uno avanza su lectura de modo fascinante. El lector va haciendo suyos cada uno de los personajes: el padre, la madre, el perro Brown, cada una de las novias que van pasando por la vida del narrador, que es en realidad la gran creación de Cornia, porque se trata de un tipo extraño e incómodo, capaz de decir las cosas más insospechadas y de narrarlo todo con una sinceridad desarmante, como una especie de Holden Cauldfield madurado, que no ha perdido la capacidad de recrear y conmover al lector pero que, además, habla desde el poso de la experiencia de lo vivido. Cosas tan cotidianas como conducir se convierten en una fuente de placer inagotable. Y, siempre, porque es importantísimo, sin ceder en ningún momento a la tentación de hacer una literatura que apele al sentimentalismo del lector aunque haya mucho dolor en las vivencias del narrador. Este libro, de hecho, podría leerse como una continua elegía donde se da las gracias por haber vivido en vez de entonar un lastimero canto a lo perdido.
Porque, leyendo esta novela, lo que verdaderamente siente uno, más allá de la fascinación por la historia que cuenta o por el cómo lo hace, es unas terribles ganas de cerrar el libro y lanzarse a vivir la vida, la de los días festivos y también la de los días de diario. Leer este libro es en realidad una fiesta única, que trastoca de modo radical el modo en que uno disfruta la vida. Mucho más que literatura, este libro es vida.
Ugo Cornia Sobre la felicidad a ultranza Periférica, Cáceres, 2011
Texto publicado el día 16 de julio de 2011 en suplemento ABC Cultural

11 julio 2011

Álbum

Buscando fotos para ilustrar una entrada me he encontrado esta foto que hizo la poeta Laura Crespi. Me ha hecho tanta ilusión ver a dos amigos juntos, y más ahora que uno ya partió hace casi un año, que me apetecía compartirla.

07 julio 2011

Versiones (1)

El índice rojo
No te envidio la grasa, los fámulos, la hacienda,
la hopalanda grotesca de color escarlata,
ni el hermoso palacio que tienes por vivienda,
ni el capelo romano, ni la vieja Vulgata.
No pretendo que vivas como Juan el Bautista,
ni lo mismo que Onofre te deshagas en llanto:
tu pectoral conserva, tu anillo de amatista,
tu báculo de plata, tu careta de santo.
Mas con el rojo índice te señala el destino.
Cuando, envuelto en las sábanas de finísimo lino,
descansa el leve peso de tu leve jornada,
en la piedra más dura de tu propio palacio,
lentamente, sin ruido, despacio, muy despacio,
el pueblo, que no duerme, saca filo a su espada.
Pedro Luis de Gálvez

Inaugurada queda una sección donde reunir poemas fantásticos, de los mejores de la poesía en lengua española, que han sido levemente retocados por mí -muy levemente en algunos casos, pequeñas correcciones con las que, a mi juicio, estos poemas que son, ya de por sí, redondos, brillan un poco más. ¿Presunción? No, al contrario, humildad pura y dura. Como sabe todo aficionado a la poesía, lo máximo a lo que puede aspirar un poeta es al anonimato, a que todo un pueblo haga suyos sus versos y los pula para entrañarlos más todavía en la lírica popular. Estas versiones son pues el primero de una serie de pasos en los que yo no soy yo, sino tan sólo la primera de las voces de un pueblo haciendo suyos estos versos.

06 julio 2011

Escenas de la vida posmoderna

El cómic está de moda. Quizás, ojalá, más que una moda se trate de una consolidación y se pueda hablar en el futuro de estos primeros años del siglo XXI como los que supusieron el salto cualitativo de la narrativa gráfica en nuestro país. De momento, la gran ventaja que todo esto supone para los aficionados, tanto los veteranos como los que se van aficionando al medio, es la posibilidad de encontrar ejemplares en ediciones cada vez más cuidadas de numerosos álbumes. Es el caso de la obra de Adrian Tomine. A falta de que poco a poco los editores se animen a traducir algunos de los títulos inéditos que todavía no han aparecido en España, lo que sí se va produciendo es la reedición en formatos de mayor calidad y, por extensión, más caros, que permiten mayores beneficios a una editorial necesitada de mayores ventas. Ahora le ha llegado el turno a Rubia de verano, como sucedió con Como un guante de seda forjado en hierro de Clowes, pasar de la edición original en rústica a una lujosa presentación en cartoné.
Y es un motivo más que oportuno para meditar sobre la trayectoria de uno de los más interesantes autores de cómic que ha dado la más que fecunda escena independiente yanqui. Lo primero que se debe destacar es su edad, es el más joven de los que han obtenido reconocimiento mundial por su trabajo. Tomine nació en 1974, y comenzó a autoeditarse sus trabajos en una publicación amateur que bautizó como Optic Nerve y comenzó a hacer pública en 1991, cuando contaba con tan sólo diecisiete años. Este aspecto de la edad no es casual ni gratuito. Paradójicamente, Tomine se ha criado en una sociedad en la que los autores ya no se veían encaminados al entorno underground si su obra escapaba a los cauces más establecidos. El éxito crítico, primero, y más tarde económico, de publicaciones como Love & Rockets de los hermanos Hernández –otros precocísimos autores, por cierto- y su editorial Phantagraphics propició la llegada de toda la oleada de editoriales similares permitió que otros autores de referencia hoy como Art Spiegelman, Seth, Charles Burns, Daniel Clowes o Chris Ware –creo que he respetado el orden de sus fechas de nacimiento- abrirse un hueco en la industria, independiente, sí, pero no under, del cómic.
Quizás por todo ello la narrativa de Tomine es la menos vanguardista de todos los mencionados. No explora las posibilidades narrativas de la imagen como Ware, no introduce experimentos sobre el transcurso temporal como Seth, no explora los miedos contemporáneos y alucinados como Clowes o Burns, no relee la historia y usa el medio como estandarte como hizo Spiegelman. ¿Y por qué, siendo el más “conformista”, por así decirlo, de esta nómina de autores es tan interesante? Precisamente porque Tomine ha sabido releer la tradición independiente como nadie, aprovechando ciertas peculiaridades personales.
Acertadamente, se ha señalado la influencia de Jaime Hernández en la estética de las planchas de Tomine. Resulta evidente para cualquiera que conozca el trabajo de ambos. La sofisticación narrativa y estética del pequeño de los Hernández ha marcado a toda una generación. Pero, es más, también la influencia de Beto en el músculo narrativo está ahí. Es más que probable que Tomine se haya formado como lector leyendo una y otra vez la obra de ambos que, como la suya, tiene la peculiaridad de reflejar las tensiones culturales a las que se ven sometidas las familias inmigrantes. Los Hernández son hispanos, la familia de Tomine japonesa. La elegancia narrativa de Shortcomings (Mondadori, 2008), la penúltima obra publicada de Tomine y la última traducida, encuentra en las historias reunidas en Rubia de verano un antecedente válido, como sucedía en Sonámbulo. Y esa elegancia y sofisticación surgen de la fusión de una estética muy desarrollada y pulida, pero también de unos guiones planteados con una solidez única donde se deja sentir todo el peso de la soledad, de la incomunicación y del miedo al compromiso del hombre contemporáneo.
El problema es que, muchas veces, surge la tentación de relacionar a Tomine con los grandes narradores del minimalismo norteamericano por el tipo de historias con las que trabaja. Al hacerlo, se cargan demasiado las tintas en lo argumental, en la historia, y menos en la narración gráfica, que es, en sí la gran diferencia y aportación del género. Ahí cada día puede apreciarse de un modo más constante la herencia de cineastas como, por ejemplo, Yasujiro Ozu, del que Tomine es rendido admirador. El milagro del cine de Ozu radica en que parece no haber artificio alguno en sus películas, coloca la cámara a la altura de un hombre que, sentado, contemplase las escenas que van ocurriendo ante sus ojos y todo parece extraído de la realidad sin que haya planificación alguna o puesta en escena alguna. Ese es el misterio de Ozu, el genial artificio de haber sabido borrar todo rastro de lo que se está contemplando: una película, ficción costosamente recreada ante una cámara. Esa mirada al interior de las vidas de cada uno de nosotros es, sin duda, la característica del cómic de Tomine y la sencillez en la planificación perfecto reflejo de ello. Por eso huye de los temas sórdidos, de las composiciones complicadas y rebuscadas, de los puntos de vista insólitos. No, lo que Tomine busca es que al cabo de unas pocas páginas nos hayamos olvidado completamente de que estamos ante unas viñetas, a él le interesa, como a Ozu, que prevalezca la naturalidad y no el artificio.
Por eso, cualquier reedición sirve, siempre, como regalo inigualable para dejarse mecer por el mundo, y no ya la obra, que nos depara el trabajo de Tomine. Mucho más que un simple cómic, desde luego.
Adrian Tomine, Rubia de verano, La Cúpula, Barcelona, 2011
Las ilustraciones son del propio Adrian Tomine,
realizadas para una edición de dos películas de Ozu en The Criterion Collection