17 abril 2009

Y la novela voló por los aires

IMG_2769

UNO. El 5 de enero de 2008 cualquier lector del diario argentino Página 12 podía adquirir, junto a su ejemplar del periódico, una novela por apenas diez pesos -dos euros al cambio. Se trataba de Las primas, de Aurora Venturini. En ese momento comenzó un nuevo capítulo dentro de un episodio único dentro de la historia de la literatura argentina: los lectores podían, por fin, acceder a un título que, en apenas un mes, se había rodeado de un aura casi mítica. Quizás convenga hacer un repaso cronológico de los hechos.
El quince de mayo de 2007 se publicaron en el periódico las bases del certamen. El eslogan era claro, conciso, directo: “Traenos el original, nosotros lo editamos”. Treinta mil pesos destinados al ganador de un certamen denominado “Premio Nueva Novela”. Lo organizaban el propio rotativo y el Banco de la Provincia de Buenos Aires. En las bases se explicitaba el deseo de una literatura innovadora, tanto era así que la competición estaba abierta incluso a autores que todavía no contaran con la mayoría de edad legal. Una comisión elegiría a diez finalistas entre los que el jurado decidiría al vencedor. El certamen no podía ser declarado desierto. Los miembros del jurado hacían augurar un veredicto interesante: Rodrigo Fresán, Juan Forn, Alan Pauls, Sandra Russo, Guillermo Saccomano, Juan Sasturain y Juan Boido. Finalmente, además, fue un veredicto limpio.
Liliana Viola, Mariana Enriquez, Marisa Avigliano y Claudio Zeiger se encargaron de elegir entre los 650 manuscritos que se presentaron al concurso a los diez finalistas, cuya lista apareció en el diario el 27 de noviembre. Allí aparecía ya el título final de la novela que había de resultar ganadora, Las primas, y un seudónimo: Beatriz Poltrinarik.
Por lo que han contado los miembros del jurado, a lo largo de las deliberaciones todos estuvieron de acuerdo con la excepcionalidad de la novela. La presentación de la misma hacía pensar, con todo, en que todo aquello debía ser una broma. El manuscrito estaba escrito en una vieja máquina de escribir. El texto presentaba enmiendas que se habían realizado con un corrector líquido de los que se aplican con un pincel. O bien aquella original novela era fruto de una mente joven y algo desquiciada, o se trataba de una broma urdida con astucia y meticulosidad por algún escritor consagrado dispuesto a dar la campanada aprovechando la cobertura mediática del certamen. Algunos de los miembros del jurado han reconocido, bajo cuerda, que llegaron a estar convencidos de que tras esa novela estaba César Aira.
Aún así hicieron algo que los dignifica: premiaron a la que consideraron la mejor novela presentada, sin detenerse a pensar si estaban o no ante una trampa genial o el descubrimiento de una nueva y poderosa voz.
Cuando abrieron la plica del concurso comprobaron, con sorpresa, que estaban equivocados. De plano. La autora ganadora resultó ser Aurora Venturini. Ochenta y cinco años. Ella era la ganadora del Premio Nueva Novela organizado por el diario Página 12 y el Banco de la Provincia de Buenos Aires. En el acto de entrega del premio celebrado en el Centro Cultural de La Recoleta, la autora comenzó con las palabras: “Al fin un jurado honesto”.

DOS. Aurora Venturini distaba mucho de ser una recién llegada al mundo de la literatura. En 1948 recibió de las manos de Borges el Premio Iniciación por su libro El solitario. Tenía más de treinta libros publicados. Licenciada en psicología, había sido amiga y colaboradora de Evita y se exilió a París cuando la Revolución libertadora derrocó el primer gobierno de Juan Domingo Perón. Allí trabó amistad con Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, Ionesco o Juliette Grecó –sí, parece mentira, pero se conoce que para nombrar a los hombres basta con el apellido y para que todos reconozcan a las mujeres se necesita el nombre de pila también, qué le vamos a hacer- y trabajó sobre la obra de Lautrémont, Villon o Rimbaud. Por último, me sabe muy mal la costumbre de indicarlo en primer lugar como no si no fuera nada más que “la señora de”, es la esposa del historiador Fermín Chávez. Una mujer que a los ochenta y siete años vive sola en la ciudad de La Plata, donde fue homenajeada en 1991 como ciudadana ilustre con la inauguración de una biblioteca que lleva su nombre y que celebra su labor como docente –en su ciudad de residencia y en Lomas de Zamora, otra ciudad del conurbano bonaerense- y su intensa labor como escritora. No era, desde luego, una "recién llegada".
Todos se preguntaba qué es lo que hace esta mujer para mantenerse en plena forma: “Yo ronco y escribo ocho horas diarias", conesta lacónica.

TRES. Alan Pauls trazó un buen resumen de la sensación que experimenta el lector durante la lectura de la novela al hacer público el veredicto del que formaba parte:
Las mitologías del barrio, la familia, la sexualidad femenina y el ascenso social a través de la práctica de las Bellas Artes aparecen puestas en escena y desmenuzados por la voz inconfundible de la narradora, Yuna, una primera persona que contempla el mundo con una mirada salvaje, a la vez cándida y brutal, perspicaz y ensimismada, y lo narra con una prosa que pone en peligro todas las convenciones del lenguaje literario. A mitad de camino entre la autobiografía delirante y el ejercicio impúdico de la etnografía íntima, Las primas es una novela única, extrema, de una originalidad desconcertante, que obliga al lector a hacerse muchas de las preguntas que los libros suelen ignorar o mantener cuidadosamente en silencio.
Pauls acierta a destacar dos hechos básicos dentro de la aventura narrativa que traza Venturini en este libro. Por un lado el lenguaje. La fascinación de la narrativa hacia los seres con problemas en su desarrollo mental no es tan un solo un fenómeno curioso, es algo perfectamente comprensible si partimos de la esencia misma de esa realidad poco definida a la que podríamos llamar “saber narrativo”. Quizás el ejemplo más famoso sea el Benji de El ruido y la furia, pero hay muchos más. En el caso de Yuna, y de toda su familia, se da esa misma paradoja: frente a la tendencia natural del ser humano a pasar por encima de la realidad en busca de conceptos que permitan sistematizar y conceptualizar la realidad, esa huida de lo real hacia lo simbólico, un retrasado se aferra a esa materia, a esa realidad que tiene ante los ojos, y su lenguaje es un fiel correlato de ese modo de aprehender la realidad sin conceptos apriorísticos o posteriores análisis. La realidad no es sistematizada, tan sólo es, está ahí como una realidad vigente, ineludible. El saber narrativo, caso de que exista, se basa en la construcción de una realidad que permita al lector convertir en experiencia su lectura, y sacar de ellas las conclusiones que estime oportuno. No se trata de ofrecer las conclusiones a las que llega el autor o el narrador, sino de entregar al lector un mundo lleno de estímulos para que él mismo extraiga las suyas. Su estilo construye por lo tanto ese yo, lo refleja para que el lector lo viva. La aparición del diccionario al que recurre Yuna para buscar esas palabras que desconoce pero que dice necesitar –y que en realidad aparecen como una convención más muchas veces innecesaria del arte de narrar-, y la violencia que ejerce sobre la puntuación obligan al lector a preguntarse de modo recurrente cómo está hecha la realidad y en qué consiste la asimilación de la misma, si es que ese proceso existe. La realidad se impone, hecha de palabras simples que solo de vez en cuando se ven acompañadas de palabras de diccionario, y lo hace con sus propias reglas de puntuación, que apenas sirven como delimitación de la fuerza con la que la realidad se torna vida en estas páginas.
Por otro lado, señala Pauls que Venturini se ha atrevido a arrojar luz sobre aspectos de la realidad que estamos acostumbrados a ignorar. No sólo por la protagonista y su entorno, al que, por cierto, Venturini, alude de modo flaubertiano en la entrevista que le hiciera Liliana Viola: “Las primas soy yo, señorita, es mi familia. Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas... Y yo también.” No, sobre todo porque usa esa perspectiva, carente de toda pretenciosidad, para retratar el alma humana. Yuna, más allá de esa ingenuidad que suele atribuirse a los retrasados con el candor y la prepotencia del que es "normal", es directa, clara, no encubre la realidad que ve con ningún velo, ni social ni íntimo. Todo está a la vista, retratado con la misma mirada, y de esa mirada carente de una categorización surge la fuerza de la novela. Todo es susceptible de ser narrado, y todo se narra del mismo modo. No hay jerarquías ni destilaciones, todo aparece en bruto y es el lector el que debe establecer su propia lectura, estimar en qué momentos Yuna está mirando la realidad con escándalo o con mera curiosidad, lo que sucede en la mayoría de las ocasiones.
Una novela que, más allá de su crudeza o de la curiosidad por la vida de su autora, se impone como la vida, con la fuerza y la falta de prejuicios con que la realidad se nos presenta cada día.