No he leído, como muchísimos españoles, El nombre de la rosa. Pero sí he leído las Apostillas a El nombre de la rosa. He de reconocer que, aunque tengo la novela en casa –como casi todos los españoles, de ahí el comentario de la frase anterior- nunca me ha llamado demasiado la atención. Pero el otro día me animé a leer las ochenta y pico páginas que tiene las Apostillas. Y creo que voy a seguir sin leer la novela, pero las Apostillas me parece un libro extraordinario. Uno, que siempre ha sentido un respeto enorme por Umberto Eco, y que le considera uno de los intelectuales más sólidos que existen hoy, y uno de los que mejor saben transmitir sus conocimientos en sus textos, sólo puede leer fascinado estas confesiones en las que, más que puntualizar ciertos aspectos sobre la novela –hay un par de pinceladas y son insignificantes para lo que debe ser la novela-, lo que quiere Eco es realizar una poética, la de su narrativa para ser exactos y que luego aplicó a sus otras tres novelas, y dilucidar su pertenencia o no a eso que se ha llamado “posmodernismo”. Y son, siempre, unas líneas magistrales.
Eco es un novelista que sigue, casi a pie juntillas, muchas de las actitudes y usos de la novela decimonónica, pero que es plenamente consciente de aquellos detalles que no son hoy válidos y que, por lo tanto, deben ser adaptados a los tiempos actuales. Defiende la trama, defiende el entretenimiento, defiende los pasajes didácticos de la novela, pero siempre desde la perspectiva de un escritor que conoce la evolución del laberinto desde el ideal clásico al moderno rizoma, que sabe que el posmodernismo es, más que un movimiento, una manera de encarar la creación y el análisis del arte –lo denomina Kunstwollen.
Así que lo que está haciendo es indicar al posible comentarista por dónde debe dirigir sus pasos. Está, para el que sepa entenderlo, una primera crítica de su novela. Es algo inevitable en un autor tan intelectualizado como Eco, que antes de ponerse a escribir narrativa ha sido uno de los teóricos punteros no ya sólo de la literatura, sino del signo en sí, del acto de comunicación por extenso. Uno tiene la certeza de que el propio Eco escribió su novela con la mente de un crítico, lo que la convierte en una novela posmoderna y en una obra de referencia que todavía hoy marca a muchos “escribidores” de novela histórica que se han quedado apenas con el maquillaje de la obra de Eco. El nombre de la rosa es una novela única, un hito, que marca un antes y un después en la manera de entenderse la literatura y, lo que es más preocupante, el mercado de la misma. Su enorme éxito popular se debe a la capacidad analítica de Eco de saber refrescar fórmulas perfectamente asimiladas por la sociedad y permitir por ello una digestión exitosa del libro. Y la gracia de estas Apostillas es saber defender las razones y los métodos de dicha actualización.
Que numerosos epígonos hayan venido detrás publicando pálidos reflejos de su novela no es, evidentemente, un problema suyo, y habría que pedir responsabilidades a los editores todo lo más, pero no a él. Porque lo que todos esos clones no podrán escribir nunca es estas Apostillas, que son las que marcan la diferencia entre el original y las copias.
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