17 agosto 2009

Una escritura diamantina

Echando la vista atrás, descubrimos que del cuarteto de grandes representantes del Boom Hispanoamericano de los años sesenta, el más interesado por la realidad de la calle de su país era Vargas Llosa. Ni García Márquez, entregado a la escritura de novelas fundacionales y míticas, ni Cortázar, lanzado a la narrativa fantástica y al experimentación, ni Fuentes, con una preocupación antropológica y política camuflada de un formalismo extremo, parecían muy preocupados por lo que pasaba en los barrios de sus ciudades. De hecho la mayoría de ellos ni tan siquiera residía en sus países de nacimiento. En cambio, la narrativa peruana de la época estaba volcada sobre esos hechos cotidianos. Siempre, eso sí, desde la perspectiva de los niños bien de Miraflores que, por diversas circunstancias, se veían envueltos en peripecias donde las fricciones con otros estratos sociales se representaban de un modo más palpable. Eso se ve de un modo claro en La ciudad y los perros, pero quizás se hace más evidente en Los geniecillos dominicales, la segunda novela de Julio Ramón Ribeyro que acaba de ser recuperada por la editorial RM en su colección Perfiles.
Frente a la restrictiva metáfora de la sociedad limeña encerrada en el colegio militar Leoncio Prado del texto de Vargas Llosa, la novela de Ribeyro deambula por todos los barrios de la ciudad. El protagonista, Ludo –el simbolismo subyacente en el uso de la raíz latina que significa “juego” permanece latente y no oculto-, abandona su trabajo en un bufete de abogados y se dedica a vivir la vida como si fuese un eterno día festivo. Tan sólo dos preocupaciones pasan por su mente: convertirse en ese escritor que quiere ser desde su más tierna adolescencia y las mujeres, bueno, seamos honestos, el sexo. Y lanzado a satisfacer ambos deseos se ve inmerso dentro del mundo de los "geniecillos dominicales" que da título a la historia: los estudiantes universitarios y jóvenes profesionales que verdaderamente viven para esas horas de asueto sin pensar en el futuro más allá de lo estrictamente necesario.
La novela narra a través de sus veinticuatro capítulos –las horas del día, por supuesto- el progresivo deterioro de la vida de Ludo. A los ojos de un lector de estos inicios del siglo veintiuno Ribeyro logra trazar un fresco de una vigencia sorprendente. No hay muchas diferencias entre ese dejar pasar el tiempo con total indolencia de los personajes de la novela y la vida hecha de sucedáneos de hoy. Pero, por encima de ello, hay una importante vuelta de tuerca en la propuesta de Ribeyro ya que donde creemos presenciar tan solo las anécdotas inanes de un hijo de la burguesía empobrecida estamos en realidad asistiendo a la forja de un delincuente. Lo que parecen en principio unos días de holganza se van convirtiendo en un verdadero desguace vital. Eso sí: el viaje desde la vida ordenada de la oficina a la del crimen carece de crítica moral. Ribeyro nos presenta los hechos para que nosotros juzguemos y, en esa escena final fantástica que desemboca en el afeitado del protagonista como único gesto tras su acto criminal, la creación de una nueva máscara, nos muestra a Ludo desechando la culpa y la penitencia, entregado al fin al disfraz que tan sólo busca evitar posibles identificaciones de algún testigo. Lo más inteligente del libro radica en que el lector no llega a saber si presencia el paso final de un progresivo proceso de enmascaramiento y ocultación o, por el contrario, el encuentro con su esencia desnuda a través de estas aventuras. Cada uno puede hacer la lectura que más le convenga de esta estupenda, vivaz y seductoramente vigente novela.
La misma claridad expresiva, se podría hablar casi de transparencia -fue, por cierto, Ribeyro uno de los más objetivos y honestos autores a la hora de reflexionar sobre los mecanismos del narrador, destacando el hecho de que todo intento narrativo es una impostura y la voluntad de deshacerla, de construir un discurso que no parezca literario es una de las imposturas más acentuadas en las que puede caer el narrador-, que siempre buscó el autor como vehículo idóneo de la narración, aunque vestida en este caso con el interés añadido de la autobiografía, se encuentra en la novela corta Sólo para fumadores, que ha editado de modo exento la editorial Menoscuarto en la bellísima colección Entretanto –no es menos agradable, por cierto, la colección de la editorial RM donde se ha editado la novela ya comentada-. Cualquier estanquero con ojo tendría una columna de ejemplares de este libro para regalar a sus clientes junto a la caja registradora, aunque la experiencia nos ha demostrado que el pequeño comercio español no destaca por su ingenio en las campañas promocionales. Ribeyro escribe una carta de amor a un vicio que estuvo a punto de llevarlo a la tumba pero que, sobre todo, se ha convertido para él en la excusa necesaria para el sosiego y disfrute de los placeres frente a la velocidad del mundo. Llega, incluso, a elaborar una teoría sobre el origen de la fascinación del hombre por el cigarro ya que piensa que la raíz está en el hecho de ser el único modo que tiene el hombre de tratar con el fuego, el único de los elementos euclidianos que podría acabar con él, del modo más directo posible. De todos modos conviene no confiarse: cuando pretende que creamos que es verdad es cuando más miente todo buen narrador.
Quizás el tiempo, que suele poner a todos en su sitio, está siendo especialmente generoso con este escritor que, por encima de todos los vicios con los que convivió, se dejó la vida en uno: el de narrar. La capacidad de Ribeyro de construir realidades con sus palabras sigue, al menos, intacta en cada uno de sus libros, y el paso de los años lo va ubicando de modo cada vez más inamovible como el mejor narrador peruano del siglo pasado.

Julio Ramón Ribeyro, Los geniecillos dominicales, Editorial RM, Barcelona, 2009
Julio Ramón Ribeyro, Sólo para fumadores, Menoscuarto, Palencia, 2009