03 abril 2012

Los limites de lo ficcional

Con la llegada del nuevo siglo -y fue hace ya doce años, cómo pasa el tiempo- se ha venido produciendo una explosión dentro del restringido mundo libresco -el formado por autores, editores, periodistas, críticos y académicos que terminan formando un círculo más restringido e intrascendente del que nos gusta reconocer- de la narrativa de no ficción. Se habla muy a menudo de la crónica y géneros periodísticos afines, y se han acuñado nuevos términos bastante similares a los nombres de productos comerciales o sus eslóganes que, en definitiva, no hacen sino evidenciar lo peregrino y superficial de muchos de esos acercamientos. En lo tocante a la narrativa que se nutre de material autobiográfico del propio autor estamos llegando a presenciar, leer, cosas verdaderamente estrambóticas. La última que leí es la de que el pensamiento es autobiográfico. Bueno, supongo que es una novedad que ignoraron, pobrecitos, Platón, Marco Aurelio, San Agustín, Pascal, Montaigne, etc. Todos autores siempre citados a la hora de hablar de textos con componente autobiográfico, todos autores entregados más al pensamiento que a la narrativa. Está bien que cada cuatro días alguien descubra mediterráneos.
Lo que sí que está sucediendo de modo cada vez más patente dentro de esa élite literaria es que se desdibujan las barreras entre ficción y no ficción. Algo también muy novedoso y poco o nada leído: Proust lo hizo en su novela río, sin ir más lejos. Por eso los textos que se entienden, quizás se conciben incluso, como autobiográficos parecen estar atravesados por hechos no verificables cuando no decididamente fantasiosos que los acercan a la ficción, de ahí esa etiqueta llamada autoficción, tan antojadiza e imprecisa como muchas otras. Algo parecido sucede con proyectos que nacen dentro del terreno de la ficción pero, muy pronto, comienzan a mostrar huellas biográficas en las que se reconoce rápidamente a sus autores. Es un juego tan antiguo como la novela moderna, que nace con el Lazarillo y el Quijote, y que precisamente se construye identitariamente en esa fricción entre fantasía y realidad, que la separa tajantemente de las muestra narrativas anteriores.
Dentro de ese grupo de textos mestizos, en los que uno puede reconocer sin especial esfuerzo las marcas que denotan la sinceridad más desarman, y que al mismo tiempo son atravesados por la ficción, incluso por asuntos delirantes y fantásticos, destaca por derecho propio Mario Levrero. Una de sus constantes fue el uso de narradores en primera persona, siempre con obsesiones muy cercanas a las suyas. Tanto es así que, aunque en sus primeras novelas y cuentos el narrador aparecía tan desdibujado y las tramas eran tan alejadas de una mirada realista que convierten en una labor muy subjetiva hablar de marcas autobiográficas, los libros que publicó en sus últimos años de vida, e incluso tras su muerte como sucede con La novela luminosa, van siendo cada vez más cercanos a esos géneros autobiográficos ya aludidos. En caso de su novela póstuma, de El discurso vacío y de Diario de un canalla, por ejemplo, los textos pueden ser considerados reales, y por lo tanto documentos, sin problema. No pasa nada fuera de lo normal y tan sólo las obsesiones del narrador, muy cercanas a las del propio Levrero, se salen de ese discurso que adjetivamos, abusivamente, como realista. El hecho de haber conocido a muchos de los personajes o los escenarios de esos textos, como me ha sucedido a mí, hace que la consistencia de esos textos sea mucho más real, más palpable dentro del mundo tangible.
Por eso me resulta muy interesante el caso de El alma de Gardel. Publicada el mismo año que El discurso vacío, ha sufrido, quizás, en la comparación ante una obra maestra de ese calibre. Es algo similar a lo sucedido en España cuando se lanzaron al mismo tiempo El discurso vacío y Dejen todo en mis manos. La extraña novela negra vuelta del revés de Levrero palidecía en comparación con esa pieza fértil y única que es El discurso.
El asunto es que El alma de Gardel, como muchos de los textos de la última época de Levrero, está montado como un diario. Son fragmentos, escenas, donde uno reconoce tanto el tono como los temas de un diario donde se da fe de los hechos cotidianos. Funcionan del mismo modo, por acumulación, sin un avance reconocible de una trama que, en realidad, no existe y que construye el lector necesitado de armar una excusa argumental que sirva de eje para el libro. Levrero supo ver que la novela no requiere una trama, que se trata de una construcción fantasmática que nuestro propio cerebro construye sobre el material disponible. Hagan la prueba de ver, aleatoriamente, una serie de imágenes, verán que no tardan en hilvanarlas argumentalmente. Esa necesidad de relacionar, de establecer causas, es la que da sentido a nuestros días, que no son más que una sucesión de hechos independientes. Levrero terminó construyendo así sus libros, su unidad viene dada por el tono, similar en la expresión y en la mirada con que se asimila la realidad.
La particularidad de El alma de Gardel es que hay elementos que atraviesan esa sucesión de hechos reales y asumibles para trasladar al terreno de lo fantástico la narración. Y son, al mismo tiempo, los que atan, dan forma, a esos materiales. Paradójicamente, son los ingredientes menos verosímiles los que facilitan la adscripción del texto a un género u otro. Como si lo ficciones fuera lo que hace más real, asumible, el producto. Esa paradoja es la que hace doblemente interesante al libro, porque obliga a repensar de qué está hecha la ficción, que esperamos encontrar en un libro de no ficción y, por extensión, dónde colocar los límites entre ambas posibilidades. Levrero deja claro, a través de libros como este que donde cada uno desee.
Mario Levrero El alma de Gardel Mondadori Argentina, Buenos Aires, 2011
Fotografía del archivo familiar de los Levrero-Hoppe