13 junio 2009

Lost in translation


Muchos de los blogueros y escritores más o menos anónimos que opinan desde este maremagnum llamado Internet creen que una de las cosas más execrables –ellos usan este tipo de palabras- que puede hacer alguien es acudir a los saraos literarios. Algunos, por lo que he podido comprobar, incluso lo usan como arma arrojadiza contra el que escribe estas líneas -¿tendré yo la culpa de caer mejor a los que organizan dichas fiestas, tal vez el problema radica en que a ellos no les invitan así que se queden vacíos los salones?-, porque no hay nada más alejado de la labor pura y solitaria del “artista” que esos lugares llenos de cotilleos donde se evidencia la calidad moral de cada uno. Y, sin embargo, tanto en el pasado Sant Jordi de Barcelona como en esta Feria del libro de Madrid, ha asistido uno a varios de estos encuentros que le han servido para muchas cosas. Ver a viejos amigos y conocer a nuevos, intercambiar pareceres sobre ciertos aspectos de la edición y comprobar la importancia de una buena promoción editorial. Aunque, lo más definitivo, ha sido las múltiples conversaciones que han girado sobre la traducción y los traductores.
Uno de ellos, por ejemplo, me informó de ciertos detalles que yo no conocía. Como ya expliqué anteriormente en un post de hace ya año y medio, Miguel Martínez-Lage escribió un atinado artículo sobre la deficiente traducción de las Memorias de ultratumba que editó Acantilado. En dicho post yo comentaba que la razonada exposición de los defectos en la traducción y errores en la edición le había valido el encargo de la traducción de otra obra monumental. Nada menos que la “Vida de Samuel Johnson” de James Boswell. Y resulta que no, que don Miguel Martínez-Lage, que ha obtenido el Premio Nacional a la mejor traducción que otorga el Ministerio de Cultura por dicho trabajo, llevaba ya tres años traduciéndolo. Y que sólo cuando la editorial que iba a publicar en principio dicho libro decidió prescindir del proyecto fue tocando puertas de diversas editoriales hasta que encontró un sí en Acantilado. De todos modos, en la nota de la presentación del libro no se hizo referencia especial a su labor, aunque sí se hacía hincapié en que era la primera traducción completa al castellano. No es, de hecho, el primero de los traductores que cuestiona ciertas prácticas editoriales en Acantilado. A Traven lo han editado con las traducciones mexicanas de hace cincuenta años con un barniz de actualización que permite cuestionar el texto que el lector se lleva a la cabeza. En uno de esos secretos que corre de boca en boca –por las cosas corren de boca en boca por mucho que García Márquez y doscientos loros se empeñen en la tontería del boca oreja- en los saraos, y por lo que merece la pena ir allí.
Pero se habla más de traductores, y en muchos casos mal. Vamos a poner las cartas sobre la mesa: muchos de los editores se ven obligados no a corregir, sino casi a rehacer muchas de las traducciones que les llegan. Casi todos los editores que se han lanzado a la difusión de otras literaturas en la nuestra comentan lo mismo: lo caras que salen las correcciones de las traducciones. Sobre todo cuando se trata de lenguas menos frecuentadas, en las que aparecen sospechosos calcos del inglés o del francés en la sintaxis. Luego los traductores, que tienen la fea costumbre de comer, exigen unas tarifas mínimas sin hacer la menor labor de autocrítica. Y, en medio de todos estos rifirafes, un puñado de traductores intachables a los que no hay que enmendar prácticamente nada cuando entregan el manuscrito traducido.
Dentro de este grupo están, sin duda, los tres Premios Nacionales que entrevistó esta semana Javier Rodríguez Marcos para El País: Miguel Sáenz, José Luis López Muñoz y María Teresa Gallego Urrutia. Si uno lee la entrevista, podrá comprobar que se barajan allí muchos problemas que casi nunca tienen que ver con las editoriales comandadas por verdaderos profesionales del sector. Quizás el problema de estas declaraciones de los traductores reside en que cuando a uno le ponen un micrófono ante la boca aprovecha para hacer patente su descontento con ciertas cosas, y no para agradecer otros.
Los tres traductores, por ejemplo, han trabajado para Anagrama, que es una de las editoriales que cuenta con más prestigio dentro de la literatura traducida gracias, entre otras cosas, a que contrata a buenos traductores y los remunera de una manera adecuada. Lo mismo pasa con otras editoriales, pequeñas pero bien gestionadas, cuyos editores no regatean tarifas, pagan anticipos puntualmente y, en algunos casos, lo único que consiguen es un recibo pagado por un manuscrito impublicable a cambio. También, compañeros traductores, hay que hablar de esos casos: de las traducciones hechas con prisas y a las bravas o de la poca profesionalidad de muchos del gremio. Hasta que no aprendamos que primero debemos exigirnos a nosotros mismos antes de exigir al resto habremos andado poco camino.
La fotografía de la construcción del rascacielos Woolworth
pertenece a los fondos de la Biblioteca Pública de Nueva York.