16 marzo 2007

Un maestro excepcional

Cuando comencé a escribir este texto recordé una de las prosas de este libro:
Uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre estos libros. Lo que prueba que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros. Y en gran parte a causa de ello no escribe nuevos libros o sólo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés. En consecuencia, los comentarios sobran.
Esto puede ser, a qué negarlo, bastante paralizante, porque lo que diga uno de la obra de Ribeyro no va a tener nunca tanto interés como la obra en sí. Pero precisamente eso, en vez de resultar un obstáculo, se me aparece como una ventaja, porque diga las tonterías que uno diga no le va a quitar el brillo a Ribeyro.
Yo oí hablar de Ribeyro de rebote, por pura casualidad. Acababa de entrar en la universidad, y una vez asistí a unas pocas clase me di cuenta de que la literatura tenía poco sitio allí. No es que les interesase la buena o la mala, la de los manuales o la de la actualidad, es que allí no había literatura por parte alguna. Así que yo me pasaba las tardes –yo iba al turno de tarde porque siempre he sido un poco perezoso, y porque repetí COU en un instituto nocturno y me gustó más ese ambiente que el matutino- en el césped de la facultad o en la cafetería, hablando con mis compañeros o leyendo, sobre todo leyendo, y aprovechaba cualquier excusa para oír hablar de literatura. Por entonces yo era uno de esos freaks que asisten a conferencias o a charlas, donde me encontraba con los amigos del conferenciante, los viejos que buscaban entretenimiento y cobijo y algún que otro despistado como uno.
Me enteré de que en la Casa de América le hacían un homenaje a un escritor peruano del que yo lo único que había leído era un decálogo sobre el cuento en los apéndices de una antología. Pero en la noticia se decía que hablaría Bryce Echenique, que era otro autor al que no había leído pero del que un par de amigos me hablaban a todas horas porque estaban fascinados con su Martín Romaña y su Octavia de Cádiz.
No recuerdo bien si Ribeyro había muerto ya o no. Creo que sí, porque sí recuerdo que Bryce, emocionado, estuvo todo el rato desgranando anécdotas sobre su relación. Hay una que siempre he recordado, porque se parece mucha a una de la que fue protagonista mi madre. Parece ser que Ribeyro y Bryce tuvieron que deshacerse de un animal, un gato creo, o un perro, no lo recuerdo. Y lo llevaron al Bois de Boulogne para abandonarlo, y el animal no quería irse. Parece ser que Ribeyro estuvo varios días llevándole comida a escondidas, sin decirle a nadie a dónde iba, no sé si por vergüenza o por pudor. A mí se me quedó grabado eso, porque creo que da el tono de toda la obra de Ribeyro.
Todavía conservo por ahí, entre los papeles que tengo en la casa familiar, el programa del homenaje, porque incluía un retrato muy respetuoso, muy bonito, del autor. No recuerdo el pintor, pero veo perfectamente el cuadro, era muy veraz, se reconoce en seguida a Ribeyro ahí.
Lo curioso es que pasó cierto tiempo antes de que leyese a Ribeyro. Un año o así. Por entonces yo frecuentaba un grupo de amigos, maravillosos, donde reuníamos dinero por el cumpleaños de cada uno para hacerle un regalo majo. Yo acostumbraba a hacer trampa, y me daba una vuelta por librerías con una de las amigas, tal vez la mejor, y le decía qué libros me hacía más ilusión tener. Luego, al regalármelos, me maravillaba el profundo conocimiento que tenían de mí mis amigos. Así fue como tomé posesión de los Cuentos completos de Ribeyro en la edición de Alfaguara.
Todavía hay cuentos de ese libro que no he leído, pero da igual. Cada cierto tiempo busco el libro y leo alguno. Buena muestra de que le tengo cariño es que es de los libros que no dudé en traerme de la casa familiar en cuanto me mudé.
Las Prosas apátridas las leí por primera vez cuando comencé a trabajar en mi actual empleo. Una de las ventajas de trabajar en un taller de escritura como en el que trabajo es que los libros forman parte de la decoración del trabajo, así que un día, buscando entre la biblioteca del taller me encontré un ejemplar precioso de la edición de 1975 diseñada por Clotet y Tusquets. Habría sido lo ideal que en las sucesivas ediciones se hubieran animado a mantener el originalísimo diseño del libro –hay que decir que, dentro de la colección Cuadernos marginales, en Tusquets se permitieron muchas alegrías con el diseño de los libros, porque La historia secreta de una novela, que es el texto de Vargas Llosa sobre cómo escribió La casa verde, salió editado con el texto en tinta verde. La portada era una reproducción de un pasaporte, donde podía apreciarse el sello de la Jefatura superior de policía y la firma del Inspector regional de servicios junto a la firma del propio Julio Ramón Ribeyro y una foto suya con los dos remaches para fijar la fotografía típicos de los pasaportes clásicos. Lo dicho, una preciosidad.
Aquel libro me deparó muchos momentos agradables, porque estaba lleno de verdades. Cada una de las ochenta y nueve prosas del libro era imprescindible, pero había algunas verdaderamente memorables.
Como ejemplo, y para darle un poco de altura a este texto, voy a citar otra prosa de Ribeyro:

Arte del relato: sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas. Si yo digo: «El hombre del bar era un tipo calvo», hago una observación pueril. Pero puedo también decir: «Todas las calvicies son desgraciadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía: “¡En qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!”.» Sin embargo, quizás en la primera fórmula resida el arte de narrar.

¿Cómo no quedarse profundamente apelado por este texto? Es un verdadero canto a la naturalidad, a huir de la retórica como primer paso de todo creador. Porque la retórica es algo que sirve para hacer artefactos, artificios, pero no vida.
Leí y releí muchas veces este libro, y lo coloqué cerca del de sus cuentos, para tenerlos siempre a mano, para no olvidarlos. Cómo se puede expresar mejor la fidelidad, el respeto hacia un autor. Cuando en nuestra vida real decimos que queremos tener a alguien cerca –a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestra pareja- estamos evidenciando, verbalizando, nuestro cariño.
La tentación del fracaso lo compré en una visita a una amiga en Barcelona. Fue un domingo por la mañana, en el Mercat de Sant Antoni, uno de los lugares mágicos que uno debe conocer. Las últimas veces que he acudido he quedado algo desilusionado. Como sucede en la vida real, los libros se están quedando arrinconados. Hay casa vez más puestos de videojuegos, de vendedores de CDs y demás consumibles informáticos. Uno no sabe si pedir al ayuntamiento de Barcelona que les abra un mercado nuevo a ellos o que les de otro lugar a los libreros. En mi última visita comprobé hasta qué punto uno puede odiar a la gente.
Lo encontré muy barato, a mitad de precio, en el puesto que tiene un novelista catalán muy simpático, que luce melena canosa y gorra de guerrillero. Me lo vendió su mujer, y recuerdo que al pagarlo me dijo: «Te llevas un libro magnífico». Le pregunté por qué, si era tan bueno, se desprendían de él, Me dijo que tenían la fea costumbre de moverse por la casa, y que con tanto libro no podían.
Leer las anotaciones de Ribeyro fue otro de los placeres que me deparó su obra. Por aquella época me convencí de que el mejor autor que ha dado Perú a la literatura es Ribeyro. Vargas Llosa es bueno, muy bueno, en algunas ocasiones. Pero a veces se deja llevar no ser si por presiones editoriales, económicas al fin y al cabo, o por su ideología. Desde que le dieron el Nobel a García Márquez, Vargas Llosa sólo ha entregado a la imprenta una buena novela, La fiesta del Chivo, y eso es algo que a Ribeyro nunca le hubiese pasado. Ahora es cuando el listo dice: ¿Qué pasa, que ese tal Ribeyro escribía siempre bien? Y uno puede contestar: No, seguramente Ribeyro paría muchas páginas horrorosas, pero luego las destruía, desde luego no llegaban a la imprenta. Esa lección no la ha aprendido Vargas Llosa, pero tampoco la ha aprendido, por ejemplo, Benedetti, y en su caso es peor, porque al menos Vargas Llosa sabe escribir. Me he ido por los cerros de Úbeda.
Convencido uno ya de la calidad indiscutible de su obra, cuando a comienzos de este año se publicaron las Prosas apátridas en edición completa uno se puso a dar saltos. De ochenta y nueve a doscientas. Bien es cierto que la media de calidad de las primeras está por encima de las nuevas, de las que no conocíamos, pero ¿quién estuviera a la altura de las nuevas? Ribeyro es un autor escaso, poco dado a enseñar su obra, pero cuando lo hace uno tiene la sensación de estar presenciando algo único. A veces es arbitrario, sí, ¿y qué? Siempre es brillante, siempre es él, único.
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado –monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial- constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Proust pude ser un Céline o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación.
Como siempre exacto, como siempre maestro. Ribeyro huye de la retórica, de la impostura, porque para él la escritura, la literatura, no es un medio para ganarse la vida, no es un mero oficio. Es algo más, es un método de conocimiento. El escritor no escribe para los demás, lo hace para construirse un mundo, para tomar conciencia de sí mismo. Más que fijar un pasado lo construye mediante la escritura.
Ayer recordé súbitamente las noches de Miraflores y empecé a escribir una narración. Entonces y sólo entonces me di cuenta de que esas noches –dos o tres de la mañana- tenían una música particular. No eran silenciosas. En esa época, cuando vivíamos esas noches, decíamos incluso: «¡Qué tranquilidad! No se escucha nada.» Pero era falso. Sólo ahora, al rememorar esas noches con el propósito de describirlas, puedo darme cuenta de los rumores que las poblaban. Resacas de los acantilados, quejidos del lejano tranvía nocturno, ladridos de perros en las huecas y una especie de zumbido, de estampido persistente y ahogado, como el de una trompeta que gime en el fondo de un sótano. Comprendí entonces que escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.
Lo que sucede es que Ribeyro, además de conocerse y explicarse el mundo mediante su escritura, nos legó una herramienta única para conocernos a nosotros y a nuestro mundo a través de su obra.
Las Prosas apátridas son un breviario, una condensación de su literatura y su vida, de su filosofía –entiéndase esto con la benevolencia pertinente- y una puerta inmejorable a un mundo único. En ese mundo se nos va a pedir mucho, se nos va a exigir, pero aquél que esté dispuesto a lanzarse y jugársela saldrá recompensado con creces. Ribeyro no será nunca un autor de masas, hay que ser muy exigente con uno mismo para estar a la altura de su obra, y la gente, a qué mentirnos, no está por la labor.
Julio Ramón Ribeyro Prosas apátridas Seix-Barral, Barcelona, 2007