04 julio 2007

En voz alta suena mejor


Todos los días leo algún artículo sobre el fin de la edad de la imprenta, sobre el fin de la Galaxia Gutenberg acorralada por los medios audiovisuales e Internet. Todos los días. Y al mismo tiempo, todos los días, contemplo cómo cualquier expresión que se pretende "artística" -o que ha devenido en artística por los diversos mecanismos que convierten artesanía o actos que no prentedían serlo en arte- no está bendecida hasta que no "aparece en los papeles".
Lo vemos en el mundo del arte, donde no se es nada sin críticas ni catálogos razonados, lo vemos en el mundo del cine, donde son las revistas de arte y ensayo las que dividen el mundo en productos comerciales y productos artísticos, y lo vemos, también, en el mundo de la literatura.
El problema que se cierne sobre medios que usan la palabra como medio de expresión -y fin al mismo tiempo, conviene no olvidarlo- es que el vulgo, y dentro del vulgo deben ir los políticos y sus camarillas, los más vulgares de todos, identifica de modo automático palabra con escritura. Y lo primero que debe saber una persona que se acerque a la literatura es que antes que el libro, la Biblia, estuvo la palabra, el Verbo. Todas las literaturas se cimentan en un sustrato oral donde dieron sus primeros pasos. Si alguien quiere echarle un vistazo a la lírica española popular puede acercarse al corpus que editó Margit Frenk Alatorre.
Todo esto viene a cuento de que acabo de estar limpiando mi mesa de trabajo de basura y he hojeado, antes de depositarlos en la papelera, los suplementos culturales que tenía allí. Y me he encontrado con un artículo de Bruno Galindo sobre spoken wod, que no es sino una actualización de la figura clásica del aedo, en el suplemento de La Vanguardia, el Posturas, y la publicación de un -agárrense- poema de juventud de Bob Dylan e el Gutural del Mundo.
Ahora que al genial compositor le llueven los galardones desde el establishment conviene recordar que su obra es un ejemplo único de la importancia de la palabra. El decir en voz alta ha sido siempre fundamental en la poesía. Incluso esos poetas de sonoridad hurtada, de un cierto prosaísmo, tienen su ritmo. Pero si, como sucede en el caso de Dylan, uno está pensando en estructuras musicales y lo está haciendo desde las bases de la música folk, con numerosas repeticiones y demás, elementos coloquiales, etc. En tal caso, pretender que la poesía de alguien se mantenga en una plana traducción verbal es de una candidez pasmosa.
Leer el poema inédito de Dylan que se publicó en el suplemento del Mundo despierta muchas suspicacias. En primer lugar por saber qué criterio de calidad literaria se sigue en ese suplemento para considerar eso digno de publicación. En segundo lugar sobre la tendencia a validar cualquier cosa por la marca, la firma, que es un mal endémico que arrastra la crítica mercenaria desde hace años - basta con ver que año tras año Vargas Llosa es elegido uno de los mejores novelistas del año con obras prescindibles. Y en tercer lugar revela que hay poesía que pierde todo su sentido cuando está impresa en papel. Hay poesía que sólo en voz alta, sólo insertada en unos compases y unos acordes, tiene sentido. Luego llegarán los tontos que confunden culos y témporas, y nos dirán que Sabina, buen cantautor y poeta, es buen sonetista. Y a todos nos darán ataques de risa loca.