01 abril 2006

El cuento del fin de semana (4)

Una de las grandes sorpresas que me ha dado la curiosidad bibliográfica fue el conocimiento de Félix J. Palma. El primero de sus libros que leí, El vigilante de la salamandra, me lo enviaron los amigos Pre-Textos tras pedírselo para hacer una reseña porque lo había hojeado en una librería. Fue una verdadera delicia. El segundo de los libros de Palma tampoco lo compré. Esta vez lo pedí a la gente de Castalia porque había ganado el premio Tiflos de libro de cuentos por Las interioridades. De esa ya no hubo manera de escaparse. Si uno puede enamorarse de un escritor yo me había enamorado de Félix J. Palma. Así que me pasó como a todos los enamorados, que empecé a comportarme como un tonto. En mi caso consistió en ir corriendo a la primera librería medianamente seria que encontré y pedir inmediatamente los dos libros que había editado ya y no tenía. Así cayeron en mis manos Métodos de supervivencia y La hormiga que quiso ser astronauta, que hicieron que el idilio se confirmara.
Luego llegaron Los arácnidos -que me confirmó que estaba ya metido en la tela de araña de Palma- y ahora esperamos como agua de mayo Las corrientes oceánicas con las que ha ganado el Luis Berenguer. Aunque, eso sí, una búsqueda en ese vademecum del universo que llaman Google me ha deparado la sorpresa de un libro llamado El amante de vidrio del que, desde ya, como amante que ha pillado al otro en una infidelidad, pido explicaciones, o al menos un ejemplar.
Entretanto, aquí va un relato que encontré en la página de Care Santos, un saludo también a ella.

Cambio de armario

No hay mejor fuga que permanecer en el sitio donde uno está encerrado, se dijo para darse ánimos mientras se introducía en la maleta. Tuvo que plegarse a conciencia, rentabilizando todas las articulaciones de su cuerpo, como si se tratara de una tumbona de playa, pero lo más difícil fue cerrar la tapa desde dentro. Una vez lo logró, trató de relajarse pese a lo alambicado de la postura, de sentirse cómodo allí, entre los bikinis de Teresa.
La idea se le había ocurrido tres meses atrás, cuando los primeros balbuceos de verano advirtieron a su mujer de que había llegado el momento de cambiar el armario. Por no encaramarse al altillo, él hubiese continuado unas semanas más con el abrigo y la bufanda, pero Teresa anhelaba el primer barrunto de canícula para envolverse en la levedad de sus trajecitos de verano, para dibujarse ahora con precisión después de haberse pasado el invierno tan difuminada. Así que no le quedó más remedio que buscar la escalera de mano y trepar por ella de mala gana, en pos del maletón que contenía el ajuar veraniego. Como era de esperar, el bulto se hallaba incrustado en un rebujo de cachivaches, por lo que tuvo que extraerlo a tirones, como quien ayuda en el parto de un ternero.
Cuando lo consiguió, depositó el maletón sobre el lecho matrimonial, pero le faltó coraje para abrirlo. ¿Qué ley cósmica le garantizaba que su ropa continuase tal cual la dejó en el interior de la maleta? Era mucho más lógico pensar que en aquella intimidad, con todo un año de convivencia, las prendas se hubiesen entregado a toda suerte de aberraciones. Por eso le sorprendió que todo estuviese intacto cuando Teresa, harta de sus titubeos, abrió la maleta y procedió a exhumar su contenido entre muecas melancólicas. Desde la última vez que él había lucido aquellas bermudas que ahora regresaban a sus manos habían pasado muchas cosas. Se preguntó si seguiría siendo capaz de recorrer las playas ostentando aquellos delirantes estampados con la misma inconsciencia del verano anterior. De golpe se encontró mayor, menos chulo y más cansado, terriblemente avejentado en comparación con la graciosa prenda.
Fue en ese instante cuando se le ocurrió el plan. Consciente de que debía llevarlo en secreto, continuó sacando su ropa como si nada. Tan sólo una sonrisa golfa le desbarataba de tanto en tanto la cansina expresión, porque ahora se trataba únicamente de dejarse llevar sin revelar impaciencia, de soportar los meses de verano lo mejor posible, de esperar su momento tumbado como uno más al borde de las olas. Cuando llegó septiembre y los inacabables atardeceres del verano empezaron a escurrirse con una urgencia desoladora por el canalón del horizonte, supo que su partida estaba cerca y dedicó al mundo una mirada compasiva. Teresa no tardó en dar la orden inversa a la que había dado a comienzos de verano, pero esta vez él se encaramó al altillo sin una sola queja, y ambos se entregaron a la tarea de volver a cambiar el contenido de la maleta como si encontraran una inmensa felicidad en las simetrías de la vida.
Aprovechó un descuido de Teresa para llevar a cabo su fuga, para huir sin irse. Casi estuvo a punto de abortar su plan cuando, tras llamarlo a gritos durante unos minutos, la sintió tomar la maleta y restituirla al altillo emitiendo unos resoplidos que lo conmovieron, pero una extraña convicción le hizo continuar con su proyecto. Desde allí, aguzó el oído, atento al discurrir de la vida fuera de su escondite. Durante un par de días, sólo escuchó el silencio paciente de la espera, como si su mujer hubiese confundido su ausencia con la tardanza: a veces le costaba encontrar aparcamiento. Sin embargo, cuando el montón de días transcurrido comenzó a parecerse sospechosamente a una semana, Teresa vio llegada la hora de barajar otras hipótesis: secuestro, huida, desintegración espontánea... La oyó entonces coger el teléfono y empezar a remover el mundo, como hacía con su monedero cuando quería encontrar algo, por si él caía gracias al zarandeo. Pero todo fue inútil, y no tardó en perder las esperanzas. Cada noche él oía su llanto de viuda imperfecta, dudando si salir de la ultratumba, hasta que una noche, porque nada hay en este mundo imprescindible, la risa suplantó al sollozo. Hasta el altillo ascendieron entonces, con una nitidez cruel, los sonidos que produce la necesidad mamífera de cariño. Aún así no quiso abandonar su escondite, ni esa noche ni todas las que siguieron. ¿De qué le serviría volver a ocupar un lugar que cualquiera podía llenar?
Resultó de lo más embarazoso cuando, al llegar junio, Teresa y su amante abrieron la maleta para cambiar el armario. Durante su reclusión, él se había entretenido elaborado múltiples retratos robots del otro, pero nunca se lo había imaginado a su imagen y semejanza. Por eso le sorprendió el parecido de hermanos que mostraba con el desconocido que ahora ocupaba su lecho: los mismos rasgos de hombrecito aprensivo, el mismo color de pelo, el bigote insulso como un manchón de chocolate sobre la cornisa labial... En lo único en que se diferenciaban era que el desconocido tenía como un aire de zapato deformado por el uso, parecía más manoseado, como si fuese un invierno más viejo. Salió de la maleta y lo vio entrar a él, como vuelven las flores al vientre de la tierra, como vuelven las golondrinas y los bumerán, inmersos en ese ciclo de renovación y muerte en el que el universo está atrapado.

Félix J. Palma