27 julio 2009

Una caja de bombones

UNO. A Don McLean le sacudió lo sucedido el tres de febrero de 1959. Lo llamó “El día que murió la música”. Una avioneta se estrellaba en un campo de maíz del estado de Iowa. Dentro de ella volaban Buddy Holly, Ritchie Valens y Big Bopper.
El veintisiete de noviembre de 1983 se estrelló un avión en Mejorada del Campo durante la maniobra de aproximación al aeropuerto de Barajas, donde estaba prevista la escala del vuelo entre París y Bogotá. Dentro de ese avión viajaban Manuel Scorza, el matrimonio formado por Ángel Rama y María Traba y el mexicano Jorge Ibargüengoitia.
Rama contaba con cincuenta y siete años, Scorza e Ibargüengoitia cincuenta y cinco, Traba cincuenta y tres. Si estuviéramos hablando de deportistas de alta competición, por ejemplo, podríamos decir que ya habían entregado a la Historia todo lo que se esperaba de ellos, pero tratándose de escritores hay que señalar que aquel día nos quedamos sin unos veinticinco o treinta años de trabajo a pleno rendimiento de los cuatro.
No soy Paul Auster, por suerte o por desgracia, así que no intentaré establecer un hilo que hable de estos dos hechos como casualidades. Cada uno lo entienda como quiera.

DOS. A lo largo del último año se han editado dos libros de Jorge Ibargüengoitia, un autor que estaba casi desaparecido de los estantes de las librerías españolas.
La primera de esas novedades fue la recopilación de columnas y textos periodísticos que Juan Villoro reunió bajo el título de Revolución en el jardín. Editada en esa colección extraña, caprichosa e irregular que dirige Javier Marías, llamada Reino de Redonda.
La selección de Villoro es, como acostumbra en casi todo lo que emprende, generosísima. Cincuenta y ocho textos de diversa extensión que sirven como carta de presentación de una de las facetas más transitadas por Ibargüengoitia: la del humor mordaz e iconoclasta aplicado tanto a la crónica como al columnismo periodísticos.
Su retrato de la sociedad mexicana, de los usos y costumbres del tiempo que le tocó vivir, de las pequeñas miserias humanas que asoman en los gestos más nimios y, en principio, intrascendentes, lo convirtieron en uno de esos escritores que corre el peor de los peligros posibles: el de no ser tomado en serio. Una de las realidades más paradigmáticas de la recepción que se hace de los textos y de los autores tiene mucho que ver con la idea que tenemos de lo relevante. Rara vez aparecen en los noticieros o en los periódicos noticias simpáticas, aunque muchos de los hechos que nos suceden a diario lo sean. Parece que no dejasen cicatrices, porque asociamos las cicatrices, las huellas, al dolor y no al humor o la risa. Por eso, el común de los ciudadanos asocia lo relevante a lo doloroso, y el humor a lo más liviano, menos importante por tanto.
También, conviene no ser demasiado espléndidos, otro de los motivos que ha alejado a la escritura humorística de los altos peldaños del escalafón artístico ha sido el uso que los creadores hacían de ella. A menudo, el humor es meramente epidérmico, contingente, no socavador o iluminador. Muchos artistas se limitan a provocar la risa fácil o la sonrisa complaciente de un público que quiere reír un rato para poder descargar tensiones y volverse a casa tan tranquilos. Una risa cómoda, o acomodaticia, que puede ser lo mismo. No es esa risa que se queda congelada cuando vemos que más allá de la mera broma había una intención de retratarnos y de decirnos cosas sobre nosotros mismos que no podemos soportar desde la tragedia o la confesión. Se podría hacer una lista extensísima de artistas que se han quedado ahí. Y eso no los convierte en mejores o peores, sino que nos da una idea más exacta de su talla, del rastro que pueden dejar en nuestra experiencia. Muchas veces casi invisible, caer en el olvido sin la menor trascendencia.
Finalmente llegamos al momento en que toca decidirse por un camino u otro. Pero resulta difícil. Este libro podría, perfectamente, entrar en una u otra categoría. O sea, que en el baúl donde todo cabe, cincuenta y ocho textos nada menos, no puede mantener una misma intensidad de principio a fin. Hay de todo, claro.
La columna, el artículo, son textos para sprinters, donde hay que demostrar rapidez de reflejos, amplia zancada y capacidad de ir acelerando a medida que avanza la carrera. Dicho de otro modo: para ser un buen velocista hay que saber comenzar con fuerza y no sólo mantener el impulso sino acrecentarlo camino del final. Y estos textos lo logran sólo a veces. Hay algunos textos antológicos, verdaderas piezas maestras del periodismo literario. Hay crónicas inolvidables pese a su sátira facilona, como la crónica de la recepción del premio Casa de las Américas de La Habana que da título al volumen. Pero también hay mucha quincalla, textos prescindibles que nos hablan de las fechas de entrega y de las necesidades económicas de un autor sometido a los exiguos pagos de las publicaciones periódicas.
Juan Villoro, como ya se ha dicho, es un tipo generoso. Lo repito porque tengo la certeza de que aquí está todo, o casi todo, el Ibargüengoitia periodístico digno de rescate. Y aún así se aprecia una evidente falta de intensidad que convierte al volumen en una lectura muy larga y, por momentos, tediosa. Y no tengo la menor duda de que eso horripilaría al propio autor. Tal vez se deba a lo excesivo del volumen: más de trescientas páginas de artículos.

TRES. Conviene cerrar pues este texto con una reflexión, o, mejor dicho, con una invitación a la reflexión. ¿Es lo más conveniente presentar unos textos ideados para funcionar por sí solos, leídos en apenas cinco minutos mientras tomamos un café, a la carrera muchas veces, e hijos de y por lo tanto añejos al contexto histórico y social del momento en extensas reuniones? La verdad, no. Esos fervientes inventarios parecen destinados más a las Obras completas para estudiosos y fanáticos, pero quizás puedan empachar a los que se conforman con un bombón y no necesitan una caja entera para quedar saciados.
Jorge Ibargüengoitia, Revolución en el jardín, Reino de Redonda, 2008
La fotografía es de Paulina Lavista