29 julio 2009

Quince años no es nada


Hace quince años, la niña bonita, que se publicó El que apaga la luz. Hace quince años que comenzó una historia durante un examen de literatura de COU. Mi profesor leía el libro de Juan Bonilla, del que yo había oído hablar, y cuando entregué el examen le pregunté si me lo podría prestar cuando lo terminase. Lo hizo y aquel libro fue el comienzo de una amistad ya algo descuidada que me brindó la oportunidad de conocer muchos otros autores y muchos otros libros. Él también me dejó, poco tiempo después, un libro que compró tras leer El que apaga la luz aunque se había editado antes: Veinticinco años de éxitos. Lo editaba una editorial extraña, con el mismo nombre de un bar de copas y alterne, La Carbonería, que durante unos meses se dedicó a la quimérica labor de conseguir que sus visitantes leyesen. Es el único libro de Bonilla que no he podido conseguir para mi biblioteca. Al profesor le regalé el otro único libro que he conocido de esa editorial, el Manual del veraneante perpetuo de Fernando Ortiz. Por lo visto él y Ortiz habían sido compañeros en la facultad. Me sigue pareciendo a día de hoy la editorial con el catálogo más excelso que he conocido, y con los mejores títulos. Tan sólo dos, pero los dos valían un Potosí. Cuando fui a Sevilla me empeñé en conocer el bar, pero aquello no debía tener ya mucho que ver con lo que debió haber sido, así que tras una cerveza me fuí.
Me compré mi ejemplar de El que apaga la luz para releerlo. No habría pasado un mes desde que lo leí por vez primera. Fue el primer libro de Pre-Textos que compré, por cierto. Tanto lo leí y tanto lo elogié que mi mejor amiga me lo pidió para poder leerlo también. Lo perdió en un bar al lado de la plaza de Vázquez de Mella que se llamaba El purgatorio. No habría sido más oportuno ni haciéndolo con intención. Volvió al bar preguntando por el libro, pensaba que se debió caer del bolso y tal vez alguien lo habría devuelto en la barra. Nadie roba libros suele decir toda la gente que no lee casi nunca. Pero este libro sí debió llamar la atención del que lo encontrase. Nunca apareció. Cuando me dijo que lo había perdido me llevé un buen berrinche, claro. Un libro era una cantidad de dinero importante para la economía de un estudiante de dieciocho años. Se comprometió a comprarme otro y vino con él a los pocos días. Era casi igual, salvo por un detalle: el perdido era una primera edición y ése era una segunda. Sí había tenido éxito, sí, porque ya iba por la segunda edición. Con la estupidez propia de un adolescente demasiado preocupado por detalles intrascendentes, debí dar a entender que me molestaba haberme quedado sin mi ejemplar de la primera edición. La culpa, en cierta medida, era del propio Bonilla, que en sus artículos hablaba de esas primeras ediciones con dedicatorias entre escritores o las búsquedas, que entonces me parecían exóticas y llenas de encanto, de libros únicos de librería de viejo en librería de viejo. A los dos o tres meses mi amiga apareció con un ejemplar de la primera edición de El que apaga la luz. Imaginarla a lo largo de ese tiempo aprovechando cada vez que encontraba una librería para buscar el dichoso ejemplar de la primera edición me dio entonces una medida bastante clara del valor que debía darle a su amistad. Hoy creo que si le tengo tanto cariño a ese libro es porque cada vez que lo tengo entre las manos me recuerda a ella.
A ella, además, le parecía que Bonilla era muy guapo. La fotografía de la solapa, desde luego, lo vendía bastante bien. Por eso le regalé el ejemplar de la segunda edición, que tan sólo durante unos meses fue mío porque estaba destinado a ser suyo. También le pedí que me acompañase cuando le hice una entrevista para la primera revista “profesional” en la que colaboré. Fuimos tres, ella, otro amigo y yo. Ellos dos con cámaras y yo con una grabadora, un cuaderno y todos los libros de Bonilla. Menos el de La Carbonería, claro. Cuando recuerdo aquella tarde en el Café Central de Madrid pienso que debimos asustarle. Sobre todo yo. Lo recordaba todo, cada entrevista suya que había leído, cada pasaje de sus cuentos. Incluso me emocioné cuando me enteré de que los dos compartíamos padres dedicados al transporte. Creo que el suyo era camionero o algo así, y el mío tiene una pequeña empresa de autocares. Todo mientras mis dos amigos le cegaban con una lluvia constante de flashes y de chasquidos con sus cámaras de fotos. Antes de irnos me dedicó mi ejemplar de El que apaga la luz. Me permitiré copiar la dedicatoria, ya que él las colecciona: “Para Antonio este El que apaga la luz deseando tener en un futuro mil fans más como él”. Yo le había dicho al presentarnos en el café que yo era fan suyo, un fan de veinte años, así que me gustó mucho la dedicatoria. La entrevista quedó bien, tengo la cinta todavía por ahí. Me habló de una novela preciosa que al final no escribió nunca, o que al menos no ha publicado. Mi amigo hizo un par de dibujos sobre sus fotos y las de mi amiga que ilustraron el artículo de la revista. Quedé con Bonilla por segunda vez para entregarle uno de los dibujos, dedicado de una manera algo exagerada por mi amigo –hoy creo que yo era tan vehemente que ellos, les gustase o no, pensaban que estaban ante un futuro premio Nobel-, pero me dio plantón. Luego lo comenté con un amigo, también escritor, y me dijo que a veces con Bonilla pasaban esas cosas. Pero que no me lo tomase a mal. Y no me lo tomé a mal. De hecho pienso que fue una de las mejores lecciones de mi vida, esa de no ilusionarse más de lo necesario con las cosas. Todavía no la he debido aprender bien, de todos modos.
Hace dos meses, cuando comenzó la Feria del Libro de Madrid, me dijo un amigo que atendía en la caseta de Pre-Textos que a finales de junio aparecería una nueva edición de El que apaga la luz. Apenas tuve el libro en las manos me lancé a leerlo de nuevo, con la misma alegría de mis dieciocho. Y no me ha defraudado nada.
El que apaga la luz de Juan Bonilla
acaba de ser reeditado por Pre-Textos con cinco nuevos textos