Cada vez que releo alguno de mis textos, y procuro hacerlo varias veces antes de darlo por bueno, me encuentro siempre con pequeños detalles: erratas, construcciones sintácticas, palabras, que no me gustan, bien porque me resultan desagradables o poco estéticas, o bien porque me sorprendo al ver que puedo no estar diciendo lo que quiero decir. Todo esto antes de dar el texto por bueno.
Por eso me he dado cuenta de la importancia que tiene la errata, el error –sea achacable a la mano el hombre o no- como incentivo para la continua depuración del texto.
Supongo que a muchos no les gustará escuchar esto, pero en mi caso no hay nada que me incite más a rescribir un texto, a darle una nueva vuelta para mejorarlo, que encontrar errores en él cuando lo leo. No hace muchos días me contaba un reconocido autor de relatos que uno de sus cuentos había nacido de la lectura de un cuento de otro reconocido autor que él había encontrado manifiestamente mejorable. Me lo confesaba cuando yo le indiqué la cercanía de tema y trama entre ambos textos. Pero no hizo otra cosa que arreglar, corregir el texto que el autor primero había dejado a medio hacer.
Así funciona la labor del escritor. Primero se ve obligado a rellenar huecos, matices, significados, en la producción literaria o a mejorar los existentes. Ese es el inicio del acto de escritura, la voluntad de corregir los fallos que la creación ha dejado en su camino.
Cuando escribe, normalmente, se deja llevar por la emoción o la intención primigenia y el escritor corrige poco o nada. Pero luego debe releer el texto hasta dejarlo, a su juicio, acabado. Y lo hará muchas veces más hasta que entregue el libro al editor que se anime a sacarlo a la luz, a colocarlo en las mesas de las novedades de las librerías, en su catálogo, en su página de Internet. Porque no hay otro camino hacia la excelencia que la corrección. Esa es la suerte del escritor, que puede corregir los errores que ha cometido a través de sus textos. Muchas veces creo que no es otra la voluntad primera que lleva a una persona, a un ser humano perfectamente normal, a encarar el trabajo de convertirse en escritor. De vivir cada uno de nuestros momentos con plenitud y exactitud no necesitaríamos escribir, no necesitaríamos rescribir nuestras vidas. Pero el escritor no hace otra cosa que eso: percibe un error e intenta eliminarlo, borrarlo, corregirlo, subsanarlo. Y emprende el arduo trayecto que le lleva hasta el libro editado que ya hemos comentado.
Pero, aunque haya sido meticuloso en el proceso, cuando tenga en las manos el libro, como el que tenéis vosotros ahora fruto de vuestro esfuerzo, se dará cuenta de que todavía hay errores en él. Lo lógico es sentir primero un poco de rabia, la misma que sentimos ante un atentado aunque sepamos que ni por acción u omisión hubiéramos podido cambiar nada de lo que ha sucedido.
Luego uno asume el error como parte inevitable del ser humano. El propio escritor, el corrector, el impresor, hasta el programador de ordenadores que hizo la aplicación con la que ahora maquetamos los libros son seres humanos, y el error está en sus genes.
Y, finalmente, llegamos a la alegría. Hay que entender el error como un regalo, una posibilidad de mejora. Una obra perfecta es hermética. No permite el acceso a ella, porque penetrar en ella, aunque sea como lector, la hace imperfecta, la vicia, la hiere de muerte al hacerle perder su principal virtud: la de la perfección. Pero un error es una puerta abierta, es una invitación a entrar, a conocer cada uno de los recovecos de la obra para encontrar una solución, algo que podamos hacer que la haga ser más perfecta, algo que nos haga ver que nuestra intervención es necesaria.