15 septiembre 2011

El ocaso de un seductor

Hay una pregunta que todo lector se hace, supongo, antes de leer Piña. ¿Le estarían dando tanto bombo a este relato y lo habrían traducido de estar escrito por alguien desconocido -un autor de 23 años al que nadie conociera, quiero decir- o tiene mucho que ver el hecho de que Michael Cera sea uno de los jóvenes actores más reputados de Hollywood? Conviene responderla desde ya: tiene mucho que ver. No porque el relato sea malo. No lo es, para nada, pero es evidente que el eco obtenido está directamente relacionado con la noticia de "oye, el chaval ese no sólo actúa bien, también escribe". Que nadie se llame engaño.
Cuando apareció Pinecone en el número 30 de McSweeney's, estaba introducido por unas entusiastas palabras de Dave Eggers, uno de los gurús de la literatura norteamericana actual y el fundador de la mencionada revista. Eso sí, conviene ir aclarando cuestiones: la experiencia demuestra que lo mejor es coger con pinzas las recomendaciones de Eggers. Su posición, como autor inquieto y de extraordinaria influencia en el mundo cultural de los USA -y por extensión en el resto del mundo, el imperio es el imperio- se confunde muchas veces con una infalibilidad que parece tener más en común con la fe ciega que muchos católicos tienen en el papa de Roma.
Sin ir más lejos, la audaz propuesta estética de la revista McSweeney's no tiene un correlato similar en lo tocante a los riesgos estéticos de buena parte de los colaboradores habituales de la misma, por ejemplo, y aún así, por haber sido publicados en ella se les presupone un marchamo vanguardista del que carecen. Por mucho que Eggers lo haya publicado. Eso de seguir a Eggers como las ratas al flautista de Hamelin puede ser peligroso.
Un ejemplo de ello es la revista española El estado mental, cuyo formato recuerda demasiado a la otra revista de Eggers, The Believer. The Believer es una revista estéticamente torpe. Es cuadrada, que es lo que todo diseñador pide para tener más margen de experimentación en la maqueta, o sea, el formato es el idóneo para una revista de tendencias y grafismo, no para una revista de texto. Pero luego el interior es una sucesión de textos maquetados en una horrorosa doble columna que convierte a sus páginas en una secuencia horrorosamente estática, menos dinámica, incluso, que la triple columna del "clásico" The New Yorker. Por otro lado, la unidad estética que propician las portadas de Charles Burns se pierde totalmente en el batiburrillo estético que intenta recoger El estado mental, que se desliza a los terrenos de McSweeney's en la inclusión de formatos extraños que casan mal con el resto de la revista. Toda esta disertación sobre revistas pretende ofrecer un ejemplo válido de los peligros de la imitación poco o nada razonada. Muy próximos a los de la exaltación acrítica, que le da poco, o ningún juego a cualquier proyecto artístico o intelectual.
Pero es mejor volver al asunto de estas líneas: Piña. Michael Cera ofrece, sí, un texto interesante, que permite intuir hasta dónde puede llegar un autor capaz de rebuscar en las miserias del alma humana. Además sabe, y es importante también, construir un relato donde no haya elementos que sobren y cada página haya sido calibrada en su justa medida para permitir que la trama avance de modo coherente. O sea, que el señor Cera ha hecho lo que cualquier autor con un poco de vergüenza debería hacer: trabajar su texto. Nada más, y nada menos. El relato está bien, es una lectura recomendadísima, pero tampoco conviene echar las campanas al vuelo. La pregunta que hay que hacerse después de leerlo es: ¿habría conseguido un autor con un solo relato publicado en una revista ser traducido al español en un libro autónomo? No, seguramente, no. Conviene no ser ingenuo al respecto.
La historia de este actor venido a menos, de un seductor que ya tan sólo atrae a las dependientas de los restaurantes de comida rápida, tiene tintes de crueldad, de ironía que contrastan con el estilo ingenuo, muy plano, quizás pretendidamente anodino, que Mercedes Cebrián ha sabido captar en su traducción. Con todo, es quizás ahí, en la casi total ausencia de trabajo linguístico donde más flojea el texto. Porque lo mejor es la crueldad con la que dibuja al acto adolescente venido a menos, mezquino y sin demasiadas salidas. Se trata pues de un texto que, siguiendo la tradición de las revistas literarias estadounidenses -aunque casi todas se hagan entre New York y San Francisco usaremos el gentilicio de la federación íntegra-, sirve como lectura idónea para acompañar un buen café -bueno, la bebida la dejo a la elección del lector- la idea es que tiene la extensión adecuada para ese cuarto de hora de relax.
Con todo, y ya pensando en el lector, mejor la opción elegida por la editorial de traducir buenos relatos puntuales que no otras cosas que se han ofrecido al lector. Al menos, la profundidad e ironía de Piña sirve para dar cera y servir como modelo válido a los autores patrios. Con veintitrés añitos se pueden escribir buenos relatos.
Michael Cera Piña Alpha-Decay, Barcelona, 2011