21 septiembre 2008

Lo incómodo


En su libro Cómo hablar de los libros que no se han leído, Pierre Bayard describe el libro interior: la imagen del libro leído que cada lector construye en su mente. Se da el caso de que los prejuicios son, sin duda, uno de los aspectos más determinantes a la hora de la construcción de ese libro interior en cada lector. Es evidente que tendemos a pensar mejor de los libros de autores queridos o admirados que de los detestados o despreciados. Cualquier lector de este blog sabe que a mí me cuesta horrores encontrar algo interesante salido de la cabeza de Javier Marías, o que prácticamente cualquier cosa que escriba Julián Rodríguez me va a interesar. Tampoco me preocupa mucho lo que se desprenda de ello porque cualquiera sabe que soy humano, y cualquier lector inteligente verá que mi criterio es muy interesante y justificado, o sea, que es mejor Rodríguez que cualquier Marías. [Los comentarios al respecto pueden guardárselos, gracias.]
Todo este preámbulo viene justificado por el libro del que voy a hablar: Un pistoletazo en medio de un concierto. La posición de compromiso político de su autora ha hecho que los acercamientos críticos a sus libros sean, por decirlo de un modo educado, controvertidos. Si uno busca en el oráculo encontrará, por ejemplo, la reseña que Diego Salazar escribió sobre el libro en Letras Libres. ¿Sobre el libro? No, cualquiera que haya leído el libro y el texto de Salazar se dará cuenta de que Diego -me voy a permitir el tuteo porque nos conocemos, me cae muy bien y el hecho de que haya escrito ese artículo no modifica el respeto que le tengo-, antes de leer una sola línea, iba a buscar cualquier resquicio por el que atacar a una autora cuyo compromiso ideológico ni comparte ni respeta. Resultado: del libro en sí, de las tesis expuestas en esa conferencia, Salazar habla poco o nada. O sea, que hace un artículo, pero no sobre el libro de Gopegui, sino sobre la imagen que de ella tiene como autora comprometida con el comunismo y, en particular, con el castrismo cubano.
Excurso a la manera Foster Wallace (ya lo estamos echando de menos):
Como detalle, por cierto, invito a la lectura de uno de los comentaristas del texto de Salazar, un tal Roberto M. (Visitante), con un comentario que es toda una joya de la ignorancia. Como desconoce el origen del título del libro de Gopegui, y del otro, que vamos a suponer que sí ha leído, de Cristopher Domínguez Michael, piensa que Gopegui ha copiado al tal Domínguez. Amigo Roberto: Stendhal, leamos a "ese desconocido" llamado Stendhal, y luego nos dedicamos a hacer comentarios más o menos idiotas en la blogosfera.
El libro de Gopegui, como puede entender cualquiera que lo lea -vale sólo tres euros, así que hay pocas excusas-, versa sobre lo polémico de la aparición de la política en la narrativa, y en particular, en la novela, que es el género narrativo más influyente hoy en día -vamos a ahorrarnos el análisis del por qué-. Para hacerlo utiliza un recurso muy interesante: el de usar otra voz, en este caso, la de un joven revolucionario de nuestros días, Diego -no confundir con Diego Salazar, que ni es revolucionario ni es un personaje de ficción, sino un simpático periodista que ha descuidado este detalle al hacer su comentario del libro de Gopegui-, logrando una distancia muy interesante para hablar de ideas que hizo ya famosa Coetzee en los libros protagonizados por Elizabeth Costello. La idea es muy sencilla, pero implica ideas y soluciones complejas: la conferencia no la da el autor, sino un personaje con su propia visión del mundo y su biografía. Más allá de un juego, como se podría pensar, supone un inteligente recurso para evitar esas ideas preconcebidas de los comentaristas del libro, está bien, llamémoslos prejuicios, y coloca una pregunta sobre la mesa: ¿las ideas que se exponen en el libro, son las del autor o las del personaje? En el caso de Coetzee y de Gopegui la solución vendría a ser la misma: es evidente que el autor tiene una clara simpatía por esas ideas de las que habla el libro, pero el hecho de que no aparezcan como directamente suyas le permite ir hasta el final en su defensa de las mismas, porque son las ideas de un ser de ficción. Esto debe ser muy complicado porque no lo tienen en cuenta muchos lectores. Es lo que permite a un autor escribir desde Jack el Destripador sin haber abierto a nadie en canal nunca, o desde la Madre Teresa de Calcuta sin dar una sola limosna en la calle. Algo difícil de entender también debe ser la diferencia entre un texto de ensayos o de debate político y una novela, que es ficción. Usar a un personaje como enunciante de la conferencia es modificar los presupuestos de dicha conferencia. Pero bueno, a lo mejor es una idea muy sofisticada y hace falta un doctorado para entenderla y tenerla en cuenta.
Bien, lo que Diego, personaje, defiende en su disertación es, por un lado, el derecho a hablar de política en la novela, a mostrar una ideolodía en la novela. Permitir al autor y a los personajes, de ahí viene lo del punto de vista democrático y para todos, tener opinión y manifestarla. Como bien señala Diego, uno de los mecanismos más reiterados del poder real de este mercado en el que vivimos -o sea, de aquel que tiene el dinero-, es el de desactivar cualquier discurso enfrentado a su posición tildándolo de adjetivos que van desde el de ingenuo hasta el de perverso. En un mundo donde lo único real son los números -los del DNI, la cuenta bancaria, las tarjetas de crédito y el saldo del banco-, proponer otro discurso, basado en la palabra es, cuanto menos, iluso. Diego presenta en su conferencia un ejemplo muy claro de ese maniqueísmo, la novela de Phillip Roth Me casé con una comunista. Yo, advierto desde ya, no he leído casi nada de Roth, me interesa poco/nada tanto su mirada a la realidad como su obra. Coincido en esto bastante con Foster Wallace, que con la percha de la crítica de un horror de novela escrito por Updike comentaba lo poco que le interesaba la mirada solipsista y ególatra de Roth. Por supuesto, no he leído el libro que usa Diego en su discurso, pero sí que pienso, como él, que su retrato de una comunista es de una superficialidad pasmosa. Supongo que con esa capacidad de construcción de personajes es con la que sus hagiógrafos defienden su candidatura al Nobel, que es un premio que le vendría muy bien para reforzar su ego. [Por cierto, recomiendo a los fanáticos de Roth lo mismo que a los fanáticos de Marías, que me ahorren los comentarios.]
Pero, pasemos con esta percha al verdadero meollo del libro de Gopegui, y lo que lo hace verdaderamente interesante a cualquier lector que sepa abrir los ojos sin prejuicios a lo que se dice en él. Lo que señala es que esa utilización de la política es, o esquemática y prototípica, como en el caso del libro de Roth, o bien tan hermética y elusiva que apenas uno la siente como tal, caso de la obra de Onetti o Piglia, por hablar de dos autores interesantísimos donde la política está siempre presente pero bajo una clave que debe ser descifrada. Lo que sucede, y lo que molesta más porque cumple con los prejuicios de los lectores a los que denominaremos liberales -siempre que uso la palabra con ese significado me viene a la cabeza que pensaría Cervantes si viera en qué se ha convertido su "amante generoso", da escalofríos sólo de pensarlo-, es que Gopegui es revolucionaria y en el ejemplo que busca para su personaje aparece la plasmación del estereotipo que ha construido el capitalismo de un revolucionario. O sea, el problema fundamental de este textos de Gopegui es que no escurre el bulto y no agacha la cabeza, que presenta su texto de un modo directo y honesto. Así que vamos a hacer un ejercicio interesante, que es contraponer un ejemplo contrario, el de un libro con clara vocación progresista donde el autor ha caído, también, en el maniqueísmo.
Isaac Rosa es, desde luego, uno de los autores más interesantes del actual panorama literario. En breve hablaremos de su última novela. Pero vamos a ir a la primera. Se llamó La malamemoria, se publicó en el año 1999, cuando su autor contaba con veinticinco años. El propio Rosa, con la ironía y acierto a que nos está acostumbrando, realizó una "relectura" de ese libro a la que llamó ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, que se publicó en el año 2007. ¿En qué consistió esa relectura? Básicamente en hacer esa autocrítica que el pope Roth nunca se plantearía hacer sobre su propia obra. El autor que ahora es Rosa relee, con ironía y distancia, con acierto y ausencia de piedad alguna, al que fue ocho años antes. Desde entonces ha publicado una novela fundamental como es El vano ayer y está escribiendo y planificando El país del miedo, dos novelas donde la ingenuidad de su primer libro ha desaparecido. Si leemos todos los comentarios jocosos que hace ese "lector" de La malamemoria, vemos que, dejando a un lado los cuestionamientos estilísticos -todo autor inteligente se va dando cuenta de lo innecesario de la retórica y de los adornos en la prosa-, todas sus críticas se dirigen al esquematismo con que presenta a esos autócratas del régimen franquista que no dudaron en llegar hasta donde hizo falta para obtener dinero y poder. Critica no ya el punto de partida del libro -en El vano ayer desde unos mimbres parecidos cuajó una novela estupenda-, sino el propio proceso y lo obvio de los recursos, lo simplista de la caracterización de ese personaje cuya verdad busca el protagonista del libro. Lo ingenuo de esa mirada es lo que se pone en duda. Y no tan sólo porque de ese modo se ajustan las cuentas con el pasado del escritor, sino porque está buscando el modo de ser mucho más eficaz en sus objetivos. Rosa tiene una intención claramente política, se da cuenta de que su primera novela era de una candidez pasmosa, de que perdía su fuerza en lo simplista de su planteamientos. O sea, Rosa se da cuenta con treinta y pocos años de algo que el prostático Roth no se da cuenta a su edad: de lo vacuo de los tópicos a la hora de escribir novelas. Pueden valer para otras cosas, desde las charlas con los taxistas hasta los comentarios simpáticos en una cena, pero no para hacer literatura. O sea, que a lo que renuncia Rosa no es a hacer política -porque la política se hace-, sino a hacerla de un modo simplista y, por eso, ineficaz para sus objetivos.
Como siempre se ha dicho, no hay que dejar de repetirlo, una de las cosas más interesantes de la ideología revolucionaria es que en ella siempre se ha debatido, que hay voces discordantes y que se aprecia una continua necesidad de renovación y ajuste con el presente. O sea, que se hace autocrítica y revisión, algo que no se produce en otras tendencias, como, por ejemplo las liberales. Ha querido la casualidad que, el mismo día en que escribo estas líneas, se anuncie la mayor intervención estatal en la economía desde el Crack del 29. El gobierno Bush, alimentado por los think tank neoconservadores, esos filántropos ultraliberales, inyecta caudales públicos y ejerce de flotador para unas empresas privadas mal gestionadas. O sea, todos los ciudadanos, con sus impuestos, salvándole el culo a los empresarios que viven en mansiones. Lo más parecido, bueno, es idéntico, a este estalinismo que tanto dicen detestar que se ha visto en muchos años. A lo mejor va a resultar que Koba está más vigente de lo que pretenden vendernos.
De eso habla Gopegui a través de la voz de Diego en Un pistoletazo en medio de un concierto. De la necesidad de hacer buena literatura para hacer política, de la necesidad de que la política se traslade a la literatura del modo más exigente y meditado. Esto puede resultar sorprendente para alguien acostumbrado a las simplificaciones demagógicas del debate político, los matices y la necesidad de esa ironía que exige una novela pueden pasar desapercibidos para muchos. Más aún en un país como el nuestro con la clase política que tenemos -Aznar leyendo las Habitaciones separadas de García Montero en un debate sobre el estado de la nación por recomendación de sus asesores-, o con los periodistas que se encargan de analizarla -por ejemplo, Jesús Maraña que, además de ir a debates de alto nivel en la televisión, considera El juego del ángel de Ruíz Zafón como una magnífica metáfora del intrincado navajeo político y mediático del PP-. La realidad es que nos toca vivir en un mundo donde lo único medianamente refinado son los mensajes publicitarios, que están ideados muchas veces por poetas y narradores, pero lo demás aparece de modo bastante basto y grueso. Es una pena que no se sepa leer un libro más allá de prejuicios, y, sobre todo, que se haga de una manera tan superficial. Bayard habla del terror que sienten los autores cuando se les habla de sus libros, porque saben que en la mayoría de los casos van a descubrir lo mal que se ha entendido su mensaje. Imaginemos el caso en que ni tan siquiera se lee el libro, sino que uno ya sabe lo que va a pensar de él... Pues eso.