30 agosto 2008

Buenos Aires Affair (5)

Esa novela
Salvatierra es una novela sobre el padre, sobre todas las cosas que no sabemos de nuestros padres y que descubrimos tan sólo cuando ellos han muerto. Sobre la herencia. Sobre la vida. Tan sólo una apreciación enteramente subjetiva: me ha gustado, y mucho. La leí una tarde de invierno austral sentado en un sillón y tapado con una manta, sintiéndome un poco Balzac en un conventillo -que en realidad no lo es- de La Boca.
Ya se ha hablado en este blog de Pedro Mairal y de su estupenda novela El año del desierto. Se hizo de una manera quizá algo apresurada, e insistiendo tan sólo en la particularidad de su planteamiento. Con esta nueva novela, Mairal demuestra por qué es uno de los jóvenes escritores argentinos más exitosos y por qué ha llamado la atención de los editores españoles y va a ser publicado de nuevo en España -todavía se encuentran ejemplares de su primera novela, Una noche con Sabrina Love, que editó Anagrama-. Frente a la mayoría de la literatura que se está haciendo hoy en Argentina -antes de que alguien comience a lanzarme piedras reconozco desde ya mismo lo inútil y absurdo de hacer generalizaciones o diagnosticar una realidad desde quince mil kilómetros de distancia, pero aún así cometeremos la atrevida acción de generalizar, aunque sea ta sólo porque es divertido-, donde se aprecia la influencia de Arlt y de las vanguardias históricas, ya plenamente asimiladas, y en cierta medida desactivadas, frente a dicha narrativa, la de Mairal es de una sobriedad sorprendente, de un clasicismo que brilla más todavía por el escaso eco que su rotundidad parece suscitar. Incluso se podría afirmar que en Salvatierra ha pulido los pocos defectos de su anterior novela para cuajar una narración que funciona como un mecanismo de ingeniería extraordinario.
Salvatierra es el protagonista ausente de esta novela. Un pintor de provincias, mudo, que pinta unos enormes rollos de tela, a razón de uno por año, que heredan sus hijos a su muerte. Ahí comienza la trama del libro. Dos líneas argumentales se superponen. Por un lado la labor de descubrimiento e investigación en la obra del pintor de uno de los hijos, que va conociendo la enorme tarea en que se embarcó su padre, y la búsqueda del rollo de un año, que parece ser el único que falta en el galpón donde está guardada toda la obra del padre. A medida que va tomando conciencia de esa obra e intenta buscarle acomodo en algún museo, va recapitulando la biografía paterna. El acierto de Mairal reside en haber cuajado una estructura que es aparentemente sencilla, pero que se revela muy meditada y en la que todos los elementos encajan de modo perfecto, puesto que, hasta que no recupera el rollo perdido no puede completar la biografía del padre, tener de nuevo toda su obra. Obviamente, tanto el rollo como lo que descubre durante su búsqueda modifican de un modo drástico la imagen que el protagonista y narrador tienen de su padre, esto es una novela, y una clásica y excelente .
Pero Mairal, astuto, ha ido, también, construyendo una trama simbólica especialmente interesante: un museo holandés que es, no es casual -nada lo es en esta novela-, donde se inicia y termina la narración. A través de las gestiones que realiza el narrador para colocar en un museo la obra de su padre, consigue que de un museo envíen a un par de técnicos encargados de escanear todos los rollos que su padre pintó. O, lo que es lo mismo, que reproduzcan toda la obra, lease vida, que la dupliquen y la salven -sí, me voy a permitir usar barbarismos y calcos lingüísticos que hacen más explícito lo que quiero transmitir, señores prostáticos de la RAE y seguidos, absténganse de comentarios-, que el narrador ya conoce del padre. El único rollo que no pueden escanear es el que falta, lease la parte desconocida de la vida del padre, que, paradójicamente, será el único que pueda ser conservado al final de la historia. De este modo tan inteligente, tan fino, reproduce Mairal los mecanismos de nuestra mente y de nuestros afectos. Descuidamos lo que siempre tuvimos delante nuestro, que era lo más nutrido cuantitativamente, la parte importante, para perseguir lo mínimo, el detalle, y llegamos a perderlo todo. Por fortuna para el narrador, la tecnología le permite recuperar lo perdido y poder disfrutar, aunque sea virtualmente, de la vida de su padre. Porque, y ahí reside otro de los aciertos -en una novela repleta de ellos- del libro, ya desde la primera página se nos han entregado las claves para la lectura del libro:
Si digo que mi padre tardó setenta años en pintarlo, parece como si se hubiese impuesto la tarea de completar una obra gigante. Es más justo decir que lo pintó a lo largo de setenta años.
Modifica el tópico del artista entregado a una obra que justifica su vida para hablarnos de una obra que es reflejo, metáfora y símbolo de su vida.
Estupendamente escrita, genialmente concebida y muy, muy bien acabada, Salvatierra es una de esas novelas que disfrutan de la doble condición de artefacto narrativo perfectamente trabado y de semillero de ideas, de pensamientos, que suscita, siempre, nuevas lecturas.

Ese hombre
Martín Otaño no habla mucho de él. Tan sólo cuando se pone melancólico o cuando bebe. Se trata de su padre, claro. Lo admira, y al mismo tiempo parece odiarlo como se odia a un futuro que sabemos seguro, inexorable, y en el que no queremos terminar -quizá al escribir esto estoy proyectando mis miedos, quizá el mundo en el que me muevo no sea más que una fantasía que yo he creado. Cuando Martín Otaño habla de su padre, el Bocho Otaño, se mezcla el orgullo de saberse el hijo de un estupendo abogado que al final de su vida no llevaba ya casos porque las minutas serían tan excesivas que los clientes no podrían pagarlas, pero que al mismo tiempo no dudaba en asesorar a los abogados que llegaban a pedirle consejo si creía que sus clientes lo merecían. Si Martín Otaño habla de su padre lo hace lleno de melancolía y cierta envidia, porque en los bares del Bajo donde algunas veces se ha emborrachado tienen vasos con el nombre de su padre, porque su padre era, también, cliente asiduo, y llegaron a guardarle vasos de los que él tan sólo podía beber, llegando a singularizarlos con su nombre para que nadie, ni por error, acercara sus labios al cristal que era tan sólo para el Bocho Otaño. En la cocina de Martín Otaño hay una fotografía en la que su padre y Polaco Goyeneche parecen un espejo el uno del otro. La misma pose, una cara parecida. Se van a abrazar, a saludarse, pero en realidad parece que el abogado de Olavarría es un espejo de Garganta de arena. O de que el Polaco es un doble del Bocho, tanto da. Martín recita tangos, él dice que los reparte, y en su dicción sobre el escenario hay mucho de un abogado que seduce al público, al jurado, para que guarden silencio y escuchen la verdadera historia de los hechos, de las peleas a cuchillo en las esquinas de Palermo Viejo, para que absuelvan a ese hombre que empuñó el puñal por el amor de una atorranta. La madre de Martín vive en una clínica en Mar del Plata, o en Bahía Blanca, ya no lo recuerdo bien, y no hace más que echar de menos a su marido, y Martín se lanza a putear el nombre de su padre cuando le toca hacer alguna chapuza de fontanería en casa y la tubería no cede o la llave de grifo se le escapa. Martín lucha contra la herencia del padre, sabiendo demasiado de ella y desconociendo lo fundamental, la cifra que le permitiría comprenderlo de una santa vez y poder, no matarlo, sino enterrarlo de una maldita vez.
Y entretanto, sin casi darse cuenta -bueno, o sin meditarlo mucho porque tampoco conviene darle más vueltas de lo necesario y volverse un poco loco-, Martín es ahora padre, y sin pretenderlo va dejando una huella en Valentino y Bautista. Valentino algunas veces ha pasado miedo cuando ha visto a su padre recitar el capítulo siete de Rayuela -que para Martín es lo único bueno que salió de la pluma de ese porteño nacido en Bruselas-, o alguno de los poemas de Evaristo Carriego de los que se enamoró, como Borges, desde su primera lectura. Martín va forjando una sombra sobre la que andarán sus hijos, que antes o después tendrán que enterrarlo, como el hijo de Salvatierra a su padre, para poder construir la sombra sobre la que vivirán sus hijos, los nietos de Martín y Nora.