13 enero 2008

Un himno para hombres

Vivimos en un país donde a nadie común, nunca, le ha importado ni poco ni mucho la poesía, salvo a los trescientos o cuatrocientos que la escriben y que terminarán, todos, por salir en Las afinidades electivas. Ahora bien, de repente a unos lumbreras se les ocurre que los futbolistas abren poco la boca –yo, personalmente, tengo comprobado que es casi mejor que la dejen bien cerradita- y que deben tener una letra para canturrear antes de los partidos. Se conoce que eso de que los futbolistas patrios no desafinen como hacen los foráneos hace que España sea menos España.
Así que un atajo de listos –me dice el diccionario de combinatoria que atajo se debe usar sólo con ladrones o bobos, que cada uno lea lo que quiera, por lo visto quien está detrás de lo del himno son la SGAE y el COE- decide que los españoles tenemos que tener una letra para nuestro himno.
Una marcha de granaderos que le regaló el rey Federico de Prusia a su ahijada cuando se casó con el que sería Carlos III. Espero, y deseo, que del mismo modo que las otras letras que ha tenido el himno español –yo, por cierto, me siento mucho más cómodo con el de Riego- esta no prospere, porque es una más de las idioteces que cada cierto tiempo se les ocurren a un montón de señoritos –ya sabemos todos quiénes mandan en el COE- con mucho tiempo libre.
Seamos sinceros. La letra que se ha difundido es una mierda, como lo era la de Pemán, la de Marquina y la de los carlistas. Es una puta marcha militar y tiene una métrica complicada, tiene mucho soniquete, y las letras de los himnos, llenas de nacionalismo inflamado, son una verdadera peste.
Ya puestos, voy a lanzar una propuesta, una que me parece que tanto de una perspectiva estética como ética sería mucho más interesante. Podría ser algún otro, pero creo que este es mejor que muchos, y es un verdadero himno. Cambie cada uno el nombre del primer verso y ponga el suyo, a mí, desde luego, no se me caería la cara de vergüenza con un himno así:
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
Y ya que no tendremos este himno, del que un hombre podría sentirse orgulloso, al menos que le regalen un libro de Ángel González al que ha escrito ese otro himno tan horrible. Es como si un 12 de enero le hubieran querido dar una cuchillada a la poesía.